IX

Más me importa mí conciencia que lo que diga el mundo.

Cicerón

—¡Morgan!

—¡Dios mío! ¡El deryni entre nosotros!

Varios soldados se persignaron furtivamente y los que sostenían al prisionero se echaron hacia atrás, aunque sin soltarlo. Entonces, se abrió una de las dos hojas que formaban la puerta y un sacerdote asomó la cabeza por la abertura. Miró a uno de los soldados apostados ante la puerta y, cuando vio que a un lado había dos hombres tendidos en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, dejó escapar un murmullo de sorpresa. Regresó al recinto deprisa, para asomar segundos después acompañado de un hombre alto y con un hábito violeta. Bajo el cabello gris acerado, el rostro del obispo de Dhassa era calmo y sereno. En el frontal de la casulla, llevaba una cruz de plata. De inmediato, sus ojos captaron la escena y se posaron, por fin, sobre los dos cuerpos tendidos en el suelo. Miró al oficial de guardia.

—¿Quiénes son estos hombres? —preguntó Cardiel, tranquilamente.

Puso la mano sobre el picaporte de la pesada puerta y la amatista emitió reflejos violáceos. El oficial de guardia tragó saliva con dificultad y señaló a los dos prisioneros.

—Estos intrusos… Eminencia…

Sin más palabras, fue hasta el obispo y le tendió una mano temblorosa para que tomara los dos anillos. Cardiel los cogió para examinarlos y miró con cautela a los hombres sujetos en el suelo. Morgan y Duncan sostuvieron su mirada sin pestañear. Entonces, abruptamente, Cardiel se volvió hacia el interior del recinto y exclamó:

—¿Denis?

Fue hasta el pasillo. Segundos después, el obispo Arilan asomaba al otro lado de la puerta. Vio y reconoció a los prisioneros, pero su rostro no dio asomos de la menor expresión. Cardiel abrió la mano para exhibir los anillos, pero Arilan les lanzó apenas una mirada de rigor.

—Padre McLain y duque Aíaric —dijo con cuidado—. Veo que, por fin, habéis llegado a Dhassa. —Cruzó los brazos sobre el pecho y su sortija de obispo lanzó destellos de fuego frío en el silencio de la capilla—. Decidme, ¿habéis venido a buscar vuestra bendición, o vuestra muerte?

Los miró con rostro severo y fríos ojos violeta. Sin embargo, Duncan creyó ver en su faz un aire de agrado en lugar de ira, como si su ofuscación fuera un papel representado para los guardias. Duncan se aclaró la garganta e intentó sentarse, mas debió desistir; hasta que Arilan ordenó a los centinelas que lo soltasen parcialmente. Duncan se sentó y vio que Morgan también intentaba incorporarse sobre el frío suelo del pasillo.

—Eminencia, suplicamos perdón por el modo en que nos hemos presentado, pero debíamos veros. Hemos venido a entregarnos a vuestra jurisdicción. Si hemos actuado incorrectamente, ahora o en el pasado, suplicamos que nos mostréis nuestros errores y que nos perdonéis. Si hemos sido falsamente acusados, esperamos una oportunidad de demostrároslo también.

Se escuchó que varios soldados contenían la respiración al escuchar las palabras de Duncan, pero Arilan se mostró implacable. Paseó la mirada de Duncan a Morgan y de éste al primero. Entonces, se volvió y abrió de par en par la doble puerta. Se detuvo a un lado para dirigirse al guardia una vez más:

—Llevadlos dentro y dejadnos. El obispo Cardiel y yo escucharemos lo que tengan que decir.

—Pero, Eminencias, estos hombres son prófugos, condenados por vuestro propio decreto. Han destruido el templo de San Torin, han matado a…

—Sé lo que han hecho —le cortó Arilan— y tengo perfecta conciencia de que son prófugos. Ahora, haced lo que os he dicho. Si esto alivia vuestro temor, podéis maniatarlos.

—Muy bien, Eminencia.

Cuando los soldados los pusieron de pie con cautela, varios trajeron tiras de cuero. Les ataron las manos delante de todos. Cardiel observaba en silencio. Siguió a su colega y se puso de pie a un lado de la doble puerta. El sacerdote que se había asomado a la puerta entró en la sala y tomó un par de pesadas sillas que había ante la chimenea y las puso de frente a la sala. Luego, mientras los obispos, sus prisioneros y los guardias entraban, se situó a un lado y miró a Duncan de cerca. Duncan captó su mirada e intentó sonreírle mientras lo llevaban, pero el sacerdote inclinó la cabeza, desolado. El padre Hugh de Berry y Duncan habían sido amigos durante muchos años. Sólo Dios sabía qué le depararía el destino desde ese momento en adelante.

Arilan fue hasta una de las sillas y se sentó. Indicó con un gesto a su secretario y a los guardias que se retirasen. El padre Hugh se encaminó hacia la puerta de inmediato, pero algunos de los centinelas vacilaron. Cardiel, que aún permanecía cerca de la entrada, los tranquilizó con la promesa de que podrían continuar la custodia fuera y de que los llamaría ante la menor necesidad. No se movió hasta que el último de los guardias se hubo retirado. Entonces, cerró las puertas y corrió el pestillo. Se sentó en la silla vacía, mientras Arilan formaba un puente con los dedos y escrutaba a los ptisioneros durante un largo rato. Finalmente, se decidió a hablar.

—De modo que has acudido a nosotros, Duncan. Cuando te fuiste de nuestro servicio para ser confesor del rey, perdimos a un diestro colaborador. Ahora, parece que tu carrera ha adoptado un curso que ninguno de ambos soñó…

Duncan inclinó la cabeza, incómodo. Advirtió el tratamiento formal que prefería Arilan al referirse a sí mismo en la primera persona del plural. La declaración del obispo había sido relativamente neutral, pero, por otra parte, podía entenderse en un doble sentido. Duncan tendría que ir con cuidado hasta que supiese a ciencia cierta la posición de Arilan. Por el momento, era severa. Miró a Morgan y vio que su primo escogía cederle la palabra.

—Siento haberos decepcionado, Eminencia. Espero ofrecer una explicación que, al menos, satisfaga vuestro entendimiento. No oso esperar vuestro perdón en esta ocasión.

—Eso está por verse. Pero estamos de acuerdo con las razones de vuestra llegada, ¿verdad?

Morgan se aclaró la garganta.

—Teníamos la impresión de que os habíais puesto en contacto con el rey, Eminencia, y de que él os había advertido sobre las razones de nuestra aparición aquí.

—Es cierto —reconoció Arilan tranquilamente—. Pero había esperado oír la confirmación de dichas razones de vuestros propios labios. ¿Es o no vuestro propósito intentar limpiar vuestros nombres de los cargos presentados por la Curia en la primavera pasada, y buscar la absolución de la excomunión que se os impuso en esa ocasión?

—Lo es, Eminencia —murmuró Duncan. Se hincó de rodillas e inclinó la cabeza nuevamente. Morgan miró de reojo a su primo y repitió sus movimientos.

—Bien. En ese caso, nos comprenderemos unos a otros. Creo que sería mejor si cada uno de nosotros pudiera escuchar separadamente vuestras versiones de lo acontecido en el templo de San Torin. —Arilan se puso de pie—. Lord Alaric, si me acompañáis, podemos dejar al obispo Cardiel con el padre McLain en la intimidad de este recinto. Por aquí, si sois tan amable.

Morgan arriesgó una mirada a Duncan, se puso de pie y siguió a Arilan por una puertecilla que se abría a la izquierda. Dentro, había una pequeña antesala. La única abertura de las paredes era una solitaria ventana de cristales opacos, situada en lo alto. Sobre un escritorio, contra la pared de la ventana, ardía un puñado de velas. Ante la mesa, se veía una silla de respaldo erecto. Arilan la apartó de la mesa, la hizo girar y se sentó. Hizo señas a Morgan de que cerrara la puerta. El general obedeció, se volvió y se quedó de pie frente al obispo. Se sentía torpe. Había un taburete cerca de la silla de Arilan, pero no se le ofreció sentarse, de modo que prefirió mantenerse de pie, humildemente. Cuidándose de no exhibir sus sentimientos, se postró ante los pies de Arilan e inclinó la cabeza dorada. Posó las muñecas atadas sobre la rodilla que mantenía erguida y buscó las palabras más apropiadas para comenzar. Alzó sus ojos grises y se encontró con el azul violeta de los de Arilan. Se miraron larga e intensamente.

—¿Será ésta una confesión formal Eminencia?

—Sólo si lo deseáis —replicó Arilan con una ligera sonrisa—. Sospecho que no es el caso. Pero debo obtener vuestro permiso para conversar con Cardiel de lo que me digáis. ¿Me eximiréis de mi voto de silencio, entonces?

—En lo que respecta a Cardiel, sí. Lo que hicimos ya no es secreto, pues todos saben que somos deryni. Pero… debo decir otras cosas que sería mejor no comunicar a los demás.

—Se entiende. ¿Y qué hay sobre los otros obispos? ¿Cuánto debo decirles, en caso de que ello sea necesario?

Morgan bajó la vista.

—Debo fiarme de vuestra discreción sobre ese aspecto, Excelencia. Como necesito hacer las paces con todos, no estoy en posición de establecer los términos. Podéis decirles lo que consideréis pertinente.

—Gracias.

Se produjo un breve silencio y Morgan advirtió que era su turno de hablar. Se humedeció los labios con inquietud y comprendió, amargamente, cuánto dependía de lo que dijese en los minutos siguientes.

—Os… pido que me disculpéis, Eminencia. Esto es muy difícil para mí. La última vez que me postré en confesión fue a los pies de quien había jurado destruirme. Warin de Grey me mantuvo cautivo bajo el templo de San Torin y monseñor Gorony estaba con él. Me obligaron a iniciar una larga recitación de pecados que no había cometido.

—Nadie os obligó a venir aquí, Alaric.

—No.

Arilan aguardó un momento y suspiró.

—¿Decís, por lo tanto, que sois inocente de todos los cargos que se presentaron contra vos en el seno de la Curia?

Morgan meneó la cabeza.

—No, Eminencia. Temo que hicimos casi todo aquello de lo que Gorony nos acusó. Lo que deseo es contaros la razón de todo lo que cometimos y preguntaros si, a vuestro juicio, podríamos haber hecho algo distinto para escapar de la trampa que se nos tendió.

—¿Trampa? —Arilan unió los índices de ambas manos y los posó sobre los labios—. ¿Por qué no empezáis contando esto? Entiendo que se os tendió una trampa y quisiera saber en qué consistió.

Morgan buscó la mirada de Arilan y comprendió que no podría sostenerla para relatar los sucesos de San Torin con fidelidad. Suspiró profundamente y bajó los ojos. Entonces, comenzó a hablar con voz grave y baja y Arilan debió inclinarse para escuchar las palabras.

—Veníamos hacia aquí para implorar a la Curia que no decretara el Interdicto —dijo Morgan. Levantó los ojos hasta el pecho de Arilan y los posó sobre la cruz de plata que llevaba el prelado en el pecho—. Estábamos convencidos, como ahora, de que el Interdicto era una medida equivocada, como vos y vuestros colegas también habéis determinado en Dhassa. Esperábamos, una vez que estuviéramos delante de la Curia, poder lograr | que el peso de vuestra ira se descargara sobre nosotros y no sobre mi pueblo.

Su voz adquirió una nota hueca que anunció el horror de las palabras siguientes:

—Nuestra ruta pasaba por San Torin. Debíamos rendir respeto ante el templo como cualquier otro peregrino, pues ya entonces se sospechaba de mí y no podía entrar en Dhassa oficialmente como duque de Corwyn sin la anuencia del obispo Cardiel. Sabía que él jamás me habría dado permiso con toda la Curia reunida aquí.

—Lo juzgáis mal, pero proseguid —murmuró Arilan.

Morgan tragó saliva y continuó:

—Primero entró Duncan y ofreció sus respetos ante el templo. Luego, entré yo. Sobre la cerca había una púa impregnada de merasha. ¿Sabéis lo que es, obispo?

—Sí.

—Me… arañaré la mano con la aguja y la droga me envenenó. Perdí el conocimiento y, cuando volví en mí, me encontré en manos de Warin de Grey y de unos diez de sus hombres. Lo acompañaba monseñor Gorony. Me dijeron que los obispos habían decidido entregarme a Warin, si podían capturarme, y que Gorony sólo había acudido para dar un matiz de legitimidad a la sitúación y escuchar mi confesión, en caso de que quisiera arrepentirme.

»Iban a quemarme, Arilan —murmuró Morgan fríamente—. Ya tenían la hoguera preparada. Jamás tuvieron intención de permitir que me defendiera. Pero en ese momento yo no lo sabía aún —se detuvo para humedecerse los labios y tragó saliva con dificultad—. Finalmente, Warin decidió que era hora de ejecutarme. En su poder, me encontraba indefenso. Apenas podía mantener la conciencia y mucho menos valerme de mis poderes para defenderme. Entonces, dijo que me concedería una última gracia parcial: que, aunque mi vida ya estaba condenada, se me permitiría al menos intentar salvar mi alma si me confesaba ante Gorony. El único pensamiento que recuerdo haber tenido en ese instante de desesperación fue que debía ganar tiempo y que si lograba sobrevivir lo suficiente, tal vez Duncan pudiese encontrarme y…

—Y entonces os postrasteis ante Gorony —dijo Arilan con voz firme.

Morgan cerró los ojos y asintió con pesar, al recordarlo.

—Habría confesado casi cualquier cosa con tal de mantener la muerte a distancia. Estaba dispuesto a inventar pecados para prolongar el tiempo hasta que…

—Es… comprensible —murmuró Arilan—. ¿Qué le dijisteis?

Morgan meneó la cabeza.

—No tuve tiempo de nada. En ese instante, alguien debió de haber escuchado mis plegarias. Duncan cayó rodando de una abertura oculta que había en el techo y, con la espada, comenzó a desatar una ola de muerte en el recinto.

En la habitación de al lado, el obispo Thomas Cardiel estaba sentado, erguido, frente a una ventana. A sus pies, yacía Duncan. Aunque tenía las muñecas atadas, el sacerdote había entrelazado sus dedos en actitud de oración y posado las manos sobre el cojín de la silla que había al lado de la de Cardiel. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada, pero la voz firme. Los ojos grises de Cardiel descansaban, incrédulos, sobre la cabellera del hombre postrado, mientras oía su relato.

—Conque no sé bien a cuántos maté. Quizá cuatro o cinco. Herí a varios más. Pero, cuando Gorony intentó atravesarme con un cuchillo, lo tomé a modo de escudo. No se me ocurrió siquiera que se trataba de un sacerdote hasta que me encontré en mitad de la habitación con él entre los brazos. Alaric estaba en pésimo estado. Hasta donde sé, había matado a un hombre y tenía que protegerlo. Gorony sería mi salvoconducto hasta que pudiera llevar a Alaric hasta la puerta y huir del lugar. Pero, por supuesto, el templo ya había comenzado a arder…

—¿En ese momento revelaste tu identidad… deryni? —preguntó Cardiel.

Duncan asintió, lentamente.

—Cuando Alaric intentó abrir la puerta, advertimos que estaba cerrada por fuera y que ése era el salvoconducto de Warin. Alaric había usado sus poderes para abrir un cerrojo en otra ocasión, conque yo sabía que eso era posible, pero él no estaba en condiciones de poder hacer nada semejante. Tuve que hacer una elección y no rehuí mi compromiso. Usé mis poderes para que pudiéramos escapar de allí. Gorony lo vio todo, desde luego, y puso el grito en el cielo. Entonces, Warin comenzó a gritar que era un blasfemo y un sacrilego. En ese momento, nos marchamos. No pudimos impedir que el templo fuera devorado por las llamas, tomamos nuestros caballos y nos alejamos. Creo que, a fin de cuentas, el fuego nos salvó. No hubo persecución. Si hubieran ido tras nosotros, estoy seguro de que nos habrían podido capturar. Alaric estaba… muy débil.

Inclinó la cabeza y cerró los ojos, en su afán por alejar los recuerdos. Cardiel movió la cabeza, atónito.

—Y, desde entonces, hijo, ¿qué más sucedió? —le preguntó suavemente.

La voz de Morgan había recuperado la aspereza al finalizar el relato. Levantó la vista y miró a Arilan. El rostro del prelado estaba sereno y pensativo, pero Morgan creyó ver una nota de diversión en el rostro apuesto. Al cabo de un instante, la mirada de Arilan se posó sobre las manos unidas en su regazo y sobre el brillo fogoso que despedía su anillo de oficio. Entonces, se puso de pie y se volvió ligeramente. Habló con tono práctico y realista.

—Alaric, ¿cómo entrasteis en Dhassa? Cuando os capturaron llevabais atuendos de sacerdote. Eso indica que dos pobres monjes de Thomas deben de haber quedado desnudos. No les habréis hecho daño, ¿verdad?

—No, Eminencia. Los encontraréis durmiendo con un hechizo deryní en la bóveda que hay bajo el altar principal. Lamento decir que no había otro modo de lograr nuestros fines sin hacerles daño de verdad. Os aseguro que no sufrirán ningún efecto pernicioso.

—Entiendo.

Arilan se volvió hacia Morgan, que seguía de rodillas, y lo miró pensativamente. Unió las manos por detrás de la espalda y levantó la vista hacia la ventana.

—Alaric, no puedo asegurar la absolución… —comenzó.

Morgan alzó la cabeza abruptamente, con una acalorada réplica en los labios.

—No, no me interrumpáis —lo detuvo Arilan, antes de que pudiera hablar—. Lo que quiero decir es que no puedo otorgar la absolución todavía. Hay ciertos detalles de vuestro relato que debo investigar más. Pero, vaya, no es momento de hablar de estas cuestiones ahora. Si Cardiel y Duncan han terminado —fue hasta la puerta por detrás de Morgan, miró por una rendija y, luego, la abrió por completo—, como veo han hecho, debemos volver con ellos para considerar el curso posterior de nuestras acciones.

Morgan se puso de pie y estudió a Arilan con inquietud mientras el obispo pasaba al cuarto vecino. Duncan estaba sentado en la silla que daba a la ventana, con la mirada baja, y Cardiel se encontraba de pie ante otro ventanal, con la cabeza posada sobre un antebrazo que había cruzado sobre la jamba. Al verlos aparecer, Cardiel levantó la vista y comenzó a hablar, pero Arilan lo detuvo con un gesto de cabeza.

—Será mejor que hablemos, Thomas. Los guardias los custodiarán.

Cuando Arilan abrió las puertas, los centinelas irrumpieron presurosos, con las manos sobre las empuñaduras de las armas. Ante la señal de Arilan, se apartaron y se limitaron a dispersarse por la habitación. Miraban a los prisioneros con ojos temerosos. No bien se cerraron las puertas tras los dos obispos, Morgan fue lentamente hasta el asiento de la ventana y se dejó caer al lado de su primo. Reclinó la cabeza contra el cristal, cerró los ojos para concentrarse y oyó la ligera respiración de su primo, a su lado.

Espero que hayamos hecho lo correcto, Duncan, murmuró su mente en el silencio sepulcral. Pese a nuestras buenas intenciones, si Arilan y Cardiel no nos han creído, puede que hayamos firmado nuestra propia sentencia de muerte. ¿Cómo crees que se lo tomó Cardiel?

No lo sé, respondió Duncan, tras una larga pausa. La verdad es que no lo sé.