XX

Me ha entregado el Señor en sus manos, contra quienes no podré levantarme.

Lamentaciones, 1:14

¡Horror! ¡No podía hacerlo!

Cuando la punta de la daga comenzó a oprimirle la carne, los brazos de Derry se tensaron y lo impulsaron hacia un lado, lejos de la ansiada muerte. Con un gemido de agonía, arrancó el arma del suelo y trató de rebanarse las muñecas y de abrirse en dos el cuello que se le cerraba. Pero de nada le sirvió, no pudo hacerlo, era como si una mano invisible desviara todos sus esfuerzos y los condujera a destinos por completo inofensivos.

¡Wencit! ¡Wencit había tenido razón! ¡Derry no era capaz siquiera de matarse!

Con lágrimas incontenibles de frustración, se tendió sobre el vientre y sollozó amargamente. Las heridas le ardían por la extenuación y la cabeza parecía estallarle. La daga seguía en su mano. Sin poder parar, una y otra vez, apuñaló la paja que cubría el suelo de arcilla. Después de un rato, la violencia cesó y los sollozos se hicieron más espaciados. Consigo, la consciencia se llevó, en parte, el espanto de su impotencia.

En cierto momento, creyó volver en sí. O quizá sólo lo soñó. Pensó que había dormido unos minutos apenas cuando advirtió que algo se posaba suavemente sobre su hombro: el contacto inseguro de una mano humana. Se tensó, con el ceño fruncido, creyendo que nuevamente Wencit volvía a atormentarlo, pero la mano no lo castigó y el dolor no se produjo. Cuando, por fin, Derry se armó de coraje para alzar la cabeza hacia el intruso, se sorprendió al descubrir a un desconocido con hábito gris que lo miraba con preocupación. No sintió miedo, aunque sabía que, probablemente, lo mejor fuese temer.

Abrió la boca para hablar, pero el desconocido movió la cabeza y posó una mano fresca sobre su boca, en son de advertencia. Los ojos del hombre brillaban con un matiz ahumado y plateado que, bajo la sombra de su caperuza monacal, parecía el centelleo de la escarcha. Derry tuvo la impresión de que su cabello era de un color oro platinado y de que, alguna vez, había visto antes ese rostro, aunque no pudo recordar dónde. Pero, entonces, la visión comenzó a nublársele y él empezó a flotar a la deriva.

Tuvo una vaga conciencia de las manos del hombre que le recorrían el cuerpo, le tanteaban las heridas; y creyó sentir que, allí donde se posaban, el dolor disminuía, pero ya no pudo enfocar más la mirada. Sintió sobre su mano derecha el contacto del desconocido y creyó oír un gemido de desazón cuando el hombre le levantó la mano para examinar algo frío y plateado que llevaba en el índice derecho. Pero no podía mover un sólo músculo para oponer resistencia. Cuando el desconocido se puso de pie, la mente de Derry tornó a flotar nuevamente. Se preguntó de un modo vago si estaba viendo realmente un nimbo de luz alrededor de la cabeza del hombre o si era una burda alucinación. Ni siquiera eso pareció importarle.

Y, entonces, el hombre retrocedió hacia la puerta, mirándolo con aire extraño. Cuando la puerta se cerró detrás de la figura vestida de gris, Derry tuvo la inequívoca impresión de que, en el atuendo del hombre, había un asomo de azul y de que tras la fachada de benevolencia, parpadeaba un semblante más oscuro. Por su mente, pasó la idea de que algo extraño acababa de suceder y de que en lo acontecido había algo que él debía estar en condiciones de inferir.

Pero no pudo. Luego, la cabeza, cayó sobre la paja en una nueva oleada de olvido. Y durmió.

Derry no podía haber sabido que el ejército de Kelson se acercaba ya entonces a los llanos de Llyndreth. Como Kelson ardía de impaciencia por llegar al sitio de la batalla a la puesta de sol, el ejército real había iniciado la marcha antes de que amaneciera. Las patrullas de reconocimiento y los expedicionarios se habían adelantado durante toda la jomada, esperando poder conocer mejor el área aledaña antes de que el grueso del ejército se lanzara sobre un peligro imprevisto. Pero no se informó de nada fuera de lo ordinario hasta la tarde, cuando llevaban tres horas marchando sobre la planicie de Cardosa. La noticia causó profunda inquietud.

Una de las patrullas había estado adelantándose ligeramente al oeste de la línea principal de marcha, cuando vio lo que parecía ser un grupo de soldados de infantería que aguardaba en una cañada poblada de arbustos. Como no querían revelar su propia presencia, los expedicionarios se abstuvieron de acercarse, lo cual les impidió identificar los pendones de batalla de la tropa. Pero parecía haber cincuenta hombres en el grupo; el sol se reflejaba, poderoso, sobre el acero pulido de las corazas, de los yelmos y de las lanzas. Sin duda, se trataba de una emboscada.

La expedición regresó de inmediato para informar a Kelson, y el joven rey frunció el ceño al tratar de descubrir el propósito del enemigo. La emboscada sólo podía ser una táctica concebida para distraerlos, pues un grupo tan reducido jamás podría tener posibilidades de causar graves daños sobre las fuerzas combinadas de Gwynedd. Pero semejante misión sería suicida para los atacantes, a menos que hubiera alguna hechicería en juego que alterara lo aparentemente inevitable y protegiera a los hombres.

El pensamiento alertó a Kelson de inmediato y tras un instante de reflexión llamó al general Gloddruth ante él. Gloddruth se había desempeñado como asistente de campo desde que regresara del holocausto de Rengarth. Con toda atención, escuchó a su joven comandante en jefe, que le comunicaba nuevas órdenes de marcha para transmitir por la cadena de mandos. Luego, cuando Gloddruth se volvió para marcharse, Kelson partió al galope para hallar a Morgan y buscar su opinión.

Encontró al general deryni sobre un inmenso corcel de guerra blanco, delante de la columna principal, con Duncan, Nigel y el obispo Cardiel a su lado. Morgan interrogaba a un joven expedicionario de aspecto temeroso que montaba un corcel bayo y que parecía incapaz de mantener el animal bajo control. Más allá, media docena de jinetes se apretujaban en un estrecho círculo; sus jubones y emblemas de cuero los señalaban como expedicionarios de la misma unidad del que hablaba con Morgan. El general parecía dirigirse a él con enfado y Cardiel jugueteaba nerviosamente con los extremos de las riendas. Sólo Nigel saludó a Kelson cuando éste se acercó. Sobrecogido, el rey advirtió que Duncan sostenía entre los dedos los jirones sangrientos de un pendón de batalla con las rosas escarlatas y el león durmiente del clan McLain. Sin decir una palabra, clavó sus ojos inquisidores sobre el rostro de Morgan.

—No puedo decir qué sucedió, príncipe —dijo Morgan, y tiró con fuerza de las riendas al ver que su caballo se acercaba al negro de Kelson para morderlo—. Aparentemente, alguien nos ha dejado una advertencia no muy sutil al otro lado del promontorio. Dobbs trajo esta bandera —señaló la tela que Duncan tenía en las manos—, pero no quiere decirnos mucho sobre ello. Pienso que lo mejor sería investigar.

—¿Crees que sea una trampa? —preguntó Kelson. Miró nuevamente la bandera y se estremeció—. Dobbs, ¿qué viste allí?

Dobbs lanzó una mirada furtiva a su rey, sujetó las riendas con más fuerza alrededor del puño y se persignó con un escalofrío.

—Dios se apiade de ellos, Majestad. Es algo tan… No puedo hablar de ello… —murmuró, y la voz se le quebró en la garganta—. Era algo horrendo, obsceno. Majestad, larguémonos de este sitio ahora mismo, mientras podamos. No podemos combatir contra un enemigo capaz de hacerles esto a sus contrincantes.

—¡En marcha! —dijo Morgan, y sacudió violentamente la cabeza para dar por terminado el interrogatorio.

Tiró impaciente de la embocadura, hizo girar al animal y lo espoleó hacia el lado cercano del promontorio, seguido de cerca por Kelson, Duncan y los demás. En lo alto, los aguardaban ya Warin y dos de sus tenientes. Con ellos estaba el obispo Arilan, encaramado sobre los estribos para escrutar la planicie. Warin cabeceó levemente cuando los demás se detuvieron ante él.

—Es un espectáculo tétrico, Majestad —dijo con voz grave, mientras señalaba hacia la planicie que se extendía ante ellos—. Mirad los halcones y las aves de rapiña que vuelan en círculo. Algunas de ellas caminan por el suelo. ¡No me agrada!

Kelson siguió la mirada de Warin y, de sus labios, escapó una exclamación. Allí, sobre el llano, a menos de un kilómetro, vio lo que al parecer era un grupo de hombres armados, detenidos en posición de firmes entre un cúmulo de vegetación y de arbustos bajos. Los hombres arrojaban sombras largas y delgadas bajo el último sol de la tarde y el resplandor del astro hacía arder sus cascos y armaduras con un fulgor rojizo.

Pero entre ellos no se advertían movimientos, salvo el incesante aleteo de las aves de rapiña que sobrevolaban el cielo cerca de la tierra. Kelson se protegió los ojos del resplandor del sol cegador y vio una cantidad mayor de aves, que graznaban y se abatían como ebrias contra los hombres. Al oeste, una bandada de aves negras oscurecía el cielo por encima de la pequeña cañada donde los expedicionarios de Kelson informaron de la actividad. No hacía falta mucha imaginación para comprender lo que sucedía en la hondonada. Kelson bajó la cabeza y tragó saliva con visible inquietud.

—¿Son… nuestras las banderas? —preguntó con voz inaudible.

Uno de los tenientes de Warin cerró un catalejo e inclinó la cabeza.

—Parece que sí, Majestad. Están todos… muertos.

Sus últimas palabras se quebraron y tuvo que sofocar un sollozo involuntario.

—Basta ya —ordenó Morgan, resuelto a asumir el mando momentáneamente—. Wencit nos ha dejado un mensaje repugnante, de eso no hay duda. Ahora falta leerlo en toda su extensión. Nigel, designa una escolta para que se una a nosotros. El resto de vosotros, venid conmigo.

Espoleó a su cabalgadura y comenzó a descender la ladera. Duncan y los obispos lo siguieron. Kelson miró a Nigel con vacilación. El príncipe parecía esperar confirmación de su sobrino real, de modo que Kelson asintió con la cabeza y se volvió para seguir a los demás. Warin iba a su lado, por la suave pendiente, mientras Nigel volvía para formar la escolta. Aunque iniciaron la marcha a paso veloz, los caballos aminoraron el paso al acercarse a la escena sangrienta; el aire hedía a muerte. Varios de los animales se sobresaltaron cuando las inmensas aves de rapiña levantaron el vuelo para abandonar el lugar.

La suerte corrida por los hombres que había bajo el círculo de pájaros era evidente. Los hombres llevaban el atuendo azul, plata y púrpura de Kierney y Cassan —la casa de Duncan—. Cada uno de ellos había sido empalado con una estaca de madera firmemente sostenida en la tierra y cuya punta afilada había horadado la cavidad corporal. Varios de los cuerpos —los que habían estado protegidos por menos piezas de armadura— parecían totalmente devorados por las aves de rapiña. El aire hedía con el olor de la carne podrida por el sol y de los excrementos de las aves.

La faz de Kelson quedó más blanca que el penacho de plumas que aleteaba en el emblema de su sombrero. Los demás tiraron de las riendas, pálidos y mudos. Duncan meneó la cabeza y cerró los ojos ante la horrenda visión. Hasta Warin se revolvió en la silla de montar, como si fuera a marearse de un momento a otro. Cardiel extrajo un pañuelo de hilo blanco de su manga y lo sostuvo firmemente contra la nariz y la boca durante largo rato, luchando contra un estómago rebelde, y, luego, volvió sus ojos opacos sobre Kelson.

—Majestad… —La voz se le quebró y tuvo que comenzar nuevamente—. Majestad, ¿qué clase de hombre puede hacer semejante cosa a su prójimo? ¿Acaso el enemigo no tiene alma? ¿Convoca demonios de los negros confines para que lo sirvan con su magia?

Kelson movió la cabeza con amargura.

—No es magia, obispo —murmuró—. Estamos ante el horror humano, calculado para aterrorizar mucho más que cualquier magia que Wencit pudiera habernos dejado a semejante distancia.

—Pero ¿por qué hizo esto?

Morgan hizo girar su brioso corcel y tragó saliva con esfuerzo.

—Wencit conoce los miedos humanos —dijo en voz baja—. ¿Qué horror más espantoso podría haber para una tropa que ver a sus semejantes, empalados y mutilados en una muerte atroz como ésta? El hombre que concibió esto…

—¡No fue un hombre, sino un deryni! —escupió Warin, y dio un tirón a su caballo para que quedara de frente a Morgan—. ¡Un deryni perverso! Majestad… —Sus ojos flamearon con el fuego fanático que Kelson había creído extinguido para siempre—. ¡Ya veis de qué son capaces los deryni! ¡Ningún humano podría haber descargado semejante ira sobre el enemigo! ¡Esto ha sido obra de un deryni! ¡Os dije que no podíais fiaros de…!

—¡Tienes mala memoria, Warin! —estalló Kelson, interrumpiéndolo—. No justifico semejante crueldad, pero hay amplios antecedentes en la historia humana de actos tan infamantes como éste. ¡No vuelvas a traer a colación el asunto deryni! ¿Está claro?

—¡Majestad! —comenzó Warin, con indignación—. Me malinterpretáis. Nunca quise…

—Su Majestad sabe a lo que os referís —dijo Arilan con voz cansada, meciendo el peso sobre la silla y recorriendo con la vista la escena que tenían delante—. Sin embargo, lo más importante en este momento es…

Su voz se perdió pensativamente mientras miraba los cuerpos empalados. De pronto, arrojó su manto a los caballos que había cerca y se bajó de la montura. Mientras los otros lo observaban sin comprender, Arilan fue hasta el cadáver más cercano y apartó un pliegue de su manto. Después de una pausa reflexiva, fue hasta otro cuerpo e hizo lo mismo. Al volverse a Kelson y a los demás, inclinó la cabeza, consternado. Nadie se había movido de su lugar.

—Majestad, ¿quisierais venir un momento? Esto es muy extraño.

—¿Que vaya a ver a esos hombres muertos? Arilan, no necesito verlos más de cerca. Son cadáveres. ¿No basta?

Arilan meneó la cabeza.

—No, no creo. Morgan, Duncan, venid también. Creo que estos hombres habían muerto antes de que los pusieran aquí. Acaso hayan muerto en la batalla. Todos tienen heridas de gravedad, pero en el suelo hay muy poca sangre.

Tras cambiar miradas de extrañeza, Morgan y Duncan desmontaron y se acercaron a Arilan. El rey se apresuró a ir con ellos. Nigel y la escolta armada descendían la pendiente en una polvareda. Se detuvieron horrorizados al ver lo que les aguardaba. Sobre el promontorio que había detrás, seguían sumándose generales de Kelson, para averiguar qué podía estar sucediendo abajo. Cuando Nigel descendió de su caballo, Arilan le indicó que se les acercara y señaló un tercer cuerpo.

—Mirad. Ahora estoy seguro de estar en lo cierto. Muchas de las heridas ni siquiera guardan relación con la sangre y con los jirones de las ropas. Tal vez hasta les cambiaron los uniformes para darles un mejor aspecto a distancia. —Extendió la mano para retirar el casco de uno de los cadáveres cercanos—. Más aun, pudiera ser que algunos de estos hombres no pertenecieran a nuestras…

Cuando tiró del casco, se oyó un súbito gemido de horror: cayó vacío en sus manos. El cadáver que tenían delante, bajo el casco, estaba decapitado; donde habría debido de estar la cabeza, asomaba el cuello ennegrecido y cercenado. Arilan trató de ocultar su repugnancia yendo hasta otro cadáver, pero al quitar el yelmo se encontró con lo mismo: otro decapitado. Con una maldición sofocada, Arilan comenzó a examinarlos uno por uno, para derribar en cada caso un yelmo vacío y encontrar otro cuello sin cabeza. Enfurecido, se apartó de los demás y descargó un puño contra la palma de la mano.

—¡Maldito sea por toda la eternidad! ¡Sabía que era despiadado, pero nunca pensé que Wencit llegaría a ser capaz de esto!

—¿Esto es… obra de Wencit? —alcanzó a preguntar Nigel. Tragó saliva con dificultad y recorrió la matanza con la mirada.

—Eso debemos suponer.

Nigel meneó la cabeza, incrédulo.

—Dios mío, aquí debe de haber unos cincuenta hombres —su voz acalló un gemido— y apostaría a que todos fueron decapitados. Estos hombres eran nuestros amigos, nuestros camaradas. ¡Pero si ni siquiera sabemos quiénes son!

Se interrumpió bruscamente. Kelson lanzó una mirada fugaz a Morgan. El general deryni permanecía impasible, sin mostrar más señales de emoción que el abrirse y cerrarse nervioso de sus manos. Duncan ocultaba también su zozobra, aunque Kelson no imaginaba a qué coste. Morgan debió de haber sentido la mirada de Kelson sobre él, pues levantó entonces la vista, estrechó el hombro del joven para tranquilizarlo y se adelantó para enfrentarse al resto de la compañía.

—Haremos las sepulturas, caballeros. No, una pira funeraria. No hay tiempo de sepultar a tantos hombres. Alguien debe ocuparse de los que había en la cañada, al otro lado de la planicie. —Se volvió ligeramente hacia el rey—. Kelson, ¿qué opinas de que informemos a la tropa de lo sucedido?

—Hay que decírselo.

—Estoy de acuerdo —convino Morgan—. Creo que debemos poner de relieve el hecho de que estos hombres ya habían muerto cuando los empalaron aquí. Que murieron luchando honorablemente y no ensartados como bestias.

—Eso será oportuno —intervino Arilan—. Los tranquilizará en cierto sentido, pero les recordará por qué luchamos… y no les permitirá olvidar las medidas que toma Wencit con tal de lograr sus fines.

Kelson asintió, algo más repuesto.

—Muy bien. Tío Nigel, que tus hombres los retiren de allí y armen una pira funeraria.

—Desde luego, Kelson.

—Y Warin, si tú y cuantos creas necesarios quisierais ocuparos de los que hay en la cañada…

Warin se inclinó, tieso, en la silla de montar.

—Como deseéis, Majestad.

—Arilan y Cardiel: no habrá tiempo para efectuar un servicio fúnebre como corresponde, pero quizá vosotros y vuestros hermanos podáis pronunciar alguna oración mientras los soldados preparan las piras. Y, si alguien encuentra alguna señal que permita identificar a las víctimas, deberé ser informado. Es… difícil, lo sé, sin las cabezas, pero haced lo que podáis. —Se estremeció y se apartó ligeramente.

Cabizbajo, Kelson caminó enérgicamente hasta su caballo. Al montar, apartó el cuello del animal para no tener que mirar un segundo más la terrible escena. Remontó la ladera solo y se unió a los demás obispos y generales. Arilan lo vio partir, observó a Warin y a sus hombres que se alejaban con Cardiel hacia la cañada, vio que la escolta de Nigel desmontaba y comenzaba la tétrica labor de desempalar a las víctimas de la matanza y, mientras la soldadesca se dispersaba por entre los cadáveres, Arilan fue lentamente hacia Morgan y Duncan, que miraban como ausentes, y posó una mano sobre el hombro de cada uno de ellos.

—Nuestro joven rey se encuentra muy perturbado, amigos —dijo en voz baja, mirando con morbosa fascinación a los soldados que despejaban un claro en el siniestro bosque de estacas—. ¿Cómo lo afectará esto en los días venideros?

Morgan lanzó un bufido y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Obispo, tenéis el don de hacer preguntas que no puedo responder. ¿Cómo reaccionará cualquiera de nosotros? ¿Sabéis lo que más me preocupa?

Arilan negó con la cabeza y Duncan lo miró con aprensión.

—Y bien… —prosiguió Morgan en voz baja—. Por ahora, aquí hay sólo cuerpos. Por lo que sabemos, bien podrían ser soldados torentinos vestidos con uniformes de Cassan, aunque lo dudo.

Hizo una pausa y entrecerró los ojos.

—Pero en algún lugar, alguien sabe quiénes son realmente esos hombres. Los cuerpos estarán aquí, mas sus cabezas se encuentran en otro sitio. Y me pregunto qué harán nuestros hombres cuando encontremos las cabezas.

Su marcha se vio postergada otra hora más, mientras preparaban las piras. Cada columna de soldados debió presentar su saludo final por delante de los hombres muertos. Entre las filas hubo comentarios al conocerse la noticia de la matanza, y los temores y las especulaciones consabidas con respecto a la identidad de víctimas y homicidas, pero, en general, el ejército tomó el incidente con compostura. Ya nadie se cuestionaba la perversidad de Wencit de Torenth, el hombre capaz de perpetrar semejantes atrocidades sobre un enemigo derrotado, aun cuando las mutilaciones hubieran acontecido tras las muertes de las víctimas. Un hombre así no merecía misericordia del rey de Gwynedd. Cuando, por la mañana, se iniciara la batalla, ésta sería rápida y sangrienta.

El ejército prosiguió, dejando tras su paso dos faros humeantes que emitían al cielo su columna incesante de humo grasiento. No encontraron más hostilidades a lo largo de la marcha. Quizá el enemigo había pensado que, con el espectáculo anterior, no era necesario más hostigamiento. Quizá sólo estuviera ahorrando energías para la batalla inminente. Fuera cual fuese la razón, Kelson se alegró de ello cuando llegaron al sitio de la contienda final. La oscuridad se cernía sobre los campos; el día había sido largo y penoso y las horas pasadas habían agostado su espíritu. El ejército necesitaría el máximo descanso.

Les llevó tres horas armar el campamento y, por fin, Kelson se dio por satisfecho con las defensas del lugar. Se retiró a su tienda para comer algún bocado. Morgan, Duncan y Nigel fueron con él, pero durante toda la cena mantuvieron la conversación dentro de un tono ligero. Ninguno quiso analizar en detalle los acontecimientos del día. Después de beber las últimas copas de vino, Kelson se puso de pie y alzó su copón, invitando a los demás.

—Caballeros, un brindis final. ¡Por la victoria! ¡Que mañana sea concedida a los justos!

—¡Y por el rey! —añadió Nigel, antes de que Kelson pudiera llevarse el vino a los labios—. ¡Que reine por muchos años!

—¡Por la victoria y por el rey! —repitieron los demás, y, con gesto teatral, acabaron la bebida.

Kelson dejó escapar una sonrisa lúgubre, levantó su copón y bebió. Finalmente, lo dejó sobre una mesita y se hundió en la silla. Los miró con ojos cansados, meneó la cabeza y suspiró.

—No creo que ninguno de vosotros esté ni la mitad de cansado de lo que hoy me siento. Pero, no importa; todos tenemos asuntos que atender. Morgan, ¿podría pedirte un favor?

—Con gusto, príncipe.

Kelson asintió con la cabeza y dijo:

—Bien. Quisiera que fueras a ver a lady Richenda para informarle de los acontecimientos del día. Con el menor detalle posible, claro está; es una mujer muy sensible. Dile que no la estimaré menos si mañana prefiere no intentar convencer a su esposo.

—Por lo que he oído —bromeó Duncan—, a él le costará bastante. Lady Richenda será una mujer sensible, pero tampoco le falta obstinación.

Kelson sonrió.

—Lo sé. Pero no puedo culparla si su tozudez es en beneficio de la Corona. Morgan, trata de hacerle comprender contra qué enemigo lucharemos. No tengo derecho a esperar su ayuda, dadas las circunstancias. Ni siquiera tendría que haberle permitido venir.

—Haré lo que pueda, príncipe.

—Gracias. Nigel, me pregunto si vendrías conmigo a examinar las defensas septentrionales del campamento. No creo que sean las más adecuadas y me gustaría contar con tu opinión.

Mientras Kelson proseguía informando, Morgan salió del pabellón real. La petición de Kelson le complacía y le enfadaba a la vez, pues no estaba seguro de que debiese ver a Richenda de nuevo, después de su breve pero intenso encuentro en Dhassa. Desde luego, parte de él ansiaba verla, mas otra parte, más cauta —y que, sospechaba, mucho tenía que ver con su sentido del honor—, le advertía que se mantuviera a distancia y que nada honorable provendría de involucrarse sentimentalmente con la mujer de otro hombre; especialmente, si, al día siguiente, debía acabar con él en la batalla.

Pero la decisión no estaba en sus manos. Su rey le había dado la orden y él debía obedecerla. Sentía una curiosa exaltación ante las circunstacias que lo obligaban a sortear las objeciones de su conciencia. Exultante, se abrió camino por el campamento hasta llegar al sector que ocupaba el obispo Cardiel. El prelado no se encontraba allí. Estaría probablemente supervisando las instalaciones junto a Warin y a Arilan, en algún sitio, pero los guardias del obispo dejaron pasar a Morgan sin detenerlo. En minutos, se encontró ante el espacio abierto que daba a la tienda azul brillante de Richenda. A cada lado de la entrada ardían luminosas antorchas, pero a través de la cortina abierta, vio que el interior estaba tenuemente iluminado por la suave lumbre de las velas. Tragó saliva con nerviosismo, se aclaró la garganta y avanzó hacia la cortina abierta.

—¿Señora condesa? —llamó.

Se oyó un rumor de telas y asomó una figura alta y con atuendo oscuro. El corazón de Morgan dejó de latir por un segundo y prosiguió después su ritmo normal. La mujer era una monja y no lady Richenda.

—Buenas noches, Excelencia —murmuró la hermana, inclinando la cabeza—. Su señoría se encuentra dentro, intentando dormir al joven señor. ¿Deseáis hablar con ella?

—Si es usted tan amable, hermana. Tengo un mensaje del rey para ella.

—Se lo diré, Excelencia. Aguardad aquí, por favor.

La hermana se retiró y Morgan se volvió para contemplar la oscuridad, fuera del círculo de luz. Después de unos pocos segundos, se oyó otro susurro en la entrada y apareció una figura distinta. Lady Richenda lucía una etérea túnica blanca cubierta por un manto azul cielo. Su cabello del color del fuego pendía suelto por la espalda. En un candelabro de plata llevaba una única vela que le alumbraba el rostro con su luz dorada.

—Señora. —Se inclinó Morgan, tratando de no mirarla con insistencia.

Richenda se dejó caer con la más leve de las reverencias e inclinó la cabeza.

—Buenas noches, Excelencia. La hermana Luke me ha dicho algo acerca de un mensaje del rey.

—Sí. Supongo que habréis oído algo acerca del retraso que hemos sufrido esta tarde, antes de llegar al campamento.

—Así es. —Fue una respuesta clara y directa. La mujer bajó los ojos—. Pasad, por favor, Excelencia. Vuestra reputación deryni no se verá favorecida si permanecéis de pie fuera de mi tienda.

Morgan sonrió y bajó la cabeza para entrar.

—¿Acaso preferís que me vean entrar en vuestra tienda, señora?

—La hermana Luke puede dar testimonio de la rectitud de nuestro encuentro, Excelencia —replicó la mujer, con una ligera sonrisa—. Dispensadme un momento mientras voy a ver si el pequeño duerme bien.

—Desde luego.

El pabellón estaba dividido, en su interior, por una cortina densa aunque translúcida de género azul real. Veía el resplandor de la vela, a medida que Richenda se movía por detrás de la cortina, pero no alcanzaba a distinguir los detalles. Presumiblemente, en la segunda recámara estuviesen los aposentos de la condesa, su hijo y la hermana Luke, ya que allí donde él aguardaba no había señales de nada que se pareciese a un dormitorio. En el compartimento donde se encontraba, había dos sillas plegables de campaña, unos pocos baúles y un pedestal con velas amarillentas cerca del mástil central de la tienda. Habían puesto alfombras para impedir que pasara la humedad, pero no se distinguían por su calidad; debían de haberlas tomado de las pertenencias de Cardiel, dada la urgencia de su partida. Deseó que la dama y su hijo no estuviesen pasando muchas incomodidades.

Richenda volvió a asomarse a la recámara exterior y se llevó un dedo a los labios sonrientes.

—Se ha dormido, Excelencia. ¿Deseáis entrar a verlo? Tiene sólo cuatro años, pero estoy tan orgullosa de él…

Al ver que ése era el deseo de la mujer, Morgan asintió y la siguió a la recámara interior. Cuando los vio entrar, la hermana alzó la vista de unas sábanas que estaba acomodando y se inclinó ligeramente, como para retirarse, pero Richenda movió la cabeza y condujo a Morgan hasta el pequeño camastro donde dormía el niño.

Brendan tenía el cabello rojizo dorado de su madre y, hasta donde Morgan podía ver, se parecía muy poco a su padre Bran Coris. Desde luego, en la nariz había un cierto aire de familia, pero el resto era el linaje de su madre. Los delicados rasgos parecían casi demasiado frágiles en el rostro de un varón. Las largas pestañas del pequeño enmarcaban la parte superior de los carrillos, y el cabello brillante y desordenado, que Morgan viera por primera vez en el carruaje, frente a San Torin, refulgía a la luz de las velas. Morgan no recordaba el color de los ojos, pero tuvo la certeza de que, si el niño los abriera, serían azules.

La madre del niño sonrió y abrigó al pequeño durmiente con las mantas de pieles. Señaló a Morgan que se retirara con ella a la recámara exterior. Mientras Morgan la seguía, no pudo sino fijarse en otro camastro, de dosel azul y marfil. Bruscamente, se obligó a apartar de su mente la imagen del lecho, al ver que Richenda volvía a mirarlo.

—Os agradezco que hayáis venido, Excelencia —empezó Richenda. Se sentó en una de las sillas y le indicó a Morgan que ocupara la otra—. Debo confesar que estos días pasados, en Dhassa, lamenté la falta de compañía humana. La hermana Luke es adorable, mas no habla si no se le pregunta. Los demás… prefieren no acercarse a la esposa de un traidor.

—¿Aun cuando la esposa del traidor ha ofrecido su ayuda a la Corona y es una joven mujer indefensa? —preguntó Morgan con delicadeza.

—Aun así.

Morgan bajó la vista. Se preguntó qué podría decirle a esa criatura deliciosa que tanto lo cautivaba.

—¿Vuestra tierra natal es como Corwyn? —preguntó de pronto.

Se puso de pie y empezó a recorrer el lugar. Los ojos de Richenda siguieron sus pasos con rostro inexpreviso.

—Un poco, pero no hay tantas colinas. Los de Corwyn, sois dueños de las montañas más hermosas de esta región. Bran dice que… —La voz se le quebró. Volvió a comenzar—: Mi esposo dice que, sin embargo, Marley posee ricas granjas; acaso las más ricas de los Once Reinos. ¿Sabíais que nunca ha habido hambre de verdad en Marley, en los últimos cuatrocientos años? Aun cuando otras tierras sufren pestes y sequías, Marley subsiste. Solía pensar que era… una señal del favor de Dios.

—¿Y ahora?

Richenda se miró las manos que tenía sobre el regazo y se encogió de hombros.

—Supongo que eso no cambia el pasado, pero ahora que Bran… Ay, ¿qué sentido tiene…? No dejo de volver al mismo tema, ¿habéis visto? Sé que lo último de lo que desearíais hablar en vísperas de una batalla es de un conde traidor. ¿Para qué os ha enviado el rey, Excelencia?

—En parte, por lo que sucedió hoy, señora —respondió tras una brevísima pausa—. Dijisteis haber oído las causas de nuestra demora, ¿tenéis conocimiento del grado…?

—Cadáveres decapitados, empalados en estacas de madera —lo interrumpió con voz tajante—. Uniformes de Cassan en cuerpos destrozados, cuyas heridas no guardaban relación con las vestimentas. —Lo miró a los ojos—. ¿El rey os ha enviado para que me preguntarais si, en mi opinión, fue mi esposo quien hizo esas cosas, Excelencia? ¿Queréis que os diga que sí, que Bran es capaz al menos de actos semejantes? ¡Debéis saber que llevo varios días en custodia del rey y que, por tanto, no puedo decir si mi esposo cometió realmente semejantes atrocidades!

Morgan tragó saliva, sobrecogido por el candor y por la magnitud de la inesperada respuesta.

—Perdonadme, señora, pero malinterpretáis al rey, y a mí también. Nadie ha pensado nunca que pudieseis saber lo que planeaba vuestro esposo y, en realidad, todo parece señalar que su deserción fue estrictamente una cuestión de oportunidad. Un hombre que planea traicionar a su rey jamás dejaría a su esposa y a su hijo en peligro. Si habéis tenido la impresión de que se cuestionaba vuestra lealtad, señora, os pido disculpas. No fue ésa mi intención.

Richenda lo miró largo rato. Sus ojos azules no se apartaron de los suyos durante unos segundos. Después, se posaron sobre su regazo. El anillo de bodas refulgía opaco a la luz de las velas.

—Lo siento. No tendría que haber descargado mi frustración en vos. Tampoco debo culpar al rey de mis aprensiones. —Su voz era firme como la roca—. Y, con respecto a Bran, no sé si estáis en lo cierto o no. Rezo por que su traición no haya sido premeditada. Pero, como sabréis, era un hombre ambicioso. Incluso nuestra boda se celebró principalmente para consolidar ciertas aspiraciones que Bran tenía sobre unas tierras y unas fincas adyacentes a Marley. Y, si no fue un esposo ejemplar, fue al menos un buen padre. Ama a Brendan con todo su corazón, aun cuando nuestra relación sea puramente formal. —Hizo una pausa y movió la cabeza—. No, eso no es justo tampoco. Creo que Bran llegó a amarme pasado un tiempo, aunque a su modo. Pero, después de lo que ha sucedido hoy, no creo que eso cambie mucho las cosas.

—Entonces, ¿creéis que nada podrá disuadirlo? —preguntó Morgan.

No quería seguir indagando en su relación personal con Bran. Richenda se encogió de hombros.

—No tengo modo de saberlo. Si ha intervenido en los acontecimientos de hoy, nada que yo pueda decirle lo hará cambiar de parecer. Acaso me escuche por el bien de Brendan… Sigo dispuesta a intentarlo, si el rey lo permite.

—Es un riesgo innecesario, señora.

—Quizá. Pero todos debemos cumplir con el papel que nos ha sido otorgado. El mío, tal como parece, es ser la esposa del traidor y rogar por la vida de mi esposo. Y, sin embargo, no puedo esperar que el rey sacrifique ejércitos enteros por mi bien. Cuando todo esto acabe, sea cual fuere el resultado de la contienda, a Brendan y a mí nos quedará el nombre de un traidor. No es una perspectiva agradable, ¿verdad?

—No, no lo es —murmuró Morgan.

Richenda se inclinó contra el palo de la tienda y se volvió para mirar a Morgan.

—Y el vuestro, Excelencia, ¿cuál es? ¿Qué pensáis ganar con todo esto? Poseéis grandes poderes y muchas riquezas, el rey os mira con favor y, sin embargo, apostáis todo eso a un solo lance de dados: si Gwynedd pierde la guerra, vos no habréis de sobrevivir; todos saben que Wencit no tolerará en sus dominios a un deryni derrotado que, con el tiempo, pueda amenazar su poder.

Morgan bajó la vista y se miró las botas polvorientas.

—No sé si podré responderos, señora. Como sabréis, sin duda, toda mi vida he sido un rebelde. Nunca oculté mi ascendencia deryni. Primero utilicé mis poderes abiertamente para ayudar al rey Brion a conservar el trono, hace más de quince años. Desde entonces, creo que, indirectamente, mi propósito ha sido continuar usando mis poderes abiertamente, con la esperanza de que todos los deryni puedan, algún día, ser libres como yo. Sin embargo, en ello hay también una ironía, pues ¿cuándo he sido yo totalmente libre, como deryni?

—Habéis usado vuestros poderes. ¿O no?

—En ocasiones. —Agitó una mano despectivamente—. Pero debo confesar que, por lo general, ello ha provocado más desgracias que recompensas. Toda esta controversia con los arzobispos se reduce a mi comportamiento durante la coronación de Kelson y a los sucesos de San Torin. Sí no hubiese habido magia de por medio, todos estaríamos a salvo, durmiendo en nuestros hogares.

—Tal vez —convino Richenda, tranquilamente—. Pero, si lo estuviéramos, Kelson ya no sería rey. Y dudo que, en tal caso, vos y los demás de vuestra estirpe pudieseis dormir bien de noche.

Morgan lanzó una risilla y recobró la compostura al ver que Richenda no había sonreído.

—Perdonadme, señora, pero es tan raro encontrar simpatía en alguien desconocido que ya no sé cómo comportarme. A casi todos les resulta difícil comprender cómo puedo admitir ciertas cosas que he hecho. Y, a veces, hasta yo llego a preguntármelo. Hay que acostumbrarse con el tiempo.

—¿Por qué? ¿Acaso os avergonzáis de lo que hicisteis?

Morgan la miró, con la cabeza ladeada, ligeramente sorprendido.

—No. Si tuviera que escoger de nuevo, creo que volvería a repetir mi historia. Desde luego, como no es posible, el asunto se reduce a una cuestión teórica.

—Tal vez. Pero uno debe basar las decisiones futuras en el pasado, ¿no os parece?

—Vuestra lógica es intachable, señora —admitió Morgan a regañadientes—. Pero quizá el problema tenga raíces más profundas de las que imagináis. Los deryni somos distintos de los demás, como sin duda habréis observado.

—¿Tan diferentes?

Richenda le sonrió de un modo muy curioso. Luego, se apartó ligeramente de él. Contra la luz del candelabro que ardía detrás de ella, Morgan vio su perfil recortado en oro. Al cabo de un momento, la mujer se volvió para mirarlo de frente. Bajo la lumbre vivaz de las velas, su rostro aparecía inescrutable.

—Señor, ¿podría haceros una confesión?

—No soy vuestro confesor, señora —repuso Morgan con ligereza, y se reclinó contra un baúl de cuero.

Richenda dio unos pasos hacia él. Su rostro era una mancha gris contra la lumbre de las velas.

—Agradezco a todos los santos que no seáis mi confesor, pues, si lo fuerais, nunca osaría deciros lo que ahora vais a escuchar. Hay un lazo que nos une, milord. Llamadlo como deseéis: suerte, destino, voluntad de Dios; aunque yo creo que es… Por favor, milord, no me miréis así.

Morgan se había quedado atónito al oír las primeras palabras. En silencio azorado, la miraba. El hecho de que Richenda hubiese hablado así era a la vez prodigioso y atroz. Había creído poder controlar y ocultar sus emociones, mas ahora que Richenda daba voz a sus sentimientos…

Apartó el rostro y desvió la mirada, en su afán por recobrar la compostura.

—Señora, años atrás desposasteis a un hombre y engendrasteis a su hijo. Ese hombre aún vive. Sean cuales fueren los sentimientos que vos y él hayáis compartido o no, sigue siendo vuestro… Richenda, tal vez tenga que matar a tu esposo mañana. ¿Eso no significa nada para ti?

Su voz fue un murmullo en la recámara tenuemente iluminada.

—Bran es un traidor y debe morir. Lo sé. Lloraré mi pesar por lo que había de bueno en él. Y lloraré al ver que mi hijo queda sin padre, pues Bran lo era. Pero, si el destino conduce tu espada —su voz se hizo aún más suave—, o tus poderes, para extinguir su vida mañana, no te odiaré por ello. ¿Cómo podría odiarte, si eres mi corazón…?

—Ay, dulce mía, no debes decir esas cosas… —Cerró los ojos para no tener que verla—. No debemos… No osemos…

—¿Acaso debo decírtelo con todas las letras? —susurró ella, y tomó una de sus manos para acariciarla con los labios.

Morgan dio un respingo al sentir el contacto con su piel y se obligó a abrir los ojos para mirarla, mientras ella tomaba su otra mano entre las suyas. Al tocarse, un inmenso nimbo de luz resplandeciente se formó alrededor de ellos. ¡De pronto, sus mentes se fundieron!

¡Richenda era deryni! Deryni, con todo el poder incontenible de las más rancias familias de antaño. Deryni, en todo su orgullo, esplendor y fuerza prodigiosa, sin asomo de culpa. En el éxtasis prístino de su unión, lo embargó una sensación de arrobamiento tan profunda que, en ese instante, supo con absoluta certeza, desde lo más íntimo de sus facultades, que había encontrado esa otra mitad de su ser que había echado de menos toda su vida, que podría soportar mejor todo lo que le deparara el mañana y cada día de su futuro si esa mujer adorable permanecía a su lado.

Por fin, volvió a mirarla con los ojos y ya no con la mente. Retrocedió y apartó las manos, sobrecogido. La contempló un largo rato, preguntándose si la hermana dormiría en la recámara vecina. Intimamente deseó que así fuera, bajó la vista y la posó en la alfombra que se extendía bajo sus pies. La realidad lo embistió como un torrente y le lanzó a la conciencia los problemas que traería la jornada próxima.

—Lo que ha sucedido… me hará todo mucho más difícil mañana, ¿sabes? —le dijo a regañadientes—. Tengo responsabilidades que cumplir, responsabilidades que asumí mucho tiempo antes de que este sentimiento se apoderara de mi corazón. He sido el desencadenante de gran parte de lo que ha acontecido.

—En tal caso, te he dado mucho más por lo cual luchar… —aventuró ella con voz tenue.

—Sí. ¿Y qué pasará si mañana me veo obligado a matar a Bran o si intervengo en su muerte?

—Ambos sabremos que lo hiciste por las razones debidas —replicó ella.

—¿De veras?

Antes de que pudiera responder, se oyó el ligero tintineo de las armaduras que, fuera, se erguían en posición de guardia y un rumor de voces en la oscuridad. Sobresaltado, Morgan fue hasta la entrada y apartó la cortina para ver quién se acercaba. En la distancia, asomó de las sombras una figura vestida de negro, andando en dirección a la tienda. Era Duncan y, por la expresión de su rostro, traía alguna complicación.

—¿Qué sucede? —le preguntó Morgan.

Se plantó en la puerta para impedir que Duncan viese el interior. Incómodo, el sacerdote se aclaró la garganta.

—Lamento interrumpirte, pero fui a tu tienda y no estabas allí. Kelson quiere que veas algo.

—Iré inmediatamente.

En la tienda, Morgan buscó los ojos de Richenda una vez más. Ya no había necesidad de más palabras. Se inclinó y desapareció por la entrada para encontrarse con Duncan.

—Lo siento. Tardé más de lo que había pensado. ¿Qué ha sucedido?

La voz de Duncan, inexpresiva, evitó toda referencia al sitio del que Morgan venía.

—No estoy seguro. Esperamos que tú puedas decírnoslo. Al parecer, los hombres de Wencit están construyendo algo.

—¿Construyendo algo?

Pasaban por un puesto de guardia y fue tal la sorpresa de Morgan que casi olvidó responder a la venia del centinela. Duncan se encogió de hombros.

—Ven. Desde allí podremos escuchar mejor.

Se acercaron a los límites septentrionales del campamento. Uno de los guardias de los puestos más distantes se apartó de sus camaradas y se internó en la oscuridad. Morgan y Duncan lo siguieron y, ante un gesto del joven, se tendieron en el suelo para avanzar los últimos metros reptando sobre el vientre. En la cresta del promontorio, hallaron a Kelson, a Nigel y a un par de expedicionarios, cuerpo a tierra, escudriñando la planicie del campamento enemigo. Las hogueras de las fuerzas opositoras se extendían al norte hasta donde el ojo alcanzaba a ver y, en la cima del paso, las torres de los vigías titilaban desde la cautiva ciudad de Cardosa.

Morgan recorrió la escena rápidamente, pues antes ya había inspeccionado el llano. Entonces, se arrimó al lado de Kelson y le propinó un codazo en las costillas.

—¿Qué es eso de que están construyendo algo?

Kelson asintió y señaló con la cabeza el campamento enemigo.

—Escucha. Es muy débil, pero a veces el viento arrastra mejor el sonido. ¿Qué te sugiere ese ruido?

Lentamente, Morgan proyectó sus facultades deryni para aumentar la audición. Al principio, sólo advirtió los sonidos habituales en todo campamento: los de las fuerzas propias y los del enemigo. Caballos que relinchaban y pisoteaban la tierra silenciosa; los guardias que, a voces, llamaban a los relevos; el tintineo de las armas afiladas y aceitadas…

Pero luego pudo desentrañar, bajo los sonidos previsibles, otro ruido mucho más extraño y distante. Inclinó la cabeza y cerró los ojos para escuchar mejor y, después, lanzó a Kelson una mirada intrigada.

—Tienes razón. Parece como sí alguien martilleara sobre madera. Y a veces se oye un hachazo…

—Eso mismo creímos nosotros —respondió Kelson, posó el mentón sobre las manos y, una vez más, hundió los ojos en la noche.

—¿Qué podría estar construyendo Wencit? ¿Qué hace con hachas, maderos y mazas en medio de la noche, horas antes de la batalla? ¿Y por qué?