III

Éste habitará en las alturas, fortaleza de rocas será su lugar de acogimiento, se le dará su pan y sus aguas serán ciertas.

Isaías, 33:16

Sobre la planicie que corría debajo de Cardosa, el ejército de Bran Coris, conde de Marley, llevaba un mes apostado. Los hombres de Marley eran dos mil soldados robustos y férreamente leales a su joven comandante. Hacía una semana que aguardaban junto al deshielo caudaloso, en tiendas que formaban filas por orden de rango sobre el llano anegado. Ansiaban la hora en que los deshielos cesaran, mas temían el momento en que Wencit de Torenth enviara a sus hombres, como a una manada, por el desfiladero de Cardosa.

Se decía que los soldados de Wencit sabían pelear con magia, lo que aterrorizaba a la tropa que esperaba; pero, aun así, los hombres de Marley permanecerían junto al joven conde a pesar del peligro que corrían, a pesar de la muerte casi cierta. Lord Bran era un buen táctico y un jefe carismático. Además, siempre había sido extremadamente generoso con quienes le seguían. No había ninguna razón para creer que la campaña de Cardosa fuera a cambiar la habitual recompensa a la lealtad. Y, a la larga, ¿qué más podía pedir un soldado, sino lealtad y un jefe a quien poder respetar?

La mañana acababa de asomar y la tropa llevaba dos horas despierta. Lord Bran, vestido con una sencilla túnica azul militar, se apoyaba contra uno de los palos que sostenían el pabellón de su tienda y bebía un tazón de vino caliente mientras recorría las montañas bajo el tibio sol de la mañana. Sus ojos color miel se entrecerraron ligeramente en un intento de atravesar la bruma. La atractiva boca tenía un gesto que delataba su pertinacia y su determinación. Enganchó el pulgar en el cinto, engastado de joyas, que lucía en la cintura y bebió el vino, sumido en pensamientos inescrutables.

—¿Alguna orden especial para la jornada, milord?

Quien hablaba era el barón Campbell, antiguo vasallo de la familia del conde. Al acercarse, con el casco sujeto bajo un brazo, se enderezó la insignia de oro y azur que llevaba en el hombro, con deliberada indiferencia.

Bran meneó la cabeza.

—¿Algún cambio en el torrente del río esta mañana?

—Nuestras lecturas se aproximan al metro cincuenta incluso en los vados. Y hay hoyos que podrían tragar a un hombre montado sin dejar rastros. Dudo que el rey de Torenth baje de sus montañas en un día como hoy.

Bran agitó el vino que tenía en la mano y dio otro sorbo. Asintió.

—Entonces, procederemos como de costumbre: patrullas regulares y vigías en los perímetros occidentales y una guardia mínima en el resto del campamento. Y que el armero venga a verme por la mañana, ¿de acuerdo? La empuñadura de mi nuevo arco todavía no está bien equilibrada.

—Sí, señor.

Mientras Campbell saludaba y se volvía para cumplir las órdenes de Bran, otro hombre, con el atuendo gris de escribano, se acercó desde una tienda vecina, con una pila de pergaminos en la mano. Bran miró distraídamente en su dirección y el hombre se inclinó con respeto, antes de entregarle una pluma marrón al conde.

—Su correspondencia está lista para la firma, milord. Los mensajeros aguardan sus órdenes.

Bran tomó las cartas, con un ligero gesto de asentimiento, y las examinó brevemente, con expresión aburrida en el rostro. Tendió el tazón a otro hombre para que lo sostuviera mientras él garabateaba su rúbrica al final de cada página. Cuando terminó, devolvió los documentos al escribiente, a cambio de su copa, y habría vuelto a escrutar las montañas con aire ausente de no ser porque el hombre se aclaraba la garganta con insistencia.

—Ah, milord.

Bran lo miró ligeramente irritado.

—Milord, su carta a la condesa Richenda… ¿Desea sellarla?

La mirada de Bran se posó sobre el pergamino que el otro le mostraba y, luego, fue hasta el rostro del hombre, con un suspiro de hastío. Se quitó un pesado sello de plata del pulgar y lo dejó caer sobre la palma extendida del hombre. —Encárgate de ello, ¿quieres, Joseph?

—Sí, milord.

—Mejor aún, entrégala personalmente. Si puedes convencerla, creo que sería bueno que se trasladara con mi heredero a un sitio neutral. Dhassa, quizá. Estarían a salvo con los obispos.

—Muy bien, señor. Partiré de inmediato.

Bran se lo agradeció con un gesto y el amanuense se retiró con el anillo a buen resguardo. Un hombre, en uniforme de capitán, se acercó y saludó con una reverencia. Iba vestido, de cuello a rodillas, con un rústico manto de lana azul desvaído y una pluma del mismo color aleteaba sobre el yelmo de acero. Bran sonrió ante el saludo del hombre y éste le devolvió la sonrisa.

—¿Algún problema que deba conocer, Gwyllim? —preguntó el conde.

El hombre meneó la cabeza ligeramente y la pluma tembló otra vez.

—En absoluto, milord. Los hombres del Quinto de Caballería solicitan el honor de que seáis vos quien pase revista a su cuerpo. —Miró las montañas que su comandante había estado escrutando—. En todo caso, será un espectáculo más edificante que observar esas malditas montañas.

Bran le dirigió una sonrisa lenta y perezosa.

—Ya lo creo que sí. Pero ten paciencia, amigo mío. Cuando esta situación de estancamiento termine, habrá acción de sobra aun para ti. Wencit de Torenth no permanecerá eternamente en las montañas.

—Ah, en eso sí que tenéis ra…

Gwyllim había vuelto su atención al paso. Se irguió de pronto y escrutó la bruma, con los ojos entrecerrados. Al ver el renovado interés de Gwyllim por el paisaje, Bran dirigió los ojos en la misma dirección y chasqueó los dedos en dirección a un paje que se había mantenido cerca durante toda la conversación.

—Eric, mi catalejo. Gwyllim, la alerta. Esta vez puede ser…

Mientras el niño partía para cumplir el recado del conde, Gwyllim les hizo señas a varios de sus hombres que aguardaban no lejos de allí. La voz corrió deprisa. Bran se protegió los ojos del resplandor y continuó escudriñando la niebla, pero las imágenes continuaban siendo confusas. Cierto número de jinetes avanzaba por la pendiente, tal vez unos doce hombres en brillantes monturas verdes que refulgían bajo el sol diáfano de la mañana. Los hombres vestían mantos de opaco tono bermejo. El que iba a la cabeza de la pequeña columna llevaba un atuendo blanco y una lanza, de cuya punta pendía, inerte, un estandarte del mismo color. Bran frunció el ceño y se llevó el catalejo a los ojos para mirarlos más de cerca.

—Los jinetes llevan el emblema de Torenth —observó en voz baja, mientras recorría con la vista la columna que se aproximaba. Gwyllim y Campbell regresaron a su lado—. Y, en manos del que encabeza el grupo, hay una bandera de parlamento. Hay otros dos que no visten librea y que tal vez sean los negociadores…

Bajó el catalejo, miró a los jinetes y le pasó la lente a Campbell. Fue hasta su tienda, chasqueó los dedos y volvió a hacer un gesto imperioso.

—Bennett, Graham, llevad una escolta e id a su encuentro. Respetad la tregua mientras ellos lo hagan, pero vigiladlos bien. Podría ser un truco.

—Sí, milord.

Mientras el grupo proseguía el descenso por la ladera, la escolta dispuesta por Bran pasó por delante de su tienda en un concierto de embocaduras, mallas y arneses de cuero. Varios de sus nobles y de sus capitanes se acercaron hacia su tienda. Era evidente que habían dado la alerta: cuando el conde hablara con los emisarios torentinos, algo habría de suceder.

A unos trescientos metros del límite del campamento, los dos grupos se encontraron, bajo el escrutinio de Bran. El comandante se introdujo en su tienda y, segundos más tarde, salió con una daga a la cintura y una diadema de plata sobre la cabeza.

Sus nobles lo rodearon, como exhibición de fuerzas, y el contingente emisario se aproximó a paso normal, rodeado por la escolta.

Ahora que los tenía cerca, Bran vio que no se había equivocado con respecto a los dos nobles. El más majestuoso de ambos, alto, con un manto negro bordado y una túnica escarlata, tenía un aire extranjero. Descendió de su corcel de guerra y avanzó hacia las tropas de Bran. Llevaba el atuendo húmedo, tras atravesar el desfiladero anegado, y cuando se quitó el casco de pluma negra de la cabeza y lo sostuvo bajo el brazo derecho, mostró una barba prolija y un rostro inescrutable. Llevaba el cabello largo, negro y recogido en la nuca con un broche de plata y, en el suntuoso cinto de seda, se veía una daga de plata reluciente, colocada como al descuido e inclinada para desenvainar con la mano zurda. No parecía llevar más armas que ésa.

—Supongo que sois el conde de Marley, a cargo de este ejército —anunció el hombre en tono ligeramente condescendiente.

—Así es.

—En tal caso, el mensaje que llevo es para vos, milord —continuó el hombre. Se inclinó ligeramente desde la cintura—. Soy Lionel, duque de Arjenol. Sirvo a Su Majestad, el rey Wencit, quien me ordena transmitiros sus felicitaciones a vos y los vuestros.

Los ojos de Bran se entrecerraron. Estudió al orador y enganchó los pulgares por detrás del cinto enjoyado que llevaba a la cintura.

—He oído hablar de vos, milord. ¿Acaso no sois pariente del mismo Wencit?

Lionel se inclinó con deferencia y sonrió.

—Tengo ese honor, milord. La que he desposado es hermana de nuestro amado rey. Espero que responda por nuestra seguridad mientras estemos en vuestro campamento, milord.

—No necesitáis temer nada siempre y cuando respetéis la tregua proclamada por vuestro estandarte. Además de sus felicitaciones, ¿qué otro mensaje traéis de Wencit?

Los ojos oscuros de Lionel recorrieron los rostros de Bran y de sus hombres. Se inclinó una vez más:

—Mi lord conde de Marley, Su Serena Majestad Wencit de Torenth, rey de Torenth, de Tolan y de las Siete las Tribus del Este, desea el honor de vuestra presencia en su cuartel temporal, sito en la ciudad de Cardosa. Allí se reunirá con vos para analizar la posibilidad de un cese de hostilidades y una retirada mutua de la zona en disputa o quizá alguna otra solución que Su Excelencia desee sugerir. Su Serena Majestad no tiene contiendas pendientes con el conde de Marley y no desea librar batalla con quien estima desde hace tantos años. Aguarda vuestra respuesta inmediata.

—No vayáis, milord —murmuró Campbell. Dio un paso hacia Bran, como para protegerlo—. Es un truco.

—No se trata de un truco, milord —repuso Lionel—. Para que tengáis certeza de la sinceridad de Su Majestad, ha ordenado que mi escolta y yo permanezcamos aquí como rehenes hasta que vos regreséis sano y salvo. Si lo deseáis, podéis llevar a uno de vuestros oficiales y una guardia de honor de diez hombres. Tendréis la libertad de marchar de Cardosa y regresar a vuestro campamento en cualquier momento, no bien consideréis que las conversaciones no merecen vuestra atención o que van en contra de vuestros intereses. Creo que el ofrecimiento es más que generoso. ¿No estáis de acuerdo conmigo?

Bran estudió al hombre, con el rostro impertérrito, durante unos momentos, y luego indicó a Gwyllim y a Campbell que lo siguieran a la tienda. Allí dentro, las paredes eran de terciopelo azul y ocre y, sobre alfombras y sillas, se habían dispuesto lujosas pieles. Bran fue hasta el centro de la tienda y jugueteó con la empuñadura de la daga. Se volvió para estudiar los rostros de los dos capitanes.

—Y bien, ¿qué pensáis? ¿Debo ir?

Los dos cambiaron miradas furtivas. Habló Campbell:

—Con perdón, milord, este asunto no me agrada. ¿Qué podemos conseguir de semejante conferencia más que una nueva oportunidad para la traición? Por mucho que diga este duque Lionel, no creo ni por un minuto que Wencit piense retirarse. Sin ninguna duda, puede ganar si decide bajar de las montañas. Sólo es cuestión de cuántos hombres tendremos que perder para otorgarle la victoria. Y, si usa la magia…

—Mi fiel Campbell —le cortó Bran, con una sonrisa lúgubre—, siempre me recuerdas las verdades que preferiría olvidar. ¿Gwyllim?

El hombre se encogió de hombros bajo el manto de lana azul.

—Campbell tiene razón en parte, milord. Creo que hemos sabido desde un principio que no podríamos resistir mucho tiempo el paso si Wencit decidía bajar. Me pregunto a qué clase de arreglo piensa llegar… También tiendo a darle la razón a Campbell en que esto huele a trampa. Dudo en aconsejaros que vayáis o que os quedéis…

Bran acarició el casco y la cota de malla que había sobre una silla y dejó que la mano se hundiera en la piel tendida bajo la armadura.

—¿Quién era el otro hombre que venía con Lionel? El que permaneció sobre el caballo. ¿Alguno de vosotros lo conoce?

—Es Merritt de Reider, milord —contestó Campbell—, dueño de muchísimas tierras al noreste, en la frontera con Tolan. Me sorprende que Wencit lo haya enviado en una misión como ésta; especialmente, si planea algo sucio.

—Precisamente, lo que estaba pensando —dijo Bran y siguió acariciando la piel, con aire ausente y los ojos fijos en la pared de la tienda—. Se me ocurrió que podría ser una forma de decirnos que sus intenciones con respecto a esta conferencia son serias. Tanto, que arriesgaría como rehenes a un cuñado y a un poderoso aliado para tranquilizarnos. Si soy realista al medir mi valor, dudo de que Wencit arriesgue a los dos que envió sólo para capturarme o destruirme. Si eso quisiera, hay una docena de formas menos peligrosas y costosas.

Gwyllim se aclaró la garganta, inquieto.

—Milord, ¿habéis considerado la posibilidad de que Wencit quiera que los rehenes hagan algo en el campamento cuando vos os hayáis ido? Si son deryni, por ejemplo, nadie puede calcular los daños que podrían infligirnos. Tal vez algo que no detectemos hasta que vos hayáis vuelto y ellos vayan camino de su amo.

—Es cierto, milord —convino Campbell—. ¿Y si los rehenes se lanzan a causar una catástrofe mientras vos no estáis? ¡No me fío de ellos, señor!

Bran se pasó las manos por el rostro y miró al techo un instante. Pensó en lo que ambos hombres le decían. Por fin, se volvió hacia ellos, con un suspiro.

—No puedo razonar contra vuestra lógica. Sin embargo, algo me dice que, en este caso, no hay traición en juego. Si Lionel y Merritt son realmente deryni, han tenido tiempo de sobra para destruirnos. Y, si no lo son, sería insensato intentar cualquier cosa, rodeados como están. Pero, para tranquilizaros, podría pedirle a Cordan que preparase una poderosa droga soporífera, con el fin de dárselo a todo el contingente que quedará como rehén. Si acceden a esta precaución, creo que no correría peligro al aceptar esta conferencia que desea Wencit. Después de todo, sus acciones requerirán algo de confianza, ¿no estáis de acuerdo?

Gwyllim meneó la cabeza, dubitativo, y se encogió de hombros con resignación.

—Sigue siendo un riesgo, señor.

—Pero entiendo que se trata de un riesgo razonable. Campbell, busca a Cordan y ocúpate de la poción, ¿quieres? Gwyllim, tú vendrás conmigo a Cardosa. Ayúdame a colocarme la malla.

Minutos más tarde, Bran y Gwyllim salieron de la tienda y se dirigieron hacia los emisarios de Torenth, que aún aguardaban. Bran se había cambiado la túnica por una cota de malla y un manto azul real. Sobre el peto de cuero, se veía el emblema de su águila azul. En la garganta y bajo las cortas mangas del jubón, asomaba la malla brillante y, de un tahalí de cuero blanco que le cruzaba el pecho, pendía un espadón con empuñadura de marfil. Gwyllim se detuvo a su lado, con el casco de pluma azul y los guantes de montar de Bran en la mano izquierda. Cuando Bran apareció bajo la luz del sol, sus ojos color miel brillaban de astucia.

—He decidido aceptar la invitación de vuesto rey, mi lord duque —dijo con ligereza.

Lionel se inclinó y reprimió una sonrisa. Merritt y otros hombres armados habían desmontado en ausencia de Bran y se agolpaban a la espalda de Lionel.

—Sin embargo —continuó Bran—, hay varias condiciones que deseo imponer antes de que partamos a Cardosa con quien porta vuestro estandarte. No sé si accederéis a nuestra petición…

Campbell, un hombre armado y otro esbelto, con ropas de cirujano de campo, se aproximaron alrededor de Bran y los ojos de Lionel los escrutaron con suspicacia. El médico llevaba una gran vasija de arcilla con asas a ambos lados. Merritt se acercó a Lionel y murmuró algo a su oído. Al volver la atención a Bran, Lionel frunció el ceño.

—Enunciad vuestros términos, milord.

—Confío en que no os ofenderéis ante nuestra precaución, milord —asintió Bran—, pero debo tener la certeza de que no incurriréis en conductas indeseadas mientras me encuentre lejos de mi campamento.

—Lo comprendo.

—Sabía que estaríais de acuerdo. Por lo tanto, para resguardarme de posibles traiciones mientras vos estéis aquí y yo no, hice que mi maestre cirujano preparara una sencilla droga soporífera, que vos, lord Merritt y los guardias restantes deberéis ingerir antes de mi partida. Como veis, no tengo modo de conocer vuestro verdadero propósito en este momento ni puedo leeros la mente. Por lo que yo sé, hasta podríais ser hechiceros deryni. ¿Accedéis a nuestros términos?

Al escuchar la propuesta de Bran, el rostro de Lionel se oscureció. Miró a Merritt y a sus hombres con inquietud antes de hablar. Parecía que ni a él ni a Merritt les entusiasmaba la idea de pasar las horas siguientes drogados en el campamento de Bran, pero negarse a los términos sería reconocer que no se fiaban de ellos y quizá que la invitación de Wencit no era lo que parecía. Obviamente, Lionel había recibido órdenes precisas y contestó en tono frío y formal al joven conde:

—Perdonad mi demora momentánea, milord, pero no habíamos previsto estas condiciones. Entendemos vuestra precaución, por supuesto, y deseamos aseguraros que Su Majestad no piensa causaros daño por medio de la magia. Podría haberlo hecho sin poner en riesgo nuestras vidas, si tal hubiera sido su fin. Sin embargo, debéis comprender que nosotros, a su vez, mostremos cierta cautela de nuestra parte. Antes de poder acceder a vuestros términos, debemos estar convencidos de que tal poción es realmente la droga somnífera que decís.

—Lo comprendo, claro está —dijo Bran. Con un gesto, le indicó a su cirujano que se acercara—. Cordan, ¿quién probará el brebaje para Su Excelencia?

Cordan le dio un codazo a un soldado que tenía a su lado y dio un paso adelante. Mientras el otro se erguía en posición de firmes, Cordan hizo una reverencia.

—Este es Stephen de Longueville, milord —murmuró. Sostenía la vasija de arcilla en las manos firmes y no apartaba los ojos del rostro de Bran.

—Excelente. Lord duque, ¿os parece aceptable este hombre?

Lionel meneó la cabeza.

—Vuestro cirujano podría haberlo preparado de antemano, milord. Si su intención es envenenarnos, podría haber recibido un antídoto. ¿Podría hacer mi propia elección?

—Desde luego. Debo pedir que no escojáis a uno de mis oficiales, ya que necesitaré de sus servicios mientras esté fuera. Pero cualquiera de los otros estará a vuestra disposición. Elegid a quien prefiráis con toda libertad.

Lionel tendió el casco a uno de sus hombres, giró sobre sus talones y volvió hasta los jinetes que rodeaban a su propia escolta. Escrutó a los hombres con cuidado y, luego, se acercó a uno de los animales. Puso su mano en la rienda. El caballo meneó la cabeza y relinchó.

—Este hombre, milord. No hay modo de que haya sido preparado anticipadamente. Que él pruebe la poción que nos dará a tomar.

Bran asintió, hizo un breve gesto con la mano y el hombre descendió del caballo. Cruzó la hierba hacia Bran, seguido de cerca por Lionel, que lo observaba sin apartar los ojos de él. Cuando el hombre se quitó el yelmo e intentó dárselo a uno de sus camaradas que rodeaban al conde, Lionel se interpuso y tomó el casco con sus propias manos para tendérselo al otro. El duque no pensaba arriesgarse a que, sin su conocimiento, algo se le entregara al joven escogido.

Lionel indicó a Merritt que lo custodiara, fue hasta Bran y tomó la vasija de arcilla de manos de Cordan. Sus ojos negros midieron a Bran un largo instante, con el rostro surcado por la irritación. Entonces, levantó el cuenco a modo de saludo y se volvió hacia donde Merritt aguardaba con el soldado. Uno de los hombres de Lionel tomó el recipiente, lo examinó y olisqueó el contenido con suspicacia. Sólo entonces, trajeron al soldado de Bran para que pusiera las manos sobre la vasija. Lionel y Merritt se situaron a ambos lados del joven para observarlo. Mientras se disponían a administrarle la pócima, Lionel lanzó una mirada recelosa a Bran.

—¿Cuál es la dosis requerida?

—Con un trago bastará, Excelencia —replicó Cordan—. La droga actúa con gran rapidez.

—¿Ah, sí? —murmuró Lionel y volvió su atención al hombre—. Muy bien, mi buen soldado. Si te atreves, bebe con ganas. Se dice que tu comandante es un hombre de palabra. Si lo es, despertarás más tarde. Ahora, bebe.

El hombre, guiado por el que sostenía el cuenco, se llevó la vasija a los labios y tomó un sorbo. Enarcó las cejas, al sentir el sabor de la pócima, miró a Lionel y tragó. Tuvo tiempo de relamerse los labios apreciativamente: Cordan era célebre por el uso que hacía de los mejores vinos. Entonces, se desplomó y habría caído al suelo de no ser porque Lionel y Merritt lo sujetaron por los brazos y lo posaron en el suelo. Cuando quedó tendido en tierra, estaba profundamente dormido. No hubo gritos ni sacudidas que pudieran despertarlo. El que sostenía la vasija pasó el cuenco a Merritt y examinó al hombre. Miró los párpados laxos, le buscó el pulso, que latía con firmeza, y asintió a regañadientes. Lionel se puso lentamente de pie y miró a Bran, con el rostro tenso, pero resignado.

—Parece que el maestre cirujano es, realmente, muy hábil, milord. Desde luego, por lo que hemos visto no podemos desechar que se trate de un veneno de acción prolongada ni la posibilidad de que nos administren otra cosa aprovechando nuestro sueño o, incluso, de que nos maten. Pero la vida está llena de azares, ¿no es cierto? Y Su Majestad estará esperando vuestra llegada o bien mi regreso. Ni siquiera yo me atrevo a perpetuar su espera.

—Entonces, ¿aceptaréis mis términos?

—Eso parece —Lionel se inclinó—. Confío en que se nos permitirá descansar en otro sitio que no sea la tierra húmeda, como a este incauto amigo. —Miró al guardia y sonrió sardónicamente—. Cuando regresemos a Cardosa, Su Majestad se molestará mucho si sabe que mis colegas y yo tuvimos que dormir en el suelo de tierra.

Bran se inclinó ligeramente, le devolvió a Lionel la sonrisa sardónica y apartó la cortina de su tienda.

—Pasad, entonces. Dormiréis en mi propio pabellón. No se dirá que los lores de Gwynedd no sabemos alojar a los nobles visitantes…

Bran y sus hombres se hicieron a un lado, Lionel insinuó una reverencia e hizo una seña al resto de su contingente para que desmontara, antes de conducir a sus hombres a la tienda. Miró el suntuoso interior con aire de aprobación, cambió suspiros resignados con Merritt y con algunos de sus camaradas y escogió las sillas más cómodas del lugar. Se sentó.

Tras quitarse los guantes y el casco, los dejó a sus pies en el suelo y se reclinó cómodamente. El cabello largo y oscuro refulgió bajo la luz que se filtraba por la cortina abierta. Puso las botas sobre un taburete, para descansar las piernas, y se acomodó un mechón rebelde de pelo. El cuchillo titiló desde el cinto con el reflejo de una vela que trajo un asistente; mientras los hombres se disponían sobre las pieles, a sus pies, Lionel jugueteó con su empuñadura. Merritt escogió la silla que había al lado de la de su camarada, con el rostro tenso y aprensivo, y el que sostenía la vasija se detuvo inquieto al lado del palo central de la tienda. Mientras Bran y Gwyllim se internaban en el refugio del toldo, el portaestandarte torentino se acercó a la entrada para escudriñar en el interior con el rostro más blanco que el pendón que llevaba. Sólo él y el que sostenía el brebaje volverían a Cardosa cuando el resto bebiera.

Lionel estudió a los cinco hombres que se habían sentado a sus pies, confiados, y le indicó al otro que les administrara la pócima de uno en uno. Todos mantuvieron los ojos fijos sobre los de Lionel al beber y, cuando la vasija llegó a manos de Merritt, el primero de los hombres se desplomó en posición supina. El que llevaba el recipiente se detuvo alarmado, al ver que dos más caían, y Merritt comenzó a ponerse de pie, pero Lionel meneó la cabeza ligeramente y le indicó a Merritt que bebiera. Con un suspiro de resignación, el hombre obedeció y se dejó caer en la silla, mientras otro soldado se desmoronaba. Cuando todos quedaron inertes y el brebaje le fue ofrecido a Lionel por las manos temblorosas de su camarada, el duque tomó la vasija y la sostuvo casi con ternura entre sus dedos largos y delicados.

—Son buenos hombres, lord Bran —dijo lentamente, mientras le lanzaba una mirada penetrante al conde—. Me han confiado sus vidas y yo he puesto en juego esa confianza. Si, mediante cualquier acción, me defraudáis y algo les sucede a estos hombres, juro que los vengaré aun desde el sepulcro. ¿Me habéis comprendido?

—Os he dado mi palabra, señor —dijo Bran, inexpresivamente—. He dicho que ningún daño os sucedería. Si las intenciones de vuestro señor son honorables, no tendréis nada que temer.

—No temo, milord, sólo advierto —repuso Lionel suavemente—. Más os vale cumplir vuestra palabra.

Miró al que le había ofrecido la vasija, la alzó a modo de brindis y murmuró:

—¡C'raint!

Bebió la pócima y devolvió el cuenco al hombre. Al reclinarse en la silla, se estremeció ligeramente, como si un frío le hubiera atacado de pronto, pese al calor que reinaba en la tienda, posó la cabeza contra el respaldo de la silla y se sumió en el sopor. El asistente dejó la vasija sobre la alfombra, a su lado, y buscó el pulso de su superior. Satisfecho de haber hecho todo lo que podía, se puso de pie y se inclinó brevemente ante Bran Coris.

—Si estáis dispuesto a cumplir la parte que os corresponde en el trato, es hora de que nos marchemos, milord. El trayecto es difícil y, durante gran parte del mismo, habrá que cabalgar por aguas heladas. Su Majestad nos aguarda.

—Desde luego —murmuró Bran.

Observó a los rehenes dormidos con admiración y se cubrió la cabeza con el casco. No podía negar que eran una tropa disciplinada.

—Cuida de ellos, Campbell —dijo. Se calzó los guantes y fue hasta la entrada de la tienda—. Wencit querrá que regresen en perfecto estado y no deseamos decepcionarlo.