XVII
Y alzará un pendón a las gentes de lejos.
Isaías, 5:26
Al amanecer, había pocos en el castillo de Coroth que no supieran algo al menos sobre la extraña y prodigiosa visión que lord Warin soñara durante la noche. Las tropas de Warin, que componían el grueso de la defensa de Coroth, mantenían su fidelidad al carismático adalid, aunque no fingían comprender el repentino cambio de política de Warin. Y las escasas tropas que habían acompañado a los arzobispos a Coroth vacilaban a la hora de oponerse a la nueva información, considerando que las fuerzas de Warin eran superiores numéricamente. En las primeras horas de la mañana, varios de ellos habían cometido el error de cuestionar las versiones e intentar oponerse. Muchos de los disidentes se encontraron encerrados en las mazmorras del castillo a manos de los leales seguidores de Warin.
El alba sorprendió a los arzobispos Loris y Corrigan y a media docena de camaradas reunidos en la capilla ducal, con aire temeroso; aparentemente, para celebrar el oficio matinal, pero, en realidad, para considerar entre sí las consecuencias de los acontecimientos nocturnos. Ninguno mostraba entusiasmo ante el rumor de que Warin había tenido una visión y ninguno sospechaba los hechos reales que sustentaban la nueva situación.
—Os lo digo, es una situación ridicula —comentaba Loris—. Este Warin va demasiado lejos. ¡Hablar de visiones en estas épocas! ¡Vaya, es inaudito!
Los prelados se habían congregado en un sector de la nave lateral, cerca de la parte delantera. Loris recorría la alfombra ante las figuras sentadas de sus subordinados. Corrigan, que parecía mucho más viejo y decrépito de lo que era, se había sentado en un pequeño taburete algo alejado de los demás, como correspondía a su posición de segundo de Loris en el mando. Los otros —De Lacey, Creoda de Carbury, Carsten de Meara, Ifor y los dos obispos itinerantes, Morris y Conlan— los miraban de frente, con preocupación. Conlan, uno de los más jóvenes del grupo, se aclaró la garganta con un gruñido.
—En vuestra opinión será inaudito, milord, pero, francamente, a mí me preocupa. Parece como si Warin se inclinara por una política más tolerante hacia los deryni. Y ¿qué sucederá si decide apoyar al rey?
—Correcto —agregó Ifor—. Llegué a oír que está pensando en hacerlo. Y, en tal caso, nos veremos en un grave problema.
Loris miró a ambos obispos con aspereza y se aclaró la garganta.
—No se atrevería. Además, ni siquiera Warin tiene tanta influencia sobre sus tropas. No puede cambiar toda su posición de la noche al día.
—Tal vez no —resolló Creoda. El viejo obispo tenía la voz fina y cascada y debía toser a menudo—. Tal vez no pueda, pero esta mañana sucede algo raro. Se siente en el aire. Y hoy he visto que faltaban dos de mis escoltas personales. Eran hombres que habíamos traído con nosotros. Se ven rostros desconocidos en muchos de los puestos de guardia.
—¡Hum! —gruñó Loris—. ¿Alguien sabe con certeza en qué ha consistido esta supuesta «visión» que tuvo Warin?
—No exactamente —repuso De Lacey, mientras jugueteaba con la amatista de su anillo—. Pero mi capellán me dijo esta mañana que, según uno de los guardias, Warin había visto un ángel en sueños.
—¿Un ángel?
—¡Es ridículo! —resopló Loris. De Lacey se encogió de hombros.
—Eso dijo. Un ángel con cuernos de luz se apareció ante Warin en sueños y le advirtió que debía reconsiderar lo que estaba haciendo.
—¡Maldición! ¡Ha ido demasiado lejos! —bramó Loris—. No puede soñar algo y, de buenas a primeras, cambiar todo lo que ha venido sosteniendo. ¿Quién se cree…?
Se oyó un golpe en la puerta y la capilla quedó en silencio. El golpe se repitió y todos los ojos se volvieron a Loris. Conlan, siguiendo una indicación del arzobispo, se puso de pie y avanzó hasta las puertas. Con la mano en el picaporte, gritó:
—¿Quién es?
Se oyó una ligera pausa y, entonces, la voz respondió.
—Soy Warin. ¿Qué significa esto? ¿Por qué habéis cerrado las puertas de la capilla?
Ante la señal de Loris, Conlan corrió el pestillo y se hizo a un lado, con el rostro transido de consternación, mientras entraban Warin, sus tenientes y un escuadrón de hombres armados que se apostaron a ambos lados del recinto. Uno de los hombres empujó a Conlan junto al resto de los obispos, que se pusieron de pie.
—¿Qué significa esto? —exigió Loris, irguiéndose en toda su estatura e intentando rodearse de autoridad sacerdotal.
Warin se inclinó ligeramente desde la cintura, con expresión solemne en el rostro.
—Buenos días, arzobispo —dijo, con las manos rígidas a ambos lados del cuerpo—. Espero que vos y vuestros colegas hayáis dormido bien.
—Basta ya de cumplidos, Warin —espetó Loris—. ¿Por qué habéis interrumpido nuestro oficio con hombres armados? Las armas no tienen cabida en la casa del Señor.
—Arzobispo, a veces, tales acciones son necesarias —replicó Warin con firmeza—. He venido a solicitaros que levantéis una excomunión.
—¿Con hombres armados? —comenzó Loris, indignado.
—Escuchadme, arzobispo. Deseo que levantéis la excomunión que impusisteis a Alaric Morgan, a Duncan McLain y al rey, y que canceléis el Interdicto que decretasteis sobre Corwyn.
—¿Qué? ¿Os habéis vuelto loco?
—No. Loco no, arzobispo. Pero me enfureceré mucho si no accedéis a esta petición.
Loris farfullaba de ira.
—¡Esto es… un acto de insania! Conlan, llama a los guardias. No tenemos por qué someternos a este…
—Paul, obstruye la puerta —ladró Warin, interrumpiendo a Loris en mitad de la frase—. Y vos, arzobispo, medid vuestras palabras y escuchad. Su Majestad, ¿querríais pasar, por favor?
Al oír a Warin, los prelados contuvieron el aliento. Se abrió una puerta que daba a la sacristía, al lado del altar. Apareció Kelson, cubierto por un manto rojo, seguido de cerca por Morgan, Duncan, Cardiel y varios de los oficiales de Morgan que habían sido rescatados. Kelson llevaba una diadema de oro sobre la cabeza desnuda y resplandecía con su túnica de lienzo dorado bajo el manto púrpura. Morgan había escogido una de sus túnicas bordadas con el Grifo de Corwyn. La bestia alada centelleaba sobre el pecho de satén, engastada de esmeraldas e hilos de oro. Duncan iba de negro y llevaba al hombro el tartán colorido de los McLain, sujeto con un pesado broche de plata. Cardiel vestía de negro, pero llevaba una capa consistorial de brocado de plata; sobre el cabello acerado, llevaba una alta mitra blanca y plateada.
En un santiamén, los prelados captaron el efecto. Varios se persignaron apresuradamente. Conlan y Corrigan palidecieron notoriamente y Loris había quedado mudo de furia.
Entonces, con un guiño, Warin y sus hombres se pusieron de rodillas para rendir homenaje al rey y los hombres armados se llevaron los puños al pecho en orgulloso saludo. Kelson dejó que su mirada se posara sobre los obispos inmóviles, incapaces de moverse de sus lugares, e hizo una seña a Warin y a sus hombres para que se pusieran de pie. Cuando él y su comitiva atravesaron la capilla para acercarse a Warin, los prelados retrocedieron, temerosos. Kelson llegó al lado del cabecilla rebelde y se volvió para enfrentarse a Loris y al resto. Sus hombres se apretaron a su espalda, en señal de solidaridad.
—Loris, no recordáis vuestro juramento de lealtad hacia vuestro rey? —Los escrutó con sus fríos ojos grises, por debajo de la diadema.
Loris se irguió un poco más y trató de rodearse de un aura de dignidad.
—Con el debido respeto, Majestad, estáis excomulgado. La excomunión os priva de ciertas prerrogativas que, de ordinario, os pertenecerían. Para nosotros habéis muerto, Majestad.
—Ah, pero no lo estoy, querido arzobispo. Ni lo están Morgan, el padre McLain ni ninguno de los otros a los que habéis anatemizado sobre la base de un incidente erróneamente interpretado. Hasta Warin nos rinde honores.
—¡Warin es un traidor! —escupió Loris—. ¡Le habéis corrompido con vuestros trucos deryni!
—Warin es un subdito leal. Ha comprendido el error de sus anteriores creencias y, voluntariamente, ha escogido unirse a nosotros. El incidente del templo de San Torin, sobre el cual, al parecer, basáis todas vuestras decisiones, está cerrado. Si seguís basando vuestra desobediencia en tal situación, sólo concluiremos que hay alguna otra razón oculta que os compele a conspirar contra vuestro rey. No es Warin el traidor. Él no ha escogido seguir desafiándonos.
—¡Le habéis hecho algo! —gritó Loris, señalando a Warin y temblando de furia—. Habéis usado vuestros viles poderes para corromper su mente. Nunca habría cambiado su parecer si vos no hubierais intervenido.
Morgan dio un paso adelante y miró a Loris con ojos amenazadores.
—No olvidéis con quién habláis, arzobispo —dijo con voz elegante, pero mortífera—. ¡Hasta la paciencia de un rey tiene límite!
—¡Ah! —Loris alzó las manos, fastidiado, y alzó los ojos al cielo—. ¿Ahora debemos oír a este hereje? No tengo nada más que deciros. Nuestra fe no será quebrantada.
—En tal caso, seréis encarcelados aquí, en Coroth, hasta que cambiéis de opinión —anunció Kelson, con toda serenidad—. No permitiremos semejante desacato. Guardias, apresad al arzobispo Loris. Obispo Cardiel, os nombramos en este momento primado de Gwynedd, hasta que la Curia pueda reunirse oficialmente para ratificar vuestro nombramiento, o bien escoger algún otro miembro leal según sus preferencias. A los ojos de la Corona, el arzobispo Loris ya no es aceptable.
—¡Majestad, no podéis hacer esto! —protestó Loris, mientras dos guardias lo sujetaban—. ¡Es absurdo!
—¡Silencio, arzobispo! O tendré que amordazaros. Aquellos de entre vosotros que no deseéis compartir la suerte de Su Excelencia, tenéis dos alternativas. Si sentís que, por razones de conciencia, no podéis uniros a nosotros para repeler al invasor Wencit, quedaréis libres para retiraros al santuario de vuestras respectivas diócesis, con la condición de que juréis neutralidad hasta que este conflicto se resuelva.
»Pero si no podéis cumplir con el voto de neutralidad, os pedimos que no perjuréis fingiendo que os abstendréis de actuar. Estaréis mucho mejor aquí, en Coroth, custodiados, que luego a merced de nuestra ira, cuando descubramos que nos habéis traicionado.
»Para el resto de vosotros, y ruego que haya algunos, os ofrecemos la oportunidad de renunciar a las acciones que habéis cometido durante los meses pasados y limpiar así vuestra buena reputación. Si alguno de vosotros inclina la rodilla ante Vuestra Majestad y confirma su lealtad a la Corona, nos complacerá concederle el absoluto perdón por las ofensas pasadas y acogeros con agrado en nuestra compañía. Vuestras oraciones y apoyo serán muy necesarios cuando, en pocos días, nos enfrentemos a Wencit.
Dejó que su mirada escrutara los rostros de los obispos una vez más.
—¿Y bien, señores? ¿Qué preferís? ¿La mazmorra, el monasterio, o la Corona? La elección es vuestra.
La conclusión de Kelson fue demasiado para el furioso Loris.
—¡No os ofrece elección! —estalló el arzobispo—. ¡No puede haberla cuando media la herejía! Corrigan, no traicionarás tu fe, ¿verdad? Creoda, Conlan, ¡no pensaréis inclinaros ante la voluntad desviada de este joven rey insolente!
Kelson hizo una breve señal con la mano y uno de los guardias que sostenía a Loris tomó un lienzo de su túnica y comenzó a amordazar al arzobispo.
—Os lo advertí —dijo Kelson. Miró a Loris y al resto, con helada intensidad—. Ahora, bien. ¿Qué preferís? No puedo perder un valioso tiempo esperando que meditéis.
El obispo Creoda tosió nerviosamente y miró a sus colegas. Avanzó un paso.
—No puedo hablar por mis hermanos, Majestad, pero no deseo seguir enemistado con vos. Si os parece conveniente, me retiraré a Carbury durante el curso de los acontecimientos. Realmente, ya no sé en qué creer.
Kelson asintió secamente y estudió a los demás. Después de un instante de vacilación, Ifor y Carsten avanzaron un paso. El primero se inclinó ligeramente al hablar.
—También nosotros solicitamos vuestra indulgencia, Majestad. Aceptamos vuestro ofrecimiento. Nos retiraremos a nuestras diócesis y os damos nuestra palabra de abstención.
Kelson asintió.
—¿Y el resto? Ya os lo he dicho, no pienso perder todo el día aquí.
Con un movimiento decisivo, el obispo Conlan fue hacia Kelson y dejó caer una rodilla ante él.
—Me arrodillo ante vos una vez más, Majestad. No proseguiré con el asunto de San Torin. Si creéis en la inocencia de Morgan y de McLain, para mí es suficiente. Todos nos vimos envueltos en lo que sucedió aquí. Os ruego me perdonéis, Majestad.
—Os perdono libremente, obispo Conlan —Kelson posó una mano sobre el hombro del prelado—. Entonces, ¿venís con nosotros rumbo al norte?
—Con todo mi corazón, Majestad.
—Bien.
Kelson miró al resto, a Loris, que luchaba entre las manos de sus captores, pugnando por hablar, a Creoda, a Ifor y a Carsten, que se recluirían, y a los dos prelados restantes que aún no se habían pronunciado.
—¿De Lacey? ¿Qué decís?
De Lacey bajó los ojos un instante, se puso de pie con rigidez y, lentamente, se postró en su sitio.
—Perdonadme por mi aparente indecisión, joven Majestad, pero soy un anciano y los modales de antaño aún se resisten a ceder. No es mi costumbre desobedecer ni a mi arzobispo ni a mi rey.
—Pues bien, De Lacey, al parecer tendréis que desobedecer a uno de los dos, por fuerza. ¿Qué decidís?
De Lacey inclinó la cabeza.
—Partiré con vos, Majestad. Sin embargo, preferiría hacerlo en una litera y no a lomos de un caballo. Mis huesos son muy viejos para galopar en un corcel a la velocidad que requeriréis.
—Capitán, ved que se procure una litera a Su Excelencia. Y, Corrigan, faltáis vos. ¿Debo preguntároslo especialmente? Seguramente ya habréis tenido tiempo de decidir.
El rostro de Corrigan se veía ceniciento, demudado, perlado de sudor. Lanzó largas miradas a sus compañeros y a Loris, en manos de los soldados. Extrajo un pañuelo y se enjugó el rostro antes de dirigirse hacia Kelson con paso cansado. Cuando llegó a tres metros de Su Majestad, miró por última vez a Loris, bajó la cabeza y se estudió las manos.
—Perdonadme, Majestad, pero soy un anciano, estoy cansado y ya no soy capaz de luchar. Temo que estéis en un error, pero no tengo la fortaleza de oponerme. Y creo no poder sobrevivir a vuestra mazmorra. Solicito permiso para regresar a mi diócesis de Rhemuth, Alteza. No me encuentro bien.
—De acuerdo —dijo Kelson tranquilamente—. Si tengo vuestra palabra de que no intervendréis, podéis marchar. Señores, os agradezco no haberme hecho las cosas más difíciles aún. Ahora, Morgan, Warin, lord Hamilton, desearía que partiésemos de aquí al mediodía, si es posible. Por favor, ocupaos de todo lo que sea necesario.
Los ejércitos conjuntos pudieron partir sólo a últimas horas de la tarde, y no a mediodía. Kelson dio la orden de marchar, pese a todo. Si viajaban durante toda la noche, sin detenerse hasta el mediodía siguiente, podrían cruzar casi todo el territorio de Corwyn antes de necesitar descanso. Luego, un breve alto hasta la mañana del día siguiente y estarían en Dhassa a mediodía de la segunda jornada. Desde allí, necesitarían dos días más de marcha para poder sumar ese ejército con los hombres que había apostados en el valle de Dhassa. En total, transcurriría una semana hasta que estuvieran en condiciones de enfrentarse a las fuerzas de Wencit en el norte. Kelson rezó para que pudiesen llegar a tiempo.
Era tarde, mas ninguno sintió deseos de protestar por la marcha tardía. Los batallones de vanguardia partieron de Coroth y comenzaron la travesía hacia el noroeste; los estandartes reales, con el león, rivalizaban con los halcones grises y negros de las fuerzas de Warin, otrora rebeldes. Entre ambas banderas, flameaba el púrpura episcopal de las tropas selectas de Cardiel que habían venido desde Dhassa. Por los caminos, crujían los ejes de las carretas con provisiones, mientras la caballería montada bramaba a través de las verdes pasturas de Corwyn. A la zaga del ejército principal, resoplaban y bufaban los animales de carga, azuzados por sus jinetes. Bajo el sol de la tarde, las borlas y los galones refulgían en todo su colorido. Los sobretodos de los vasallos liberados de Morgan, ricamente bordados, se entremezclaban con las túnicas uniformadas de los Lanceros Reales de Haldane, del Pie de Josué, del Cuerpo de Arqueros de Haldane… Nobles y plebeyos se unían en un lazo común de lealtad hacia el joven rey, que marchaba a la vanguardia.
Al regresar al campamento, Kelson había vuelto a lucir la malla bañada en oro de los reyes de Gwynedd, se había enlazado las botas con cordones de oro y había rodeado su esbelta cintura con una gran faja de cuero blanco como la nieve, bordeado de oro. Con ella ceñía el inmenso espadón cubierto de oro que su padre había blandido en la batalla a su misma edad. El casco dorado de Kelson refulgía como un sol bruñido esa tarde, al galope. Lo ceñía una diadema de oro, y en la punta flameaba osadamente una pluma escarlata. Alrededor de los hombros llevaba un manto púrpura y, en las manos, guantes de cuero del mismo color. El corcel blanco que montaba, gallardo y brioso, resoplaba y arqueaba el cuello ante los movimientos de Kelson, que llevaba las riendas rojas elegantemente entre sus diestras manos enguantadas. Al lado de Kelson, sus lores: Morgan, Duncan, Cardiel y Arilan, Nigel y su hijo Conall, los tenientes de Morgan y una hueste de nobles.
Así dispuestos, se alejaron de Coroth ese día. Así aparecerían cuando, en pocas jornadas más, se lanzaran a la lid contra Wencit. En ese momento, era suficiente que cabalgaran nuevamente unidos, rumbo al encuentro con más tropas leales, seguros de saber que, entre los muros de Coroth, habían obtenido al menos la victoria moral.
Habría otros días más esplendorosos para Kelson, rey de Gwynedd; pero, difícilmente, el monarca recordaría con más placer nada que sucediese en los años venideros. Pues, el día en que el rey partió de Coroth, señaló su primera y auténtica victoria militar, pese a no haber tenido que alzar una sola espada.
Cuando, dos días después, arribaran a las puertas de Dhassa, los ánimos estarían aún de parabienes.