XIII
Porque asentaré campo contra ti en derredor; y te combatiré con ingenios; y levantaré contra ti baluartes.
Isaías, 29:3
Imperturbable, Morgan sostuvo la mirada fría de Arilan durante varios segundos y asintió lentamente.
—Sí. Esta noche usé mis poderes; realmente no tuve otra alternativa.
—¿No tuviste alternativa? —repitió Arilan—. Te atreviste a arriesgar toda esta ceremonia, fruto de semanas de cuidadosa deliberación, ¿y dices que no tuviste alternativa?
Miró fijamente a Duncan.
—Y tú, Duncan, como sacerdote, habría pensado que tu palabra tenía más valor. ¿Tú tampoco tuviste alternativa?
—Hicimos lo que había que hacer, Eminencia. Si no hubiese existido una grave causa, no habríamos pensado siquiera en romper nuestras promesas.
—Si hubiera existido una grave causa, tendría que habérseme informado. Para que Cardiel y yo podamos conducir este movimiento sin tropiezos, debemos saber lo que ocurre. No podemos permitir que ambos toméis decisiones vitales sin nuestro conocimiento.
Morgan contuvo una oleada de ira con gran esfuerzo.
—Os lo habríamos dicho en su debido momento, milord. En realidad, era una decisión que nos incumbía a nosotros. Si vos fueseis deryni, lo comprenderíais!
—¿Ah, sí? —suspiró Arilan.
Sus ojos adquirieron un brillo opaco y distante.
Se volvió bruscamente y entrelazó sus manos. Morgan le lanzó una mirada fugaz a Duncan y, al hacerlo, no pudo evitar que sus ojos repararan en Cardiel. El obispo estaba blanco y demudado, tenía la faz del mismo color que el alba que acababa de quitarse. Volvió a mirar a Arilan. Antes de que Morgan pudiera sopesar la reacción extraña del prelado, éste giró sobre los talones y, en dos zancadas, se detuvo ante el general, con una mirada penetrante y las manos en las caderas.
—Muy bien, Alaric. No había pensado decírtelo aún, pero quizá sea el momento, después de todo. Supongo que no pensarás que Duncan y tú sois los únicos deryni en el mundo.
—¿Los únicos deryni…? —Morgan se detuvo. De pronto comprendió por qué Cardiel miraba a su compañero con semejante expresión—. Vos…
Arilan asintió.
—Así es. También yo soy deryni. Ahora me dirás por qué razón no entendería lo que hicisteis esta noche.
Morgan se había quedado sin palabras. Sacudió la cabeza con incredulidad y retrocedió unos pasos hasta encontrar una silla detrás de sus rodillas. Se sentó con gusto, incapaz de apartar los ojos del obispo deryni. Duncan, a un lado, miraba a Arilan y asentía lentamente, como si uniera piezas de un rompecabezas que hubiese tenido ante los ojos durante largos años sin comprender que el conjunto formaba una imagen. Cardiel no dijo nada. Con una ligera sonrisa, Arilan se volvió y comenzó a quitarse la vestimenta, mientras los miraba a todos por el rabillo del ojo.
—¿Acaso nadie piensa hablar? Duncan, tú tienes que haberlo sospechado. ¿Tan buen actor soy?
Duncan meneó la cabeza. Trató de que en sus palabras no se filtrara la menor acritud.
—Eminencia, sois de los mejores que he visto. Sé por propia experiencia cuan difícil es vivir fingiendo y mantener el secreto que vos y yo hemos guardado. Pero, decidme, ¿nunca os molestó permanecer mudo, mientras nuestro pueblo sufría y moría por la falta de vuestro apoyo? Arilan, podíais haber ayudado a muchos deryni. Y, sin embargo, no hicisteis nada.
Arilan bajó la vista. Se quitó la estola y la llevó a los labios antes de responder.
—Actué hasta donde me atreví, Duncan. Deseé haber podido intervenir más, pero ser deryni y sacerdote no es asunto fácil, como seguramente sabrás. Hasta donde sé, tú y yo somos los únicos deryni consagrados en siglos enteros. No me atreví a poner en riesgo el bien mayor que podría hacer luego mediante una actitud prematura. Espero que puedas comprenderlo.
Duncan permaneció en silencio. Arilan se detuvo y le puso una mano comprensiva sobre el hombro.
—Sé lo que has pasado, Duncan. Pero no todo será siempre así.
—Tal vez tengas razón. No lo sé.
Con un suspiro paciente, Arilan devolvió su atención a Morgan, quien no se había movido. Durante el diálogo entre ambos sacerdotes, él había recuperado la serenidad. Lanzó a Arilan una mirada casi desafiante. Arilan lo comprendió de inmediato y se acercó a la silla del general.
—¿Tan difícil es confiar, Alaric? Sé que tu camino tampoco ha sido fácil. Los sacerdotes no ejercemos el monopolio del pesar.
—¿Y por qué debería fiarme de vos? —dijo Morgan—. Nos engañasteis antes. ¿Por qué no otra vez? ¿Qué seguridad tenemos de que no nos traicionaréis?
—Sólo mi palabra —Arilan sonrió tristemente—. Mejor dicho, hay otra forma. ¿Por qué no me dejas mostrarte que debes fiarte de mí, Alaric? Déjame compartir contigo un poco del otro lado, si no tienes miedo. Te sorprenderá lo que vas a ver.
—¿Vais… a entrar en mi mente? —Morgan contuvo el aliento.
—No. Tú penetrarás en la mía. Inténtalo.
Morgan pareció vacilar pero, sin pensarlo, Arilan se puso de rodillas delante de él y posó una mano suavemente sobre el brazo de la silla. No hubo contacto físico entre ellos, condición que Morgan siempre había creído esencial para el primer contacto mental entre desconocidos. Pero Arilan no parecía creer que ello fuese necesario. Morgan proyectó sus sentidos con vacilación y, de pronto, se encontró dentro de la mente de Arilan, flotando sin esfuerzo por los recintos luminosos de un intelecto ordenado, a cuya fascinación no fue capaz de sustraerse. Vislumbró la vida de Arilan como joven seminarista, en su primera parroquia, en las cámaras de la Curia durante el pasado mes de marzo, oponiéndose al Interdicto. ¡Cuánto había allí que no había imaginado siquiera!
Se encontró fuera nuevamente y, ante sus ojos, halló los de Arilan, que lo miraban serenamente. Sin decir palabra, el obispo se puso de pie y prosiguió quitándose las vestiduras. Por fin, se quedó con su familiar sotana y el manto púrpura. Volvió a enfrentar la mirada de Morgan, con aire totalmente calmo y cotidiano, como si nada hubiese sucedido.
—¿Vamos ya? —dijo tranquilamente. Fue hasta la puerta y descorrió el pestillo.
Morgan asintió con aire avergonzado y se puso de pie. Duncan y Cardiel los siguieron en silencio hacia la puerta.
—Y, mientras andamos, nos diréis qué sucedió esta noche en la catedral —agregó Arilan, abriendo los brazos para incluirlos en un abrazo fraternal—. Después, será mejor que nos marchemos a descansar. Saldremos no bien salga el sol y no querremos hacer esperar a Kelson.
Dos días más tarde, Kelson recibía el homenaje de los obispos rebeldes en Dol Shaia. Se prosternó para que le concedieran la absolución formal que lo liberaría de la falta por haberse relacionado con los otrora herejes y excomulgados. Dos días después, llegaron a las puertas de Coroth.
Curiosamente, Kelson no se mostró muy sorprendido al saber que Arilan era deryni. En el mismo instante en que Morgan, Duncan y los obispos rebeldes llegaron hasta él, supo que algo de vital importancia había cambiado. Fuera de Cardiel, ninguno de los demás obispos conocía la verdadera identidad de Arilan. Pero, a pesar de ello, se dirigían a él de un modo distinto, en oposición a Cardiel, casi como si sintieran su poder sin tener conciencia de su naturaleza.
Kelson, habituado a estudiar las sutiles inflexiones de la palabra y de los gestos, notó incluso un ligero cambio de actitud por parte de Morgan y de Duncan hacia Arilan. Algo que, en virtud de su profundo conocimiento de ambos, no alcanzó a expilcarse, así que, cuando Arilan se lo confesó, le fue sencillo dar cuenta de la información, casi como si la identidad de Arilan fuese un hecho antiguo y conocido. Esta fácil aceptación actuó en su favor. Cuando el ejército real vislumbró las murallas de Coroth, a la tarde siguiente, los cuatro deryni habían formado un equipo. Kelson tiró de las riendas en lo alto de un promontorio, con expresión segura y tranquila, y, desde allí, observó a sus tropas situarse alrededor de la ciudad sitiada de Morgan.
Al avanzar rumbo a Coroth, habían desbaratado varios grupos de jinetes vestidos con el atuendo gris de los rebeldes; de modo que, cuando la primera expedición real avanzada avistó la ciudad, todo efecto sorpresivo que el enemigo pudiese haberles causado había quedado reducido a la nada. La planicie adyacente a Coroth se veía vacía, desierta. La brisa crepuscular mecía el mar de hierba, creando un ondulante océano verde claro. Al sudeste, siguiendo una anchurosa lengua de aguas que penetraba en la tierra, hallaron el manto encrespado del mar, verde y plata bajo el sol de la tarde, envuelto en la bruma costera. El aire sabía a sal y al aroma ligeramente acre de las algas en descomposición. Los estercoleros del castillo parecían fundirse con los vahos salobres de la vegetación marina.
Kelson contempló la escena durante varios minutos, y escrutó los blancos muros de la fortificación, la vasta planicie despoblada, las dunas de arena desnudas, cuyos únicos habitantes eran las tropas reales, que avanzaban presurosas. Al noroeste, lejos, vio las banderas violáceas del regimiento llamado Pie de Josué, que respondía a las órdenes de Cardiel. Lo estandartes de guerra pronto cedieron paso a las espadas y, luego, a soldados de infantería, armados con altos escudos en forma de pandorga. Iban hacia el promontorio.
A su izquierda, los valientes arqueros Haldane de su tío Nigel tomaban posiciones en un punto estratégico sobre un cúmulo de dunas. Los tamborileros del regimiento, vestidos con el atuendo a rayas verde y violeta de los bajíos, repicaban una marcha compleja y veloz, agitando los palillos sobre la cabeza y lanzando gritos ocasionales mientras marcaban el ritmo con las botas. Por cada arquero había un soldado de infantería, con espada y escudo, cuya misión consistía en proteger al arquero durante las lluvias de flechas enemigas. Todos los hombres del regimiento lucían al frente de los cascos de cuero el penacho de plumas verdes y violetas del Cuerpo de Arqueros Haldane.
A espaldas de Kelson, aguardaba la flor y nata de la caballería de Gwynedd: caballeros, escuderos, pajes y soldados que, veloces, buscaban sus posiciones detrás de su rey. Sobre las cabezas de los nobles flameaban los estandartes de los lores de Horthness, Varian, Lindestark, Rhorau, Bethenar y Pelagog. Eran los adalides de las familias más nobles de Gwynedd, vastagos de la más rancia estirpe leal a la Corona a lo largo de la historia del reino, desde la fundación de los Once Reinos. A la derecha, se veía la bandera de Morgan, con el Grifo ondulante, allí donde el general discutía ciertos detalles estratégicos. Y también se acercaba Duncan: un escudero portaba su bandera de leones durmientes y rosas, ornamentada con el lambel rojo de tres puntas que lo distinguía como heredero de Cassan y Kierney, tras la muerte de su hermano Kevin. Duncan llevaba un arnés de combate. Se unió a Kelson en lo alto del promontorio y el rey vio que, en medio del tartán de los McLain y de la armadura, lo único que señalaba su rango sacerdotal era una gran cruz de plata que pendía sobre su pecho. Saludó al rey con un gesto al tirar de las riendas y se volvió para ver que Morgan venía hacia ellos montado en su corcel. La bandera del Grifo se unió a la del león durmiente y las rosas, y se sumó al León de Gwynedd. No tardó en agregarse la bandera episcopal de Rhemuth, que señalaba a Arilan, y la de Dhassa, que identificaba a Cardiel. Cerca, venía al galope el estandarte de Nigel: un león creciente y a la carga.
—Y bien, Morgan, ¿qué piensas? —preguntó Kelson. Se quitó el casco y, con una mano enguantada, se sacudió el cabello húmedo y despeinado—. Eres quien mejor conoce las fuerzas de tu propia ciudad. ¿Podremos tomarla?
Morgan suspiró y se acomodó en la silla, con los brazos cruzados sobre la alta perilla labrada.
—No quisiera abordar un ataque por la fuerza, Majestad. Con tiempo y con los instrumentos apropiados, podríamos abrir una brecha en cualquier muro. Preferiría recuperar mi ciudad intacta, desde luego, pero comprendo que tal vez eso no sea posible. Nos falta tiempo.
Arilan miró con ojos sesgados el sol que se ponía, apenas visible tras el manto de bruma. Giró sobre la montura y miró a Kelson. El cuero crujió bajo su peso y su capa de obispo lanzó un destello de fuego bajo la luz crepuscular. Bajo los mantos de clérigos, él y Cardiel llevaban mallas y armaduras: eran dos obispos guerreros, dispuestos a luchar por la Iglesia Militante. Los ojos inquisidores de Arilan buscaron los de Kelson.
—Majestad, oscurece. A menos que deseéis emprender un combate nocturno, deberíamos comenzar los preparativos para acampar.
—Tienes razón. Ya es muy tarde para que ataquemos hoy. —Kelson apartó una mosca de las orejas del caballo—. Pero quisiera conferenciar con ellos. Hay una posibilidad, aunque remota, de que podamos llegar a un acuerdo sin tomar las armas.
—Más que remota, mi príncipe —replicó Duncan—. Ni lo sueñes mientras Warin tenga voto en la decisión. Ese hombre está poseído por un odio irracional contra los deryni. Hará falta mucho para convencerlo.
Kelson frunció el ceño.
—Lo sé, mas debemos intentarlo, de todas formas. Cardiel, llama al resto de los obispos para que se reúnan con nosotros al frente de las filas. Morgan y padre Duncan, quisiera que hicierais correr la voz de que esta noche acamparemos aquí; que los hombres vayan iniciando las tareas. Antes de que intentemos conferenciar, será mejor que dispongáis a los centinelas. No quisiera que las tropas del borde fueran hostigadas durante la noche por patrullas rebeldes.
—Sí, majestad.
Desde lo alto de los muros, las actividades del ejército real eran seguidas por otros ojos. En el refugio de un merlón, cerca del gran rastrillo de la puerta del castillo, Warin de Grey y varios de sus tenientes escudriñaban desde las murallas y observaban las maniobras del enemigo. Veían los estandartes de los nobles que se congregaban y tomaban nota de los cientos de soldados que parecían apostarse en la planicie a los pies del castillo.
Warin no tenía el aspecto que uno supondría en el hombre que había logrado poner de rodillas ante sí a medio ducado de Corwyn. Era de mediana estatura, cabello muy corto y barba de un color pardo indefinido. Llevaba túnica y gorro gris, y gris era el manto que le cubría los hombros estrechos. La monotonía sólo era quebrada por el severo halcón negro y blanco que llevaba tachonado sobre el pecho de la chaqueta de cuero. En el cuello, en las muñecas y en las espinilleras de las piernas, asomaba el brillo del acero, pero conservando el tinte opaco y satinado del color gris. En ese hombre al que llamaban lord Warin sólo sobresalían los ojos: eran los de un místico, los de un visionario. Los de un santo, para algunos.
Decían que, con esos ojos, Warin era capaz de atravesar el alma de un hombre, que podía curar como los antiguos santos y profetas. El hombre había llegado procedente del norte, pregonando el fin violento de la raza deryni e invocando una guerra santa para librar al pueblo de la escoria deryni que había plagado las tierras por demasiado tiempo.
Warin había sido elegido por Dios. O al menos así lo creía él. En todo caso, sus triunfos y el carismático poder que parecía desplegar sobre sus hombres concurrían a rubricar la verdad de su mandato divino. Hasta la Curia de Gwynedd se había inclinado en favor de su causa, aunque el arzobispo Edmund Loris, primado de Gwynedd, llevaba años erigiéndose como enemigo de la raza deryni.
Los rebeldes militantes y las fuerzas de la Curia aguardaban hombro a hombro tras los muros del castillo de Coroth, dispuestos a emprender la guerra contra el legítimo señor de la ciudad y contra su rey. Habían capturado el castillo mediante la connivencia de unos pocos hombres de posición clave dentro de sus muros y la orgullosa Coroth se rindió sin una sola muerte o daño de gravedad. Los hombres más leales a Morgan yacían encerrados en las mazmorras que había bajo el torreón, se les asistía y se les daba alimentos; mas eran prisioneros de las fuerzas fanáticas que habían tomado la ciudad. El carisma de Warin se había granjeado la adhesión de los ciudadanos de Coroth, que prefirieron volver la espalda a siglos de lealtad para con su duque y con su rey. Desde su oculto mirador sobre los muros de Coroth, Warin observaba al enemigo; a sus espaldas, una espada rascó la pared y uno de sus tenientes se aclaró la garganta.
—Traen muchos hombres, señor. ¿Los muros los contendrán?
Warin asintió.
—Por ahora, Michael, por ahora. Ese Morgan no fue ningún imbécil cuando fortificó su ciudad. La ha defendido contra toda clase de ataque que pudo vislumbrar. ¿Cómo será capaz de romper sus propias defensas?
Otro hombre que había a su lado, Paul de Gendas, meneó la cabeza.
—No me agrada, señor. Usted sabe qué clase de villano es Morgan. Recuerde lo que hizo en San Torín, cuando ni siquiera tenía control de sus facultades. Ahora se le han sumado otros deryni: el sacerdote McLain, el mismo rey y tal vez el tío del rey y sus hijos. Toda la estirpe Haldane es de temer, señor.
—No te dejes vencer por el temor —dijo Warin serenamente—. Tengo razones para creer que ni siquiera los poderes deryni podrán franquear estos muros sin cierta dificultad. A propósito, ¿dónde están mis señores arzobispos? ¿Se les ha comunicado lo que sucede?
—Ya vienen —dijo un tercero, con una reverencia—. El lord de Valoret se enfureció cuando oyó las nuevas.
—No lo dudo —repuso Warin, mientras una mínima sonrisa le surcaba el rostro—. Lord de Valoret es un hombre de pasiones violentas. Felizmente, no teme a Morgan. Será nuestro portavoz más poderoso en el cónclave de esta tarde.
A su alrededor, sobre las murallas del castillo, se disponían arqueros y lanceros en amplio despliegue. En los días anteriores, habían reunido una gran cantidad de piedras. Fuertes soldados, con los jubones empapados en sudor, se preparaban a arrojar proyectiles contra los atacantes desprevenidos, no bien surgiera la necesidad. Warin se volvió, para estudiar con la mirada las torres traseras, y vio que los colores de los arzobispos irrumpían en la terraza de la torre más alta. Su propio estandarte, el del halcón, ya flameaba mecido por la brisa marítima sobre una torre menos elevada. Y vio que, a lo largo de las murallas, iban asomando las banderas de otros nueve obispos, salpicadas con los estandartes de los nobles que habían podido convencer para que se sumaran a la santa cruzada.
La atención de Warin retornó a la planicie. Notó que los comandantes del ejército enemigo se reunían ante las tropas inmensas y que al lado del rey había una figura montada a caballo, de blanco atuendo. En ese instante, los arzobispos Loris y Corrigan se acercaron a Warin, junto con varios de los demás obispos. Loris llevaba una sencilla sotana púrpura oscuro y un manto de la misma tela lo protegía del fresco aire del mar. El cabello blanco y crespo que lograba escapar del casquete formaba un halo alrededor de su cabeza. Warin se preguntó cómo se mantenía sujeto el casquete con semejante viento. El único adorno de Loris que atenuaba la severidad de su hábito púrpura era la cruz pectoral de plata y el anillo de oficio. A su lado, Corrigan se había echado unos cuantos kilos encima en los tres meses transcurridos desde su llegada de Dhassa. Sus ojos claros y temerosos saltaban de Warin a Loris y de éste a las tropas que se situaban sobre la planicie.
Al ver acercarse a los prelados, los tenientes de Warin se inclinaron en solemne reverencia. Loris los saludó brevemente y se acercó al parapeto.
—Venía en camino cuando llegó su mensajero —dijo, y sus ojos repararon en el ejército que los rodeaba por tres flancos—. ¿Cómo creéis que se moverán?
—Parecen prepararse para conferenciar, Eminencia. Dudo que ataquen a horas tan avanzadas. Allí, en el frente, podréis ver a Kelson, vestido de púrpura, al lado del jinete de blanco. También están los obispos Arilan y Cardiel y el resto de los rebeldes. Y el príncipe Nigel. Desde luego, no faltan Morgan y McLain. Aparentemente, han convencido a los obispos rebeldes de su inocencia, ya que llevan el típico atuendo de batalla.
—¡De su inocencia, ya lo creo! —exclamó Loris con sorna—. Válgame Dios, no debo hablaros de su inocencia, siendo que estuvisteis en San Torin.
—Así fue, milord —repuso Warin, suavemente—. Y el hecho es que los «inocentes» han acampado ante nosotros y que, aparentemente, desean conferenciar. ¿Estaríais de acuerdo?
Loris caminó hasta el borde del parapeto y se inclinó para ver mejor. Se volvió y regresó donde Warin. Un pequeño grupo se había separado de la masa de comandantes y comenzaba a marchar lentamente hacia las murallas de la ciudad. Uno de los jinetes enarbolaba una bandera blanca.
—Muy bien, al menos los escucharemos. Señalad a vuestros hombres que no ataquen y respeten la bandera blanca.
Mientras Loris hablaba, el jinete de blanco se separó del grupo y comenzó a cabalgar en zigzag hacia los muros del palacio. Llevaba la cabeza descubierta y, en apariencia, no portaba armas. En las manos llevaba una bandera de seda blanca, cuyo mástil resplandecía con reflejos de oro y plata bajo el último sol. Warin se llevó un catalejo a los ojos y reconoció el emblema que el jinete lucía en el manto: debía de tratarse de Conall, el hijo mayor del príncipe Nigel. Warin apartó la lente y vio que el joven detenía el corcel a unos cincuenta metros del muro. Warin levantó una mano para indicar a sus hombres que se abstuvieran de cualquier acción hostil y, a lo largo del muro, fueron bajando los arcos y las lanzas. El joven jinete volvió a acercarse, esta vez al paso, y volvió a tirar de las riendas a veinte metros de la muralla. Warin vio que el joven escrutaba los parapetos, buscando a alguien de alto rango a quien dirigirse.
—Traigo un mensaje para el arzobispo Loris y el hombre llamado Warin de Grey —gritó el joven, con la cabeza orgullosamente erguida ante los soldados de los parapetos.
Loris dio un respingo y se acercó acompañado de Warin. El mensajero los vio y desplazó el corcel a un lado, para situarse ante ellos. Hasta Warin debió admitir que era un jinete consumado.
—¿Milord arzobispo? —exclamó el joven, con tono ligeramente áspero, y la voz aguda de excitación.
—Soy el arzobispo Loris y a mi lado se encuentra Warin de Grey. ¿Cuál es tu mensaje?
El joven se inclinó ligeramente en la montura y los miró de forma resuelta.
—Mi primo y señor, el rey, me ordena deciros que desea conferenciar con vosotros. Sólo pide que se respete la tregua señalada por esta bandera para que él y varios de sus vasallos puedan acercarse a distancia prudencial para el cónclave. ¿Accederéis a su petición?
Loris miró a Warin de soslayo y asintió.
—Accederé a su petición —replicó formalmente—. Pero di a Su Majestad que la conversación le será de poco provecho a menos que esté dispuesto a hacer las paces con la Iglesia que ha traicionado y a entregar en nuestra jurisdicción a los dos deryni que asila. Hay ciertas cosas sobre las cuales no cederemos.
—Así lo informaré, milord.
El joven se inclinó, hizo retroceder el caballo y regresó a la línea del frente, con la bandera de blanca seda aleteando entre la brisa. Warin y Loris lo observaron partir y acercarse a la figura de manto púrpura que se erigió en el centro del grupo enemigo. Loris cerró un puño y lo descargó ligeramente contra el merlón de piedra que había a su lado.
—Esto no me agrada, Warin —murmuró—. No me gusta en absoluto. Será mejor que enviéis a vuestros tenientes, en caso de que nos aguarde alguna treta. Temo que ya no me fío de nuestro rey.
Junto al ejército real, Kelson miró a las dos figuras que asomaban por el parapeto del castillo: la púrpura eclesiástica y el gris de los rebeldes. Volvió a colocarse el casco coronado y le indicó al portaestandarte que partiera nuevamente. El joven, un año menor que Kelson, espoleó a su animal y se puso en marcha, seguido de Kelson y flanqueado por Morgan a la izquierda y por el obispo Cardiel a la derecha. El portaestandarte real se situó por delante del rey, al centro y ligeramente a la derecha, y los dos escoltas se situaron por detrás del monarca. La tenue luz del sol refulgió sobre la diadema de oro que ceñía el casco de Kelson, sobre el yelmo de verde pluma que cubría la cabeza de Morgan y sobre la sencilla mitra de Cardiel.
Kelson alzó la vista y vio el aleteo de su león dorado mecido por la brisa. Bajó los ojos y encontró el mismo león sobre el manto púrpura que llevaba puesto. A su izquierda, Morgan iba con un manto de brillante color verde sobre la chaqueta de cuero y la malla. Cardiel, a la derecha, esgrimía un báculo de obispo, posado sobre el estribo en lugar de la lanza. Por delante, su primo Conall llevaba la bandera blanca de tregua como si fuese el estandarte real, con la cabeza descubierta, erguida y orgullosa. Se acercaron ai muro, donde antes se detuviera Conall, y Kelson alzó la mirada. Vio que Loris lo escrutaba con sus ojos agudos y tragó saliva con cierta inquietud al sentir que Warin elevaba los suyos sobre él por un breve instante.
Entonces, los estandartes blanco y púrpura se retiraron para situarse a ambos lados del rey y de su noble escolta, y dejaron ver otros rostros espiando desde los miradores de la muralla almenada. Respiró hondo y lentamente para armarse de todo su valor. El regente temporal de Gwynedd sostuvo la mirada del regente espiritual y se dispuso a hablar.
—Mis cordiales saludos, señor arzobispo. Os agradezco vuestra anuencia para que conferenciemos.
Loris inclinó la cabeza ligeramente.
—Cuando un rey se acerca con verdadera contrición, Majestad, ¿qué sacerdote podría rehusar?
—¿Contrición, arzobispo? —Kelson lanzó una mirada a Cardiel y devolvió su atención a Loris—. Señor, no discutiremos vanamente a causa de las palabras. He resuelto que reconciliemos nuestras diferencias y que unamos nuestros propósitos en bien de Gwynedd. Esta rencilla interna debe cesar, y ahora; pues, si no, todos pereceremos bajo la amenaza que se cierne en el norte.
Loris cruzó los brazos sobre el pecho y alzó el mentón imperceptiblemente.
—Me complacerá una reconciliación con vos, Majestad, si me concedéis la gentileza de explicar vuestra relación con herejes y traidores. ¿O habéis olvidado el motivo que nos llevó donde estamos? Los que os acompañan saben bien de qué hablo.
Cardiel se aclaró la garganta e hizo avanzar un paso a su caballo.
—Milord, yo y mis hermanos en Cristo estamos satisfechos de que el duque Alaric y su primo McLain hayan regresado a nosotros en verdadera contrición. Han sido recibidos en comunión y con eso ha quedado resuelta toda rencilla entre nosotros.
—Es absurdo —señaló Loris—. Morgan y McLain fueron excomulgados por acción legítima de la Curia de Gwynedd. Hasta ellos lo saben muy bien. Vos y vuestros camaradas rebeldes fuisteis parte de esa acción. —Miró hacia los obispos que había reunidos en la línea del frente y restó importancia a su presencia, con un gesto desdeñoso—. ¿Y ahora presumís de rescindir los actos de esa Curia por voluntad de siete hombres? No lo aceptaré.
—Somos ocho, milord, no siete. Y reconocemos abiertamente que incurrimos en un error. En consecuencia, el duque de Corwyn y el padre McLain han sido restituidos en nuestra gracia, como su Majestad y todos sus seguidores leales que se vieron afectados por nuestro juicio.
Loris volvió el rostro, molesto.
—Ridículo. No podéis modificar las resoluciones de la Curia. Ni siquiera tendría que estar escuchándoos. Estáis loco, sin asomo de dudas.
—En tal caso, arzobispo, escuchad a vuestro rey —dijo Kelson, y entrecerró los ojos en un gesto amenazador al escrutar a Loris—. Nos tenemos otra querella con vos; precisamente, los actos de vuestro supuesto aliado y seguidor, Warin. Sus pandillas han asolado Corwyn durante seis meses, intimidando a mis barones, incendiando cultivos y predicando la insurrección contra mí…
—No contra vos, Majestad —intervino Warin con aspereza—. Contra los deryni.
—¿Acaso no soy medio deryni? —replicó Kelson—. Y si tú predicas contra ellos, ¿acaso no lo haces también contra mí?
Warin miró a Kelson con sus fríos ojos grises.
—Es lamentable que tengáis sangre deryni, Majestad. Pero escogemos pasar el hecho por alto, dado que sois nuestro rey. Nuestra cruzada se dirige contra los deryni auténticos, como el que ahora os escolta. No deberíais buscar tales compañías.
—¿Presumes de reconvenir a tu rey? —espetó Kelson—. Warin, no tengo tiempo para debatir la cuestión deryni contigo. Wencit de Torenth se encuentra apostado en nuestras fronteras, dispuesto a invadirnos. Y Wencit es un hombre perverso, deryni o no. La guerra civil que los arzobispos y tú habéis provocado debe causarle un agrado incalculable.
Loris movió la cabeza con acritud y adaptó una posición desafiante.
—No nos culpéis por Wencit de Torenth, Majestad. Wencit no es la cuestión. No haré concesiones con la voluntad del Señor, ni siquiera a petición del rey.
—En tal caso, mas os vale escucharme como rey —dijo Kelson con firmeza—. Como habéis señalado, soy el legítimo rey de Gwynedd. Vos mismo me ungisteis con la sagrada unción y me coronasteis. Lo que de esta manera se hizo no puede ser deshecho por el hombre. Por lo tanto, por la autoridad que vos me concedisteis en nombre de Nuestro Señor, ordeno que depongáis las armas y que esta ciudad se rinda a su legítimo señor. Más tarde, cuando el tiempo lo permita, hablaremos de vuestras diferencias sobre la cuestión deryni.
Detrás de Loris se oyó un murmullo de desaprobación. El prelado meneó la cabeza.
—Reconozco vuestra autoridad, Majestad, pero lamento deciros que me es imposible obedecer en este asunto. No puedo entregar la ciudad. Además, sugiero con la mayor vehemencia que Vos y vuestra comitiva os retiréis antes de que algunos de mis hombres se enfurezcan por vuestras palabras y nos avergüencen a todos con un intento de regicidio. Por muchos imperativos de conciencia que me muevan a desobedeceros, no querría teñir mis manos con la sangre real.
Kelson sostuvo la mirada del arzobispo durante diez segundos interminables, mudo de furia. Luego, hizo girar su corcel con violencia y tornó a galopar hacia sus filas. Lo siguieron sus acompañantes, vigilando que ningún arquero fanático cumpliera las amenazas de Loris. Sólo cuando llegaron a la seguridad de sus filas, Kelson tiró de las riendas y se dignó a hablar. Parecía no tener conciencia de los demás generales y nobles que se habían acercado a él para oírlo.
—¿Y bien, Morgan? ¿Qué tendría que haberle dicho a ese sacerdote insolente? —Se quitó el casco con un gesto furioso y se lo arrojó a un escudero que había cerca—. Y bien, Paladín del rey, habla. ¿Qué tendría que haber dicho? Hay que ver la osadía consumada de ese hombre. ¡Amenazarme a mí!
—Serenidad, príncipe —murmuró Morgan. El corcel de Kelson se encabritó como en respuesta a la ira de su dueño. Morgan posó una mano sobre las riendas para serenarlo—. Señores, os ruego nos excuséis, no hay causa inmediata de alarma. Nigel, te pediría que prosiguieras pasando revista a las tareas de campamento. Señores obispos, lo mismo a vosotros. Duncan, ven con nosotros; y también Arilan y Cardiel, por favor. Su Majestad necesita de nuestro consejo.
—No soy un niño, Morgan —musitó Kelson. Apartó las riendas de las manos de Morgan y lo miró con dureza—. Te agradecería que no me tratases como si lo fuera.
—Pero mi señor, seguramente escucharás el consejo de tus colaboradores más fíeles —prosiguió Morgan. Juntó su caballo contra el de Kelson y lo apartó de los oficiales, rumbo al pabellón real—. Duncan, tienes presente casi todo el trazado del castillo de Coroth, ¿verdad?
—Por cierto —repuso Duncan, comprendiendo que Morgan intentaba alejar a Kelson de sus preocupaciones—. Príncipe, creo que Alaric tiene un plan.
Kelson dejó que lo llevaran a un lado. Los soldados habían terminado de erigir su pabellón y se afanaban por armar otras tiendas. Volvió a mirar a Morgan una vez más, ya sin ira.
—Lo siento. No quise hacer una escena —se disculpó en voz baja—, pero Loris me ha sacado de mis casillas. ¿De veras tienes un plan?
Morgan inclinó la cabeza, con una mínima sonrisa en el rostro.
—Así es.
Miró a su alrededor furtivamente, desmontó e indicó a los demás que hicieran lo mismo. Cuando todos hubieron entrado en el pabellón real, ordenó con un gesto que tomaran asiento y permaneció de pie, con las manos en las caderas.
—Por ahora no podremos hacer nada, ya que necesitaremos la complicidad de la noche y tiempo para prepararnos. Pero, cuando oscurezca, esto es lo que propongo.