XIV
He aquí mi siervo, yo le sostendré, mi escogido, en quien mi alma se deleita.
Isaías, 42:1
Esa noche, miles de fogatas de vigilia ardían en la planicie de Coroth, asolada por los vientos. Sus lumbres vacilantes parecían mil ojos que acechaban la ciudad sitiada. Fuera de la tienda real, aguardaban cinco caballos especialmente aprovisionados, con arneses y herraduras mullidos para evitar todo ruido delator, y monturas opacas y oscuras. Conall, el hijo de Nigel, custodiaba las bestias. Su tarea sería traerlas de regreso cuando ya no las ocupasen sus jinetes. El joven se abrigó con su manto negro y restregó la punta de una bota contra el suelo arenoso que se extendía bajo sus pies. Oyó que corrían la cortina del toldo de la tienda y se irguió bruscamente. Su padre asomó en la abertura, de espaldas al exterior. Conall se acercó mientras Morgan, Duncan, el rey y los dos obispos iban saliendo de la tienda.
—Así pues, tío, comprendes mis órdenes en caso de que fallemos —decía el rey.
Nigel asintió con solemnidad.
—Comprendo.
—Y vos, obispo Arilan… —prosiguió el rey—. Sé que puedo contar con vuestro apoyo.
—Dudo de que mi ayuda sea necesaria, Majestad —dijo el obispo, con una ligera sonrisa en los labios—, vuestro plan parece bien trazado; pero sabéis cómo tomar contacto conmigo, si surgiera la necesidad.
—Oraremos para que no sea necesario —replicó Kelson.
Dejó caer el cuerpo sobre una rodilla, como Morgan y Duncan. Tras una ligera vacilación, Conall también se postró y Cardiel inclinó la cabeza.
—Dios sea con todos vosotros, príncipe —murmuró Arilan, bendicién dolos con la señal de la fe—. In nomine Patris, et Filü, et Spiritus Sanctus. Amen.
Terminó la bendición. Los hombres se pusieron de pie y comenzaron a montar, con las riendas firmemente sujetas en las manos enguantadas. Morgan tomó la delantera, seguido de Duncan. Arilan posó una mano sobre la silla de Cardiel y le indicó que se inclinara hacia él.
—Que Dios te proteja, amigo —dijo en voz baja—. No quisiera verte padecer antes de tiempo. Tú y yo tenemos una ardua labor por delante.
Cardiel asintió seriamente, sin decir palabra. Arilan sonrió.
—Sabes por qué debes ir tú y no yo, ¿verdad?
—Entiendo que deberás prestar ayuda al príncipe Nigel, si surgiera la necesidad. Alguien tiene que quedar aquí para protegerlo, si algo le sucediera a Kelson, Dios no lo permita…
Arilan sonrió e inclinó la cabeza ligeramente.
—En parte, ésa es la razón. Sin embargo, ¿no has pensado que de los cuatro que parten en esta misión, sólo tú eres totalmente humano?
Cardiel lo miró un instante y bajó los ojos.
—Había supuesto que la razón se debía a que era el adalid de los obispos rebeldes y que por eso los demás me escucharían. Pero hay otra razón, al parecer, ¿verdad?
Arilan palmeó a su camarada en el hombro, para tranquilizarlo.
—Por cierto, la hay, pero no entraña ningún propósito siniestro, te lo aseguro. Sólo espero que tengas la oportunidad de ver en acción a ciertos practicantes deryni de muy noble naturaleza. Y, aunque sé que crees en lo que te he dicho sobre los deryni, quiero que lo veas con tus propios ojos y que compartas también esta convicción con el corazón.
Cardiel levantó los ojos, para enfrentar la mirada de Arilan, y sonrió con cierta tristeza.
—Gracias, Denis. Trataré de… mantener la mente y el corazón abiertos.
—No pido más que eso —asintió Arilan.
Entonces, Cardiel volvió la cabeza de su corcel y siguió a los demás al trote. Pareció fundirse con las sombras parpadeantes de los fogones que alumbraban al campamento. Arilan, aún sonriendo, emprendió el regreso hacia Nigel, quien lo aguardaba en la entrada del pabellón real.
Media hora más tarde, los cinco jinetes frenaron los caballos en un profundo desfiladero que corría al sudeste del castillo de Coroth. Desmontaron. Inicialmente habían partido hacia el oeste y, luego, cortaron camino en dirección al sur hasta que pudieron cabalgar por el refugio de la rocosa línea costera. Cuando llegaron a un kilómetro de las defensas exteriores de la ciudad, Morgan les indicó que guardaran silencio, sujetó sus riendas a la silla de otro corcel y repitió el procedimiento hasta que los otros cuatro caballos formaron una sola hilera. Entonces, tendió las riendas del caballo de delante al joven Conall.
—Dios sea contigo, Conall —murmuró—. Cerciórate de no internarte tierra adentro hasta que no llegues al sitio donde abrimos camino. No quiero que te vean desde el castillo.
—Tendré cuidado, Excelencia.
—Bien, entonces. En marcha —susurró Morgan, y palmeó la rodilla del joven a modo de saludo. Dio un paso atrás—. Duncan, señores, adelante.
Mientras Conall regresaba con los caballos y comenzaba a desandar camino por la playa, Morgan avanzó hasta el borde de un montículo rocoso cerca de la marca de la pleamar y comenzó a trepar. Los demás lo siguieron hasta el límite de las piedras y lo observaron, enfundados en los mantos oscuros, hasta que Morgan por fin levantó su mano enguantada bajo la luz de la luna y les indicó que lo siguiesen.
Señaló un profundo hueco entre las rocas. Era una abertura estrecha y delgada, casi oculta entre la maraña de arbustos y de vegetación marítima que brotaba de las dunas y de las piedras. Morgan hundió el cuerpo dentro del hoyo y desapareció por un nicho oculto ante la vista de los demás. Duncan, Kelson y Cardiel se miraron; volvieron la vista al hoyo. Duncan decidió meter la cabeza para aventurar una mirada al interior, negro y profundo. Se sobresaltó cuando, de pronto, el rostro de Morgan apareció a centímetros de suyo.
—¡Dios! ¡Me asustaste! —Duncan contuvo el aliento y tragó saliva ruidosamente—. No veíamos dónde te habías metido.
Morgan sonrió y sus dientes lanzaron destellos blancos bajo la luz de la luna.
—Vamos. Primero los pies. Cuando os hundáis hasta la cintura, encontraréis una depresión abrupta de un metro. Primero tú, Kelson.
—¿Yo?
—Deprisa. Vamos, Duncan, ayúdalo. A él la caída le parecerá más profunda.
Mientras Kelson obedecía y se internaba en el hoyo, Morgan desapareció y Duncan se inclinó para dar su apoyo al joven rey. A la pálida luz plateada, el rostro de Kelson aparecía blanco. Miró con ansiedad el suelo prometido, mas no pudo distinguirlo. Entonces, bruscamente, desapareció. Se oyó un «ay» ahogado desde la oscuridad que se cernía en lo profundo, un roce veloz de pies y, luego, asomó el rostro de Kelson como antes hiciera el de Morgan. Con una sonrisa, Duncan le indicó a Cardiel que siguiera y, en segundos, los cuatro se encontraron en la oscuridad casi absoluta de una cámara subterránea. Morgan les dio tiempo a que sus ojos se adaptaran a la penumbra y tanteó la pared con una mano hasta que dio con una abertura que se internaba en una oscuridad aún mayor. Sonrió, regresó donde sus tres camaradas y los acercó hacia él.
—Hasta ahora, todo marcha perfectamente. Está exactamente igual que como lo recordaba. No me atrevo a encender luces hasta que hayamos tomado la primera o la segunda curva. Nunca puede saberse si habrá alguna patrulla arriba. Por ahora nos sujetaremos al cinto del compañero y marcharemos un poco más en la oscuridad. Durante los primeros metros puedo tantear la ruta con la mano.
Se oyeron gruñidos de asentimiento. Los cuatro formaron una hilera: Morgan delante; seguido de Kelson, de Cardiel y de Duncan a la zaga. Morgan dio un paso en la oscuridad y Kelson lanzó una última mirada a la luz de las estrellas que se filtraba por el hoyo, antes de seguirlo resueltamente. Morgan se detuvo tras lo que les pareció un año pero que, en realidad, no fueron más que unos minutos. La oscuridad era absoluta y no llegaba la menor traza de luz desde donde habían provenido.
—¿Todos estáis bien? —preguntó Morgan.
Se oyeron murmullos afirmativos. Morgan soltó la mano de Kelson y se separó de ellos. El rey se esforzó por ver en la oscuridad y enarcó una ceja de entendimiento al ver que, detrás del cuerpo de Morgan, comenzaba a asomar un débil resplandor. Oyó que Cardiel contenía el aliento pero, para entonces, Morgan ya se había vuelto hacia ellos, sosteniendo en la palma de la mano izquierda una esfera de luz verdosa que brillaba suavemente.
—Tranquilo, obispo —murmuró Morgan, mientras se acercaba al prelado con la luz en la mano extendida—. Es sólo luz: ni mala ni buena. Tocadla. Es fría y totalmente inofensiva.
Al ver acercarse a Morgan, Cardiel se irguió, alerta. Más que la luz, miraba el rostro de Morgan. El obispo sólo se aventuró a posar la vista sobre la lumbre cuando Morgan se detuvo delante de Cardiel. Emitía un brillo frío y verde, suavemente vibrante, como el que había rodeado la cabeza de Arilan la noche que éste le reveló su ascendencia deryni.
Finalmente, Cardiel tendió la mano. No encontró nada que pudiera tocar: sólo la fría ilusión de un aliento de brisa cuando su mano atravesó el supuesto enclave de la luz y se detuvo contra la palma de Morgan. Ante el contacto, Cardiel dejó que sus ojos se elevaran hasta los del general y se obligó a sonreír.
—Debéis perdonarme si parezco un poco remilgado, pero…
—No os preocupéis —sonrió Morgan—. Venga, no falta mucho, ahora que tenemos luz.
Morgan había hecho bien sus cálculos. No tardaron mucho. Sólo que, cuando llegaron al final del túnel, se toparon con un montón de rocas y escombros que daba a un ancho estanque de mareas con el que Morgan no había contado. Pasó la mano sobre la esfera de luz verde y la hizo flotar en el aire. Fue hasta la pared de roca e indicó a Duncan y a Kelson que se acercaran hasta él. Los tres posaron las manos sobre las rocas y cerraron los ojos. Proyectaron sus facultades sobre la piedra y la atravesaron hasta el pasadizo despejado que se extendía por detrás. Fueron descendiendo las manos por la pared de roca, sin encontrar ninguna abertura. Morgan fue hasta el estanque y abrió los ojos, escrutó las profundidades durante unos minutos y comenzó a quitarse el manto y los guantes.
—¿Qué hacéis —le preguntó Cardiel, tras ir hasta él y contemplar el espejo de aguas.
Sus palabras atrajeron a los otros dos, que también se detuvieron a observar a Morgan. Se quitó la malla y la armadura de cuero hasta quedar vestido sólo con una ligera túnica de hilo sin mangas y la faja con la daga a la cintura.
—Creo que por debajo hay un pasadizo —anunció Morgan. Se internó en las aguas y nadó hasta la pared de roca que obstruía su paso—. Regresaré en un momento.
Luego, tomó una gran bocanada de aire y hundió la cabeza bajo el agua. Se impulsó hacia abajo con una brazada y una patada de rana. Los tres lo vieron desaparecer en las aguas turbias. Pasó el tiempo y no apareció. Duncan acercó la esfera de luz con el ceño fruncido y escudriñó el estanque. Por fin vieron que, a unos metros del sitio donde Morgan se había sumergido, asomaban unas burbujas. Inmediatamente después, apareció la cabeza dorada y húmeda de Morgan, y su sonrisa. El general se apartó el cabello de los ojos y nadó hasta ellos.
—Encontré un pasadizo —dijo, y se enjugó el rostro sacudiendo la cabeza—. Es de un metro de largo, pero corre a dos metros de profundidad. Obispo Cardiel, ¿sabéis nadar?
—Bueno, yo… Sí, pero nunca…
—No os aflijáis, lo haréis muy bien —sonrió Morgan, y le dio una palmadita en un tobillo, con aire confiado—. Kelson, dejaré que tú vayas primero. Desde luego, al otro lado, el pasillo está a oscuras, pero el borde del estanque se encuentra a pocos metros. No bien llegues a la orilla, conjura una luz y vuelve a meterte en el agua para socorrer al obispo Cardiel. Yo aguardaré aquí con él hasta que tú hayas tenido tiempo de terminar.
Kelson asintió y se quitó lo que restaba de su atuendo mientras Morgan concluía sus instrucciones.
—¿Y las armas? No podremos llevarlas con nosotros y tal vez las necesitemos en el otro lado.
—En mi cámara de la torre encontraremos otras. Iremos allí en primer lugar —explicó Morgan, y tendió una mano para ayudar a Kelson a internarse en las aguas.
—Muy bien, muéstrame este pasaje sumergido que has descubierto.
Morgan asintió, tomó aire y se hundió. Kelson lo siguió de inmediato, a su lado y ligeramente por detrás. Al cabo de unos segundos, Morgan emergió solo. Duncan ya estaba listo, de modo que Morgan lo invitó a las aguas y repitió la operación. Cuando volvió a asomar, halló a Cardiel con el rostro demudado, de pie al borde del estanque, con una larga túnica blanca por único atuendo. No llevaba armas, pero había pasado el largo faldón de la túnica por debajo de las piernas para sujetarlo con el cinto de cordel que llevaba a la cintura. Del cuello le pendía un sencillo crucifijo de madera, que acarició con preocupación al ver acercarse a Morgan hasta la orilla.
—¿Ya? —murmuró Cardiel, con temor.
Morgan asintió y le tendió su mano húmeda. Cardiel, con un suspiro, se inclinó para sentarse sobre el borde del estanque. Cuando las piernas se hundieron en el agua, el obispo se estremeció; sus ojos grises lanzaron un fulgor oscuro y luminoso bajo la lumbre verde pálida de la esfera de Morgan. Pacientemente, Morgan tendió la mano, le lanzó una sonrisa de aliento y aguardó a que Cardiel se agarrara de la muñeca. Se hundió en las aguas tras una profunda inspiración. Avanzaron sobre las aguas hasta donde Duncan y Kelson se habían sumergido. Cardiel tragó nerviosamente e inclinó el cuello, en su afán por ver por debajo de la superficie. Morgan hizo una seña y la luz se acercó más.
—¿Creéis que seréis capaz de hacerlo? —preguntó Morgan en voz baja.
—No tengo alternativa. —El obispo lo miró con el rostro demudado, pero aparentemente resignado a su suerte—. Mostradme qué debo hacer.
Morgan asintió.
—La entrada está a unos dos metros de profundidad, directamente por debajo de vos. ¿La veis?
—Creo distinguir algo confuso…
—Bien. Ahora quiero que buceéis hasta allí, como habéis visto que hemos hecho los tres antes. Yo os acompañaré y os empujaré. Lo que debéis recordar es que no podréis respirar hasta que lleguemos al otro lado. ¿De acuerdo?
—Lo intentaré —dijo el obispo, dubitativamente.
Con una oración silenciosa al santo que protegía a los obispos ineptos, Morgan acercó la luz e hizo un pase sobre ella. La luz se hizo más tenue y se apagó mientras Morgan le tocaba el hombro a Cardiel para indicarle que se sumergiera. El obispo cerró los ojos con fuerza, contuvo el aliento y se zambulló. Morgan lo siguió de inmediato.
Pero Morgan no tardó en comprender que no daría resultado. Aunque Cardiel pataleaba con todas sus fuerzas y lanzaba brazadas desesperadas, no podría sumergirse lo suficiente. Morgan tomó al obispo de la cintura y trató de impulsar los cuerpos de ambos hacia el pasadizo salvador, pero de nada le sirvió. Cardiel no sabía bucear con destreza. Morgan meneó ligeramente la cabeza y comenzó a tirar de Cardiel hacia la superficie. La luz se había extinguido por completo. Cuando emergieron, la oscuridad era total. Cardiel comenzó a sacudir los brazos, presa del pánico, hasta que Morgan posó una mano tranquilizadora sobre un hombro. El obispo respiró aguadamente y se deslizó sobre las aguas al lado del joven general deryni.
—¿Lo hemos conseguido, Alaric? —preguntó.
Morgan se alegró de que Cardiel no pudiese ver la expresión de su rostro en la oscuridad.
—Me temo que no, amigo —contestó, tratando de parecer más animado de lo que se sentía—. Pero esta vez lo lograremos, no se preocupe. No creo que haya pataleado con la suficiente fuerza.
Se oyó un corto y penoso silencio. Cardiel tosió y el sonido reverberó por las paredes cavernosas junto al ocasional chapoteo de los cuerpos en el agua.
—Lo siento, Alaric. Os… Os advertí que no era buen nadador. No creo poder ir tan profundo.
—Tendréis que poder —dijo Morgan con voz grave—. O venis conmigo o tendré que dejaros aquí. Lo cual es imposible.
—Entiendo… —convino Cardiel con un hilo de voz.
Morgan suspiró.
—Muy bien. Volvamos a intentarlo. Esta vez, quiero que exhaléis parte del aire antes de zambulliros. Eso os ayudará a alcanzar la profundidad que necesitamos. Os ayudaré a asomar del otro lado.
—Pero si exhalo antes de sumergirme, ¿no me faltará el aire?
La pregunta del obispo tenía un matiz de súplica. Morgan vio que el hombre estaba despavorido, aunque nunca lo llegase a admitir.
—No os aflijáis. Lo único que os pido es que no respiréis.
Aferró el hombro del obispo y dijo:
—Vamos, ¡exhalad y sumergios!
Oyó que Cardiel tomaba aire, lo exhalaba lentamente y se hundía, con un tibio intento de bucear debidamente en las aguas oscuras. Morgan lo impulsó de los hombros hacia el lugar donde sabía se encontraba la abertura. Pero al llegar cerca del pasadizo comenzó a sentir que el pánico se apoderaba de Cardiel. Con un gesto resignado, obligó al obispo a internarse en el pasadizo y empujó el cuerpo por la abertura. Pero mientras lo seguía hacia otro lado, sintió que Cardiel cesaba de forcejear y que su cuerpo quedaba inerte. Llamó silenciosamente a Duncan y a Kelson y comenzó a arrastrar el cuerpo de Cardiel hacia la superficie, donde vislumbró una débil luz. Rogó que Cardiel no hubiese tragado demasiada agua.
Pero, mucha o poca, lo cierto es que Cardiel asomó inconsciente a la superficie. No bien Morgan alzó la cabeza sobre las aguas, se sacudió el cabello de los ojos y lanzó un grito hacia Duncan y Kelson para que lo socorriesen. Los dos estaban ya en el agua y, cuando gritó, se encontraban precisamente sujetando al obispo, pero tardaron valiosos segundos en arrastrar el cuerpo exánime hacia el borde del estanque y en retirarlo del agua. Morgan lo puso boca abajo y comenzó a expulsar el agua de los pulmones con movimientos enérgicos y rítmicos. Meneó la cabeza al ver que de la nariz y la boca del obispo salían chorros de agua.
—¡Maldición! —exclamó, al ver que el sacerdote no respiraba por sus propios medios—. Os dije que no inspirarais bajo las aguas. ¿Qué os habéis creído? ¿Que sois un pez?
Giró el cuerpo de Cardiel para ponerlo boca arriba, pero el torso seguía inmóvil. Sofocó otra imprecación y comenzó a darle cachetes en el rostro. Kelson le frotaba las manos mientras Duncan insuflaba aire directamente en los pulmones del obispo.
Después de lo que les pareció una eternidad, el pecho de Cardiel se sacudió una vez, fuera de ritmo, con la respiración de Duncan. Los tres redoblaron la tarea de salvamento con todas sus fuerzas. Por fin, los recompensó un ligero carraspeo, que se convirtió pronto en un paroxismo incontrolado de tos espasmódica. Cardiel rodó a un lado y escupió más agua. Por fin, abrió los ojos y los miró débilmente.
—¿Estáis seguros de que no he muerto? —graznó—. Estaba teniendo espantosas pesadillas.
—Bueno, en realidad, ha faltado poco —repuso Morgan con alivio, mientras meneaba la cabeza—. Alguien debe protegeros desde los cielos, milord.
—Ruego a Dios que nunca deje de hacerlo —murmuró Cardiel, y se persignó deprisa—. Gracias a todos vosotros.
Se sentó con esfuerzo y con cierta ayuda de Duncan. Volvió a toser y les indicó a los demás con un gesto que lo sostuvieran para poder ponerse de pie. Sin decir palabra, pero con una sonrisa al ver el coraje del obispo, Morgan le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. En pocos minutos, los cuatro se detuvieron ante una horquilla que formaba el áspero pasadizo de piedra. La bifurcación de la izquierda estaba sumida en la oscuridad, pero la otra parecía obstruida por un gran desprendimiento de roca. Morgan la tanteó cautelosamente con sus manos y con sus poderes y se irguió, resignado, y sacudió el polvo de las palmas.
—¡Qué mala suerte! Había pensado usar este pasadizo para ir a mis aposentos, después de que nos vistiéramos y armáramos en mi salón de la torre.
—¿Desde aquí no se puede llegar a la cámara de la torre? —le preguntó Kelson.
—Sí, pero desde allí no podremos ir a ninguna otra parte. Tendremos que arriesgarnos a caminar por los pasillos del palacio sin que nadie nos vea. Vamos. Todavía falta un tramo más de laberinto y unos escalones. Id en silencio, pues las voces podrían escucharse desde el otro lado.
Después de unos metros, Morgan los condujo por una escalinata sumamente estrecha donde apenas cabían los hombros de un hombre. Los peldaños formaban una espiral ligeramente orientada hacia la derecha. El pasadizo escarpado y rocoso parecía no terminar nunca. Pero entonces Morgan se detuvo y les indicó que permanecieran en silencio. Sofocó la llama de la luz hasta reducirla un resplandor pálido y espectral y se adelantó al grupo unos seis escalones. Los demás no pudieron ver qué hacía en lo alto de la escalera. Oyeron fragmentos de una frase murmurada que no lograron comprender, y, sobre las paredes del pasadizo, se creó un juego de luces fantasmales, ocultas tras el cuerpo de Morgan. Luego, las luces se extinguieron y Morgan les indicó que lo siguieran. Se abrió una puerta ante ellos y se internaron en la sala de la torre, el santuario privado de Morgan donde nadie podía entrar sin el consentimiento expreso del joven.
Encontraron la sala muda y a oscuras. La única luz era la que provenía de las estrellas y de la luna, que se filtraba a través de las siete ventanas de cristal verde que atravesaban el muro circular de la torre. Morgan posó los pies desnudos sobre la alfombra, sin hacer ruido, y con una mano fue corriendo las cortinas sobre las ventanas. Encendió el fuego en la chimenea y el súbito resplandor encegueció a los demás. Tomó una rama encendida y acercó la llama a las velas de un candelabro que estaba sobre una mesita circular, cerca de la chimenea. La luz parpadeó y se concentró en una esfera ambarina, del tamaño de un puño, que descansaba en el centro de la mesa sobre las garras de un Grifo de oro. Cardiel contuvo el aliento, estupefacto, al ver la esfera, y comenzó a dirigirse hacia ella con fascinación ausente, hasta que la voz grave de Duncan apartó su atención del objeto.
Los cuatro se pusieron a hurgar en cofres y cajones y se cambiaron las túnicas húmedas por ropas secas. Cuando terminaron, sólo Morgan y Duncan parecían apropiadamente vestidos. Kelson había logrado encontrar una túnica corta de Morgan que, sobre su cuerpo, formaba una aceptable bata larga hasta las rodillas. Además, había dado con un manto que apenas se arrastraba un centímetro por el suelo. Cardiel parecía haber formado un atuendo enteramente negro, aunque allí terminaba toda semejanza con su habitual vestimenta de obispo. La túnica le ajustaba en la cintura y las botas eran algo estrechas para sus pies, pero el largo manto negro que había encontrado ocultaba una multitud de imperfecciones. Secó el crucifijo de madera lo mejor que pudo, lustró el anillo de obispo contra la túnica seca y examinó su brillo. A su alrededor Morgan y Duncan, escogían dagas y espadas del armario donde el primero ocultaba un depósito de armas. Por fin, Morgan indicó que guardaran silencio y fue hasta la puerta principal: era un ancho bloque de roble, profundamente ornamentado, con un gran Grifo verde. Acercó su ojo al del Grifo y escudriñó a través de la mirilla oculta. Se llevó un dedo a los labios, para ordenar silencio, y entreabrió apenas la puerta. Detrás, había una segunda entrada y Morgan acercó el oído a la puerta un largo rato, antes de regresar y cerrar la primera cautelosamente a sus espaldas.
—Ahí fuera hay un guardia, como temía. Duncan, ¿quieres venir y escuchar conmigo? Si es lo bastante sensible, podremos controlarlo a través de la puerta. Si no, tendremos que matarlo.
—Intentémoslo —asintió Duncan.
Fue hasta la puerta familiar y se deslizó por la abertura, detrás de Morgan.
Los dos permanecieron con las cabezas y las manos adosadas contra la segunda puerta durante largo rato, los ojos cerrados y la respiración controlada y superficial. Pero, por fin, Morgan meneó la cabeza y abrió los ojos. Extrajo un estilete de fina hoja y probó la punta contra la yema del pulgar. Con los labios dibujó la palabra «¿Listo?» a Duncan y el sacerdote asintió con un gesto sombrío, mientras su mano se posaba sobre el pomo de la puerta.
Kelson y Cardiel se acercaron para observar con mórbida fascinación y Morgan se hincó sobre una rodilla y deslizó los dedos de la mano izquierda por la puerta hasta hallar una estrecha rendija. Puso la hoja sobre la grieta, aguardó un instante y hundió el estilete con un movimiento preciso y seguro. Cuando retiró el arma, la hoja brillaba con un viscoso fulgor escarlata y, desde el lado opuesto de la puerta, se oyó un gemido y el roce de un cuerpo que se deslizaba. Duncan meneó la cabeza y empujó la puerta contra algo que ofrecía resistencia. Fuera, contra la puerta abierta, yacía el cuerpo inerte de un guardia rebelde. A la altura de los ríñones, por la espalda, manaba un lento hilo de sangre. No se movía. Tras un segundo de vacilación, Morgan lo agarró por los brazos y lo introdujo en la cámara. Cuando depositaron al hombre en un sector del suelo donde no había alfombras, el rostro de Cardiel se nubló. Trazó la señal de la cruz en el aire, sobre la cabeza del hombre, y sorteó el cuerpo para ir con los demás.
—Lo siento, obispo, pero era inevitable —murmuró Morgan.
Cerró la puerta tras él y les indicó que lo siguieran. Cardiel no dijo nada, sólo asintió e hizo lo que se le decía.
Cinco minutos de inquietos merodeos los llevaron a una sucesión de paneles ornamentales donde terminaba un vestíbulo. En una anilla de bronce, a un lado de los paneles, ardía una tea. Morgan la recogió con su mano enguantada mientras los dedos de la otra se deslizaban sobre los paneles, siguiendo un dibujo ágil y veloz. El panel central se movió y se deslizó hacia atrás lo bastante para permitirles pasar de uno en uno. Morgan les indicó que traspusieran la abertura, con un gesto, los siguió y cerró el panel tras su paso. Tomó la delantera y los condujo a lo largo de unos cuantos metros, hasta que se detuvo y giró hacia ellos una vez más.
—Ahora escuchad con suma atención, pues probablemente no tenga tiempo de repetirlo. Estamos en el comienzo de una serie de pasadizos secretos que forman un panel por las paredes del castillo. La ruta que seguiremos lleva a mis aposentos personales, donde apostaría a que Warin o alguno de los arzobispos ha instalado su residencia. Ahora, ni una palabra más hasta que yo lo indique. ¿De acuerdo?
Los cuatro se mostraron de acuerdo, de modo que se pusieron a caminar nuevamente, hasta que por fin llegaron a un sector del pasadizo decorado con tupidas alfombras y de paredes cubiertas con gruesos brocados. Morgan le tendió la antorcha a Duncan y se dirigió al muro de la izquierda, donde apartó un pliegue del cortinaje y escudriñó por una mirilla. Recorrió la habitación minuciosamente con la vista y repasó mentalmente todos los familiares adornos de la recámara que, hasta hacía sólo unos meses, había sido de su propiedad. Luego, se apartó con una expresión lúgubre y resuelta. Tal como había sospechado, Warin de Grey se había instalado en sus aposentos y parecía mantener una conferencia con algunos de sus hombres. Con un gesto breve, Morgan indicó a Duncan que extinguiese la luz y señaló a los demás varias mirillas ocultas. Antes de irrumpir sin anunciarse, se enterarían de lo que el cabecilla rebelde decía a sus hombres.
—Y bien, ¿creéis que podría hacernos algo? —preguntó abiertamente uno de los hombres que acompañaba a Warin—. No me importa tener que luchar contra los deryni y ni siquiera temo morir, si es necesario; pero ¿qué sucederá si el duque emplea la magia contra nosotros? Salvo nuestra fe, no tenemos ninguna defensa contra eso.
—¿Acaso no es suficiente? —repuso Warin con un dejo de diversión. Se reclinó en la silla, al lado de la chimenea, y entrelazó los dedos.
—Bueno, sí, pero…
—Confía en la rectitud de nuestra misión, Marcus —dijo un segundo hombre—. ¿Acaso el Señor no se puso de nuestra parte cuando Warin acorraló al deryni en el templo de San Torin? Su magia de nada le sirvió ese día.
Warin meneó la cabeza y su mirada se perdió en las llamas.
—No es una buena analogía, Paul. Cuando capturé a Morgan en San Torin, estaba drogado. Hasta creo que me dijo la verdad cuando declaró que no podría usar su magia contra mí mientras estuviera bajo la influencia de esa poción deryni que nubla la mente. Si no, su primo nunca habría revelado su verdadera identidad. Duncan McLain llevaba muchos años ocultando su secreto para tener que revelarlo por razones que no fueran imperiosas.
—Entonces, no sabemos qué podría hacernos el duque —insistió Marcus—. Tal vez, si lo quisiese, podría hacer que este castillo se desplomase sobre sus propios cimientos. Podría…
—No. Pese a ser deryni, es un hombre racional. Nunca destruiría este sitio a menos que no le quedase otra alternativa. Ha…
Se oyó un enérgico golpe en la puerta, seguido de inmediato por otro. Warin interrumpió sus palabras y miró a sus dos tenientes.
—Pase.
Se volvió a escuchar otro golpe, esta vez más insistente. Paul fue deprisa hacia la puerta.
—Señor, no pueden oírlo. Esta sala está aislada para impedir el paso de todo sonido. Yo los haré pasar.
Los golpes se repitieron, esta vez con más urgencia, si todavía era posible. Paul deslizó el pasador y un sargento con el uniforme de Warin se abalanzó en la recámara.
—¡Señor, señor, debe ayudarnos! —suplicó, mientras se arrojaba a los pies de Warin—. Algunos de mis hombres estaban apilando rocas cerca de la muralla norte cuando toda la pila se derrumbó.
Warin se irguió en la silla y miró al hombre, con ojos penetrantes.
—¿Hubo algún herido?
—Sí, milord. Owen Mathisson. Todos los otros lograron escabullirse a tiempo, pero Owen… Las piernas le quedaron aprisionadas bajo el derrumbamiento de las rocas. ¡Tiene ambos miembros aplastados!
Warin se puso de pie, mientras cuatro hombres irrumpían por la puerta abierta, arrastrando el cuerpo exánime del infortunado Owen. Al ver entrar a los hombres, el sargento se llevó a los labios el faldón del manto de Warin y lo estrechó contra su pecho. Con un hilo de voz, imploró:
—Ayúdelo, señor. Si usted lo quisiera, podría salvarse.
Los cuatro hombres se detuvieron, inseguros, en el centro de la sala. Warin asintió lentamente y les indicó que lo posaran sobre el amplio lecho, en el lado opuesto de la recámara. Los hombres llevaron rápidamente la figura inconsciente hacia donde se les había indicado y, ante la señal de Warin, se retiraron. Warin fue hasta la cama y ordenó a Marcus que cerrara la puerta tras los soldados que se acababan de retirar. Warin miró al hombre con ojos compasivos.
Owen había sido un hombre fuerte, pero su entereza no le había salvado de la caída de rocas sobre su cuerpo. De la cintura para arriba, estaba intacto. No había ninguna señal de que hubiese sufrido daños. Pero, dentro de las perneras de cuero, los miembros parecían retorcidos y doblados en ángulos imposibles para la anatomía humana. Warin indicó a Paul que acercara las velas. Owen recuperaba la conciencia. Warin posó su mano sobre la frente del hombre al ver que el rostro se le encogía de dolor.
—¿Me oyes, Owen?
Los ojos del hombre parpadearon sin vivacidad y lanzaron una mirada ausente a su alrededor y se enfocaron luego sobre el rostro de Warin. Antes de que volviera a cerrarlos, una chispa de reconocimiento los llegó a encender.
—Perdóneme, señor. Tendría que haber sido más cuidadoso…
Warin contempló la figura inmóvil del hombre y devolvió su atención al rostro.
—¿Sufres mucho, Owen?
El hombre asintió y tragó saliva con dificultad. Sus mandíbulas se tensaron por el dolor y los párpados volvieron finalmente a abrirse para contemplar a Warin. No necesitó confirmar con palabras el mensaje suplicante que sus ojos le enviaron a su señor.
Warin se irguió, miró una vez más las piernas del hombre y extendió la mano hacia Paul.
—Tu daga.
Paul le tendió el arma. Owen abrió los ojos y quiso incorporarse, pero Warin lo empujó hacia el lecho suavemente.
—Tranquilo, amigo. No voy a darte el golpe de gracia. Me temo que te costará el par de calzones, pero no la vida. Ten paciencia conmigo.
El hombre se reclinó, estupefacto. Warin pasó la hoja de la daga bajo una de las perneras de cuero ensangrentado y manchado y comenzó a abrir un tajo en la prenda, hasta la cintura del hombre. Al primer contacto, Owen gritó de dolor, tan sólo con sentir que le movían la pierna destrozada, pero luego perdió el conocimiento. Del mismo modo, Warin cortó la pernera izquierda y descubrió dos miembros retorcidos y ensangrentados.
Warin dejó caer el cuchillo en la cama, al lado de Owen, y contempló las heridas en silencio durante unos segundos. Entonces, indicó a Paul y a Marcus que lo ayudaran a enderezar primero un pierna y luego la otra. Cuando terminaron, aguardó un instante, con las manos unidas y se dirigió a los tres hombres que lo observaban.
—Está muy mal herido, si no recibe ayuda enseguida, morirá. —Se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por la respiración de los hombres, y luego Warin prosiguió—: Nunca antes intenté curar una lesión tan grave. —Hizo una pausa—. ¿Oraréis conmigo, camaradas? Aun cuando sea la voluntad de Dios que este hombre vuelva a estar intacto, necesitaré de vuestro sostén.
Como un solo hombre, Paul, Marcus y el sargento se hincaron de rodillas y lo contemplaron con respetuoso asombro. Warin continuó con la vista en el suelo por un instante, casi como si no hubiese nadie más en el recinto, levantó los ojos y extendió los brazos a ambos lados.
—In nomine Patris, et Filii, et Spirítus Sancti, Amen. Oremus.
Warin comenzó a orar con los ojos cerrados y una débil aura se fue formando alrededor de su cabeza. En la quietud de la recámara, sus palabras fueron murmullos imperceptibles, que los hombres que lo espiaban del otro lado de los paneles no pudieron distinguir. Pero, a su vez, tampoco pudieron ignorar el aura que rodeaba al cabecilla rebelde durante su plegaria ni confundir la serena confianza que irradió cuando extendió los brazos sobre los miembros destruidos y posó las manos sobre ellos.
En silencio, vieron que Warin deslizaba sus manos a lo largo de las piernas del hombre y les pareció ver que las fracturas expuestas, apenas reconocibles por la distancia, adquirían firmeza y tersura. El cabecilla rebelde concluyó su oración y levantó las piernas del hombre; primero una y luego la otra. Y estaban nuevamente sanas, derechas, como si nunca hubiera sentido el impacto de las rocas.
—Per Ipsum, et cum Ipsum, et in Ipso est tibí Deo Patrí omnipotenti in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria. Per omnia saecula saeculorum. Amen.
Mientras las palabras de Warin se desvanecían, los ojos de Owen se abrieron con un parpadeo. El hombre se sentó, se miró las piernas, incrédulo, se las tocó con esperanza y ansiedad. Los demás se pusieron de pie. Warin lo observó un momento en silencio, se persignó con expresión piadosa y murmuró:
—Deo gratías.
El milagro había culminado.
Detrás de los paneles, Morgan se dispuso a actuar. Indicó a Duncan y a Kelson que se acercaran, susurró unas órdenes y se irguió para volver a escudriñar por la mirilla. Mientras lo hacía, Duncan extrajo la espada y se confundió en las sombras, a la izquierda. Morgan dejó que cayera el cortinaje y dijo a Cardiel que se aproximara.
—Entraremos ahora, Eminencia. Seguid mis instrucciones hasta donde os sea posible. Han dispuesto la escena para que nuestra irrupción sea más efectiva y quiero conservar ese clima. ¿De acuerdo?
Cardiel asintió solemnemente.
—¿Kelson?
—Listo.
Mientras Warin y sus tenientes cambiaban palabras sobre el cuerpo restaurado de Owen, se oyó un ligero sonido proveniente de la chimenea. Sólo Paul miraba en esa dirección y, cuando sus ojos buscaron el origen del ruido, se detuvo en mitad del aliento, boquiabierto y con los ojos desorbitados de terror.
—¡Milord!
Al escuchar la exclamación, Warin y los demás se volvieron para ver que, a la izquierda de la chimenea, sobre la pared, se abría una gran arcada, débilmente iluminada por los rescoldos que ardían en el fuego. Cuando Kelson traspuso la abertura se produjo un instante de incrédula inmovilidad. Era el joven rostro del rey, inconfundible bajo la lumbre rojiza del fuego. Luego, se oyó un murmullo de angustia cuando asomó la figura esbelta de dorados cabellos de Morgan, para detenerse al lado del monarca. Detrás apareció otra figura de cabello gris acerado y encendido por la luz de la chimenea, a quien Warin no supo reconocer. La abertura se cerró detrás de él.
Entonces, Warin miró a su alrededor con ojos salvajes. Sus hombres salieron disparados hacia la puerta, sólo para detenerse al ver que Duncan se encontraba de pie contra el marco, que refulgía con un aura verde brillante. El sacerdote llevaba la espada desenvainada ante el cuerpo, en posición vigilante y a la espera. Warin se detuvo y clavó la vista sobre Duncan por un segundo fugaz, recordó su último encuentro con ese orgulloso joven deryni que se erguía tan confiado ante él. Cerró los ojos y trató de recobrar la compostura con visible esfuerzo. Sólo entonces se volvió para enfrentarse a su rival y a su rey.