II
Tus principes son rebeldes y compañeros de ladrones…
Isaías, 1:23
El joven de cabello negro como la noche descansaba serenamente sobre una banqueta de campaña. Tenía un escudo en forma de cometa equilibrado entre las piernas, cara abajo, y sostenido sobre el borde de la cama cubierta de terciopelo. Sus dedos delgados trabajaban con lentitud y tesón. Tejían un tiento de cuero alrededor del asa. Largas y tupidas pestañas enmarcaban sus ojos grises.
Pero la mente del joven no estaba puesta en la labor que lo mantenía ocupado. Tampoco recordaba el adorno de exquisita factura que lucía el escudo en el dorso: el León Real de Gwynedd, esplendente de oro y carmesí bajo la cubierta de lona. No parecía tener presentes las alfombras de Kheldish, de valor incalculable, que se extendían bajo sus botas polvorientas ni el espadón de empuñadura engastada de joyas que pendía, alerta, en su sencilla vaina de cuero.
El joven que trabajaba solo en su tienda de Dol Shaia era Kelson Haldane, hijo del fallecido rey Brion. Kelson, quien, con poco más de catorce años, era monarca de Gwynedd y regía por propio derecho sobre varios ducados y baronías de menor importancia. En ese momento, también era un joven preocupado.
Kelson lanzó una mirada hacia la cortina de la tienda y frunció el ceño. Estaba corrida para que el rey gozara de intimidad, pero había suficiente espacio entre los bordes para advertir que la tarde se escurría deprisa. Fuera, se oía el paso medido de los centinelas que hacían guardia ante su tienda, el rumor de los estandartes de seda que aleteaban bajo la brisa, el relincho y el resoplido de los inmensos corceles de guerra que tironeaban de sus cuerdas cerca de allí, bajo los árboles. Regresó a su tarea con resignación. Trabajó en silencio unos minutos más, y luego levantó al vista con aprensión al ver que alguien apartaba la cortina de su tienda. Entró un hombre vestido con malla y manto azul. Los ojos del rey se encendieron de alegría.
—¡Derry!
Al oír su nombre, el joven esbozó una reverencia informal, fue hasta el lecho real y se sentó en el borde. No era mucho mayor que Kelson. Tendría unos veinticinco años, quizá, pero, bajo los mechones de cabello castaño y recortado, sus ojos azules lo miraron con gravedad. En sus dedos callosos tomó un tiento estrecho de cuero. Lo posó sobre el escudo con un gesto de asentimiento, mientras observaba la labor de Kelson.
—Podría haberlo hecho por vos, Majestad. Reparar la armadura no es tarea de un rey.
Kelson se encogió de hombros y tiró del tiento. Luego, refiló los bordes del cuero con una daga bañada en plata.
—Esta tarde no tenía nada mejor que hacer. Si estuviera cumpliendo la función propia de un rey, a estas alturas ya estaría en Corwyn, sofocando la revuelta de Warin y obligando a los arzobispos a dirimir su contienda absurda.
Deslizó los dedos por el asa del escudo y devolvió la daga a la vaina, con un suspiro.
—Pero Alaric me dice que no lo haga, al menos todavía. Y, así, espero, aguardo a que llegue el momento e intento cultivar la paciencia que él quisiera ver en mí. —Arrojó el escudo en la cama y reposó ligeramente las manos sobre las rodillas—. También intento contenerme y no hacerte las preguntas que, supongo, no querrás responder. Sólo que ha llegado la hora de que te las formule. ¿Cuál fue el precio del valle de Jennan, Derry?
Había sido un precio muy alto. De los treinta que partieran al lado de Nigel, dos días atrás, había regresado apenas un puñado. Los restos de la patrulla de Nigel habían regresado esa mañana a Dol Shaia, cojeando, irritados y con los pies doloridos.
De los que llegaron, varios murieron antes del mediodía. Y, además de las numerosas pérdidas, el valle de Jennan había causado una grave afrenta a la moral de la tropa. Los catorce años de Kelson pendían gravemente sobre el rey mientras escuchaba el relato.
—Peor de lo que temía —murmuró Kelson por fin, cuando se hubo enterado del más pequeño detalle—. Primero, los arzobispos y su odio a los deryni y, luego, este fanático Warin de Grey… ¡Y el pueblo lo apoya, Derry! ¡Aunque pudiera detener a Warin y reconciliarme con los arzobispos, jamás podría derrotar a un ducado entero!
Lord Sean Derry meneó la cabeza enfáticamente.
—Creo que juzgáis mal la influencia de Warin, Majestad. Su atracción es poderosa cuando está cerca y, tras unos pocos milagros, la gente se vuelca de su lado, pero la tradición de lealtad a los reyes es más antigua y, creo, más fuerte que el influjo de un profeta advenedizo; especialmente, cuando éste propone la guerra santa. Cuando Warin sea sofocado y los labriegos ya no tengan a su adalid, el ímpetu decaerá. El error fatal de Warin fue fijar su residencia en Coroth, junto a los arzobispos. Ahora se le considera un seguidor de la Curia.
—Aún queda la cuestión del Interdicto —agregó Kelson, con dudas—. ¿Crees que el pueblo lo olvidará tan fácilmente?
Derry lanzó una sonrisa optimista.
—Nuestros informes indican que, en las zonas rurales, los rebeldes están desguarnecidos y que su orden interno es endeble, Majestad. ¡Cuando tengan que enfrentarse a la realidad de nuestro ejército real en medio de sus territorios, se dispersarán como ratas!
—No he oído que hicieran eso en el valle de Jennan —replicó Kelson, con desdén—. En realidad, todavía no comprendo cómo esos campesinos mal armados pudieron tomar por sorpresa a toda una partida. ¿Dónde está mi tío Nigel? Quisiera escuchar su explicación de lo sucedido.
—Tratad de tener paciencia con él, Majestad —repuso Derry, bajando los ojos con aprensión—. Desde que llegó esta mañana, ha estado con los cirujanos y con los heridos. Sólo una hora atrás, pude persuadirlo de que permitiera a los médicos examinar sus propias heridas.
—¿Está herido? —los ojos del rey se nublaron con aflicción—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Es grave?
—No, Majestad. Me pidió que no os lo contase. Tiene un brazo herido a la altura del hombro izquierdo y algunas magulladuras y cortes superficiales. Pero habría muerto antes que perder a esos hombres.
Kelson frunció la boca, con una mueca de preocupación, y se obligó a sonreír con pesar.
—Lo sé. No es culpa suya.
—Entonces, recordádselo, Majestad —comentó Derry en voz baja—. Siente que ha fracasado ante vos.
—Nigel jamás me fallaría. Él no.
El joven rey se puso en pie y flexionó los hombros, con gestos cansados. Llevó el cuello hacia atrás para que la cabeza mirara al techo de la tienda. El cabello lacio y negro, muy corto en épocas de batalla, le caía desordenadamente. Al dirigirse a Derry, lo acomodó con los dedos.
—¿Qué más se sabe de los Tres Ejércitos del norte?
Derry se puso de pie con atención.
—Poco que no hayáis oído ya. El duque de Claibourne informa de que podría contener el acceso por el Cañón de Arranal indefinidamente, en tanto no lo ataquen simultáneamente por el sur. Su Excelencia estima que Wencit lanzará su ofensiva principal más al sur, probablemente por el Paso de Cardosa. En Arranal sólo hay preparada una fuerza simbólica.
Kelson asintió lentamente y se sacudió de la túnica las rebabas de cuero. Fue hasta una mesa de campaña rebosante de mapas.
—¿Del duque Jared o de Bran Coris no se sabe nada?
—Nada, Majestad.
Kelson tomó un calibrador y suspiró. Mordisqueó un extremo del instrumento, con aire reflexivo.
—¿Supones que pueden tener problemas? ¿Y si los deshielos de primavera han terminado antes de lo que previmos? ¿Y si ya hubieran terminado? Por lo que sabemos, Wencit podría estar abatiéndose sobre Eastmarch.
—Nos habríamos enterado, Majestad. Al menos, un mensajero habría llegado hasta aquí.
—¿Estás seguro? Yo me lo pregunto.
El rey escrutó el mapa que tenía ante sí durante varios minutos. Sus ojos grises se entrecerraron al considerar sus posibles estrategias al menos por centésima vez. Abrió el calibrador y midió varias distancias, calculó nuevamente sus cifras originales y se detuvo a considerar nuevamente las posibilidades. Sólo confirmó lo que ya sabía.
—Derry —indicó al joven lord que se acercara, mientras él se inclinaba sobre los mapas—. Vuelve a contarme lo que lord Perris te dijo sobre este camino. —Usó uno de los brazos del calibrador para trazar una línea sinuosa y delgada, que serpenteó a través de las laderas occidentales de la cadena montañosa que dividía a Gwynedd de Torenth—. Si este camino pudiera atravesarse tan sólo una semana antes, podríamos…
El análisis fue interrumpido por el sonoro galope de un caballo que cesó bruscamente ante la tienda del rey, seguido de la entrada intempestiva de un centinela con capa roja. El hombre esbozó un saludo apresurado al ver que Kelson se giraba alarmado y Derry se irguió alerta, dispuesto a proteger a su rey ante el menor peligro.
—Majestad, el general Morgan y el padre McLain vienen de camino. ¡Acaban de trasponer el puesto de guardia oriental!
Con una muda exclamación de regocijo, Kelson dejó caer el calibrador y salió disparado hacia la entrada. En su arrojo, casi sentó al guardia de un empellón. Cuando Derry y él se asomaron al sol, un par de jinetes con ropas de cuero tiraban de las riendas ante el pabellón real y desmontaban en una nube de polvo. Bajo los sencillos cascos de metal, sólo se veían anchas sonrisas y barbas desgreñadas. Los mantos grises y las insignias con el halcón del día anterior habían desaparecido; pero, cuando se quitaron los yelmos polvorientos, no hubo forma de confundir la cabellera, rubia como el oro, de Alaric Morgan ni el pelo castaño de Duncan McLain.
—¡Morgan! ¡Padre Duncan! ¿Dónde habéis estado? —Kelson se detuvo con un gesto de ligero enfado mientras los dos se sacudían el polvo interminable de los atuendos de montar.
—Lo siento, príncipe —se rió Morgan. Quitó el polvo del casco y sacudió la cabellera para librarla de más polvo—. ¡Por San Miguel y por todos los santos! ¡Qué tiempo seco, eh! ¿Por qué elegiste Dol Shaia para acampar?
Kelson cruzó los brazos sobre el pecho y trató de contener una sonrisa, sin éxito.
—Si mal no recuerdo, fue un tal Alaric Morgan quien dijo que acampáramos lo más cerca posible de la frontera, sin que nos vieran. El punto lógico era Dol Shaia. Ahora, ¿queréis decirme por qué tardasteis tanto? Nigel y los últimos rezagados llegaron a primera hora de la mañana.
Morgan lanzó una mirada de resignación a Duncan, rodeó a Kelson por los hombros con un brazo, en gesto de camaradería, y comenzó a llevarlo hacia la tienda.
—¿Qué te parece si conversamos de ello con un poco de comida delante, príncipe? —Le hizo señas a Derry para que se ocupara de las viandas—. Y, si alguien avisara a Nigel y a sus capitanes, informaría a todo el mundo al mismo tiempo. No tengo deseos ni tiempo de repetir esto más de una vez.
Dentro, Morgan se dejó caer en una silla de campaña, al lado de la mesa, y, con un gruñido, puso las botas sobre un taburete. Dejó que su casco fuese a parar al suelo a su lado. Duncan, algo más respetuoso con las formas, aguardó a que Kelson se sentara en una silla más mullida y, entonces, ocupó un banco de campaña al lado de Morgan. Dejó el casco sobre la alfombra.
—Estáis horribles —comentó Kelson, después de examinarlos con la mirada—. Ambos. Jamás os había visto con barba…
Duncan sonrió y se reclinó en la silla. Estiró el cuerpo y entrelazó los dedos por detrás de la nuca.
—Es cierto, príncipe. Pero tendréis que admitir que burlamos a los rebeldes. Hasta Alaric, con sus modos descarados y su cabellera escandalosamente rubia, pudo pasar por un simple soldado cuando tuvo que hacer su papel. Y nuestras dos semanas de andar cabalgando en uniformes rebeldes fueron brillantes…
—Y peligrosas… —agregó Nigel. Había entrado con tres de sus capitanes, enfundados en mantos escarlata, y, tras indicarles que se dispusieran alrededor de la mesa, se sentó en una silla de campaña—. Espero que haya valido la pena. Nuestra expedición resultó un fracaso.
Morgan se mantuvo serio un instante. Bajó los pies del taburete y perdió toda la desfachatez, no bien el grupo se completó. Nigel llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, sostenido por un paño de seda negra. En el pómulo derecho se le veía un cardenal oscuro. Fuera de eso, era la imagen viviente del extinto rey Brion. Morgan se obligó a apartar el recuerdo de su mente.
—Lo siento, Nigel. Sé lo que sucedió. De hecho, estuvimos en valle de Jennan después de la batalla. Debimos de pasar por allí unas pocas horas después de vuestra partida.
Nigel gruñó con indiferencia. Morgan comprendió que tendría que hacer algo para cambiar el clima de la reunión.
—Pero, en otros sentidos, las semanas pasadas fueron muy ilustrativas —continuó con voz entusiasta—. Alguna de las informaciones que recogimos en nuestras charlas con los soldados rebeldes resultaron esclarecedoras, aunque inútiles estratégicamente. Es sorprendente el número de rumores y de ideas casi legendarias que circulan entre el pueblo sobre nosotros.
Cruzó las manos sobre el pecho y se reclinó en la silla, con una débil sonrisa.
—¿Sabíais, por ejemplo, que yo tengo garras en lugar de pies? —Extendió las piernas por delante y se miró las botas, con aire pensativo, mientras los ojos de los demás lo seguían—. Desde luego, pocos han visto mis pies sin calzado. Y mucho menos los labriegos. ¿Os suponéis que pudiera ser cierto?
Kelson sonrió, pese a sí mismo.
—Bromeas. ¿Quién podría creer semejante tontería?
—¿Habéis visto a Alaric sin calzado alguna vez, Majestad? —inquirió Duncan con aire intrigante.
En ese momento, entraba Derry con una bandeja, cargada de comida, que ofreció con una sonrisa.
—Yo sí le he visto los pies, Majestad —dijo, mientras Morgan pinchaba un trozo de carne con la daga y tomaba una hogaza de pan—. Y, por mucho que pueda pensar la gente, os aseguro que no tiene pezuñas y ni siquiera un dedo de más.
Morgan saludó a Derry con la carne trinchada. Dio un mordisco, y lanzó una mirada inquisitiva hacia Kelson y Nigel. El príncipe había vuelto a ser el mismo. Reclinado en su silla, sonreía débilmente: sabía lo que Morgan había intentado lograr y le agradeció que hubiera triunfado en su propósito. Kelson, algo azorado por la conversación, paseó la mirada de uno a otro unos segundos, hasta que advirtió por fin que estaban tomándole el pelo. Meneó la cabeza y sonrió afablemente.
—¡Garras y pezuñas! —suspiró con desdén—. Morgan, por un instante creí que hablabais en serio.
—No se puede trabajar eternamente bajo tensión, Majestad —Morgan se encogió de hombros—. Ahora bien, ¿qué noticias ha habido desde que partimos? ¿Qué ha pasado para que estéis con semejante cara?
Kelson se encogió de hombros.
—En realidad, supongo que nada nuevo. Tal vez por eso me siento tan inquieto. Sigo tratando de decidir el mejor modo de acabar con esta contienda interminable y eso nos lleva a la cuestión original de cómo reconciliarme honorablemente con mi clero y con mis subditos rebeldes.
Duncan empujó el último resto de carne con un buen trago de vino y asintió en dirección a Kelson.
—En los días pasados, hemos dedicado largas horas a considerar esa cuestión, príncipe. Y hemos llegado a la conclusión de que el abordaje más racional sería, en primer lugar, intentar una reconciliación con los seis obispos rebeldes de Dhassa. Quieren ayudarte, su disputa es sólo conmigo y con Alaric. Tú no estás involucrado.
—Es cierto. Si pudieras conseguir que te restituyeran en tu oficio formalmente y que los cargos que la Curia formuló contra ti fueran retirados, podría aceptar su ayuda sin pensar en que pongo en riesgo su honor. Hasta ahora ni siquiera he querido comunicarme con ellos precisamente por esta razón. Si se han mantenido fíeles a mí, es porque soy el rey y tal vez porque me conocen y se fían de mí personalmente. Al menos, el obispo Arilan.
Morgan limpió la hoja de la daga contra la bota y la devolvió a su vaina.
—Es cierto, príncipe. Por esta razón hemos considerado esta posibilidad muy seriamente antes de analizarla aquí contigo. Sea cual sea nuestra línea de acción, no queremos poner en juego la confianza que los Seis de Dhassa han depositado en ti.
—Sin embargo, proponéis ir a Dhassa e intentar una reconciliación —objetó el rey—. Supongamos que no tenéis éxito. ¿Y si los Seis no se dejan persuadir?
—Creo poder tranquilizarte al respecto, Majestad —dijo Duncan—. Si recordáis, estuve con el obispo Arilan durante varíos años. Lo conozco muy bien. Creo que él nos tratará con justicia y que, al hacerlo, convencerá a sus camaradas de que se comporten de igual modo.
—Ya quisiera yo tener la misma certeza…
Kelson tamborileó con los dedos sobre el brazo de la silla y, luego, cruzó las manos sobre el regazo.
—De modo que os entregaríais a merced de los obispos por la confianza que tenéis en un solo hombre. —Levantó la vista severamente—. Sin embargo, lo cierto es que sois culpables de los cargos por los que fuisteis excomulgados. No hay forma de negar los sucesos de San Torin. Sin duda, hubo circunstancias atenuantes y, con suerte, la ley canónica respaldará vuestra defensa, al menos en las cuestiones centrales. Pero ¿si fracasáis? ¿Si la excomunión sigue en pie? ¿Qué sucederá entonces? ¿Creéis que los Seis os dejarán marcharos de allí?
Se oyó un rumor de voces fuera de la tienda. Parecía ser un altercado de cierto tenor. Kelson se detuvo para mirar en dirección a la entrada y, en ese momento, un centinela apartó la cortina para entrar.
—Majestad, el obispo Istelyn desea veros. Insiste en que no puede esperar.
Kelson frunció el ceño.
—Que pase.
Cuando el guardia regresó a la intemperie, Kelson miró rápidamente los rostros de los nobles, en especial, los de Morgan y Duncan. Istelyn era uno de los doce obispos itinerantes de Gwynedd y no había estado presente en Dhassa cuando la Curia se dividió, el invierno anterior.
Pero Istelyn, al tener noticia de los acontecimientos de Dhassa, se declaró de parte de Arilan, Cardiel y el resto de los Seis. Semanas atrás, se había presentado en el campamento de Kelson, en la frontera de Corwyn, para servir allí en calidad de obispo itinerante. Era un prelado sobrio y de buen talante y no se mostraba inclinado a hacer alarde de su poder eclesiástico. Jamás se habría inmiscuido en una reunión real si no hubiera tenido imperiosos motivos. El rostro de Kelson dejó traslucir su ansiedad cuando el obispo ingresó a través de la cortina abierta. Llevaba un pergamino en la mano y una expresión tenebrosa en el semblante.
—Majestad… —dijo Istelyn, con una grave inclinación de cabeza.
—Milord obispo… —replicó Kelson. Se puso lentamente de pie y el resto lo acompañó.
Istelyn paseó la mirada por los presentes y saludó con reverencias. Kelson les indicó al resto de sus hombres que podían sentarse.
—Infiero que no traéis buenas noticias, milord —murmuró el rey, sin apartar la mirada de Istelyn.
—Inferís correctamente, Majestad.
El obispo avanzó unos pasos hasta Kelson y le extendió el pergamino que llevaba en la mano.
—Lamento portar estas nuevas, pero entiendo que debíais tener conocimiento.
Kelson tomó los pliegos de sus dedos fríos. Istelyn se inclinó y retrocedió unos pasos; no deseaba sostener la mirada del joven monarca. Con un vahído en la boca del estómago, Kelson recorrió con la vista la primera hoja y, al leer, sus labios se apretaron en una fina línea blanca. Por un instante, sus ojos grises se cubrieron de frialdad, cuando se posaron sobre el familiar sello que remataba la escritura al pie, y saltaron a la segunda página sin detenerse más. Leyó con el rostro demudado y, con notorio control de sus emociones, contuvo las manos para que no estrujaran el pergamino allí mismo. Los gélidos ojos Haldane cayeron sobre la carta, velados por las tupidas pestañas, mientras sus manos la convertían en un rollo. Habló sin retirar la vista de las hojas.
—Dejadme, por favor. Todos… —su voz sonó helada y mortal. ¿Quién podría desobedecerlo?—. Istelyn, no habléis a nadie de esto hasta que os dé permiso. ¿Comprendido?
Istelyn se detuvo ante la puerta, para inclinarse en reverencia.
—Desde luego, Majestad.
—Gracias. Morgan, padre Duncan, quedaos.
Ambos se detuvieron junto a los demás ante la cortina de la entrada. Cambiaron miradas de inquietud, antes de volverse para enfrentar a su enigmático rey. Kelson estaba vuelto de espaldas y se mecía ligeramente sobre las puntas de los pies, mientras golpeteaba el rollo de pergamino contra la palma de la mano izquierda. Morgan y Duncan regresaron a sus lugares para aguardar la palabra del rey, pero, cuando Nigel intentó quedarse con ellos, Duncan meneó la cabeza y lo hizo desistir con un gesto de la mano. Morgan también le indicó que se marchara y, así, tras encogerse de hombros con resignación, Nigel giró sobre los talones y se unió al resto de la comitiva que se marchaba. Entonces, los tres quedaron a solas entre las paredes de lona azul.
—¿Ya se fueron todos? —murmuró Kelson.
No se había movido durante el ligero cambio de indicaciones con Nigel; sólo se oía el golpeteo del pergamino contra la mano y la respiración controlada del rey.
Duncan enarcó una ceja en dirección a Morgan y volvió a mirar al joven.
—Sí, Majestad, se han ido. ¿Qué sucede?
Kelson giró sobre los talones y los midió con los ojos. La gris mirada de los Haldane centelleaba con una furia que no habían visto desde las épocas de Brion. Aplastó los pergaminos y los arrojó al suelo, con repugnancia.
—Vamos. Leedlos —estalló, y se lanzó boca abajo sobre la cama real. Descargó un puño en el colchón con todas sus fuerzas—. Malditos sean, tres veces malditos, y que caigan en la perdición. ¿Qué haremos? ¡Dios mío, con esto nos destruirán!
Morgan miró a Duncan, estupefacto. Fue hasta la cama, preocupado, mientras Duncan recogía los documentos arrugados.
—¡Kelson! ¿Qué ocurre? Dinos qué ha sucedido. ¿Estás bien?
Con un suspiro, Kelson rodó para incorporarse sobre los codos y los miró con aire algo más aplacado. Su furia había quedado reducida a un rescoldo frío.
—Perdonadme. No debíais haber visto semejante muestra de ira. —Se tendió en la cama y miró el techo de la tienda—. Soy un monarca. No tendría que haberme mostrado así. Es un error por mi parte, lo sé.
—¿Y qué nos dices del error de los documentos? —lo urgió Morgan. Lanzó una mirada a Duncan, que recorría las palabras con rostro sereno—. Vamos, dinos qué ha pasado.
—Que me han excomulgado, eso es lo que ha pasado replicó Kelson en tono tranquilo—. Y, por si no bastara con ello, todo mi reino ha quedado bajo Interdicto. Todo aquel que continúe rindiéndome lealtad será igualmente excomulgado.
—¿Eso es todo? —Morgan exhaló un profundo suspiro. Hizo señas a Duncan para que trajera los documentos—. Por tu reacción, pensé que se trataba de noticias realmente desastrosas.
Kelson se sentó erguido sobre la cama.
—¿Eso es todo? —repitió, incrédulo—. Morgan, parece que no has comprendido. Padre Duncan, explícaselo. Me han excomulgado y todo aquel que perrmnezca a mi lado correrá igual suerte! ¡Gwynedd está bajo Interdicto!
Duncan dobló el pergamino por la mitad y planchó el pliegue con la uña antes de arrojarlo a la cama.
—No tiene valor, príncipe.
—¿Qué?
—Que no tiene valor —repitió serenamente—. Los once obispos reunidos en cónclave en Coroth aún no han sumado otra nueva firma. En nuestra ley canónica, es un requisito tan férreamente establecido como los dogmas de fe. Los once de Coroth no pueden condenarte a ti ni a nadie hasta que no hayan llegado a los doce miembros.
—¡No son doce aún! ¡Pero, por Dios, cómo pude haberlo olvidado! —Kelson reptó sobre la cama y tomó la carta arrugada.
Morgan sonrió y regresó a su silla, donde lo aguardaba media copa de vino.
—Es comprensible, príncipe. No estás acostumbrado al anatema como nosotros. Recuerda, ya llevamos tres meses excomulgados con todo el rigor de la ley y nada puede espantarnos, lo cual nos devuelve a nuestra conversación original.
—Sí, claro.
Kelson se puso de pie y regresó a su silla. Miró los documentos que tenía en la mano y meneó la cabeza. Duncan también volvió al círculo y se sentó. Mientras Kelson por fin dejaba la carta a un lado, Duncan se dispuso a dar cuenta de una manzana pequeña.
—Entonces, si deduzco correctamente, todo esto hace más urgente aún vuestra visita a Dhassa. ¿Es así?
—Así es, príncipe —convino Morgan.
—Pero suponed que los compañeros de Arilan deciden no apoyarlo. Son nuestra única esperanza de reconciliación con el resto del clero, Morgan, y, si nos niegan su apoyo, especialmente ahora que se proponen excomulgarme y decretar el Interdicto, jamás haremos que Loris y Corrigan nos escuchen.
Morgan unió las puntas de los índices y los posó sobre los dientes un instante. Después, miró a Duncan. El sacerdote no había abandonado su posición de calma y parecía mordisquear concentradamente un trozo de manzana, pero Morgan sabía que estaba pensando en lo mismo. A menos que pudieran llegar a un acuerdo con Loris y Corrigan, ejes de la hostilidad clerical contra Duncan y él mismo, Gwynedd estaba condenado. Cuando los deshielos concluyeran, Wencit de Torenth se abatiría sobre Gwynedd por los llanos de Rheljan y se instalaría en Alto Cardosa. Si en el sur había facciones en lucha y si no aparecían refuerzos, sería relativamente sencillo atravesar los Tres Ejércitos y destruirlos a voluntad. La controversia debía resolverse en Corwyn y pronto.
Morgan se revolvió en la silla y recogió el casco del suelo.
—Haremos lo que podamos, príncipe. Mientras tanto, ¿cuáles serán tus planes durante nuestra ausencia? Sé que esta inactividad debe de estar destruyéndote.
Kelson estudió el rubí que llevaba en el índice y sacudió la cabeza.
—Así es. —Levantó la vista y logró esbozar una sonrisa—. Pero, por ahora, tendré que lidiar con mi impaciencia y permanecer en mi lugar, ¿no crees? ¿Avisaréis no bien hayáis llegado a un acuerdo con los Seis de Dhassa?
—Seguro. ¿Recuerdas dónde habíamos decidido encontrarnos?
—Sí. Quisiera enviar a Derry rumbo al norte con vosotros, parte del trayecto, si no os molesta. Necesito tener noticias de los Tres Ejércitos.
—De acuerdo —asintió Morgan, mientras deslizaba los dedos por la correa que sujetaba el casco al mentón—. Si quieres, podemos convenir en que te mantengas en contacto con él por medio del medallón, tal como habíamos hecho antes. ¿Qué piensas?
—Claro. Tal vez el padre Duncan podría enseñarle y ocuparse de los preparativos para vuestra partida. Necesitaréis caballos descansados, provisiones…
—Me encargaré de eso con gusto, Majestad —dijo Duncan. Vació las últimas gotas de la copa y cogió el casco antes de ponerse de pie—. También trataré de serenar al obispo Istelyn.
Kelson miró la entrada de la tienda largo rato después de que Duncan se marchara, y, luego, volvió a mirar a Morgan. Estudió la figura alta y esbelta que descansaba en la silla y los ojos grises y penetrantes que lo examinaban del mismo modo. Se miró las manos y se sorprendió al descubrir que le temblaban. Entrelazó los dedos con irritación.
—Hum…, ¿cuánto crees que tardaréis hasta llegar donde los obispos y cumplir vuestro cometido, Alaric? Necesitaré… saber cuándo marchar con mi ejército para encontrarme con vosotros.
Morgan sonrió y se llevó la mano al estuche de cuero que colgaba de su cinto.
—Llevo el Sello del León que me diste, príncipe. Soy tu paladín y he jurado protegerte.
—¡No es eso lo que te he preguntado y tú lo sabes! —estalló Keíson, al tiempo que se levantaba para ponerse a pasear nerviosamente por la tienda—. ¡Vais a arrojaros a la misericordia de un puñado de obispos, que lo mismo pueden cortaros el cuello que haceros caso, y tú me sales con que eres mi paladín y que has jurado protegerme! ¡Vete al diablo, Morgan! Lo que yo quiero saber es lo que piensas realmente de esto. ¿Voy a tener que deletreártelo? ¡Quiero saber si te fías de Arilan y de Cardiel!
Los ojos de Morgan habían seguido al joven rey. Cuando el monarca se detuvo detrás de una silla y posó ambas manos sobre el respaldo, el general lo recorrió con la mirada de pies a cabeza. Kelson lo contempló con inteligencia, aprensión y un ligero enfado. Morgan contuvo la sonrisa. Kelson gobernaba por propio derecho y conservaba el trono con poderes tan poderosos como los del mismo Morgan, pero seguía siendo un niño en muchos sentidos. Sus modos intempestivos divertían al general en ocasiones como ésa.
Pero Morgan también tenía el tino suficiente para saber cuándo el rey hablaba en serio, como en épocas de su extinto padre Brion. Y estaba ante una de esas situaciones. Dejó que la mirada se posara sobre el casco que sostenía en el regazo y volvió a mirar a Kelson a los ojos.
—He hablado una sola vez con Arilan, príncipe, y nunca con Cardiel; pero, por lo que veo, son nuestra única esperanza. Arilan siempre ha parecido estar de nuestro lado; durante la coronación se mantuvo de tu parte y no intervino, aunque debió debio sospechar que había magia en juego. También me han dicho que él y Cardiel fueron nuestros más férreos defensores cuando estalló la crisis de la Curia a raíz del Interdicto. Opino que no tenemos más opción que fiarnos de ellos.
—Pero meteros en Dhassa, cuando sabéis que vuestras cabezas tienen precio… —comenzó Kelson.
—¿Realmente crees que nos reconocerían? —Morgan se rió con sorna—. Mírame. ¿Cuándo he llevado barba o he vestido ropas de campesino o he estado siquiera en Dhassa, para el caso? ¿Yo, Alaric Morgan? ¿Y qué excomulgado fugitivo en su sano juicio consideraría internarse en el corazón de la ciudad más santa de Gwynedd, cuando sabe que todos los habitantes de la región lo están buscando?
—Alaric Morgan lo haría —suspiró Kelson con resignación—. Pero supongamos que llegáis a Dhassa y conseguís entrar en el palacio episcopal sin ser descubiertos. ¿Y entonces? Jamás habéis estado allí. Para empezar, ¿cómo reconoceréis a Arilan y a Cardiel? Si os capturan antes de que podáis llegar a ellos, ¿qué haréis? Supongamos que un centinela, celoso de su deber, decide quedarse con toda la gloria y os mata antes de llevaros siquiera ante los obispos.
Morgan sonrió y rodeó el casco con los brazos en un gesto complaciente.
—Olvidas una cosa, príncipe. Somos deryni. La última vez que tuve noticias, seguía siendo un factor nada desdeñable.
Kelson contempló a Morgan con la boca abierta un instante y, luego, echó la cabeza atrás con una risotada franca. Volvió a sentarse.
—Ay, Morgan, eres demasiado hábil para mí, ¿lo sabías? Sin sermones, has sabido decirle a tu rey que se ha estado comportando como un necio, sin que pueda enojarme contigo por ello. Creo que lo logras dejándome farfullar sin cesar hasta que no me queda más remedio que ver mi propia ridiculez. ¿Por qué?
—¿Por qué divagas sin cesar, príncipe? ¿O por qué te dejo hacerlo?
Kelson sonrió.
—Sabes a qué me refiero.
Morgan se puso de pie y se quitó el polvo de las ropas. Limpió la parte delantera del casco con una manga y repuso:
—Eres joven y tienes la curiosidad natural que cabe a tus años, aunque no la experiencia que sólo la madurez puede otorgar, príncipe —comenzó, serenamente—. Por eso farfullas sin poder detenerte. Con respecto a por qué te lo permito… —Lo pensó un momento—. Te dejo porque es la mejor cura que conozco para la ansiedad: dejar que los miedos salgan a la luz para enfrentarlos de una vez. Cuando uno descubre cuáles son los temores ridículos y cuáles los verdaderos peligros, está en camino de vencerlos a ambos. ¿Conforme?
—Conforme —replicó Kelson. Se puso de pie y acompañó a Morgan hasta la salida—. Pero tendrás cuidado, ¿verdad?
La pregunta concluyó en una nota dubitativa.
—Por mi honor, Majestad, lo juro.