VII
A tí te he revelado muchas cosas que escapan al raciocinio del hombre.
Eclesiastés, 3:25
Morgan escudriñó por la ventana de la torre en ruinas y recorrió con la vista la planicie que se abría abajo. Lejos y al sudeste, apenas logró distinguir a un jinete solitario que se alejaba rápidamente de la vista. Era Derry, quien iba hacia los ejércitos del norte. Por debajo, en la base de la torre, dos caballos pardos mordisqueaban con voracidad la nueva hierba de la primavera. Llevaban arneses ordinarios y ajados. Duncan aguardaba al pie de la escalera en ruinas y golpeteaba una fusta de cuero marrón contra su bota enlodada. Morgan se apartó de la ventana y comenzó a descender cuando vio que Duncan lo miraba.
—¿Viste algo?
—Sólo a Derry. —Saltó con agilidad los últimos peldaños ruinosos para acabar al lado de su primo—. ¿Estás listo para seguir?
—Primero quiero mostrarte algo —dijo Duncan. Con la fusta, señaló las ruinas que se extendían a lo lejos y comenzó a andar en esa dirección—. La última vez que anduvimos por aquí, no estabas en condiciones de apreciar lo que voy a enseñarte, pero creo que ahora te interesará.
—¿Te refieres al Portal que descubriste?
—Correcto.
Avanzando con cuidado, Morgan siguió a su primo por la nave en ruinas de la capilla derruida, una mano en la empuñadura de la espada. El monasterio de San Neot había sido una floreciente escuela monacal de gran renombre durante su apogeo. Fue uno de los principales centros escolásticos deryni. Pero los días de gloria concluyeron con la Restauración. El monasterio había sido saqueado e incendiado y muchos de sus monjes asesinados en los mismos peldaños donde se encontraban en ese momento. Morgan y Duncan cruzaron la nave y contemplaron los restos de algo más que se había perdido en el episodio.
—Allí está el altar a San Camber del que me hablaste —Duncan señaló una losa rota de mármol que asomaba de la pared occidental—. Comprendí que no podían haber situado un Portal de Transferencia en un lugar tan abierto, especialmente durante el Interregno, de modo que seguí buscando. Aquí.
Indicó unas ruinas, introdujo la cabeza en un hueco y reptó a través de un estrecho pasadizo sostenido por vigas caídas y algo putrefactas. Del otro lado, montones de escombros cubrían el suelo, pero, al seguir a Duncan, Morgan pudo ver que estaba en lo que debió de haber sido una sacristía o una capilla de vestir. Se irguió en la cámara derruida y se frotó los guantes para quitarse el polvo. Notó el mármol resquebrajado bajo sus pies y las vigas que seguían sosteniendo parte del techo. Contra la pared distante, distinguió los restos de un altar vestidor de marfil, de paneles oscurecidos por el fuego y, a ambos lados, restos de cajones y de cofres. El suelo estaba poblado de escombros: bloques de piedra arrancados a las paredes ruinosas, madera podrida, añicos de vidrio. La fina capa de polvo que lo cubría todo dejaba ver huellas de roedores o de animales pequeños.
—Por aquí —indicó Duncan, y fue hasta un punto ante el altar en ruinas. Se agachó en cuclillas—. Mira. Se ve el contorno de la losa que señalaba el Portal. Posa tus manos sobre ella y prueba.
—¿Que pruebe? —Morgan se puso de rodillas al lado de su primo y descansó las manos enguantadas sobre el cuadrado. Miró a su primo con aire inquisidor—. ¿Qué se supone que debo sentir?
—Sólo tienes que tantear la losa suavemente —lo urgió Duncan—. Los Antiguos dejaron un mensaje.
Morgan enarcó una ceja, con expresión escéptica, y dejó que su mente quedara en blanco. La proyectó gradualmente a la losa que tenía bajo sus pies.
¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro!
Asombrado por la intensidad del contacto, Morgan se apartó involuntariamente y le lanzó a Duncan una mirada inquisitiva. Volvió a posar las manos sobre el mosaico y se dispuso a escuchar.
¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro! Sólo he quedado yo de cien hermanos, para intentar, ya desfalleciente, destruir este Portal antes de que sea profanado. ¡Amigo, mantente alerta! ¡Protégete, deryni! Los seres humanos destruyen lo que no comprenden, ¡Venerado San Camber, defiéndenos del horror de tanto mal!
Morgan rompió el contacto y buscó a Duncan con la mirada. El sacerdote tenía un aire solemne y sus ojos azules brillaban intensamente en la cámara en penumbras; pero, al ponerse de pie, dejó que una sonrisa jugueteara en sus labios.
—Lo logró —dijo Duncan, y paseó la mirada por el recinto, con expresión nostálgica—. Probablemente le costó la vida, pero pudo destruir el Portal de Transferencia. Es extraño que a veces nos veamos en la obligación de destruir lo que más queremos, ¿no crees? Nosotros lo hemos hecho, como raza. ¡Mira todo este conocimiento perdido, esta espléndida herencia arruinada! Somos la sombra del pueblo que fuimos…
Morgan se puso de pie y estrechó el hombro de Duncan en un gesto afectuoso.
—Basta ya, primo. Los deryni causaron en gran medida la suerte que les tocó vivir, y tú lo sabes. Ven. Sigamos andando.
Abandonaron la cámara en ruinas y aparecieron en la nave una vez más. El sol iluminaba el monasterio con intensidad, a través de las ventanas vacías del triforio, y lanzaba a volar las motas de polvo entre las vigas. Todo adquiría un relieve de luz y tizne sombrío. Se disponían a cruzar la entrada derruida, rumbo a los caballos, cuando el aire pareció estremecerse ante la puerta, como si de pronto el calor hubiese crecido. Al percibir el cambio de textura del aire, los dos hombres trastabillaron y, finalmente, retrocedieron, completamente azorados, al ver que una silueta se recortaba bajo el marco. Era un hombre con hábito gris y caperuza, un báculo de madera en la mano derecha y un nimbo de luz dorada alrededor de la cabeza, que eclipsaba el fulgor mismo del sol. Era la figura que ambos habían terminado por relacionar con San Camber de Culdi, el antiguo patrono de la magia deryni.
—¡Khadasa! —masculló Morgan por lo bajo. Dio un salto hacia atrás, como involuntaria expresión de azoramiento.
—¡Santo Dios! —repitió Duncan, persignándose.
La figura que brillaba en la puerta no desapareció; por el contrario, se internó hacia dentro, en dirección a ellos. Morgan dio otro paso hacia atrás. No sabía quién era la insólita criatura, mas no deseaba contender con ella. Entonces, se sacudió con un gruñido desfalleciente al ver que su hombro izquierdo se topaba con algo brillante y firme, con algo que, al ser rozado, arrojó un rayo dorado.
El hombro siguió doliéndole varios segundos. Mientras se lo frotaba, lanzó una mirada al desconocido. Duncan y él observaron atónitos como el hombre levantaba la mano izquierda y se quitaba la caperuza que le envolvía la cabeza. Los ojos, a la vez penetrantes y tiernos, eran del mismo azul profundo que el cielo. Su rostro era antiguo y, también, intemporal. El nimbo que orlaba su cabeza de plata parecía un sol cautivo.
—No vayas de nuevo contra las guardias o saldrás lastimado —dijo el hombre—. No puedo permitir que os marchéis aún.
Movió los labios, pero lo que oyeron en realidad fue una voz interior y mental. Morgan miró a Duncan con inquietud y vio que su primo contemplaba absorto al desconocido y con una expresión incrédula en el rostro. De pronto, se preguntó si sería el mismo hombre que Duncan viera en el camino a Coroth meses atrás y supo que tenía que tratarse de él. Duncan abrió la boca para hablar, pero el hombre levantó una mano imperativa y meneó la cabeza.
—Por favor. No tengo mucho tiempo. He venido a advertirte, Duncan, y también a ti, Alaric, de que vuestras vidas corren grave peligro.
Morgan no pudo controlar un gesto de desdén.
—Eso no es nada nuevo para nosotros. Somos deryni y estamos acostumbrados a tener enemigos.
—¿Y enemigos deryni?
Duncan contuvo el aliento, pero los ojos grises de Morgan se entrecerraron con suspicacia.
—¿Qué enemigos deryni? ¿Vos, señor?
El desconocido lanzó una carcajada diáfana, como si la réplica le hubiera complacido. Por primera vez, pareció aflojar su gesto adusto.
—No soy tu enemigo, Alaric. En modo alguno. Si lo fuera, ¿por qué vendría a advertirte?
—Podríais tener vuestras razones.
Duncan incrustó un codo en las costillas de su primo y miró al desconocido con la cabeza inclinada a un lado.
—Entonces, ¿quién sois, señor? Tenéis el aspecto de San Camber, pero…
—Vamos… Camber de Culdi murió hace dos siglos. ¿Cómo podría yo ser él?
—No habéis respondido a la pregunta de Duncan —insistió Morgan—. ¿Sois Camber de Culdi?
El hombre meneó la cabeza, ligeramente divertido.
—No, no soy Camber de Culdi. Como ya le dije a Duncan en el camino a Coroth, sólo soy uno de sus humildes servidores.
Morgan enarcó una ceja con aire dubitativo. Por mucho que desestimara su santidad, el desconocido no parecía, por sus modos, ser el humilde servidor de nadie. Por el contrario, en él había una innegable aura de autoridad, una inconfudible impresión de estar mucho más acostumbrado a dar órdenes que a recibirlas. No. Fuera quien fuese, al menos no era ningún criado.
—Conque sois uno de los servidores de Camber… —repitió Morgan por fin, incapaz de reprimir en sus palabras una ligera nota de incredulidad—. ¿Sería muy impertinente preguntar quién? ¿O acaso no tenéis nombre?
—Tengo muchos —sonrió el hombre—. Pero os ruego que no me presionéis. Por ahora, prefiero no mentiros y la verdad podría ser peligrosa para todos.
—Desde luego, tenéis que ser deryni —infirió Morgan—. Tenéis que serlo, para hacer todas estas cosas, para ir y venir de ese modo. —El hombre lo observaba con cierto aire divertido, mientras Morgan se aventuraba a seguir especulando—. Pero nadie sabe que sois deryni… os habéis estado ocultando, como Duncan, durante todo estos años. Y no podéis dejar que nadie lo sepa.
—Si te gusta así…
Morgan frunció el ceño y lanzó una mirada hacia Duncan. Comprendió que el hombre estaba jugando con él, pero el sacerdote meneó la cabeza ligeramente.
—El peligro del que habláis —dijo Duncan, acercándose para poder verlo mejor— y esos enemigos deryni que habéis mencionado… ¿Quiénes son?
—Lo siento, pero no puedo decíroslo.
—¿No nos lo podéis decir? —comenzó Morgan.
—No puedo deciros lo que no sé —lo interrumpió el desconocido, imponiendo silencio con una mano—. Lo que sí puedo comunicaros es lo siguiente: aquellos cuya tarea consiste en conocer estas cosas han llegado a la conclusión de que poseéis los mismos poderes deryni que otros de la más pura estirpe… y algunas otras facultades que ni siquiera ellos han podido experimentar.
Los dos quedaron boquiabiertos, incrédulos, mientras el hombre regresaba a la puerta iluminada por el sol y se volvía a colocar la caperuza.
—Recordad, sin embargo, que, más allá de la verdad de esta suposición, hay quienes desean poneros a prueba para averiguarlo y que os retarían a duelo arcano para descubrir hasta dónde llegan vuestros poderes. —Se volvió apenas, para mirarlos por última vez—. Pensadlo, amigos. Y tened la precaución de que no os encuentren antes de que podáis ejercer vuestras facultades con seguridad… sean cuales fueren…
El hombre les dirigió una breve reverencia y caminó hasta donde pacían los caballos. Los animales parecieron no advertir su proximidad y, mientras Morgan y Duncan iban hacia la puerta para observarlo, él levantó una mano en señal de bendición, rodeó a los caballos por detrás y… desapareció. Ahogando una imprecación, Morgan corrió hacia las bestias y buscó con frenesí algún indicio del hombre, pero no pudo hallar nada. Duncan permaneció en la puerta varios segundos, con los ojos azules posados en algún recuerdo distante, y, tras atravesar el umbral, acarició a uno de los corceles que mordisqueaban la hierba.
—No lo encontrarás, Alaric —dijo serenamente—. Como me sucedió a mí cuando desapareció en el camino a Coroth unos meses atrás. —Miró al suelo y meneó la cabeza—. No habrá huellas ni pisadas que delaten su paso. Es como si nunca hubiera estado aquí. Tal vez nunca estuvo.
Morgan se volvió para mirar a su primo y fue a examinar el polvo que cubría el suelo a la altura de la puerta. Podría haber quedado alguna pisada pero, si así había sido, la alocada carrera de Morgan y de Duncan, con sus pesadas botas, destruyó toda huella. Sobre la hierba, sin ninguna duda, no se veían señales de su paso.
—Enemigos deryni… —murmuró Morgan, mientras regresaba donde su primo—. ¿Comprendes lo que eso significa?
Duncan asintió.
—Significa que hay muchos más deryni de los que soñamos siquiera; deryni que conocen su identidad y que saben cómo usar plenamente sus poderes.
—Y no imaginamos quiénes puedan ser, fuera de Kelson y de Wencit de Torenth —murmuró Morgan, pasándose distraídamente una mano por la rubia cabellera—. ¡Por todos los santos, Duncan! ¿En qué nos hemos metido?
A medida que el día continuara su curso, los dos llegarían a saberlo un poco mejor.
Varias horas después, Morgan y Duncan conducían sus caballos hacia un espeso matorral en las afueras de Dhassa.
Tiraron de las riendas y se dispusieron a escuchar. Con barba, salpicados de lodo y sobre animales ordinarios de dudosa raza, no habían suscitado sospechas de los viajeros que cruzaban por el camino transitado. Habían dejado atrás granjeros, soldados y mercaderes con carretas atiborradas y, en una ocasión, hasta a un par de mensajeros con el emblema del obispado de Dhassa.
Pero nadie los había detenido. En ese momento, recorrían el último tramo hasta el valle que limitaba con Dhassa por un sendero momentáneamente desierto. Más allá del promontorio que tenían por delante estaban el valle y el templo de San Torin. Ambos hombres recordaron con rostros graves la última vez que habían estado allí.
San Torin era el patrono de Dhassa. La costumbre establecía que todo aquel que se acercara a la ciudad por el sur, como Morgan y Duncan, debía detenerse primero y rendir homenaje al protector de la ciudad, antes de poder cruzar el lago hasta el portal de la ciudad. En días pasados —hacía tres meses, para ser precisos—, cerca del lago había existido un templo centenario, construido íntegramente con madera de la región. Allí, luego de entrar en el templo, solo y sin armas (y tras ofrendar su óbolo respectivo), el piadoso viajero recibía un emblema de peltre para llevar en el sombrero, que lo señalaba como peregrino. Así, lograba que los boteros lo transportaran a través del lago hasta la ciudad. Sin el emblema nadie conseguía ser cruzado, pues los boteros no se dejaban sobornar. De este modo, los viajeros que querían entrar a la ciudad por el sur (y evitarse así un viaje de dos días hasta la puerta norte, por donde la entrada era libre) ofrecían sus respetos a San Torin. Para la mayoría, el tiempo ganado bien valía una oración.
Pero el precio que Morgan y Duncan habían pagado tres meses atrás resultó mucho mayor y nunca pudieron llegar a Dhassa. Cuando Morgan entró en el templo, fue víctima de una emboscada: allí donde forzosamente debía posar la mano, lo aguardaba una aguja traicionera, embebida en la droga merasha, que enturbia las facultades y la mente de los deryni.
Cayó en la trampa y la ponzoña surtió su efecto. Cuando despertó, impotente y confuso, se encontró prisionero del rebelde Warin de Grey y de uno de los servidores de los arzobispos. La oportuna intervención de Duncan fue lo único que salvó a Morgan de una muerte lenta y terrorífica.
El rescate también había tenido un precio. En el curso de la lucha que sucedió tras la aparición de Duncan, éste se vio obligado a revelar su identidad deryni y a emplear la magia prohibida para que pudieran escapar. Durante la huida del templo, mancillado de sangre y muerte, varias teas caídas encendieron voraces llamas que convirtieron la estructura de madera en un infierno furioso. Este acontecimiento, sumado a los actos anteriores al incendio, provocó la ola de anatemas que había cubierto a los dos primos deryni. En ese momento se acercaban a la ciudad con la esperanza de expiar esas faltas, si alguna vez lograban penetrar en el refugio de la sede clerical.
Los hombres permanecieron largo rato de silencio, sentados sobre los caballos en la espesura, escuchando, olisqueando el aire. Luego, tranquilamente, descendieron de los animales. Habían visto que un humo azul se elevaba más allá del risco en el calor del mediodía: el humo de numerosos fogones. Mientras escuchaban y extendían los sentidos para indagar el viento, percibieron la presencia de animales sujetos, el murmullo de voces en el valle y el aroma penetrante de la madera ahumada en el aire inmóvil de la primavera.
Con un suspiro de resignación, Morgan miró a su primo y lanzó una sonrisa triste. Ató su caballo y comenzó a ascender la ladera rumbo al borde del promontorio. El risco estaba tapizado de una frondosa vegetación forestal que, al aproximarse a la cresta, se convertía en un manto de arbustos y altas hierbas. Atravesaron los últimos metros, arrastrándose sobre rodillas y manos y, a medida que se acercaron al final, fueron reptando con el vientre casi contra el suelo. Parpadeando como lagartijas bajo el sol cegador, alzaron la cabeza con sigilo para atisbar hacia abajo.
El valle hervía de soldados. Hasta donde llegaba la vista al sur y hacia la pared este del valle, se veían tiendas y pabellones rodeados de hombres armados, fogones, forjas, piquetes de caballos atados y rebaños de animales de faena. El valle estaba cubierto de una considerable vegetación, pero los árboles ocultaban poco a los dos espías que oteaban desde arriba. De las tiendas más ornamentadas, asomaban mástiles improvisados con banderas heráldicas, cuyos emblemas refulgían y temblaban bajo el sol del mediodía. Muchos de los escudos eran desconocidos y extraños. Ocasionales banderas violeta y oro o suntuosos pendones púrpura sobre los habituales estandartes de batalla anunciaban que se trataba de un ejército episcopal. A juzgar por el estado del campamento, llevaban largo tiempo allí y, según todos los indicios, parecían dispuestos a seguir esperando.
Mientras Morgan contenía un suspiro de aflicción, Duncan le propinó un codazo y señaló hacia la izquierda con el mentón. Morgan alcanzó a distinguir el sitio donde meses atrás se había erigido el templo de San Torin. En el lugar de la iglesia quedaba un hoyo ennegrecido, un revoltijo chamuscado de vigas y paredes derruidas. Nada más quedaba del otrora célebre centro de peregrinaje. En el sitio, se observaba un movimiento de soldados que iban y venían: despejaban escombros, cavaban entre las ruinas y cortaban nuevas vigas de madera. Al parecer, los obispos habían destinado parte del ejército a la reconstrucción del templo de San Torin, mientras aguardaban la orden de marchar a la guerra.
Morgan meneó la cabeza, pesaroso, y retrocedió unos metros hasta poder ponerse de pie sin peligro. Comenzó a descender la ladera. Cuando llegaron a la seguridad relativa de sus caballos, Morgan dejó caer un brazo sobre la silla de montar y lanzó una mirada atenta al rostro de Duncan.
—Ni soñar con que podamos cruzar por entre un ejército episcopal —dijo en voz baja—. ¿Alguna alternativa?
Duncan jugueteó con la correa de un estribo y frunció el ceño.
—Es difícil de decir… Aparentemente, no exigen que los visitantes peregrinen por el templo, pues ya no lo hay. Pero dudo que dejen cruzar el lago rumbo a Dhassa a cualquiera.
—Hum… Sería bueno saberlo…
Morgan se rascó la barba con el índice, pensativo, e hizo una mueca.
—¿Y si tratáramos de pasar de incógnito? —sugirió Duncan tras una pausa—. Con estos ropajes y con la barba, dudo que alguien nos reconozca. Ya viste que esta mañana, por el camino, nadie reparó en nosotros. Si piensas que sería muy osado hacerlo durante el día, podríamos robar un bote esta noche.
Morgan meneó la cabeza.
—No podemos correr el más mínimo riesgo. Debemos llegar hasta los arzobispos. Si nos capturaran antes y tuviéramos que escapar valiéndonos de nuestros poderes, jamás podríamos convencer a los obispos de nuestra sinceridad.
—Entonces, ¿qué sugieres? Cabalgar dos días hasta la entrada del norte? No tenernos tanto tiempo.
—No. Debe de haber otra forma —Morgan se detuvo—. Lástima que no haya un Portal de Trasferencia por aquí, ¿verdad? Me pregunto cómo los construirían los antiguos…
Duncan lanzó una risita desdeñosa.
—¡Da lo mismo que te preguntes por qué no podemos volar! Pero lo que podríamos hacer, mientras buscamos una solución, es hablar con algunos pobladores locales y descubrir cuál es la verdadera situación en el valle. En el peor de los casos, siempre podemos encontrar otro emblema de Torin y tratar de cruzar a plena luz del día. Como verás, yo sigo teniendo el mío.
Ante el asombro de Morgan, Duncan extrajo el objeto en cuestión del bolsillo de su faja y lo enganchó en el frente del gorro. Morgan lo miró y, en silencio, agradeció la previsión de su primo. Y, mientras pensaba en la última sugerencia, asintió lentamente. En minutos, ambos se encontraron marchando hacia la vera del camino para escoger un informante adecuado.
No tuvieron que esperar mucho. Tras dejar que una caravana de animales cargados siguiera de largo con sus custodios, la espera se vio recompensada por la aparición de un hombre grueso y calvo, con atuendo de escribiente. Al pasar por delante del sitio donde los dos acechaban, el hombre se enjugó el rostro sudoroso con la manga del traje y, como no había nadie más en el camino y no disponían de mucho tiempo, Duncan miró por última vez a su primo y salió al encuentro del hombre, haciendo un gesto de saludo.
—Buenos días, señor escribiente —dijo con cortesía. Se quitó la gorra de cuero de la cabeza y sonrió graciosamente, mostrando el emblema de Torin—. ¿Podría decirme de quién es el ejército que se encuentra apostado en el valle?
La súbita aparición de Duncan sobresaltó al hombre. Cuando retrocedió, con los ojos abiertos de sorpresa, se topó con Morgan, quien le cubrió la boca con una mano.
—Tranquilo, amigo —murmuró Morgan, y puso en juego sus poderes cuando el otro se debatió—. Camine hacia atrás y no oponga resistencia. No le haremos daño.
El hombre obedeció tembloroso, mientras los ojos adquirían un brillo vidrioso, y Morgan lo arrastró hacia la espesura, hasta que quedaron lejos del camino. Cuando llegaron a un sitio conveniente, Duncan posó las yemas de los dedos sobre las sienes del desconocido y murmuró las palabras que sellarían el trance. El hombre parpadeó, cayó en brazos de Morgan y Duncan sonrió con tristeza. Lo dejaron en el suelo y lo reclinaron contra un tronco. Mientras Duncan aseguraba el control del individuo, Morgan se puso en cuclillas.
—Fue demasiado fácil —musitó Duncan, con cierto brillo en los ojos—. Casi me siento culpable.
—Veamos si puede decirnos algo útil antes de que te sigas jactando —dijo Morgan, y posó los dedos sobre la frente del hombre—. ¿Cómo te llamas, amigo? Vamos, no te ha sucedido nada. Puedes abrir los ojos.
El hombre parpadeó y miró a Morgan con cierta sorpresa.
—Pues soy maese Thierry, señor. Escribiente de la casa de lord Martin de Greystoke.
Los ojos, grandes e inexpresivos, no mostraban temor bajo los efectos del trance deryni.
—Y ésas, reunidas en el valle, ¿son las tropas del obispo ¿Cardiel?
—Sí, señor. Llevan más de dos meses aguardando órdenes del rey. Se dice que su joven Majestad pronto llegará a Dhassa para ser absuelto del temible mal que ha caído sobre él.
—¿Temible mal? —lo interrogó Morgan—. ¿Qué clase de temible mal?
—Los poderes deryni, señor. Y dicen que ha albergado al atroz duque Alaric de Corwyn y a su primo, el sacerdote herético, cuando todos saben que los dos fueron excomulgados en abril, durante la congregación de los obispos…
—Ah, sí, sabemos algo de eso… —dijo Duncan con inquietud—. Pero dime, Thierry, ¿cómo se puede entrar en la ciudad? ¿La gente tiene que seguir rindiendo homenaje a San Torin?
—Ah, sí. Hay que honrar a San Torin, señor. Usted lleva el emblema y tendría que saberlo. Las prendas de peregrinaje se entregan cerca de donde estaba la antigua capilla. Los que la incendiaron son unos villanos incorregibles. El duque Al…
—¿Quién custodia los botes? —lo interrumpió Morgan, impaciente—. ¿Se los puede sobornar? ¿Qué clase de guardia hay en los embarcaderos?
—¿Sobornarles, señor? Los boteros de San…
—Tranquilo, Thierry —le calmó Duncan. Tocó la frente del hombre para ejercer control sobre él—. ¿Es posible que dos hombres crucen el lago sin ser detenidos en el fondeadero?
Thierry se había desplomado contra el árbol ante el contacto de Duncan, pero se repuso enseguida para proseguir su relato desprovisto de emoción.
—No, señor. Los guardias tienen orden de registrar a todos los visitantes y de detener a aquellos que parezcan sospechosos. —Se detuvo con aire pensativo—. Debo decir que vosotros parecéis sospechosos, caballeros.
—No me digas —murmuró Morgan por lo bajo.
—¿Perdón, señor?
—Pregunté si había otra forma de llegar a Dhassa, que no sea a través del lago.
Thierry no conocía ninguna. Ni los tres viajeros siguientes a quienes Morgan y Duncan interrogaron y dejaron durmiendo bajo los árboles. Por suerte, su quinto informante, un maestro remendón de cabello cano, les resultó mucho más útil. Su respuesta a la fatal pregunta comenzó del mismo modo que en los casos anteriores, sólo que esta vez terminó de otra forma.
—¿Y conoce otra forma de llegar a la ciudad que no sea cruzando el lago? —preguntó Morgan pacientemente, sin soñar que podría recibir una respuesta afirmativa.
—No, señor. Hubo una, pero de esto ya pasaron veinte años.
—¿Hubo una? —musitó Duncan. Se irguió y miró rápidamente hacia su primo.
—Sí. Hay una senda que corre a través del paso alto, rumbo al norte —dijo el hombre, tranquilamente—. Pero, cuando yo era joven, fue arrasada por los deshielos. Por fortuna. Pues con ella las almas impías podrían llegar a la ciudad santa sin rendir homenaje al patrono San Torin. Eso, desde luego, sería…
—Impensable, por supuesto —convino Morgan, y se aproximó para mirarlo más de cerca—. Ahora, Dawkin, dime: ¿dónde está esa senda? ¿Cómo podemos llegar a ella?
—Ah, no se puede pasar. Se lo he dicho, fue arrasada por las aguas. Si uno quiere entrar en Dhassa, debe tomar un bote; a menos que prefiera cabalgar hasta la puerta del norte.
—No. Lo intentaremos por esta senda —dijo Morgan, sonriendo—. Ahora, dinos dónde está.
—Cómo no… —El hombre se encogió de hombros—. Id al camino y seguidlo durante casi un kilómetro y allí se abrirá una senda que va hacia el norte. Después de unos doscientos metros, la senda entra en un desfiladero que se abre al norte y al oeste. Hay que tomar la que va al norte, pues la del oeste conduce a la aldea de Garwode. Y, después de eso, os encontraréis en la vieja senda.
—Nos has sido de gran ayuda, Dawkin —sonrió Morgan, y asintió en dirección a Duncan.
—Pero no les servirá de nada —siguió farfullando el hombre, mientras Duncan se inclinaba hacia él—. La senda fue arrasada por las aguas y…
Cuando Duncan le aplicó sus poderes, la voz del remendón se perdió en un murmullo y el hombre se hundió en un sueño poblado de ronquidos. Duncan se puso de pie, sonriente, y miró al hombre. Luego, tras pensarlo mejor, le quitó de la camisa el emblema de Torin. Se lo tendió a Morgan, con una sonrisa picara, cuando regresaban donde los caballos y Morgan lo lustró contra la manga antes de fijarlo al sombrero. El peltre hurtado brilló con un tinte tibio y plateado bajo el sol que filtraban las hojas. Montaron en los animales.
—Recuérdame que ofrezca una oración especial en agradecimiento a maese Dawkin la próxima vez que visitemos el templo de San Torin en circunstancias normales, Duncan.
—Lo haré, la próxima vez que visitemos el templo en circunstancias normales…
Una hora más tarde, los dos jinetes se encontraban ascendiendo por las paredes rocosas que delimitaban el lago Jashan y la ciudad de Dhassa desde las planicies onduladas del oeste. Después de tomar la bifurcación que Dawkin había descrito, descendieron por una suave ladera y llegaron a un prado de hierba verde. Un puñado de ovejas y de cabras maltrechas mordisqueaba los pastos con gusto, sin prestar mucha atención a los jinetes. Apenas observaron a los caballos con cautela unos minutos. A Duncan y a Morgan les había llevado un tiempo situar la senda que partía del lado exterior del prado, pero, al fin, tras encontrarla, los dos se aventuraron a recorrerla.
Era poco más que una huella y, obviamente, no muy transitada. La hierba tierna y verde que había crecido en los días recientes casi no había sido pisoteada. En cada asomo de tierra que dividía la roca, brotaba una caótica profusión de florecillas silvestres. Pero la senda se hacía más difícil a cada paso, a medida que la pendiente se tornaba escarpada y el suelo, menos firme. Los caballos aún podían pisar sin demasiados traspiés, pero, unos metros más arriba, comenzaba a escucharse el rumor de una corriente de agua. Morgan, quien iba por delante, se mordió el labio al reconocer el sonido, y se volvió para mirar a Duncan.
—¿Oíste eso?
—Parece ser una cascada. ¿Qué apuestas a que…?
—No lo digas —lo detuvo Morgan—. Estaba pensando en lo mismo.
El sonido del agua se volvió más intenso y, al doblar la siguiente curva que les deparó la senda, no se sorprendieron al descubrir que un riacho de considerable caudal obstruía su paso. A la izquierda, una cascada rugía por la ladera de la montaña y formaba un torrente veloz que desaparecía en el bosque, a la derecha, en dirección al lago Jashan. Parecía no haber modo de rodearlo.
—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí? —Morgan tiró de las riendas para examinar el curso de agua.
Duncan detuvo el caballo al lado de Morgan y estudió la cascada, con desolación.
—En caso de que pidas una respuesta, eso se llama cascada. ¿Alguna idea brillante?
—Me temo que, brillante, ninguna —Morgan avanzó por la orilla unos metros para observar el curso de la corriente—. ¿Qué profundidad crees que tendrá?
—Hum… De tres a cinco metros, supongo. De todos modos, es demasiado honda para nosotros. Los caballos nunca podrían cruzar por semejante corriente.
—Sí. Probablemente tienes razón —dijo Morgan.
Volvió a tirar de las riendas y se volvió sobre la silla de montar para recorrer la catarata con la vista, hacia arriba.
—¿Y si subimos por la cascada? Podríamos cruzar, aunque los caballos no pudieran.
—Vale la pena intentarlo.
Duncan pasó una pierna por encima de la silla y saltó al suelo. Se echó el manto de cuero sobre los hombros y soltó las riendas del animal. Comenzó a trepar por un sendero relativamente fácil hacia la cascada, mientras Morgan desmontaba, aseguraba el caballo y se disponía a seguirlo.
Ya habían subido unos dos tercios de la ladera del risco cuando Duncan se detuvo momentáneamente y se encaramó para tender una mano a Morgan. Se encontraron en una cornisa que les pareció normal en principio, pero, tras observar atentamente, vieron que se abría una profunda fisura vertical sobre la piedra, de más de tres metros de altura, y que se perdía en la bruma de la cascada estruendosa. Dieron varios pasos traicioneros hasta poder llegar a un punto desde el cual les fue posible escudriñar en el interior.
Era una grieta estrecha. En la entrada no tendría más de cinco pies pero, desde donde estaban, no se veía la pared trasera, perdida en las sombras. Los muros laterales, hasta donde eran capaces de ver, se encontraban cubiertos de un rico tapiz de musgo y liqúenes. El terciopelo perfecto sólo era interrumpido por una rara mancha de topacio o rubí. Sobre el suelo de la grieta, que se extendía un metro por encima de la cornisa, corría un delgado hilo de agua helada que surgía de una raja en la roca desnuda. El agua era tan fría que, allí donde el sol conseguía golpearla, el aire se condensaba en una bruma temblorosa.
Morgan y Duncan contemplaron con asombro el vapor serpenteante durante unos segundos. No se atrevían a quebrar el etéreo hechizo que el sitio había creado. Entonces, Duncan suspiró y la magia se deshizo. Juntos, escudriñaron en la rendija.
—¿Qué piensas? —susurró Morgan—. ¿Podría llegar hasta el otro lado?
Duncan se encogió de hombros y se acercó cautelosamente para inspeccionarla más de cerca pero, tras una mirada de rigor, meneó la cabeza y comenzó a salir. Morgan tendió una mano para ayudarlo y, al erguirse nuevamente, Duncan volvió a mover la cabeza con resignación.
—Sólo se interna un metro. Veamos qué hay en la cima.
Las perspectivas no eran mejores que abajo. El agua corría deprisa y trastabillaba sobre rocas gastadas y enormes peñascos en el lecho de la corriente. No era muy profunda, quizá allí pasase unos centímetros del metro apenas, pero el cauce parecía traicionero. Un paso en falso podría arrastrar a un hombre por debajo y arrojarlo por la cascada a las rocas que dormían debajo. Un poco más arriba, el torrente se tornaba más violento; había bancos cortados a pico a cada lado y no quedaba espacio suficiente ni para que un hombre posara los pies a nivel del agua ni para que cruzase. Quizás aguas abajo, tras descender la cascada, pudieran encontrar algún otro modo de atravesar la corriente.
Con una rápida mueca de desencanto, Morgan inició el descenso por la ladera del acantilado. Duncan se dispuso a seguir, por encima de él, pero, no bien Morgan comenzó a bajar, Duncan miró hacia abajo y se detuvo, inmóvil. Alarmado, tocó el hombro de su primo.
—Alaric —murmuró, aplastando el cuerpo contra la roca y deteniendo a Morgan con un gesto de advertencia—. No te muevas. ¡Despacio, vuélvete y mira lo que hay atrás!