X
Formó la luz y creó las tinieblas.
Isaías, 45:7
—¿Qué piensas de Morgan y de Duncan? —preguntó Arilan.
Una vez más, los dos obispos rebeldes conversaban en la capilla privada de Cardiel, con las puertas cerradas y aseguradas por dentro. Fuera, aguardaba la celosa escolta de la casa de Cardiel. Arilan se reclinó informalmente contra la cerca del altar, a la izquierda del pasillo central. Con dedos distraídos se tocó la cruz pectoral y la cadena de plata que le rodeaba el cuello. Cardiel, inquieto y nervioso, recorría el mármol y las alfombras del suelo. Iba y venía por el estrecho transepto y hablaba con gestos amplios.
—No estoy seguro, Denis —dijo, perplejo—. Aunque sé que debería ser más cauto, tiendo a creerles. Sus historias son posibles; he escuchado relatos mucho menos creíbles. Y, dejando a un lado los puntos de vista divergentes, incluso están de acuerdo con lo que Gorony nos dijo el día que todo sucedió. Francamente, no veo que hubiesen podido actuar de otro modo para salvar la vida. Probablemente, yo hubiese hecho lo mismo en su lugar.
—¿Aun recurriendo a la magia?
—Si tuviera esa facultad, estimo que sí.
Arilan mordisqueó uno de los eslabones de su cadena con aire reflexivo.
—Creo que ése es un punto importante, Thomas. No es tanto lo que hicieron, sino el modo en qué actuaron. El verdadero punto cuestionable de todo esto es la magia y su uso descontrolado.
—¿Es descontrolado defenderse cuando a uno se le ataca?
—Quizá, si uno lo hace por medios mágicos. Al menos, es lo que siempre nos han enseñado a creer y lo que siempre hemos enseñado.
—Bueno, acaso hayamos estado en un error… —gruñó Cardiel—. No sería la primera vez. ¿Sabes? Si Morgan y Duncan no fueran deryni, ya estarían absueltos, después de haber acudido a nosotros como han hecho ellos; y eso, en caso de que hubieran sido excomulgados, cosa que dudo.
—Pero son deryni y fueron excomulgados —adujo Arilan—. Debes admitir que lo primero parece tener influencia sobre lo segundo y sobre lo tercero. Y, sin embargo, ¿por qué? ¿Es correcto aplicar una justicia distinta a un hombre, sólo porque nació de una pareja de padres equivocados, sólo por circunstancias que no puede cambiar y sobre las que no ha tenido control?
Cardiel meneó la cabeza con obstinación.
—Desde luego que no. Sería tan ridículo como decir que tú eres mejor que yo porque, en lugar de tener ojos grises, los tienes azules, por cosas que ni tú ni yo podemos cambiar. —Blandió un índice imperioso en el aire—. Sí puedes ser mejor que yo por lo que ves con tus ojos o por lo que haces con lo que ves, ¡pero el color de los ojos o el hecho de que tu madre haya tenido un ojo azul y uno verde no tiene nada que ver con esto!
—Mi madre tenía ojos grises —comentó Arilan con una sonrisa.
—Sabes a lo que me refería…
—Sí, por supuesto. Pero una cosa son ojos grises contra azules y otra muy distinta es el bien contra el mal. Todo se reduce a si la maldad o la bondad de un hombre tienen algo que ver con el hecho de haber nacido deryni.
—¿No crees que mi analogía es válida?
—No se trata de eso, Thomas. Te he dicho antes que no apoyaba la idea de que todos los deryni eran perversos; pero ¿cómo transmites esa sencilla verdad, si realmente lo es, al hombre común, que ha aprendido a odiar a los deryni durante tres siglos? Más específicamente, ¿cómo lo convences de que Alaric Morgan y Duncan McLain no son malos, cuando la voz de la Iglesia ha dicho lo contrario? ¿Tú estás totalmente convencido?
—Quizá no —murmuró Cardiel, sin enfrentar los ojos de Arilan—. Pero, a veces, tal vez debamos creer en cosas inciertas. Tal vez tengamos que aceptar determinadas cosas basados en la fe, aun en el mundo terreno, distante de la metafísica, de la religión y de la doctrina que solemos asociar con esa sencilla virtud.
—Sencilla fe… —dijo Arilan—. Ojalá fuera tan fácil…
—Debe serlo. Sé que tengo que creer en ello, al menos por ahora; que quiero creer, desesperadamente. Porque, si me equivoco sobre los deryni y si realmente son lo que hemos creído durante todos estos siglos de odio, los seres humanos estamos perdidos. Si los deryni son una raza perversa, Morgan y McLain nos traicionarán, como lo hará nuestro rey. Y Wencit de Torenth se abalanzará sobre nosotros como un viento vengador.
Arilan permaneció con la mirada en el suelo un largo rato. Con modos solemnes, se tocó la cruz de plata que llevaba en el pecho. Entonces, con un suspiro de resignación, hizo señas a Cardiel y caminó junto a él, tomándolo del hombro, hacia el sector izquierdo de la sala, donde aguardaba un dibujo sobre los mosaicos.
—Ven. Hay algo que debes ver.
Cardiel miró con extrañeza a su compañero cuando se detuvieron ante el severo altar. La luz blanca de vigilia arrojaba un fulgor de plata sobre las cabezas de ambos prelados. El rostro de Arilan era inescrutable.
—No comprendo —murmuró Cardiel—. Ya he visto…
—Nunca has visto lo que voy a enseñarte —dijo Arilan, casi con aspereza—. Mira al techo, allí donde se cruzan las vigas.
—Pero… no hay nada… —comenzó Cardiel, con los ojos entrecerrados contra la débil luz.
Arilan cerró los ojos y dejó que las Palabras se formaran en su mente. Sintió bajo los pies el cosquilleo del Portal. De pronto, atrajo a Cardiel contra sí en un abrazo de hierro, extendió sus poderes y conjuró el hechizo de transferencia.
Oyó que Cardiel contenía la respiración, estupefacto. Entonces saltaron, la capilla desapareció y se encontraron en la oscuridad absoluta.
Cardiel se sintió tambalear ante la embestida contra la penumbra. Sus brazos se extendieron como los de un ciego en busca del equilibrio. Arilan ya no estaba a su espalda y, en la negrura, sus ojos eran incapaces de ver nada. Su mente se revolvía en un caos, intentó hallar alguna explicación racional para lo que acababa de experimentar, mientras su cuerpo trataba de orientarse en la penumbra y en el silencio mayúsculo.
Se irguió, cautamente. Con un brazo se protegió los ojos y con el otro tanteó el aire negro. Finalmente, se armó de coraje para hablar, urgido por la terrible sospecha que comenzaba a asomar en su mente.
—¿Denis? —susurró, temeroso de recibir una respuesta.
—Aquí estoy, amigo.
A unos metros por detrás, escuchó un rumor de ropas y vio un resplandor de luz blanca. Cardiel se volvió lentamente, con el rostro demudado de color, para ver de dónde provenía la luz.
Arilan estaba de pie, envuelto en un tenue fulgor plateado. Alrededor de la cabeza le ardía una aureola plateada que titilaba y se desvanecía casi como una criatura viviente. La expresión de su rostro era calma y serena bajo la luz cristalina y los ojos azul violeta, mansos y tranquilizadores. En las manos, sostenía una esfera de fuego frío y brillante, cuyo fulgor de azogue derramaba su brillo incandescente sobre el cuerpo y los pliegues violeta de la sotana. Cardiel lo miró, atónito, quizá durante cinco segundos interminables, mientras los ojos luchaban por no salirse de las órbitas y los latidos de su corazón desbocado resonaban en sus oídos.
Luego, la habitación volvió a girar; la penumbra formó un torbellino a su alrededor y se encontró cayendo en un vacío. Lo primero de lo que tuvo conciencia, después, fue de estar tendido sobre algo mullido, pero sólido, con los ojos firmemente cerrados, y que una mano suave le alzaba la cabeza para acercarle un tazón a los labios. Bebió, casi sin advertirlo, y, mientras el vino frío le recorría la garganta, sintió que se le abrían los ojos. Arilan lo miraba con preocupación. En la mano tenía un botellón de vidrio color castaño. Al ver que abría los ojos, le sonrió.
Cardiel parpadeó y volvió a mirarlo, pero la imagen no desapareció. Sin embargo, alrededor de la cabeza ya no había ningún nimbo y la sala estaba perfectamente iluminada por velas comunes, en candelabros de muchos brazos. A la izquierda ardía un fuego tenue y, alrededor de la sala, había diversos muebles sobre los que posó la mirada. Parecía estar tendido sobre una piel que, al incorporarse sobre los codos, reconoció como el pellejo negro de un oso inmenso, cuya cabeza se abría ferozmente a un lado. Se frotó la frente con la mano. La conmoción aún asomaba a sus ojos. La memoria retornó como una avalancha.
—Tú… —murmuró, mirando a Arilan con una mezcla de asombro y de temor—. ¿Realmente vi…?
Arilan asintió, con expresión cuidadosamente neutra. Se puso de pie.
—Soy deryni —reveló serenamente.
—Eres deryni… —repitió Cardiel—. Entonces, todo lo que dijiste sobre Morgan y McLain…
—… era cierto —completó Arilan—. O bien era algo que debías conocer imperiosamente antes de pronunciarte sobre la cuestión deryni.
—Eres deryni… —murmuró Cardiel, mientras poco a poco recuperaba la compostura—. Entonces, Morgan y McLain… ¿ no lo saben?
Arilan meneó la cabeza.
—No lo saben. Y, aunque lamento la angustia que les he creado seguramente con mi reserva, no debemos decírselo. Eres el único humano que conoce mi identidad verdadera. No es un secreto que comparta a la ligera.
—Pero, si eres deryni…
—Si puedes, trata de imaginar mi situación —comenzó Arilan con un paciente suspiro—. Soy el único deryni que ha llevado el manto púrpura episcopal en los últimos dos siglos. El único. También soy el más joven de los veintidós obispos de Gwynedd, lo cual vuelve a ponerme en una posición históricamente precaria.
Antes de proseguir, bajó la vista.
—Sé lo que debes de estar pensando: que mi pasividad ante la causa deryni ha permitido probablemente incontables muertes e indecibles sufrimientos en manos de inquisidores como Loris y otros de su calaña. Lo sé, y cada noche en mis oraciones pido perdón a cada una de esas víctimas infortunadas —alzó la vista y la posó sobre la de Cardiel, sin vacilación—. Pero creo que, a veces, la principal virtud reside en saber esperar, Thomas. Aunque el precio sea casi intolerable y aunque la mente y el alma de un hombre se revuelvan en protestas, se debe saber esperar el tiempo propicio. Sólo espero no haber aguardado demasiado.
Cardiel apartó la mirada, incapaz de sostener más esos ojos violáceos.
—¿Qué es este sitio? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
—Es un Portal de Transferencia —repuso Arilan en un tono neutro—. El camino está trazado en el dibujo de mosaicos que hay sobre el suelo de tu capilla. Es muy antiguo.
—¿Magia deryni?
—Sí.
Cardiel se sentó, mientras su mente sopesaba esta última información.
—Entonces, ¿aquí viniste la otra noche, cuando te dejé en la capilla? Volví minutos después, pero te habías ido.
Arilan sonrió, como avergonzado.
—Temía que volvieses… Lo siento, pero no puedo decirte dónde fui.
Tendió una mano para ayudar a Cardiel a ponerse de pie, mas el obispo lo ignoró.
—¿No puedes, o no quieres?
—No puedo —replicó Arilan, con voz comprensiva—. Al menos, no todavía. Trata de ser paciente conmigo, Thomas.
—¿Debo interpretar que hay otros que tienen autoridad sobre ti?
—Debes interpretar que hay cosas que aún no puedo decirte —murmuró Arilan. Con una expresión suplicante en el rostro, mantuvo la mano extendida—. Confía en mí, Thomas. Juro que jamás defraudaré tu confianza.
Cardiel miró durante largo rato la mano tendida y los ojos ligeramente temerosos de aquel rostro tan familiar. Tomó lentamente la mano de Arilan y el obispo más joven lo ayudó a incorporarse fácilmente. Permanecieron varios segundos aferrados de las manos, leyendo el uno la mirada del otro. Entonces, Arilan sonrió y le dio un golpecito a Cardiel en el hombro.
—Ven, hermano. Esta noche tenemos mucho que hacer. Si realmente quieres recibir de nuevo a Morgan y a McLain entre nosotros, debemos decírselo y hacer los preparativos correspondientes. También está la cuestión de nuestros hermanos recalcitrantes, los de la Convocación, que deben de estar preguntándose por qué nos demoramos tanto. Debemos persuadirlos, aunque creo que seguirán tu iniciativa fácilmente.
Cardiel se pasó una mano nerviosa por el cabello acerado y meneó la cabeza, incrédulo.
—Te mueves deprisa cuando quieres, ¿verdad, Denis? Me perdonarás si reacciono con torpeza durante los minutos siguientes, pero me costará acostumbrarme a esta revelación.
—Ya lo creo que sí —rió Arilan, y le condujo hasta el centro de la habitación, donde había un diseño incrustado sobre el suelo—. Será mejor que vayamos yendo a la capilla. Los guardias estarán un poco inquietos.
Cardiel miró el suelo con aprensión.
—¿Éste es el Portal de Transferencia del que me hablaste?
—Así es —replicó Arilan. Se puso detrás de Cardiel y lo tomó de los hombros una vez más—. Ahora relájate y déjame hacer el trabajo. No tienes por qué temer. Relájate y pon la mente en blanco.
—Lo intentaré —musitó Cardiel.
Y el suelo se deslizó por debajo de sus pies en una suave y oscura confusión.
Morgan y Duncan se enteraron de la decisión de los obispos en la hora siguiente.
No fue un encuentro cordial; todos estaban demasiado alerta y en guardia. Los otrora fugitivos llevaban ya unos cuantos meses expulsados de la Iglesia como para no sentir recelo ante dos de los prelados más poderosos de la Curia. El sentimiento era recíproco.
Pero la actitud de los obispos no careció de cierta hospitalidad. Era como si los dos estuvieran sometiendo a prueba a los penitentes y evaluando su actitud ante la decisión. Después de todo, el bienestar espiritual de esos hijos disidentes de la Iglesia estaba ahora a su cargo.
Cardiel permaneció extrañamente en silencio y dijo muy poco, lo cual a Morgan le resultó raro: recordaba las cartas brillantes y elocuentes que el obispo había enviado a Kelson en los últimos tres meses. El prelado de Dhassa no dejaba de mirar a Arilan con una expresión curiosa e inquisitiva que Morgan no logró interpretar; una mirada que, por momentos, le hizo poner la carne de gallina, aunque no pudo precisar la razón.
Arilan, por otro lado, se veía relajado, sagaz y, al parecer, imperturbable ante la gravedad de la situación. También se apresuró a señalar, sin embargo, antes de que los cuatro entraran en la sala donde aguardaba la Convocación, que los verdaderos peligros apenas comenzaban. En la cámara había unos seis obispos que debían ser convencidos de la inocencia y el arrepentimiento de esos dos nobles deryni. Y, luego, quedaban los once de Coroth. Y había que resolver todo eso antes de que pudiese pensarse siquiera en una confrontación con Wencit de Torenth.
Cuando entraron en la cámara, se oyeron unas pocas protestas sofocadas. Siward contuvo el aliento; Gilbert se persignó furtivamente, mientras sus ojos pequeños y como de cerdo buscaban el apoyo de sus compañeros; hasta el iracundo Wolfram de Blanet, principal oponente al Interdicto, perdió el color del rostro. Ninguno de ellos había estado a sabiendas delante de un deryni en toda su vida. Y mucho menos delante de dos a la vez.
Pero los obispos de Gwynedd eran hombres razonables. Y, si bien no estaban convencidos totalmente de la bondad de los deryni en general, estaban dispuestos a conceder que quizá estos deryni en particular hubiesen actuado equivocadamente más por la fuerza de la situación que por elección consciente. Si se habían mostrado deseosos de arrepentirse, había que levantar la excomunión y absolverlos.
La situación no quedaba resuelta con esa decisión. Aun cuando los obispos de Dhassa se mostraron razonablemente educados y sensatos y no parecieron propensos a rasgarse las vestiduras, la gente común sería otra cuestión que reclamaba cuidadoso análisis. El hombre del pueblo llevaba muchos años albergando la idea de que los deryni eran una raza maldita, cuya misma presencia podía ocasionar muerte y ruina. Y, si bien Morgan había conseguido forjarse un nombre relativamente neutral, estando al servicio de Kelson y de Brion, y la reputación de Duncan había sido siempre impecable hasta el asunto de San Torin, estos hechos quedaban oscurecidos por la conciencia popular de que ambos hombres eran deryni.
Para demostrar que Morgan y Duncan se habían arrepentido de sus acciones deryni, había que ofrecer una verdad más tangible. Una simple absolución no bastaría al pueblo: los parroquianos, soldados, artesanos y obreros que conformaban y sostenían el ejército. Su fe sencilla exigía una reconciliación más precisa y tangible como prueba de la humildad y del arrepentimiento de los dos nobles deryni. Era imperioso realizar una ceremonia pública, que demostrara abiertamente al pueblo el acuerdo completo de los obispos y de los dos deryni ante los ojos de Dios Todopoderoso.
Pasarían casi dos días hasta que se trazaran formalmente los planes para la batalla final. Dos días, antes de que el ejército de los obispos estuviera en condiciones de desplazarse. A la vez, Morgan y Duncan habían informado de que Kelson no llegaría ai sitio previsto para el encuentro antes del final del cuarto día. Sólo necesitarían dos jornadas de viaje para llegar hasta allí.
Así, el momento para la reconciliación formal se estableció para dos días después, al anochecer, en vísperas de la partida que los llevaría a encontrarse con Kelson. Durante esos dos días, los nobles deryni dialogarían con los obispos y con sus principales asesores militares para trazar la estrategia bélica venidera. Y los monjes del obispo Cardiel se mezclarían con el pueblo para dar a conocer la noticia de la rendición y el posterior arrepentimiento de Morgan y de Duncan. En la noche del segundo día, se celebraría la reincorporación de ambos a la Iglesia, delante de todos los soldados y ciudadanos que cupiesen en la inmensa catedral de Dhassa. Allí, en una exhibición imponente de poder sacerdotal, Morgan y Duncan serían recibidos en su seno con todo el boato que la Iglesia pudiera mostrar. El pueblo daría su aprobación.
Dos días después, en el extremo de la gran planicie de Llyndreth, que se extendía por debajo de Cardosa, lord Sean Derry se quitaba el casco y se restregaba la frente con su brazo bronceado. Hacía calor en los llanos de Llyndreth y el aire parecía cargado con el calor pegajoso del verano inminente. Allí donde el yelmo le había cubierto la cabeza, tenía el cabello húmedo de sudor y el cuerpo le escocía ligeramente entre los omóplatos, bajo el cuero y la cota de malla.
Conteniendo un suspiro, Derry se encogió de hombros para atenuar la comezón y se colgó el casco bajo el brazo izquierdo, por la correa de cuero que lo sujetaba al mentón. Caminó con paso firme y cauteloso hacia el claro donde había dejado su caballo sujeto, tratando de hacer el menor ruido posible sobre la hierba tierna. Había elegido regresar por ese prado pues andar por entre los árboles podía ser peligroso; existía el riesgo de pisar sobre ramas y restos de hojarasca del invierno. Si lo capturaban, estaría condenado a sufrir una penosa muerte en manos de los que acampaban en la planicie que corría por debajo.
Miró a su izquierda y encontró el promontorio que buscaba. Allí, al este, asomaban los picos raídos de los montes Rheljan, a mil seiscientos metros por encima de la planicie. El macizo escudaba la ciudad amurallada de Cardosa, a la que podía accederse a través del paso homónimo. Allí aguardaba Wencit de Torenth o, al menos, eso se decía. Pero al oeste, a la derecha de Derry, los llanos de Llyndreth se extendían durante incontables kilómetros. Y, sobre el risco que tenía a la espalda, se encontraban los inmensos ejércitos de Bran Coris, el traidor conde de Marley, aliado ahora del hombre cuya presencia en Cardosa amenazaba la existencia misma de Gwynedd: Wencit de Torenth.
En la mente de Derry, no se formó una imagen agradable; nada indicaba que en el futuro fuese a mejorar. Tras dejar a Morgan y a Duncan dos días atrás, Derry se había dirigido rumbo al norte a través de las colinas verdes y achaparradas del norte de Corwyn, rumbo a Rengarth y al supuesto lugar donde el duque Jared McLain había apostado sus hombres.
Pero en Rengarth no halló ningún ejército ducal; sólo a un puñado de labriegos, según cuyas palabras las tropas habían marchado hacia el norte cinco días atrás. Siguió cabalgando y las suaves lomas redondeadas de Corwyn dejaron pronto paso a las planicies desnudas y silenciosas de Eastmarch. Y, en lugar del ejército esperado, halló sólo restos de la batalla atroz que acababa de tener lugar: aldeanos aterrorizados, ocultos en las ruinas de los pueblos saqueados y devorados por las llamas; cuerpos despedazados de hombres y caballos sin sepultar, pudriéndose bajo el sol. Sobre las sillas de montar, el tartán de los McLain, teñido de sangre y de coágulos, y los estandartes de color rojo, azul y plata pisoteados sobre los campos polvorientos y anegados de sangre.
Interrogó a los aldeanos que, tras su buena persuasión, accedieron a salir de sus refugios. Sí, el ejército del duque había seguido ese camino. A las tropas se sumó otro ejército que, al principio, pareció amigo. Los dos capitanes se habían estrechado las manos desde los caballos cuando ambas tropas se encontraron.
Pero luego comenzó la masacre. Un hombre creyó haber visto la bandera verde y amarilla de lord Macanter, un noble de la frontera septentrional que antes solía cabalgar a menudo con Ian Howell, difunto conde de Eastmarch. Otro habló de la abundancia de estandartes azules y blancos: los colores del conde de Marley.
Pero, fuere quien fuere el que condujo al ejército opositor, los azules y blancos cayeron sobre los hombres del duque sin piedad, y destruyeron su ejército casi hasta el último hombre. Los que no murieron fueron apresados. Y, cuando la batalla concluyó, algunos creyeron ver banderas blancas y negras en la retaguardia y el venado en posición de salto de la casa de Furstan. La traición era evidente.
El reguero de sangre y de muerte acababa en los llanos de Llyndreth. Derry había llegado al amanecer para encontrar al ejército de Bran Coris emplazado en círculos concéntricos alrededor de la boca del enorme desfiladero de Cardosa. Sabía que debía informar de las malas nuevas y escapar mientras le fuera posible, pero comprendía que no tendría ocasión de hablar con Morgan por los medios mentales convenidos hasta la hora del crepúsculo. Derry podía averiguar mucho más para entonces.
Su discreto merodeo por el borde del campamento militar le enseñó muchas cosas. Aparentemente, Bran Coris había convenido su alianza con Wencit de Torenth en las vísperas mismas de la batalla, una semana atrás, tentado por oscuras promesas cuyas consecuencias repugnaba siquiera imaginar. Hasta los hombres de Bran se mostraban inquietos al hablar de ello, cuando no preferían callar. Aunque, al parecer, también ellos habían sido seducidos por la promesa de fama y fortuna que Wencit parecía ofrecer.
Derry debía tratar de mantenerse a salvo hasta esa noche para poder hablar con Morgan. Si pudiese aguardar hasta dos horas después de que el sol cayera, sería sencillo internarse en esa especie de sueño deryni, mediante la cual él y su señor se comunicaban a pesar de las distancias. El rey debía conocer la traición de Bran antes de que fuera demasiado tarde. Y había que hacer algo para determinar la suerte corrida por el duque Jared y lo que restara de su tropa.
Se internó en la espesura. Casi había llegado hasta su caballo cuando oyó un ligero crujir de ramas que lo puso en guardia. Se detuvo a escuchar y llevó la mano a la empuñadura del espadón, pero no oyó nada más. Ya había decidido que el ruido no se debía a ningún peligro y que sus nervios le estaban jugando unamala pasada cuando sintió que un caballo resoplaba y movía las patas en el claro que se extendía por delante.
¿Podría ser que el animal lo hubiese olido?
No. Estaba en la espesura, con el viento en contra. La situación parecía tener todos los indicios de una trampa.
A su izquierda se repitió el ligero rumor. Ya no tuvo dudas de que había caído en una emboscada. Pero no tendría posibilidades de huir sin un caballo. Debía seguir adelante. No le quedaba alternativa.
Posó la mano sobre la espalda, con cautela, e irrumpió en el claro donde había atado al animal, sin dar asomos de caminar con sigilo. Como había temido, tres soldados lo esperaban. Supuso que debía de haber otros, invisibles para él e, incluso, arqueros cuyas flechas debían de estarle apuntando a la espalda en ese mismo instante. Decidió actuar como si su presencia allí fuese natural.
—¿Buscáis algo? —preguntó Derry, deteniéndose unos metros dentro del claro.
—¿Cuál es tu regimiento, soldado? —preguntó el que estaba más próximo a él.
Su tono era indiferente y el deje de sospecha era casi imperceptible pero, en el modo en que había apoyado los pulgares por detrás del cinturón, no faltaba una nota amenazadora. Uno de sus compañeros, el más bajo y grueso de los tres, mostraba una hostilidad más abierta y, al mirar a Derry de frente, jugueteaba con la empuñadura de la espada.
Derry adoptó su expresión más inocente y abrió los brazos en un gesto conciliador. El casco seguía colgando de su brazo por la correa.
—El Quinto, por supuesto —arriesgó, recordando que el ejército de Bran tenía por lo menos ocho—. ¿Qué significa esto?
—Mal —rugió el tercero, posando la mano sobre la empuñadura de su arma y enfocando la vista sobre el cuerpo de Derry—. El Quinto usa borceguíes amarillos. Los tuyos son marrones. ¿Quién es tu oficial comandante?
—Oíd, caballeros. —Derry procuró hablar en tono tranquilizador, dio un paso atrás y calculó la distancia que lo separaba de su caballo—. No quiero problemas.
—Ya tienes uno, hijo —musitó el primero, sin quitar los dedos del cinturón—. ¿Vendrás pacíficamente, o no?
—¡Diría que no!
Arrojó el casco al rostro azorado del hombre. Desenvaino la espada y lanzó una estocada al rechoncho, que cayó con el primer ataque. Pero, mientras retiraba la hoja del cuerpo, los otros dos rompieron a voces y se lanzaron a atacarlo, saltando sobre el cadáver de su camarada para despedazar a Derry con sus armas. A distancia se oyeron gritos. Derry supo que pedían ayuda. Debía eludir a esos hombres de inmediato o sería demasiado tarde.
Se dejó caer momentáneamente sobre una rodilla y se irguió llevando en la mano la daga que solía guardar en la caña de la bota. Con el arma abrió un tajo en los nudillos de uno de sus atacantes, que gritó y dejó caer la suya, pero Derry se vio superado por el otro soldado y por otro par de espadachines antes de que pudiera valerse de su ventaja. Arriesgó una mirada por encima del hombro y vio que otros seis hombres se acercaban a todo correr, con las espadas en alto. Lanzó una maldición por lo bajo y trató de abalanzarse sobre el animal.
Mientras luchaba por trepar sobre el lomo del caballo, se defendió con la daga y a puntapiés, pero alguien había aflojado la cincha y la silla de montar se le escapó por debajo. Intentó conservar el equilibrio, pero sintió que un par de manos lo aferraban, le tiraban de la ropas y de los cabellos y se enganchaban de su cinto para obligarlo a bajar.
Alguien le abrió una herida en el brazo derecho. Sintió un dolor lacerante y vio que la espada se le escurría por entre los dedos, resbaladiza con su propia sangre. Luego, se encontró sujeto a la tierra por el peso de varios cuerpos con armaduras y, mientras le aferraban los miembros abiertos contra la hierba tierna de la primavera, comenzó a sentir que se quedaba sin aire.