XXII

Arco y lanza manejarán, serán crueles y no tendrán compasión, su voz sonará como la mar y montarán sobre caballos, en formación, como hombre en combate, contra ti…

Jeremías, 50:42

—Conque tú eres Kelson Haldane.

Wencit hablaba con voz suave, culta, y con modales avasalladoramente confiados. Kelson lo odió en ese mismo instante.

—Me alegra que podamos discutir de un modo civilizado el asunto que nos convoca, como dos adultos… —prosiguió Wencit, mirando a Kelson de arriba abajo, con desdén, y agregó—: O casi adultos.

Kelson no se permitió el lujo de responder con la insolencia que deseaba. En cambio, le devolvió palmo a palmo la mirada cuidadosamente estudiada de Wencit, y sus ojos grises absorbieron y confiaron a la memoria cada detalle del deryni pelirrojo y esbelto al que llamaban Wencit de Torenth.

Wencit montaba su gallardo corcel dorado como si hubiera nacido sobre la silla. Sus manos enguantadas sostenían ligeramente las riendas anchas de terciopelo, adornadas con detalles en oro.

En el ronzal de la brida, aleteaba una pluma de color púrpura, que la brisa mecía cada vez que el dorado corcel sacudía la cabeza y resoplaba hacia el negro caballo de Kelson.

Vestía un atuendo de oro y púrpura. Salvo la cabeza, cada parre de su cuerpo iba envuelta en una malla de acero, bañada en oro y cubierta por la capa de suntuoso brocado oro y escarlata que caía desde el collar de oro tachonado de alhajas. Las muñequeras, engastadas de joyas, terminaban en el borde de sus guantes de cabritilla, finamente repujados y el sobretodo, de tela de oro, iba sujeto por una pesada cadena que refulgía por delante del cuello. La corona, de exquisita orfebrería, era de oro, perlas y gemas de brillante colorido. Sobre cualquier otro hombre, el efecto habría sido ridículo, pero sobre Wencit era sobrecogedor. Casi sin quererlo, Kelson comenzó a sentir el influjo que lo subyugaba ante ese hombre resplandeciente, montado sobre el viril corcel de guerra. Se obligó a desembarazarse de la fascinación, sentándose con el torso más erguido y alzando la cabeza altanera. Dejó que sus ojos escrutaran a la compañía de Wencit: el burlón Rhydon, el hipócrita Lionel, el traidor Bran, que aún no se atrevía a mirarle de frente. Toda su atención se centró en Wencit, entonces. Clavó sus ojos de pedernal sobre el hechicero y no parpadeó ante el contacto.

—A juzgar por tus palabras, veo que te consideras un hombre civilizado —dijo Kelson, con cautela—. Por otro lado, la matanza brutal de cien prisioneros indefensos no parece haber sido calculada para demostrar el más mínimo grado de civilización.

—No, en efecto —convino Wencit con modos afables—. Pero sí para demostrar hasta dónde puedo ir, si es necesario, con tal de hacerte considerar la propuesta que voy a transmitirte.

—¿Propuesta? —Kelson rió con desdén—. Supongo que no me supondrás dispuesto a negociar contigo tras la brutalidad que acabamos de presenciar. ¿Por qué clase de necio me tomas?

—Ah, por un necio, no… —se rió Wencit—. Tampoco soy tan insensato para subestimar la amenaza que representas, aunque todos sabemos que vas a pelear contra quienes te superan. Es casi una lástima que tengas que morir.

—Hasta que eso sea un hecho consumado, sugiero que tus palabras se dirijan a otras cuestiones. Di lo que tengas que decir, Wencit. Las horas pasan.

Wencit sonrió y se inclinó ligeramente en la silla.

—Dime, ¿cómo se encuentra mi joven amigo Derry?

—¿Cómo tendría que estar?

Wencit chasqueó la lengua, en son de reprobación, y meneó la cabeza.

—Vamos, Kelson, concédeme cierta inteligencia. ¿Por qué iba a ordenar la muerte de Derry? Era la prenda por la cual pensaba trocar la familia de lord Bran. Te aseguro que los arqueros actuaron sin esperar mis órdenes y que han sido castigados por ello. ¿Derry vive?

—Eso no es de tu incumbencia —respondió Kelson, con parquedad.

—En tal caso, vive. Esto está bien. —Wencit asintió, sonrió apenas y se miró ios guantes, antes de volver a posar su mirada sobre el joven rey—. En fin, he venido a decirte lo siguiente: en lo que a mí respecta, no es necesaria una contienda entre nuestros ejércitos. Podemos zanjar nuestras diferencias sin que por ello deban morir tantos hombres a mansalva.

Kelson entrecerró los ojos, suspicaz:

—¿Y qué alternativa tienes pensada?

—Un combate personal. O, mejor dicho, un combate personal pero en grupo: un duelo a muerte por magia. Deryni contra deryni: yo, Rhydon, Lionel y Bran contra ti y otros tres que quieras designar. Supongo que tu elección lógica sería Morgan, McLain y, quizá, tu tío real, pero, desde luego, eres libre de escoger a quienes te parezca. En otros tiempos, se solía llamar reto arcano a este combate.

Kelson lanzó un suspiro desdeñoso y miró a Morgan, a Arilan, a Duncan… La propuesta de Wencit lo inquietaba; la idea del duelo arcano lo inundaba de temor. Debía de haber alguna treta implícita y era imperativo que descubriera de qué se trataba.

—Tu ventaja en semejante contienda es obvia: tú y los tuyos sois deryni instruidos en el uso de vuestros poderes; la mayoría de nosotros no lo es. Y, así y todo, pese a tus ventajas, no deja de asombrarme que un hombre como tú arriesgue tanto en una batalla. ¿Qué omites decirme?

—¿Me crees capaz de subterfugios? —preguntó Wencit, enarcando una ceja con fingida sorpresa—. Bien, quizá tengas razón. Pero había pensado que las otras ventajas de este método eran lo bastante evidentes: si nuestros ejércitos se enzarzan en combate aquí, será destruida la flor y nata de nuestra nobleza. ¿De qué me sirve un reino muerto, un reino habitado sólo por mujeres, ancianos y niños?

Kelson clavó sus ojos en los del enemigo.

—No tengo más deseos que tú de perder mis mejores hombres en la batalla. Si hoy libramos combate, las consecuencias perdurarán durante toda una generación. Pero no puedo fiarme de ti, Wencit. Aunque hoy te derrote, ¿quién sabe qué nos traerá la primavera siguiente? ¿Quién…?

Wencit echó la cabeza, atlas y lanzó una carcajada. Sus compañeros se sumaron con risas burlonas. Kelson se revolvió incómodo en la silla, pues no creía haber dicho nada particularmente gracioso. Pero, al mirar a Morgan, advirtió que el general sí lo sabía. Iba a hablar cuando Wencit, de pronto, dejó de reír e hizo avanzar su corcel unos pasos.

—Perdóname, joven príncipe, pero tu ingenuidad es conmovedora. He propuesto una cuádruple batalla a muerte. En tales circunstancias, los perdedores no estarían en condiciones de representar peligro alguno para los victoriosos; a menos, claro, que creas que se puede regresar de la tumba.

Kelson lanzó un resoplido desdeñoso; había escuchado cosas aún más extrañas de Wencit a lo largo de los años. Pero se obligó a apartar la idea de su mente y a pensar en lo que su contrincante acababa de proponer: un combate a muerte, por medio de magia. Aparentemente, su vacilación no le sentó bien a Wencit, pues el monarca resplandeciente frunció el ceño y se acercó hasta coger las riendas de Kelson con sus manos enguantadas.

—Por si no lo has notado, soy un hombre impaciente, Kelson. No me agrada que haya interferencias en mis planes. Si piensas rechazar mi propuesta, sugiero que te deshagas de la idea ahora mismo. Te recuerdo que conservo aún en mi poder unos mil hombres de tus fuerzas, cautivos. Y hay maneras mucho más atroces de morir que la horca.

—¿Y cómo se supone que debo interpretar tus palabras? —murmuró Kelson con voz glacial.

—Si no aceptas mi reto, lo que viste en esta última hora no será nada. A menos que tu palabra lo impida, cuando caiga el sol haré despedazar a doscientos de tus hombres delante de tu ejército. Y, cuando salga la luna, doscientos más serán empalados vivos y abandonados allí hasta que mueran. Si quieres salvarlos, no te aconsejo más retrasos.

Cuando Wencit describió la suerte que pensaba deparar a sus prisioneros, Kelson creyó desfallecer. Quitó las riendas de manos de Wencit con fuerza y le lanzó una mirada mortífera. El rey enemigo retrocedió unos pasos con aire indiferente. Kelson habría ido tras él, si Morgan no hubiera interpuesto su caballo por delante para detenerlo con una mano. Kelson miró a Morgan con furia y se dispuso a ordenarle que se retirara, pero algo en los ojos de Morgan lo hizo vacilar. Morgan escrutó la mirada diabólica de Wencit, con aire helado como la bruma de la medianoche.

—Tratas de obligarnos a tomar una decisión apresurada —manifestó con voz grave—. Quiero saber por qué. ¿Por qué es tan importante que aceptemos el desafío según los términos que nos impones? —Se detuvo un segundo apenas—. ¿O hay alguna treta de por medio?

Wencit volvió la cabeza hacia Morgan para mirarlo de frente, irritado por que Morgan hubiese osado interrumpir su diálogo con Kelson. Paseó la vista con desdén sobre la figura del general y habló con un dejo burlón.

—Ah, Morgan, tienes mucho que aprender de los deryni, por mucho que sostengas pertenecer a nuestro linaje. Si sobrevives, descubrirás que hay antiguos códigos de honor referidos a nuestros poderes que ni siquiera yo me atrevería a transgredir a sabiendas. —Volvió a mirar a Kelson—. Te he ofrecido un duelo formal según las leyes establecidas por el Consejo Camberiano hace más de dos siglos, Kelson. Hay leyes mucho más pretéritas, que también yo debo obedecer. He solicitado y recibido permiso del Consejo para librar este duelo con vosotros según los términos que he señalado, con la presencia de los arbitros del Consejo. Te aseguro que no podría haber traición de por medio con semejante mediación rectora.

Consternado, Kelson frunció las cejas.

—¿El Consejo Camberiano…?

Arilan lo interrumpió en mitad de la frase y habló por primera vez.

—Señor, perdonaréis mi intrusión, mas Su Majestad no está preparado para responder a un desafío como el que hoy acabáis de proponer. Comprenderéis que deba tomarse su tiempo para consultar con sus consejeros, antes de dar una respuesta definitiva. Si acepta, las vidas y las fortunas de miles de hombres dependerán del talento de sólo cuatro individuos. Convendréis conmigo en que no es una decisión que pueda tomarse a la ligera.

Wencit se volvió para estudiar a Arilan como si fuera algún insecto molesto.

—Si el rey de Gwynedd se siente incapaz de tomar una decisión sin consultar con sus subalternos, obispo, es su debilidad, no la mía. Sin embargo, mi advertencia subsiste. Kelson, si no obtengo la decisión que busco para cuando se ponga el sol, doscientos de tus hombres morirán despedazados y descuartizados allí mismo, y doscientos más serán empalados en vida cuando asome la luna. Y las medidas continuarán hasta que hayan muerto todos los prisioneros. Luego, tomaré otras aún más severas. Será mejor que no me provoques tanto…

Entonces, Wencit hizo retroceder su caballo unos pocos pasos más, con toda precisión lo hizo girar sobre las patas traseras y avanzó, dejando atónito a Kelson como testigo de su partida.

Kelson estaba furioso: con Arilan, por haberlo interrumpido; con Morgan, por haber provocado a Wencit; consigo, por su falta de decisión. No se permitió hablar hasta que llegaron a sus propias filas y desmontaron ante el pabellón real.

Ordenó que las tropas descansaran, pues, obviamente, no habría combate hasta la mañana, al menos, e indicó a los tres integrantes de su compañía que lo siguiesen a la tienda. Decidió ocuparse primero del obispo, ya que era a quien tenía más cerca, pero al entrar en el pabellón encontraron a una docena de hombres acuclillados alrededor de una forma rígida tendida sobre un camastro, a la izquierda de la recámara. Teñido de sangre, Warin inclinaba el torso sobre el cuerpo de Derry, mientras Conall, el hijo de Nigel, sostenía una tina de agua enrojecida y miraba con rostro estupefacto al otrora cabecilla rebelde. Warin se restregó las manos en un trapo húmedo. Derry tenía los ojos cerrados y la cabeza se mecía de izquierda a derecha, como si fuera presa de algún dolor. En el suelo, a su lado, había una punta de flecha astillada. Cuando Kelson y el obispo entraron, seguidos por Morgan y Duncan, Warin levantó la vista y los saludó con la cabeza. Estaba exhausto, pero en sus ojos había una nota de triunfo.

—Tendría que estar bien, Majestad. Le saqué la flecha y curé la herida. Pero sigue febril. Morgan, ha estado llamándote. Quizá quieras echar una mirada.

Morgan fue rápidamente hacia Derry y se dejó caer sobre una rodilla, antes de posar una mano en la frente del joven. Los ojos de Derry se abrieron ante el contacto y, por un instante, permanecieron vueltos hacia arriba. Entonces, inclinó la cabeza para mirar a Morgan y una sombra de miedo cruzó por sus ojos. —Tranquilo… —murmuró Morgan—. Estás a salvo.

—Morgan. Estás bien… Entonces, no me…

Se interrumpió, mudo, un instante, como si recordara algo terrorífico, y su cuerpo comenzó a sacudirse en convulsiones, mientras la cabeza le bamboleaba con violencia. Morgan frunció el ceño y llevó las yemas de los dedos a las sienes de Derry, para serenarlo con sus poderes, mas encontró en él una resistencia que Morgan nunca había visto antes en su amigo.

—Relájate, Derry. Lo peor ya pasó. Descansa. Cuando duermas te sentirás mejor.

—¡No! ¡No debo dormir!

El pensamiento parecía bastar para encender a Derry, que comenzó a sacudir la cabeza de lado a lado. A Morgan le fue casi imposible mantener el contacto. Los ojos de Derry brillaban con terror animal, desprovistos de toda razón, y Morgan comprendió que tendría que hacer algo pronto o Derry moriría de extenuación.

—Relájate, Derry. ¡No luches contra mí! Todo está bien. Estás a salvo. ¡Duncan, ayúdame a sujetarlo!

—¡No! ¡No debes hacerme dormir! ¡No debes hacerlo! Derry se aferró del cuello de la túnica de Morgan y luchó por levantar la cabeza mientras Duncan se arrodillaba para sujetarle los brazos.

—¡Soltadme! No comprendéis… Ah, Dios, ayúdame, ¿qué voy a hacer?

—Vamos, Derry, tranquilo… —No, Morgan. No comprendes. Wencit… Los ojos de Derry adquirieron una expresión más extraviada, si acaso era posible; el joven alzó la cabeza y clavó la mirada enloquecida sobre el rostro de Morgan, mientras la mano derecha seguía entrelazándose desesperadamente en el manto de su amigo, pese a los esfuerzos de Duncan por apartarla.

—¡Morgan, escúchame! ¡Dicen que el diablo no existe, pero se equivocan! ¡Yo lo he visto! Tiene el cabello rojo y se hace llamar Wencit de Torenth, pero miente. ¡Es el diablo mismo! Me hizo… Me hizo…

—Ahora no, Derry. —Morgan meneó la cabeza y posó los hombres del joven sobre el camastro—. Por ahora, ya basta. Hablaremos de ello luego. Estás débil a causa de las heridas y de tu cautiverio. Debes descansar. Cuando despiertes, te sentirás mejor. Prometo que nada te sucederá. Confía en mí, Derry.

Morgan se obligó a ejercer más y más control sobre la voluntad debilitada de Derry. De pronto, el joven se hundió en el jergón, exánime, con los ojos cerrados y los músculos flojos. Morgan soltó el manto de los dedos de su amigo y, tras enderezarle la cabeza desencajada, le puso las manos sobre el torso. Conall, que seguía cerca, acuclillado, trajo un cobertor de piel, con el que Morgan cubrió el cuerpo de Derry. Estudió su cuerpo inmóvil durante varios segundos, como si quisiese cerciorarse de que dormía profundamente, y cambió una mirada de aflicción con Duncan antes de volverse al círculo de rostros ansiosos.

—Creo que estará bien cuando descanse, Majestad. Pero, por ahora, prefiero no pensar en lo que debe de haber pasado. —Sus ojos se oscurecieron y adquirieron una nota distante. Por lo bajo, agregó—: Pero Dios ayude a Wencit cuando lo descubra.

Se estremeció y el instante siniestro pasó. Se apartó un mechón de cabello rubio de los ojos y se puso de pie con un suspiro. Después de mirar a Derry, ya dormido, Duncan prefirió apartar la vista. Kelson estaba algo más aplacado y, mientras su mirada se paseaba de uno a otro, mecía el peso del cuerpo entre ambos pies. Por fin, preguntó en voz baja:

—¿Qué suponéis que pueda haberle hecho Wencit?

Morgan meneó la cabeza.

—Es difícil decirlo en este momento, príncipe. Luego lo sondearé más profundamente, si es propicio, pero de momento está demasiado exhausto. Se me opuso con todas sus fuerzas.

—Ya lo vi.

Kelson se miró las botas unos instantes y, luego, volvió a levantar la vista. Todos los ojos estaban puestos en él. De pronto, recordó cuál sería el próximo tema de discusión.

—Muy bien, caballeros. Por ahora no hay nada más que podamos hacer por Derry. Sugiero que nos ocupemos de los asuntos más urgentes. —Miró a Arilan e inclinó la cabeza—. Obispo Arilan, ¿qué podríais decirnos sobre este Con…?

Arilan meneó la cabeza, severamente. Se aclaró la garganta y miró a los vasallos de Warin, al joven Conall y a los pocos guardias. Kelson se detuvo en mitad de la frase. Asintió en silencio ligeramente, fue hasta Conall y le puso una mano en el hombro. Comprendió que Arilan no quería hablar de esta cuestión delante de personas ajenas.

—Gracias por tu ayuda, primo. ¿Quisieras enviar aquí a tu padre y al obispo Cardiel antes de regresar a tu puesto? Caballeros. .. —incluyó a los hombres de Warin y a los guardias en su gesto—, debo pediros que retornéis a vuestras tareas. Gracias por vuestra consideración.

Conall y los demás se inclinaron y fueron hasta la salida. Warin los vio partir y se enderezó como para retirarse tras ellos.

—Entiendo que debéis tratar asuntos privados, así que me marcharé, si eso preferís. No creáis que me ofendo —se apresuró a agregar.

Kelson miró a Arilan, pero el obispo meneó la cabeza.

—No, Warin. Vos tenéis derecho a estar presente, así como hemos llamado a Cardiel, quien acaso sea menos deryni que cualquiera de nosotros. Kelson, si no os importa, aguardaré a que vengan Nigel y Thomas para responder a vuestras preguntas. Así no tendré que repetirlo luego.

—Por supuesto.

El rey fue hasta su silla y se sentó. Tras desabrochar el manto, dejó que cayera por detrás del respaldo, se reclinó y estiró las largas piernas sobre al fina alfombra de Kheldish. Morgan y Duncan se sentaron en un par de sillas plegables, a la derecha de Kelson. El general dejó que su espada cayera a los pies, sobre la alfombra. Después de pensarlo un momento, Duncan hizo lo mismo y movió el taburete para dejar lugar a Warin, quien acomodó un almohadón para reclinarse contra el palo central de la tienda. Arilan permaneció de pie en el centro de la alfombra, sumido en el intrincado diseño que se extendía bajo sus pies.

Apenas miró a Cardiel cuando éste entró seguido de Nigel. Kelson tuvo que indicar a los recién llegados que se sentaran a su izquierda. Cuando todos terminaron de sentarse, Kelson miró a Arilan con aire expectante. Los ojos violáceos del obispo enfrentaron la mirada de Kelson, con aire ensimismado.

—¿Deseáis que resuma los hechos, Majestad?

—Por favor.

—Muy bien.

Arilan juntó las manos y se miró los pulgares durante varios segundos, con severidad. Luego, alzó la vista.

—Señores, Wencit de Torenth nos ha presentado un ultimátum. Su Majestad desea consultar con todos vosotros antes de responder. Si nuestra respuesta no se da a conocer antes de la puesta de sol, Wencit comenzará a descuartizar más rehenes.

—¡En nombre de Dios, ese hombre es un monstruo! —exclamó Nigel, irguiéndose con ira.

—Estamos de acuerdo —replicó Arilan—. Pero su ultimátum fue muy específico e inalterable. Ha retado a Kelson a batirse con él en duelo arcano. Él y tres de sus hombres, Rhydon, Lionel y Bran Coris, contra Kelson y otros tres que él designe. Creo innecesario deciros que dos de esos tres serán Morgan y Duncan. Lo que sorprenderá a algunos de vosotros es saber que el tercero seré yo.

Warin alzó la mirada, sobresaltado.

—Así es, Warin. Soy un deryni de pura estirpe.

Warin tragó saliva con dificultad, pero Nigel sólo asintió lentamente con la cabeza y enarcó una ceja.

—Habláis como si la aceptación de Kelson fuese un hecho consumado.

—Si Kelson no ha aceptado el reto para la hora del crepúsculo, doscientos rehenes serán descuartizados en el llano, delante de nuestro ejército. Y, si hay más demora aún, otros doscientos serán empalados vivos cuando salga la luna, hasta que mueran. Eso ocurrirá cuatro horas después del ocaso. Si Kelson rehusa el desafío, al parecer tendremos que aceptar las consecuencias.

Recorrió la asamblea con la mirada, pero nadie dio señales de querer hablar.

—Si, por otra parte, Kelson accede, la batalla será a muerte y el vencedor absoluto será quien sobreviva. Wencit, obviamente, cree poder ganar, pues si no, nunca habría propuesto semejante modo de contienda.

Al oír hablar de descuartizamiento y de hombres empalados, Warin perdió todo color; Nigel, más acostumbrado a los horrores de la guerra, sólo repitió su gesto de asentimiento. Después de una pausa de segundos, alzó la mano ligeramente, para hablar.

—Este duelo arcano… ¿sería semejante al desafío al que Kelson se enfrentó durante la coronación?

—Bueno, estaría gobernado por las mismas leyes de reto, antiquísimas, salvo que, por supuesto, serían cuatro contra cuatro en lugar del combate individual que libraron Kelson y Charissa. Las reglas que gobiernan el arbitrio de un duelo arcano son bastante rígidas y Wencit, aparentemente, ha recibido… cómo decirlo… permiso oficial para realizar el duelo según las antiguas leyes.

—¿Permiso oficial de quién? —lo interrumpió Kelson, ansiosamente—. ¿De ese Consejo Camberiano que mencionó Wencit? ¿Por qué evitáis el tema cuando…?

Su voz se perdió, al ver que Arilan se erguía ante la sola mención del nombre. Miró a Morgan, sorprendido. El general contemplaba al obispo con aire fascinado; al parecer, no sabía más que Kelson, pero había adquirido de pronto un repentino interés por lo que Arilan tuviera que decirles. Duncan también se había sobresaltado al oír el nombre y escrutaba a Arilan con intensidad. Kelson se preguntó con qué clase de revelación se encontraría.

—Arilan… —murmuró con suavidad—. ¿Qué es ese Consejo Camberiano? ¿Es un grupo deryni?

Arilan se miró a los pies, levantó la cabeza y miró al rey, con aire ausente.

—Perdonadme, príncipe, pero es difícil acabar con años de condicionamiento. Wencit no me deja alternativa; él fue quien mencionó primero al Consejo y, como tendréis que batiros con él, es justo que os diga lo que pueda.

Se miró las manos, firmemente unidas, y se obligó a relajarse.

—Existe una organización secreta deryni de pura estirpe, llamada Consejo Camberiano. Su origen se remonta a las épocas inmediatamente posteriores a la Restauración, cuando los deryni de alto abolengo debieron regular de algún modo y proteger a quienes sobrevivieron a las grandes persecuciones. Sólo conocen la composición del Consejo sus miembros actuales y los anteriores. Y un juramento de sangre y de poder los sujeta a no divulgar jamás la identidad de sus integrantes.

»Como bien sabéis, muy pocos deryni han tenido oportunidad de desarrollar plenamente sus poderes en épocas recientes. Muchos de nuestros dones se perdieron a lo largo de las persecuciones o, al menos, el conocimiento que nos podría permitir usarlos. El don de la curación, que Morgan ejerce, podría ser el redescubrimiento de una de esas facultades perdidas. Pero hay algunos de nosotros que mantenemos una cierta organización y nos comunicamos entre nosotros con regularidad. El Consejo Camberiano actúa como entidad normativa para todos los deryni conocidos, conserva las antiguas leyes y arbitra en ciertas cuestiones de magia que se suscitan de tiempo en tiempo. La ejecución de un duelo arcano, tal como Wencit propone, caería dentro de la jurisdicción del Consejo.

—¿El Consejo determina la validez de los duelos? —preguntó Morgan, con suspicacia.

Arilan se volvió para mirar a Morgan con extrañeza.

—Sí. ¿Por qué lo preguntáis?

—¿Qué sucede con los que no somos de pura sangre deryni, como Duncan y yo? —insistió Morgan—. ¿También quedamos dentro de la jurisdicción del Consejo?

El rostro de Arilan perdió ligeramente el color.

—¿Por qué lo preguntáis? —repitió con voz tensa.

Morgan buscó los ojos de Duncan y éste aprobó con la cabeza.

—Díselo, Alaric.

—Obispo Arilan, creo que Duncan y yo pudimos haber tenido contacto con alguien del Consejo Camberiano. En realidad, más de una vez. Al menos, las consecuencias que dedujimos de nuestro último encuentro son muy semejantes a lo que acabáis de señalarnos.

—¿Qué sucedió? —musitó Arilan. Sobre la sotana púrpura, su rostro parecía un sudario blanco.

—Bien… Creo que el mejor modo de describirlo sería decir que se nos presentó una aparición, cuando íbamos a encontrarnos con vos en Dhassa. Se nos apareció en el monasterio de San Neot, cuando nos detuvimos a hacer descansar los caballos.

—¿Él?

Morgan asintió, con cautela.

—Todavía no sabemos quién fue. Pero cada uno de nosotros lo vio en situaciones separadas, que no tengo tiempo de describir ahora. Se parece a… Bien, digamos que tiene un sorprendente parecido con los retratos y las ilustraciones de Camber de Culdi.

—¿San Camber? —murmuró Arilan, incapaz de creer lo que oía.

Duncan se revolvió en la silla, incómodo.

—Por favor, Eminencia, no nos malinterpretéis. No decimos que haya sido San Camber. El nunca dijo que lo fuera. En realidad, cuando Morgan y yo lo vimos esta última vez, dijo que no era San Camber, sino «sólo uno de sus fieles servidores». Creo que lo dijo con esas palabras. Por lo que vos acabáis de contarnos sobre el Consejo Camberiano, bien podría tratarse de uno de ellos.

—Es imposible… —murmuró Arilan, meneando la cabeza con incredulidad—. ¿Qué os dijo?

Morgan enarcó una ceja.

—Hum… Quiso dar a entender que teníamos enemigos deryni, de los que nada sabíamos. Dijo que aquellos cuya tarea era conocer estas cosas creían que Duncan y yo podíamos tener más poderes de los que pensábamos y que podríamos ser retados a duelo arcano para medir el límite de nuestras facultades. Pero, al parecer, le preocupaba que eso pudiese suceder.

El rostro de Arilan había perdido el color. Tuvo que sujetarse del palo central para no caer. Parecía no querer escuchar más.

—Es imposible… —susurró—. Y, sin embargo, tendría que ser alguien del Consejo…

Fue hasta un banco vacío y se dejó caer.

—Esto arroja una luz muy distinta sobre la situación. Alaric, vos y Duncan habéis sido declarados en condiciones de aceptar el reto arcano por cualquier deryni de sangre pura, y por las razones que ese desconocido invocó. Soy uno de los miembros del Consejo Camberiano; estuve allí cuando se tomó la disposición, aunque no pude hacer nada por impedirlo. Pero ¿quién podría haberse acercado a vosotros con semejante disfraz? ¿Quién podría tener motivos, siquiera? No tiene sentido…

Arilan miró a todos los que se encontraban en la tienda y comprendió que había estado pensando en voz alta. Warin y Cardiel lo observaban con ojos desmesurados y algo temerosos, incapaces de comprender, a causa de su humanidad. Hasta Nigel lo observaba atónito y confuso. Sólo vislumbraba a medias las consecuencias de las palabras que el obispo acababa de pronunciar. Morgan y Duncan lo escrutaban con cuidado, tratando de conciliar lo que decía con todo lo que recordaban de sus encuentros con el desconocido vestido de San Camber. Sólo Kelson permaneció imperturbable. La súbita incertidumbre de la situación parecía aislarlo e infundir en él una fría sobriedad, una distancia que le permitía evaluar la crisis objetivamente.

—Muy bien —dijo Arilan, despojándose de su presentimiento y volviendo al asunto que tenía entre manos—. Alaric, Duncan, no puedo explicar las apariciones, pero al menos pienso descubrir si Wencit realmente estuvo en contacto con el Consejo y si forzó a sus miembros a arbitrar un duelo arcano. No tengo conocimiento de tal disposición y, como integrante del Consejo, directamente involucrado en este asunto, debería haber sido consultado. En realidad, he estado ausente últimamente de algunas de las reuniones de rutina, debido a nuestra marcha forzada, de modo que es posible. Morgan, ¿tenéis Guardias Mayores?

—¿Guardias Mayores? Yo… —Morgan vaciló, y Arilan meneó la cabeza.

—Olvida las reservas. No hay tiempo. ¿Tenéis, sí o no?

—Sí.

—En tal caso, tráelas. Duncan, necesitaré ocho velas blancas, todas del mismo tamaño. Mira a ver qué puedes encontrar.

—Ahora mismo.

—Bien. Warin, Thomas, ayudad a Nigel a enrollar la alfombra para dejar el suelo al desnudo. Kelson, necesitaré algo de las viejas épocas. ¿Podríais prestarme vuestro Anillo de Fuego?

—Desde luego. ¿Qué pensáis hacer? —preguntó Kelson, mientras se quitaba el anillo y miraba fascinado la hierba aplastada que descubría la alfombra.

Arilan deslizó el Anillo de Fuego por su meñique e hizo señas a Morgan y a Duncan para que se fueran.

—Voy a construir un Portal de Transferencia con vuestra ayuda. Por fortuna, es uno de los antiguos dones que no se ha perdido por completo. Nigel, en pocos momentos necesitaré de vosotros una ayuda distinta. ¿Podréis obedecerme sin hacer preguntas?

Los tres cambiaron miradas recelosas, pero asintieron. Arilan les lanzó una sonrisa tranquilizadora. Fue hasta un cuadro de césped y se dejó caer de rodillas. Después de hurgar la hierba con las manos y de quitar varias piedrecillas y raíces, solicitó la daga de Nigel, que el príncipe le tendió sin decir palabra. Entonces, mientras los cuatro miraban, comenzó a cortar sobre la tierra un octágono de dos metros.

Mientras trazaba el segundo lado e iba hacia el tercero, les dijo:

—Imagino lo extraño que esto deberá de pareceres. Warin, explicaré en vuestro beneficio que un Portal de Transferencia es un dispositivo mediante el cual un deryni puede viajar a cualquier punto sin que pase el tiempo. Es instantáneo. Por desgracia, este notable don no puede ejercerse sin un Portal y construir uno consume mucha energía. Aquí es donde intervendréis vosotros tres. Quisiera sumir a cada uno de vosotros en un trance profundo y emplear vuestra energía para poner en funcionamiento el Portal. Prometo que no os hará daño.

Había termiando de cortar el sexto lado del octágono. Vio que Warin se revolvía en su sitio, más que incómodo ante la idea de verse involucrado en un acto de magia.

—¿Aprensivo, Warin? No os culpo. Pero no tenéis motivo para alarmaros, en realidad. Será igual que cuando Morgan leyó vuestra mente, sólo que no recordaréis nada.

—¿Lo juráis?

Arilan asintió y Warin se encogió de hombros, nervioso.

—Muy bien. Haré lo que pueda.

Arilan siguió trazando el octágono. Cuando terminó el último lado, Morgan apareció con una pequeña caja de cuero rojo. Se detuvo en el borde del círculo y vio a Arilan cortar el trazo final. El obispo se enderezó y se limpió las manos en la sotana. Devolvió la daga a Nigel.

—¿Las Guardias? —preguntó.

Morgan asintió y, tras abrir el estuche, dejó caer en la palma de su mano ocho diminutos cubos negros y blancos. Cada dado era como una falange de su dedo meñique; cuatro claros y cuatro oscuros. Cuando Morgan abrió la mano, la luz se reflejó pálidamente sobre ellos. El obispo pasó una mano sobre los cubos e inclinó la cabeza como si quisiese escuchar algo. Asintió e indicó a Morgan que procediera. Salió del octágono; Morgan se hincó de rodillas y dejó los dados sobre la hierba. Arilan lo observó un instante, se aclaró la garganta y le dijo:

—¿Puedes activar todos los pasos menos el último y, luego, poner en funcionamiento la Guardia desde dentro?

Morgan levantó la vista y asintió en silencio.

—Bien. Cuando Duncan traiga las velas, haced que ponga una en cada ángulo del octágono. Nigel, Warin, Cardiel, acercaos aquí y poneos cómodos. Kelson, ¿podríais traer unas pieles para que se tumben?

Mientras los tres únicos humanos se dirigían a los lugares indicados, Duncan regresó con las velas. Se hincó de rodillas por fuera del octágono y, con la daga, comenzó a recortar las velas para que todas fuesen iguales. Morgan lo observó un momento y le indicó dónde debía ponerlas cuando hubiese terminado. Tras lanzar una última mirada a los demás, comenzó su tarea con los cubos.

Los dados recibían el nombre de Guardias. Todo el conjunto se denominaba Guardia Mayor, una vez que era puesto en funcionamiento. Para que la Guardia Mayor cobrara vida, cada paso debía cumplirse con precisión. Primero, había que disponer los cuatro dados blancos en un cuadrado, donde dos caras de cada cubo se tocaran con sus vecinas. Luego, había que situar los dados negros, uno en cada ángulo del cuadrado que formaban los dados blancos. Los negros y los blancos no debían tocarse.

Morgan trazó el dibujo convenido, extendió el índice derecho y lo posó sobre el dado blanco del extremo superior izquierdo. Miró subrepticiamente a Arilan y murmuró el nomen:

—Prime.

Ninguno de los otros había estado prestándole atención, de modo que Morgan volvió los ojos a las Guardias y vio con placer que la primera refulgía con una tenue luz lechosa. No había perdido el don.

Seconde —volvió a murmurar y tocó el dado blanco del extremo superior derecho.

Tierce. Quarte. —Y fue tocando en rápida sucesión los dados restantes.

Los cuatro dados blancos formaron un único cuadrado mayor, que se reflejaba fríamente sobre los cuatro dados negros que quedaban. Morgan llevó el dedo al cubo negro de arriba a la izquierda, respiró hondo y musitó:

—Quinte.

Repitió el procedimiento rápidamente con los tres cubos negros restantes, pronunciando sus nombres:

—Sixte. Septime. Octave.

Los cubos negros parecían irradiar desde el interior una profunda luz negroverdosa. Allí donde la luz de los dados oscuros se fundía con el resplandor blanco, se producía una difusa área de oscuridad temblorosa, como si cada una anulase el efecto de la otra.

Morgan alzó la vista y se sorprendió de ver que todos tenían algo que hacer. Duncan había terminado de rebanar las velas y de situarlas donde debía, sin que Morgan se hubiese percatado. Con toda calma, se había puesto de rodillas al lado de Warin, quien ya se encontraba sumido en un trance profundo con la cabeza floja caída sobre las rodillas y los ojos cerrados. Arilan y Kelson se habían acuclillado ante Nigel, que también parecía dormido. Aparentemente, Arilan instruía al joven rey para que pudiera controlar lo que vendría a continuación.

Pero Cardiel estaba a cierta distancia de los demás, con un brazo apoyado en una rodilla encogida. Se había sentado sobre las alfombras que, plegadas, aguardaban en el borde del octágono. Llevaba cierto tiempo observando a Morgan con fascinación y, cuando el general captó su mirada, el obispo bajó los ojos, incómodo. Pero no mantuvo la vista gacha mucho tiempo, pues, sin lugar a dudas, Cardiel estaba extasiado con la escena que tenía ante sí. Con mucha dificultad, se abstuvo de acercarse para mirar más de cerca.

—Lo siento. No tenía intención de fisgonear —comentó en voz baja—. ¿Molestaría si lo observo?

Morgan vaciló un instante, sopesó la posibilidad de permitir que el obispo supiera más de lo que ya sabía y se encogió de hombros.

—No me molesta. Pero, por favor, no me interrumpáis; la parte que viene ahora es un poco tediosa y necesito absoluta concentración.

—Lo que vos digáis —murmuró Cardiel y se acercó un metro para poder ver mejor.

Con un suspiro, Morgan se restregó las palmas de las manos contra los muslos y tomó Prime, el primer dado blanco, y lo acercó cuidadosamente a Quinte, su negro vecino. Dejó que los dos se tocaran suavemente, mientras murmuraba:

—¡Prímus!

Con un ruido ahogado, los dos cubos formaron una diagonal de brillo gris plata, que Morgan se apresuró a retirar antes de coger Seconde. Tras mirar al estupefacto Cardiel, lo acercó a Sixte y susurró:

—¡Secundas!

Se formó una segunda diagonal grisácea y resplandeciente. Cuando Morgan la apartó, el obispo contuvo un murmullo de estupor. Luego, Morgan tomó Tierce. El general comenzaba a sentir la pérdida de energía y tuvo que frotarse los ojos con la mano al tomar el tercer cubo blanco. El cansancio se desvaneció cuando aplicó la técnica deryni para aplacar la fatiga, sólo que, después, tendría que pagar esa energía hurtada a sus reservas. Pero, en ese momento, había que activar las Guardias, fuera cual fuere el coste. Se tensó y acercó Tierce a Septime.

—¡Tertius!

La tercera figura oblonga empezó a brillar. La Guardia estaba completa en tres de sus cuartas partes.

—Casi estamos listos… —dijo Arilan. Se acercó a Cardiel mientras Morgan cogía Quinte—. Thomas, es tu turno. Te necesito.

Cardiel tragó saliva con aprensión y siguió a Arilan hasta un Jugar de la alfombra enrollada. Se tendió de espaldas, como le indicó Arilan, y dejó que el obispo deryni posara una mano fría sobre su frente. Sus párpados aletearon brevemente y se sumió en el trance al que su camarada lo guiaba. Morgan meneó la cabeza, respiró hondo y se armó de todas sus fuerzas para fundir el par de cubos restante.

—¡ Quartus!

Se produjo un fugaz destello de luz cuando los dos cubos se unieron y, entonces, ante él, sobre el suelo, quedaron formadas cuatro diagonales de luz platinada.

Morgan se sentó sobre los talones y miró a su alrededor. Luego, comenzó a desplazar las figuras oblongas hacia los cuatro puntos cardinales del octágono. Mientras trazaba los límites de la protección que extenderían las Guardias, Arilan entró en el círculo y les indicó a Kelson y a Duncan que hicieran lo mismo. Cada uno de ellos debía seguir conservando el control de su tarea a distancia. Morgan se acuclilló en el centro del octágono y miró con inquietud en derredor, mientras los otros tres se apretujaban contra él. Después ajustó la posición de una Guardia que se había movido cuando los otros entraron en el interior de la figura.

—Adelante, activa las Guardias —murmuró Arilan—. Pero incluyelos a los tres en la protección. Yo encenderé las velas no bien termines.

Morgan miró el círculo, miró a los hombres que dormían fuera de sus confines y alzó la mano derecha para señalar en sucesión las cuatro Guardias.

—¡Primus, Secundus, Tertius et Quartus, fíat lux!

Cuando pronunció las palabras rituales, las Guardias ardieron de luz y formaron una red de niebla luminosa que bañó a los siete hombres en una nube de resplandor lechoso. Cuando la red se aquietó a su alrededor, Arilan tendió una mano para probar su intensidad y movió las manos en dirección a las ocho velas que señalaban las aristas de octágono. Los cirios se encendieron con un chisporroteo.

Arilan se apretujó hacia el centro de la figura y posó la mano sobre el hombro de Morgan.

—Muy bien. No bien los cuatro hayamos unido nuestras mentes os conduciré a todos por el Portal de Transferencia. No será particularmente agradable, pues tendremos que desprendernos de muchísima energía, pero lo lograremos. Haré lo que pueda para evitaros lo peor. ¿Alguna pregunta?

No las hubo. Con un breve gesto de asentimiento, Arilan extendió la mano libre, aferró a Duncan y a Kelson e inclinó la cabeza.

En la tienda comenzó a soplar una ráfaga de viento, que hizo vacilar la llama de las velas y, luego, de la cabeza de Arilan comenzó a emanar una luz pura y nivea. El resplandor creció y, gradualmente, se entremezcló con volutas de verde y púrpura y los tres se pusieron a temblar cuando sus poderes irrumpieron de sus cuerpos y de sus mentes.

La niebla crepitó y se arremolinó alrededor de los siete hombres, girando como una corriente cada vez más caudalosa a medida que la luz se arqueaba y estallaba. Por fin, se produjo un resplandor cegador que colmó toda la tienda por un instante fugaz, antes de desaparecer. Kelson lanzó un grito y Morgan estuvo a punto de desmayarse. Duncan sólo exhaló un gemido. Pero el instante pasó y la luz blanca se deshizo. Los cuatro deryni abrieron los ojos y, bajos las rodillas, sintieron el ligero cosquilleo de un Portal de Transferencia viviente. A todos les era una sensación familiar.

Con un suspiro de satisfacción, Arilan se incorporó y comenzó a alejar a Cardiel del círculo. Con una seña, indicó a Duncan y a Kelson que hicieran lo mismo con Warin y con Nigel. Pronto el círculo quedó vacío salvo por la figura acuclillada de Morgan, de rodillas en el centro del octágono. Arilan se mordió el labio, se dejó caer a su lado y volvió a posar una mano sobre su hombro.

—Sé lo cansado que debes de estar, mas necesito un favor antes de irme. Las Guardias deben extenderse para proteger toda la tienda. Todos estáis exhaustos y, cuando yo regrese para llevaros a ti, a Duncan y a Kelson, querremos que los demás queden protegidos. Deberéis dormir hasta la medianoche y no podréis defenderos si alguien quisiera atacaros, aprovechando vuestra indefensión.

—Entiendo.

Con un gruñido de fatiga, Morgan se puso de pie y abrió las manos a ambos lados del cuerpo, con las palmas hacia arriba. Tomó aliento y exhaló con fuerza, como si de alguna parte obtuviera energías. Entonces, hizo un sutil gesto defensivo, con las palmas hacia fuera, como si empujara alguna fuerza. La red de luz se extendió hasta las paredes de la tienda. Luego, bajó lentamente las palmas a su lugar.

—¿Era eso lo que querías? —preguntó con voz opaca.

Arilan asintió con cuidado e indicó a Kelson y a Duncan que ayudaran al general a sentarse a un lado del octágono.

—Tardaré unos diez minutos —anunció, y fue hasta el centro de la figura—. Mientras tanto, Duncan, tú y Kelson podríais hacer algo por Morgan, para que recupere las fuerzas hasta donde eso sea posible. Pero tratad de estar preparados para partir no bien yo regrese. El Consejo no verá esto con buenos ojos y no quiero darle tiempo a que piense demasiado.

—Estaremos listos —replicó Kelson.

Arilan hizo un gesto de asentimiento, cruzó los brazos sobre el pecho e inclinó la cabeza.

De pronto, desapareció de la vista.