XV
Ni aun en tu pensamiento digas mal del rey.
Eclesiastés, 10:20
—Di a tus hombres que se rindan, Warin. Acabo de asumir el mando en este sitio —anunció Kelson.
—No puedo permitir eso, Majestad. —Los ojos castaños de Warin se posaron sobre los del rey sin la menor traza de miedo—. Paul, llama a los guardias.
—Mantente alejado de la puerta, Paul —dijo el rey, antes de que el joven atinara a moverse.
Al escuchar su nombre de labios reales, el teniente se quedó quieto y buscó la mirada de Warin.
Detrás de Duncan, la puerta seguía refulgiendo con una ligera luz verdosa. El sacerdote movió la muñeca sobre la empuñadura del arma en un gesto deliberadamente estudiado para crear vacilación.
La mirada de Warin saltó hacia la puerta, se fijó en la indecisión y el temor que reflejaba el rostro de Paul y se detuvo sobre los ojos inescrutables de Morgan, que aguardaba inmóvil al lado del rey. Entonces, con un suspiro, bajó la vista al suelo y aflojó los hombros en un gesto de desazón.
—Estamos perdidos, amigos —reconoció con voz cansada—. Dejad caer las armas y manteneos lejos. No podemos resistir la magia deryni sólo con acero.
—Pero, señor… —protestó uno de los hombres.
—Suficiente, James. —Levantó la vista y la fijó en Kelson una vez más—. Todos sabemos la suerte que corren aquellos que desafían a su rey y fracasan. Al menos, tú, yo y los otros moriremos con la certeza de que luchamos del lado de Dios. Y vos, Majestad, pagaréis un alto precio por nuestras vidas en el más allá.
Se oyó un murmullo de consternación, apenas contenido, de los cuatro hombres que lo escoltaban. Pese a su desazón, dejaron caer las espadas y los tahalíes. El único sonido que se esparció por el recinto fue la estampida hueca del acero sobre las alfombras. Los hombres se despojaron de las armas y se situaron detrás de su cabecilla, con modos aún desafiantes.
Kelson advirtió esto y muchas otras cosas, mientras indicaba a Duncan que recogiera las armas. Y, cuando los nuevos cautivos centraban su atención en los movimientos de Duncan, reparó en el sutil gesto de Morgan, quien le señaló el bajo sillón mullido que había ante la chimenea. Kelson fue hasta la silla y aguardó a que Morgan la girase para que quedara de frente a Warin y a sus hombres. Se sentó y acomodó los pliegues de su manto prestado, con un gesto real. Cuando Kelson terminó, Morgan se situó detrás del rey y ligeramente a la derecha. Cardiel permaneció en las sombras, a la izquierda de la chimenea. El efecto fue, en un abrir y cerrar de ojos, el de un monarca presidiendo una corte, aun en el esplendor relativamente ínfimo de una recámara ducal. Los hombres de Warin no dejaron de advertirlo y se dispusieron con temor a saber qué se proponía el joven Kelson.
—No requerimos tu vida ni la de tus hombres —anunció Kelson a Warin, dirigiéndose en la primera persona del plural que correspondía a los reyes—. Sólo requerimos tu lealtad desde este momento en adelante. O, si no es posible tu lealtad, al menos tu disposición a escuchar lo que te diremos en los minutos siguientes.
—No debo lealtad a ningún rey deryni —replicó Warin—. No me intimida ya esa estirpe real. Vosotros, los deryni, os sabéis mostrar muy valientes cuando contáis con vuestra magia para protegeros.
—¿Ah, sí? —Kelson enarcó una ceja—. Creemos recordar que, en cierta ocasión pusiste a nuestro general Morgan a tu merced de un modo similar, tras haberlo privado de casi todas sus facultades humanas, al punto de dejarlo incapaz de defenderse en modo alguno. La tendencia a valerse de las ventajas es un rasgo tanto humano como deryni, al parecer.
—No me dirigiré a aquellos que comercian con magia —replicó Warin, con un gesto desdeñoso de su barba, antes de apartar ligeramente el rostro.
Morgan controló una sonrisa y dijo:
—¿No? En tal caso, ¿cómo logras conservar la fe en ti mismo, Warin? El don de la curación, después de todo, es una especie de magia, ¿no crees?
—¿De magia? —espetó Warin, que se volvió iracundo hacia Morgan—. ¡Blasfemas! ¿Cómo te atreves a profanar una señal tan sagrada de la gracia de Dios, comparándola con tus poderes viles y heréticos? Nuestro Señor fue un sanador. ¡Si ni siquiera mereces repirar el mismo aire que El!
—Podría ser… —repuso Morgan, en tono neutral—. No me corresponde a mí juzgarlo. Pero, dime, ¿cómo interpretas el don de la curación?
—¿De la curación? —Warin parpadeó y lanzó una mirada a los demás, pero no pudo adivinar el propósito de la pregunta—. Bueno las Sagradas Escrituras nos dicen que Nuestro Señor curó a los enfermos, como lo hicieron sus discípulos después de su muerte. Hasta tú tendrías que saberlo.
Morgan movió la cabeza en sentido afirmativo.
—Y vos, obispo Cardiel, ¿estáis de acuerdo con su afirmación?
Cardiel había escogido mantenerse oculto en las sombras, hasta que oyó su nombre. Se sobresaltó y dio un paso vacilante hacia Morgan, con lo cual quedó bajo la lumbre de la chimenea. Las llamas reflejaron su luz anaranjada sobre el anillo de oficio de Cardiel, quien, al mirar al cabecilla rebelde, se llevó la mano al crucifijo.
—Siempre he sostenido la creencia de que Nuestro Señor y sus discípulos curaron a los enfermos y a los tullidos —convino con cautela.
—Excelente —asintió Morgan, mirando a Warin—. En tal caso, ambos concederéis que la curación es un don otorgado por Dios, que no debe ser tratado a la ligera, ¿no es así?
—Sí —repuso Cardiel.
—Desde luego —agregó Warin, sin pestañear.
—Y, dime, Warin, tus poderes personales para curar, ¿deben considerarse también como un don de Dios?
—¿Mis poderes personales…?
Kelson lanzó un suspiro de exasperación y cruzó las piernas, impaciente.
—Vamos, Warin, no seas esquivo. Sabemos que puedes curar, lo hemos visto hace unos minutos. También sabemos que curaste a un hombre en Kingslake la primavera pasada. ¿Lo niegas?
—No, claro que no —replicó Warin. Enrojeció ligeramente y trató de erguirse más aún—. Y, si el Señor me ha señalado como su portavoz, ¿quién soy yo para dudar de su palabra?
—Sí, ya lo sé —dijo Morgan. Asintió con impaciencia y levantó una mano para imponer silencio—. Entonces, lo que dices es que la curación es una señal de la gracia de Dios.
—Sí.
—Y que sólo pueden curar los que gozan de la gracia de Dios.
—Sí.
—Supongamos entonces que un deryni pudiera curar… —comenzó Morgan tranquilamente.
—¡¿Un deryni?!
—Yo he curado, Warin. Y tú serás el primero en admitir que soy deryni. ¿No podríamos postular, entonces, que el don de la curación también es un poder deryni?
—¿Un poder deryni?
Los hombres de Warin se miraron, atónitos. El rostro de Warin había quedado blanco como la nieve, demudado de todo color. Sus ojos confundidos eran la única señal de vida en la faz inmóvil. Entre los tenientes de Warin se oyó un murmullo furtivo, que se interrumpió rápidamente cuando Warin de pronto se recostó contra uno de ellos en busca de apoyo momentáneo. Entonces, el cabecilla rebelde —aunque ya no tanto— comenzó a recuperar la expresividad y a mirar a Morgan con un aire de terror incrédulo en el rostro.
—¡Estás loco! —musitó, cuando por fin pudo hablar—. La corrupción deryni te ha nublado la mente. Los deryni no pueden curar.
—Curé a lord Sean Derry cuando yacía moribundo a causa de una daga mortal en Rhemuth, el otoño pasado —respondió Morgan con serenidad—. Luego, en la catedral, sané mis propias heridas. Digo la verdad, Warin, aunque no puedo explicar cómo lo he hecho. Con mis curaciones se han beneficiado deryni y humanos por igual.
—Es imposible —masculló Warin, casi para sus adentros—. No puede ser. Los deryni son engendros de Satán. Siempre nos lo han dicho…
Morgan entrelazó los dedos y se estudió las uñas de los pulgares.
—Lo sé. En ocasiones, casi estuve dispuesto a creerlo cuando recordaba los terribles castigos que los deryni tuvieron que sufrir durante los años pasados. Pero también a mí me enseñaron que la curación es un don concedido por Dios y, si mis manos pueden curar…, bueno, tal vez Él me haya concedido su gracia de esta forma, aunque más no fuere…
—No. Mientes. —Warin sacudió la cabeza—. ¡Mientes y te propones envolverme en tus embustes!
Morgan suspiró y miró a Kelson, a Cardiel y a Duncan. Vio que el sacerdote envainaba la espada, con una extraña sonrisa en el rostro, enarcaba una ceja en dirección a Morgan y cruzaba la habitación hasta la chimenea, con paso tranquilo. Warin y sus hombres se apartaron desconfiados y algunos de ellos miraron furtivamente la puerta que había quedado sin custodia.
—Alaric no miente —intervino con tono confiado—. Y si me escucharais en lugar de tramar una fuga imposible, tal vez pudiera demostrároslo a vuestra satisfacción.
Los hombres de Warin devolvieron su atención a Duncan, y el cabecilla miró al sacerdote con suspicacia.
—¿Qué? ¿Acaso va a curar para convencernos? —preguntó Warin con desprecio.
—Es precisamente lo que me propongo —replicó Duncan con una ligera sonrisa.
Morgan frunció el ceño. Duncan vio que Cardiel se revolvía ansiosamente, con la mano tensa sobre el crucifijo. Kelson observaba la escena fascinado: jamás había visto curar a Morgan. Duncan volvió a mirar a Warin y se encontró con que los rebeldes no le quitaban los ojos de encima.
—¿Y bien, Warin?
—Pero… ¿a quién va a curar?
Duncan dejó asomar otra sonrisa insondable.
—He aquí mi plan: Warin, tú te niegas a escucharnos, a menos que Alaric pueda demostrarte satisfactoriamente que dice la verdad, y tú, Alaric, a tu vez, no puedes darle a Warin la prueba que exige si no tienes a quien sanar. Sugiero que alguno de nosotros se ofrezca para recibir alguna herida menor con el fin de que puedas demostrar tu poder y de que Warin se convenza. Como ha sido idea mía, seré yo el voluntario.
—¿Qué? —exclamó Kelson.
—Ni lo sueñes —se negó Morgan con firmeza.
—¡Duncan, no debes hacer eso! —se oyó casi simultáneamente la súplica de Cardiel.
Warin y sus hombres los miraban con absoluta desconfianza.
—Pero ¿por qué no? —insistió Duncan—. A menos que alguno de vosotros tenga una alternativa mejor, creo que no nos queda elección. Si no tomamos alguna decisión, nunca saldremos de este callejón sin salida. Y no tiene por qué ser una herida de gravedad. Para demostrar que Alaric tiene razón, bastaría un rasguño. ¿Qué dices, Warin? ¿Te darías por satisfecho entonces?
—Yo diría que…
Pero se quedó sin palabras.
—¿Y quién propones que te haga ese supuesto «rasguño»? —preguntó Morgan por fin, mostrando su inequívoco desacuerdo con sus profundos ojos grises.
—Tú, o Kelson… Da lo mismo —respondió Duncan, tratando de mantener el tono de ligereza en la voz.
Cardiel meneó la cabeza con energía.
—No puedo permitirlo, Duncan. Eres un sacerdote. Un sacerdote no debería…
—Soy un sacerdote suspendido, Eminencia. Y vos sabéis que nunca dejo de hacer lo que debo.
Vaciló un instante, extrajo la daga del cinto y la presentó a los tres, ofreciendo la empuñadura.
—Vamos. Uno de vosotros debe hacerlo, para acabar de una vez con esta cuestión. Vamos, o perderé el temple…
—¡No! —estalló Warin de pronto.
Dio varios pasos hacia los cuatro y se detuvo, tenso, pero erguido. Los miró con ojos temerarios.
—¿Tienes alguna objeción? —preguntó Kelson, poniéndose lentamente de pie en su sitio.
Warin entrelazó las manos y comenzó a recorrer la habitación con pasos inquietos. Movía la cabeza y hacía gestos, como para subrayar sus palabras.
—¡Es una treta! ¡Una treta! ¡No me atrevo a fiarme de vosotros! Si lo hiciera, jamás sabría con certeza si no preparasteis toda esta farsa para embaucarme. Tal vez simulasteis herirlo y, luego, sanarlo. Esa no es ninguna prueba. Satán es un experto en embustes e ilusiones.
Duncan miró a sus compañeros y, de repente, le tendió el arma a Warin.
—En tal caso, Warin, serás tú quien vierta mi sangre —dijo con firmeza—. Tú abrirás la herida cuya curación te mostrará la prueba que exiges. No mentimos.
—¿Yo? —tartamudeó Warin—. Pero, si yo nunca…
—¿Nunca derramaste sangre, Warin? —espetó Morgan, tras avanzar un paso en dirección a su primo—. Lo dudo. Pero, si es cierto, se hace más importante aunque seas tú quien intervengas. Si quieres pruebas, las tendrás, pero tú mismo deberás participar en lo que pides.
Warin los miró un largo rato, como si se debatiera con su conciencia. Retrocedió un paso y miró la daga con desagrado.
—Muy bien. Lo haré. Pero no con esta arma. Debe ser con una de las nuestras, que no esté manchada por la hechicería deryni.
—Si eso te complace… —convino Duncan.
Mientras Duncan envainaba la daga y comenzaba a quitarse el cinto, Warin fue lentamente hasta la pila de armas entregadas al enemigo y se puso de rodillas ante ella. Miró el cúmulo de hojas durante varios segundos antes de escoger y, luego, retiró una daga delgada, de empuñadura en cruz y aplicaciones de marfil. La luz del fuego centelleó sobre la hoja cuando la retiró de la vaina y besó la reliquia encerrada en la empuñadura. Se puso de pie, sin palabras.
—Debo pedir —dijo Duncan— que te limites a una herida que tú mismo puedas curar. —Había desatado los lazos de su túnica de hilo. La sacó por fuera de la cintura para quitársela—. Y, si escoges dar una estocada potencialmente letal, insisto en que sea con lentitud. No me gustaría que mi vida se extinguiese antes de que Morgan tuviese tiempo de sanarme.
Warin apartó la mirada, incómodo, y afirmó la mano sudorosa sobre la empuñadura de marfil de la daga.
—No te heriré más que lo que yo mismo sé curar.
—Gracias.
Duncan se quitó la túnica y la tendió a Morgan, quien la dejó caer sobre la silla que Kelson había dejado vacía. El sacerdote se detuvo ante Warin, pálido, pero sin temor.
Warin se llevó la daga a la cintura y se acercó, cauto, reacio, pero sometido a la horrorosa fascinación de que su enemigo le permitiese hacer lo que se proponía. Pensó que, si quería, podía matar al menos a ese deryni. Pero otra parte de él, curiosamente, se apartó del pensamiento, como si ya considerara la posibilidad de que esos deryni le estuviesen diciendo la verdad, por terrible que fuese de aceptar.
Cuando llegó al cuerpo de Duncan, se detuvo y se obligó a enfrentar los serenos ojos azules que lo buscaban. Luego, dejó que su mirada cayera sobre el cuerpo que tenía ante sí. El torso de Duncan, desacostumbrado al sol, era de piel pálida como el marfil, casi como la de una mujer, aunque en el color terminaba toda semejanza. Los hombros, anchos y fuertes, lampiños, se veían templados con músculos bien ejercitados. Bajo la tetilla izquierda, a través de las costillas, asomaba una delgada cicatriz, y otra, sobre el bíceps derecho. Probablemente, heridas de entrenamiento.
Lentamente, Warin levantó la punta de la daga hasta la altura de sus ojos y la posó ligeramente sobre el hombro izquierdo de Duncan. El sacerdote no pestañeó, al sentir el filo del arma contra su piel, pero Warin se sintió incapaz de seguir sosteniendo su mirada.
—Haz lo que debas —murmuró Duncan, y se preparó para recibir el corte.