XIX
Obstinados en su inicuo designio, tratan de esconder los lazos y dicen: ¿Quién los ha de ver?
Salmos, 64:5
Era mediodía en Cardosa. El sol cegador caía de plano a través del ligero aire de las montañas, aunque entre las profundas grietas y resquicios de los macizos seguían asomando, pertinaces, los últimos cúmulos de nieve. Esa mañana, Wencit, Rhydon y Lionel, cuñado del rey, habían descendido por el desfiladero de Cardosa para encontrarse con Bran Coris y los generales de Wencit que lo asistían en la disposición de las fuerzas de asalto torentinas. Tras pasar revista a las tareas de defensa, Wencit y su comitiva se detuvieron ante el pabellón inmenso y de color anaranjado donde Wencit se hospedaría cuando llegara el enemigo.
Alrededor del leve promontorio en el que se había erigido la tienda, bullía un hervidero de soldados con la librea negra y blanca del Furstan, empeñados en arreglar palos y cabos y en instalar las comodidades que Wencit consideraba imprescindibles para cualquier procedimiento de campaña.
La tienda era imponente. Formaba una cúpula de seda flamígera, en forma de cebolla, y la zona que cubría sería, sin excederse en los cálculos, igual al gran salón que Wencit poseía en Beldour. Dentro, la estructura se dividía en media docena de compartimentos separados, de cuyas cargadas paredes pendían pesados tapices y pieles, destinados a embellecer el recinto y a aislar del calor y de los ruidos. Había una amplia sala en la que Wencit podría celebrar cualquier reunión que le viniese en gana. Pero, en opinión del monarca, el día era demasiado hermoso para confinarse allí dentro, de modo que indicó a sus mayordomos que dispusieran sillas sobre la rica alfombra que se extendía ante la entrada. Mientras los criados se afanaban en cumplir sus órdenes sin demora, uno de los sirvientes personales de Wencit se aproximó para retirarle el manto de terciopelo, húmedo tras el viaje por el desfiladero. A cambio, le ofreció un manto semejante a un caftán, de seda ambarina, que Wencit se arrojó sobre su armadura de montar, de cuero manchado. Se sentó en una silla de campaña, de cuero, y dejó que otro criado le cambiara las botas por un par de pantuflas secas. Observó los movimientos del mayordomo, que vertía un humeante té de darja en frágiles tacitas de porcelana. Wencit hizo un gesto afirmativo a sus camaradas, con aire magnánimo, y los invitó a sentarse en las sillas que los sirvientes habían dispuesto. Entonces, con sus propias manos, tomó una taza de la bandeja que le ofreció el mayordomo y se la tendió a Bran Coris.
—Bebe y aliméntate, amigo —dijo con voz grave, sonriente, mientras Bran se inclinaba para tomar la taza—. Hoy has hecho una buena labor.
Bran tomó la taza y Wencit entregó otras dos a Rhydon y a Lionel. Sonrió y saboreó el aroma de la cuarta tacita, que sostenía en su mano.
—En realidad, me impresionó mucho la estratagema que planeaste, Bran —prosiguió el hechicero, mientras miraba los rizos que su aliento formaba sobre el darja humeante—. Has hecho una labor encomiable al integrar nuestras dos fuerzas, multiplicar nuestras ventajas y anular nuestras debilidades. Lionel, hemos sido afortunados al encontrar un aliado así.
Lionel hizo una corta reverencia antes de sentarse en una silla similar a la de Wencit.
—Es una suerte que lord Marley haya escogido unirse a nosotros, Majestad. Habría sido un peligroso adversario. Tiene una habilidad innata para obtener el provecho óptimo de los recursos disponibles. —Los ojos negros de Lionel eran capaces de emitir chispas heladas cuando se hallaba enfurecido, pero ese día parecían cálidos, abiertos, casi como si él y el joven noble humano hubieran descubierto algún sutil lazo de parentesco—. Hasta yo he aprendido de él, Majestad —agregó Lionel, después de pensarlo.
—¿Ah, sí? —Wencit rió entre dientes.
Bran, mecido por las alabanzas de Wencit y de Lionel, bebió un sorbo de té y se relajó, sin advertir el escrutinio al que lo sometía Rhydon. Se produjo un silencio, que los cuatro aprovecharon para beber, y Rhydon habló:
—Se me ocurre que no hemos examinado a los prisioneros de Cassan, Majestad —dijo, mirando a Bran por encima del borde de la taza—. La estratagema que Bran y lord Lionel han tramado es excelente y la apruebo sin reparos. El efecto que causará en la moral de las tropas enemigas será devastador, si no fatal. Pero los prisioneros de Cassan… Sin duda, ha sido un desliz que no se nos mostrara de cerca el sitio donde se alojan. Seguramente, no se habrán hecho planes para los prisioneros de los cuales no tengamos idea…
Lionel rió. Fue un rumor grave y peligroso. Pasó los dedos por el extremo de su trenza.
_—Hablas como si pensaras que Bran y yo debemos justificar nuestras acciones ante ti, Rhydon. No te preocupes. Los planes para los prisioneros de Cassan no son de tu incumbencia.
—En tal caso, ya supones que me opondré…
—No espero que intervengas, eso es todo —espetó Lionel, con intensidad—. Se nos dio la autoridad de disponer de ellos como mejor estimásemos y eso es precisamente lo que haremos. No necesitas saber nada más, por el momento.
Wencit sonrió, divertido ante el curso de la conversación.
—Pero… Nada de rencillas. Rhydon, ni siquiera yo estoy al tanto de los detalles menores de la campaña. No es necesario. Delego en mis generales y en mis consejeros como Lionel para que se encarguen de esos menesteres en mi lugar. Me fío del juicio de Lionel, como me fío del tuyo. Y, si él me asegura que está haciendo lo necesario, supongo que así es. ¿Disientes en este punto?
—Claro que no —replicó Rhydon, tras dar otro sorbo a su té—. No pensaba dar tanta importancia a mi comentario. Si he causado problemas, ofrezco mis disculpas a todos los que se sientan ofendidos.
—De acuerdo —concedió Wencit, con aire indiferente.
Rhydon hizo girar la taza entre los dedos antes de continuar:
—He recibido un mensaje adicional del general Licken desde que esta mañana recibiéramos los despachos. A propósito, sus patrullas de avanzada confirman que el ejército de Kelson no llegará hasta aquí antes del crepúsculo, según los demore la argucia que hemos preparado. No hay motivos para temer una acción antes de la mañana siguiente.
—Excelente.
Wencit giró en la silla e hizo señas al mayordomo, quien aguardaba a distancia prudencial. El hombre, presuroso, trajo un gran estuche de cuero con despachos, de esquinas engastadas en oro batido. Cuando el hombre se retiró, Wencit abrió la caja y recorrió con los dedos un manojo de cartas abiertas hasta que dio con la que buscaba. La extrajo con un gruñido de aprobación. Después de escribir una breve nota sobre ella, la devolvió a la caja y tomó otra, que recorrió a la ligera con la vista.
—Esta mañana recibí una noticia que se refiere a ti, Bran —dijo, levantando la vista con aire pensativo—. Al parecer, Kelson se ha enterado de tu deserción y ha apresado a tu familia.
Bran se irguió y, lentamente, se puso de pie en toda su estatura. Los nudillos perdieron el color alrededor de la tacilla.
—¿Por qué no se me informó?
—Se te está informando —repuso Wencit, y se inclinó para tenderle el despacho—. Pero no hay motivos para que te alarmes. Tu esposa y tu hijo fueron apresados en Dhassa, mas no vemos que se encuentren en peligro inmediato. Léelo con tus propios ojos.
Los ojos de Bran surcaron el despacho velozmente y sus labios se comprimieron hasta formar una delgada línea.
—¿Los traen aquí como rehenes y decís que no hay peligro inmediato? —Sus ojos se posaron sobre los de Wencit con aire desafiante—. ¿Y si Kelson intenta usarlos contra mí? ¿Podría permanecer de brazos cruzados mientras la vida de mi hijo está en peligro? ¿Podría verlo morir?
Rhydon enarcó una ceja, algo divertido ante la reacción de Bran.
—Vamos, Bran. Conoces a Kelson y sabes que es incapaz de hacer algo así. Tú o yo podríamos amenazar a la familia de un hombre para conseguir su obediencia, pero este principito de Gwynedd no está a nuestra altura. —Se miró las uñas, con aire aburrido y reservado—. Además, siempre puedes hacer más hijos, ¿no?
Bran se detuvo inmóvil y lanzó una mirada helada a Rhydon.
—¿Y de qué modo se supone debo interpretar esas palabras? —masculló con furia contenida.
Wencit rió entre dientes y meneó la cabeza con reprobación.
—Suficiente, Rhydon. No provoques a nuestro joven amigo. El no comprende nuestra forma de bromear. Bran, no tengo intención de permitir que nada le suceda a tu familia. Quizá podamos arreglar un cambio de rehenes. Pero, de todas formas, Rhydon tiene razón en cuanto a la actitud que nos cabe esperar de parte de Kelson. El joven Haldane jamás hará la guerra contra mujeres y niños inocentes.
—Supongo que estaréis en condiciones de garantizármelo…
La sonrisa de Wencit se desvaneció y sus ojos adquirieron un brillo acerado.
—Puedo garantizar que haré todo lo que pueda —manifestó lentamente—. ¿No me concederás que lo mejor que yo puedo hacer es mucho más de lo que rú podrías lograr por tus propios medios?
Bran bajó los" ojos, recordó su posición, que a cada minuto se tornaba más precaria, y advirtió que Wencit tenía razón.
—Os suplico me perdonéis, Majestad. No deseaba poner en duda vuestro juicio. Mi preocupación se debía a mi familia.
—Si hubiera pensado otra cosa, no seguirías con vida —repuso Wencit con toda calma, y tendió la mano para recuperar el despacho que Bran aún tenía en las suyas.
Bran le entregó el documento sin decir palabra, ocultando con cuidado su ofuscación mientras Wencit devolvía el despacho al cofrecillo. Después de un silencio grávido, Wencit volvió a alzar la vista. Su ira momentánea se había desvanecido aparentemente.
—Ahora bien, Rhydon, ¿qué se sabe hoy de nuestro joven Derry? Espero que todo marche como debe.
—Tengo entendido que está listo para vernos —respondió Rhydon.
—Bien, entonces. —Bebió un poco más de darja, ya tibio, y acabó el contenido de un trago—. Creo que es hora de que tú y yo vayamos a su encuentro.
En las profundas mazmorras que había bajo la prisión de Cardosa, en el fuerte conocido como Esgair Ddu, Derry yacía tendido sobre un montón de heno seco; las muñecas le colgaban a los lados, con el peso de las cadenas que lo sujetaban a la pared. Las heridas le habían hecho subir la fiebre y llevaba un día tendido allí, sin otra atención que un tazón de agua turbia para beber y unas cortezas de pan enmohecido. Su estómago estaba agarrotado por el hambre y la cabeza le dolía, pero se obligó a abrir los ojos y enfocar el techo húmedo. Finalmente, hizo de tripas corazón, rodó a un costado y levantó la cabeza.
Todo era dolor. En el hombro y en la frente sentía el palpitar lacerante de las heridas. En el muslo sintió una aguda tenaza al tratar de inclinar la rodilla acalambrada.
Apretó los dientes y luchó por sentarse. Tiró de su cuerpo y se aferró de las cadenas, que pendían de un par de anillas sujetas al muro, a unos dos metros y medio de altura.
Sabía por qué estaban allí las anillas: los carceleros que lo habían traído inicialmente lo habían encadenado a la pared, con los miembros extendidos y separados. Entonces, lo azotaron con látigos y lo golpearon con los puños hasta que, piadosamente, desfalleció. Horas más tarde, volvió en sí sobre la paja sucia y con olor a amizcle, y había logrado sentarse.
Se frotó el rostro sudoroso contra el hombro que no estaba herido y parpadeó con dificultad. Luego, intentó ponerse de pie. A su izquierda, había una ventana, a la cual habían asegurado las cadenas. Si recordaba correctamente el trazado de Esgair Ddu, debía de ser posible ver la planicie desde allí. Se afirmó con las cadenas y contuvo el aliento; se arrastró hasta la ventana y miró a través de la abertura.
Lejos, en el llano, los ejércitos de Wencit habían tomado posiciones. Ligeramente al norte, sobre un pequeño promontorio, alguien había dispuesto a los arqueros para que aprovecharan la altura. Al norte y al este, se emplazaban la infantería y la caballería, listas para actuar en forma de pinza ante la menor oportunidad. Por el paso, descendían más tropas de caballería de Wencit, para situarse en el centro del campamento. La caballería era el corazón de las fuerzas de combate de Torenth. Vio que un poderoso caudal de jinetes sudorosos y agitados se internaba en la planicie, proveniente de donde sabía se encontraba el último vado. Casi creyó oír los gritos de los capitanes, que imponían el orden a las filas y disponían de los soldados.
Al sudeste, directamente frente al paso, la soldadesca torentina bullía alrededor de lo que debía de ser el campamento de combate de Wencit. Probablemente acudiera allí el rey de Torenth cuando se acercara el ejército de Kelson, para dirigir la batalla desde el lugar. Todavía no veía señales de las tropas de Kelson, pero vina que debían de estar en camino, seguramente. Alguien tendría que haber podido escapar para informarles de lo que había sucedido con los hombres de Jared. Sólo esperaba que el ejército de Kelson llegase unido y que las disensiones internas se hubiesen resuelto. Se preguntó si Morgan y Duncan habrían podido hacer las paces con los arzobispos.
Con un suspiro, Derry giró para mirarse las cadenas por centésima vez y tiró de ellas tentativamente. Nunca podría liberarse mientras permaneciera sujeto a esos grilletes como un animal. Aunque consiguiera soltar las cadenas, dudaba que pudiera ir muy lejos con tantas hieridas. La pierna le latía, después de un rato de permanecer de pie y, cada vez que mecía el peso del cuerpo, las punzadas de dolor le atravesaban los miembros de arriba abajo. El hombro había dejado de dolerle un poco una vez que, por la fuerza, lo levantó hasta la posición actual, pero tuvo la vertiginosa sensación de que era esa herida la que lo hacía sentir tan febril y ligero. Horas atrás, había querido examinarse la herida, cuando los guardias le trajeron su escasa ración de agua, pero no le sirvió de mucho. El vendaje estaba firmemente sujeto y no pudo apartarlo. Se preguntó si la herida estaría comenzando a infectarse.
El ruido de una llave en la cerradura interrumpió el derrotero de sus pensamientos. Se volvió penosamente para mirar hacia la puerta, agarrándose a las cadenas. Por la estrecha abertura asomó la cabeza encasquetada de un guardia, que lo miró desdeñosamente. El hombre traspuso la puerta y la mantuvo abierta para dar paso a un hombre alto y de cabellos rojizos, vestido de seda dorada. Era Wencit. A su lado, Rhydon.
El cuerpo de Derry se sacudió con una inhalación profunda e involuntaria. Al ver que los dos deryni entraban en la celda, se irguió de ira. Los hombres llevaban atuendos de montar de cuero, bajo las sedas y las pieles. Wencit, color castaño rojizo; Rhydon, azul noche. Los ojos del rey, fríos como el aguamarina, estudiaron al prisionero desde la puerta abierta. Sus manos enguantadas jugueteaban ociosamente con un delgado látigo de cuero que pendía de su muñeca izquierda por una correa.
Derry se enderezó todo lo que pudo y trató de ignorar la pierna que le latía y los oídos que le estallaban. Wencit se acercó unos pasos. El guardia permaneció impasible al lado de la puerta, con la mirada clavada al frente, y Rhydon se reclinó en la pared con aire indiferente, con una rodilla flexionada.
—Aja… —dijo Wencit—, veo que nuestro prisionero está despierto. Y de pie. Bien hecho, amigo. Tu señor estaría orgulloso de ti.
Derry no respondió. Sabía que Wencit intentaría enfurecerlo y decidió que el hechicero no lo lograría.
—Desde luego —continuó Wencit—, no debe contarse en mucha estima el elogio de semejante señor. Después de todo, no puede inspirar mucha lealtad alguien perverso y traidor, ¿verdad?
Los ojos de Derry se encendieron, amenazadores, pero se obligó a mantener cerrada la boca. No sabía cuánto tiempo más podría resistirlo. Se sentía incapaz de pensar con cordura.
—En tal caso, ¿estás de acuerdo conmigo? —preguntó Wencit, enarcando una ceja y aproximándose a Derry—. Había esperado otra cosa de ti, Derry, pero esto refleja al hombre que te ha instruido, ¿no es así? Se dice que tú y Morgan sois íntimos amigos, más íntimos de lo que corresponde a dos hombres, y que compartís secretos que los hombres comunes ni siquiera sueñan.
Derry cerró los ojos para templarse, pero Wencit sacudió el extremo del látigo cerca de su rostro, entrecerrando sus abominables ojos celestes bajo las claras pestañas.
—¿No reaccionas, Derry? Vamos, no seas parco. ¿Es cierto que tú y Morgan sois…, cómo decirlo…, amantes? ¿Qué además de sus poderes compartes su lecho?
Con un grito insensato, Derry se abalanzó hacia su torturador, tratando de sacudir las cadenas con las muñecas para azotar ese rostro burlón. Pero Wencit había calculado su movimiento al milímetro y, sin pestañear, retrocedió para quedar fuera del alcance de las cadenas. Con un gemido, Derry cayó al suelo, donde aquéllas terminaban. Wencit lo miró con desdén e indicó al guardia que lo recogiera.
Tiraron de las cadenas y las ajustaron para dejar a Derry, con las piernas y los brazos extendidos, colgando de la pared. Wencit estudió a su desfalleciente cautivo una vez más, golpeteando el látigo contra la palma del guante, y despidió al guardia con un gesto. La puerta se cerró tras al carcelero lanzando un chirrido de goznes sin aceitar, y Rhydon cerró el pestillo por dentro. Se apoyó lánguidamente contra la puerta, para obstruir la mirilla.
—Conque aún te queda algo de orgullo, mi joven amigo… —dijo Wencit. Se acercó a Derry y le alzó el mentón con la punta del látigo—. ¿Qué más te ha enseñado Morgan que no deba saberse?
Derry se obligó a enfocar la mirada sobre la oreja derecha de Wencit e intentó serenarse. Nunca tendría que haber reaccionado con semejante violencia. Eso había sido exactamente lo que Wencit quería. La culpa la tenía esa maldita fiebre, que le nublaba el pensamiento. Si pudiera pensar con más claridad…
Wencit apartó el látigo, satisfecho de haber capturado la atención de su cautivo. Comenzó a jugar con la correa que sujetaba el arma a su muñeca.
—Dime, ¿a qué temes más, Derry? ¿A la muerte? —Derry no reaccionó—. No, leo en tus ojos que no es sólo a la muerte. Has dominado ese terror, desafortunadamente para ti, pues esto significa que puedo convocar de los profundos abismos de tu alma terrores más espantosos todavía.
Se alejó pensativamente y describió un lento círculo en la paja. Mientras caminaba, se divertía en voz alta:
—No temes perder la vida, pero sí temes perder. ¿Pero qué? ¿Perder tu posición? ¿Tus riquezas? ¿El honor? —Se volvió para mirar de frente a Derry una vez más—. ¿Es eso, Derry? ¿Más que a ninguna otra cosa temes perder el honor y la integridad? Y, en tal caso, ¿qué integridad? ¿La del cuerpo? ¿La del alma? ¿La de la mente?
Derry no hizo comentarios. En cambio, se obligó a mirar serenamente por encima de la cabeza de Wencit, para centrarse en una delgada grieta que hería el muro detrás del rey. Una diminuta araña trepaba por la rendija y formaba una frágil tela para cubrirla. Derry se dijo que trataría de contar los hilos de la telaraña y que ignoraría las palabras del despreciable…
Un chasquido.
El látigo de Wencit acabó sobre el rostro de Derry, lacerándolo como un sable.
—¡Derry! ¡No estabas prestando atención! —ladró su nuevo amo—. Te lo advierto: no tolero los alumnos holgazanes.
Derry controló el impulso de encogerse y se obligó a mirar a su torturador. Wencit estaba a medio metro de él y el odiado látigo pendía de su muñeca por esa correa infame. Los ojos del hechicero parecían dos pozos de mercurio.
—Ahora —anunció Wencit en voz baja—, escucharás lo que te diga. Y no me ignores, pues de lo contrario tendré que hacerte daño. Lo haré una y otra vez hasta que me prestes atención o te mueras. Y te aseguro que no será una muerte fácil. ¿Me escuchas, Derry?
Derry logró asentir y se esforzó por prestar atención. Sentía los labios secos, la lengua del doble de su tamaño y algo tibio y húmedo que le corría por la mejilla, allí donde el látigo había abierto la herida.
—Bien —musitó Wencit, mientras deslizaba la cola del látigo por la mejilla y el cuello de Derry—. La primera lección para hoy es que sepas, y que sepas muy bien, que tengo tu vida en mis manos, literalmente. Si quisiera, podría hacerte implorar el olvido y rogar una muerte piadosa para acabar los tormentos que puedo infligirte.
Sin previo aviso, Wencit disparó la mano libre para retorcer el brazo herido de Derry. El joven aulló involuntariamente y casi se desmayó, pero el dolor se fue antes de que pudiera captarlo por completo. Se encontró alzando la cabeza una vez más para mirar a Wencit, horrorizado. La mano de Wencit seguía posada ligeramente sobre el hombro herido, mas Derry no intentó anticipar la próxima tortura que el hechicero intentaría infligirle. Wencit sonrió, pero con una expresión distinta.
—¿Te ha dolido, Derry? —le dijo con un mohín, mientras le acariciaba el hombro con suavidad—. Ah, pero no es esto lo que me propongo. No hay necesidad de torturarte, pues ya poseo sobre ti todo el poder que hace falta tener. Ya estás condicionado para obedecerme. Y aunque tu mente perciba lo que te ordeno y se resista, tu cuerpo me obedecerá.
Con una sonrisa furtiva, deslizó ligeramente la mano por el cuerpo de Derry y se apartó para golpetear el látigo pensativamente contra la elegante bota de su pierna. Al cabo de un momento, arrojó el látigo a Rhydon. Tiró de los puños de sus guantes mientras miraba con desdén al joven Derry, una vez más.
—Dime, ¿alguna vez te han bendecido? —preguntó, entrelazando los dedos para acariciarse los guantes—. ¿Algún hombre santo ha trazado la sacra señal sobre tu cabeza?
Derry frunció las cejas, consternado, mientras Wencit alzaba la mano derecha y la suspendía en actitud de bendición.
—Bien, temo no ser un hombre santo, pero, para el caso, ésta tampoco es una verdadera bendición. Recordarás que antes te hablé de una pérdida de integridad. Integridad de alma, de cuerpo y de mente. Pero creo que comenzaremos por el alma, Derry, y, por medio de este signo, te pondré bajo mi hechizo.
La mano suspendida descendió lentamente, con los dedos curvados en una perfecta imitación de la señal sacerdotal. Pasaron suavemente hacia la derecha y, luego, de derecha a izquierda. Cuando la mano pasó por delante de los ojos de Derry, sintió que un extraño letargo lo poseía y derramaba una frialdad líquida por sus miembros. Contuvo el aliento, tratando de comprender qué le sucedía a su mente, y gimió cuando Wencit tocó los grilletes que lo sujetaban por las muñecas y lo liberó.
No podía sostenerse en pie. Los miembros parecían desprovistos de nervios, incontrolables. Cuando las piernas comenzaron a desplomársele, sintió bajo los suyos unos fuertes brazos que lo sostuvieron. La cabeza le pendía impotente contra las piedras de las paredes. El cabello se le adhería dolorosamente a la roca áspera y a la argamasa. Entonces, los ojos celestes se clavaron en los suyos y se acercaron más y más y la boca cruel y lasciva se comprimió con violencia contra la suya, en un largo beso obsceno.
Se deslizó de los brazos de Wencit y se aplastó indefenso contra el muro, con los ojos firmemente cerrados y las mandíbulas tensas por la repulsión. El cuerpo se le sacudió en espasmos incontrolables y, al hundir el rostro en los brazos doloridos, oyó la risa de Wencit a través de una espesa niebla y el eco burlón de Rhydon, que lo imitaba entre dientes.
Entonces, sintió la bota de Wencit, que se ensañaba insidiosamente contra un costado de su cuerpo. Alzó la cabeza y miró con repugnancia. Wencit sonrió, miró a Rhydon, quien no había dejado de observar la escena con diversión, y extendió la mano para que éste le entregara su daga. Rhydon la arrojó por el aire con diestra gracia y Wencit la capturó. La empuñadura era de oro, incrustada de perlas, y la hoja centelleaba un fulgor frío bajo la tenue luz serena. Wencit se inclinó para posar la punta del arma bajo el mentón de Derry.
—Ay, cómo me odias… —dijo en voz baja—. Piensas que, si pudieras poner las manos en esta daga, me decapitarías por lo que te he dicho y hecho. Bueno, tendrás tu oportunidad.
Sin decir más, sostuvo la daga por la hoja, tomó la mano derecha de Derry y la envolvió alrededor de la empuñadura.
—Adelante. Mátame, si puedes.
Derry se detuvo inmóvil, un instante, sin creer que Wencit pudiese hacer algo semejante. Luego, se lanzó hacia su torturador con frenesí.
Desde luego, no le sirvió de nada. Wencit se apartó un paso con elegancia y retorció los dedos de Derry para quitarle la daga sin ninguna dificultad. Empujó a Derry nuevamente contra el muro, como si fuera un cachorrillo de gato y no un hombre. Incapaz de oponerse, Derry vio reír a Wencit, quien se inclinó para deslizarle la daga por el cuello de la camisa, le desgarró la pechera con un diestro movimiento, le apartó la camisa del torso, sin detener su mano, y posó la derecha ligeramente sobre el pecho de Derry, en el corazón. La daga pendía en perfecto equilibrio de los dedos de su mano izquierda. En la celda en penumbras, sus ojos celestes parecieron fríos y distantes. Derry supo con una certeza vertiginosa que iba a morir.
En nombre de todo lo sagrado, ¿qué le había hecho creer que podría matar a Wencit con una daga? ¡Pero si el hombre era un demonio! ¡No, el diablo mismo!
—Ya ves, mi querido Derry, qué inútil ha sido. Tu alma es mía ahora y también tu cuerpo, si lo deseo. Has perdido aun el poder de matar. No puedes acabar con mi vida, Derry —hablaba suavemente—, pero puedo ordenarte que te quites la tuya y me obedecerás. Toma el cuchillo, Derry. Pon la punta aquí, al lado de mi mano, sobre tu corazón.
Como si la mano no le perteneciera, Derry vio que tomaba la daga ofrecida por Wencit y, a continuación, vio con incredulidad que se movía para posarla ligeramente sobre la piel que le cubría el corazón. Esta vez no sintió ninguna especie de pánico ni de lucha con lo que estaba sucediendo. Sabía que la mano era suya y que, si Wencit lo ordenaba, lo mataría. Y no había nada, absolutamente nada, que pudiese hacer por evitarlo.
Wencit apartó la mano y se meció hacia atrás sobre los talones, con grácil equilibrio, haciendo crepitar la paja.
—Bueno. Ahora comenzaremos. Primero, una pequeña incisión, apenas para que asome la sangre.
El cuchillo se movió suavemente bajo la mirada fascinada de Derry. Su mano le hizo trazar una delgada línea, larga como el ancho de tres dedos. Sobre la piel blanca asomaron minúsculas perlas de sangre, como rubíes. Y la hoja se detuvo, a la espera de la próxima orden.
—Conque hemos derramado sangre —susurró Wencit, con una voz tan suave como el terciopelo con el que iba vestido—. Ahora, podemos detenernos en el umbral de la muerte, tú y yo. Un poco de presión bastará, amigo mío. Una ligera presión y podremos conversar con el ángel de la muerte, aquí, en esta celda solitaria.
La hoja comenzó a comprimir la carne de Derry y, allí donde el metal la hendía, brotaba más sangre. El rostro de Derry perdió el color. Sintió que la punta le perforaba la piel, sintió la fría plata de la muerte que se movía inexorable hacia su corazón; y nada pudo hacer. Cerró los ojos, despavorido, y trató de calmar el terror que se apoderaba de su alma. En su desesperación, invocó a los santos de su infancia, olvidados mucho tiempo atrás.
Y, entonces, la mano de Wencit se posó sobre su muñeca, extrajo la daga y le colocó un cuadrado de seda blanca en la herida. Wencit le agarró la mano derecha e hizo algo sobre ella que le resultó frío; pero, luego, el hechicero se irguió, con una sonrisa satisfecha en el rostro, y, tras volverse, le indicó a Rhydon que había terminado y que era hora de irse.
Derry se incorporó sobre los codos cuando la puerta se abrió y vio que el manto azul noche de Rhydon desaparecía en el oscuro pasillo. La daga había quedado olvidada, en su mano. Un guardia trajo una antorcha para iluminar la penumbra mientras Wencit se detenía en la puerta y levantaba el látigo a modo de saludo.
—Que descanses bien, mi joven amigo. —Sus ojos eran dos estanques azul profundo bajo la lumbre de la antorcha—. Espero que hayas aprendido de mis pasatiempos, pues tengo pensado un destino muy importante para ti. Se refiere a ti y a Morgan: he concebido un modo de que lo traiciones.
La mano de Derry se endureció sobre la daga y, de pronto, recordó que la tenía en su poder. Se detuvo, helado, y trató de ocultarla bajo su cuerpo, pero Wencit vio el movimiento y sonrió.
—Puedes quedarte con el juguete, ya no lo necesito. Pero temo que a ti no te traerá muchos motivos de diversión. Como verás, no puedo permitir que la uses, amigo, aunque no tardarás en descubrirlo por ti mismo.
Una vez más, la puerta se cerró y la llave giró en la cerradura. Derry suspiró y se tendió, exhausto, sobre el heno. Por unos instantes, permaneció allí, con los ojos firmemente cerrados, tratando de sofocar el espanto de la hora pasada.
Pero, a medida que su mente se fue aclarando y que el dolor cedía, las palabras de Wencit resonaron en su memoria:
«He concebido un modo de que lo traiciones.»
Con un sollozo frenético, rodó sobre un lado para hundir el rostro en el brazo sano.
¡Dios! ¿Qué había hecho Wencit con él? ¿Habría escuchado bien? ¡Claro que sí! El hechicero había dicho que Derry traicionaría a su señor, que Derry sería un Judas con su amigo y señor Morgan. ¡No! ¡No podía ser!
Se arrastró hasta sentarse y tanteó la paja hasta encontrar la daga que Wencit había dejado en su poder. La cogió entre sus dedos febriles y la contempló horrorizado. Lo distrajo brevemente un extraño anillo que refulgía en su índice derecho, un anillo que no recordaba haber visto antes; pero los destellos de la daga capturaron sus ojos una vez más y Derry devolvió su atención a la empresa que había forjado en su mente enferma.
Wencit era responsable de todo eso. Había llegado a una cúspide de horror desde la que controlaba el cuerpo de Derry, así como dominaba a sus subditos más inferiores. Había dicho que lo haría traicionar a Morgan y no había ninguna duda de que podría hacerlo si se lo proponía. También le había prohibido escapar por medio de la muerte, aunque eso tal vez pudiera infringirse. Derry no podía permitir que lo usara como instrumento para traicionar a Morgan.
Despejó un lugar en el heno y usó la daga para cavar un orificio en la arcilla húmeda. Lo hizo de una profundidad suficiente para que en él cupiera la empuñadura, miró hacia la puerta, esperando que nadie lo estuviese espiando, se tendió boca abajo, con el estómago sobre el hueco que había preparado, y sostuvo la daga entre ambas manos.
Suicidio. Una idea prohibida, incluso su mero pensamiento, para un hombre que, como Derry, creía en el Dios de la Iglesia Militante. Para el creyente, quitarse la vida era una grave ofensa, que causaba el eterno tormento del alma en el infierno.
Pero, argüyó Derry, había cosas peores que el infierno. Por ejemplo, traicionar los propios principios, traicionar a los amigos. No podía ayudarse a sí mismo. Había tenido que medirse con el amo de Torenth y se había mostrado impotente. No podría culpar a nadie de eso. Pero Morgan… el apuesto general deryni había salvado la vida de Derry en más de una ocasión y, más de una vez, lo había rescatado de las garras de la muerte cuando era impensable. ¿Acaso podría Derry, en un acto de conciencia, negarse a hacer lo mismo por él?
Tomó la daga por la hoja y miró durante un largo rato la empuñadura en forma de cruz. Por su mente, pasaron una infinidad de plegarias de su infancia y con ninguna de ellas se quedó. Se llevó la empuñadura a los labios y la enterró después en el hueco que había abierto en la arcilla. Dios lo comprendería. La fe de Derry en su misericordia tendría que sostenerlo ante lo que se disponía a emprender.
El filo apuntaba hacia arriba como una llamarada de plata. Derry se incorporó sobre los codos y se dejó caer lentamente hasta que la punta descansó contra su pecho.
No llevaría mucho tiempo. Sus brazos cederían en pocos segundos y, entonces, ya no podría soportar el peso de su cuerpo lejos de la hoja de acero reluciente. Ni siquiera Wencit podría impedir que un cuerpo extenuado cayera.
Cerró los ojos al sentir que sus brazos comenzaban a temblar. Recordó un día, allá lejos en el tiempo, en que Morgan y él habían salido a cabalgar entre risas por los campos de Candor Rhea. Recordó las batallas y los buenos caballos y las doncellas que había tendido sobre el heno en los establos de su padre. Recordó su primera cacería de venados…
Y entonces comenzó a desplomarse.