XII
No te alejes de mí, porque la angustia está cerca, porque no hay quien ayude.
Salmos, 22:11
En la catedral de San Senan, en Dhassa, proseguía la reconciliación de los dos deryni arrepentidos. Después de entrar en la catedral en procesión, con los ocho obispos y un incontable número de monjes, sacerdotes y demás asistentes, Morgan y Duncan habían sido llevados solemnemente en presencia del obispo Cardiel, ante el cual declararon formalmente su deseo de ser recibidos nuevamente en la comunión de la Santa Madre Iglesia. Luego, se prosternaron sobre el peldaño inferior del altar y escucharon la recitación de las fórmulas de rigor de labios de Cardiel, de Arilan y de los demás.
Fue un momento de concentración y, también, de peligro, pues ambos debían responder a menudo e intrincadamente a la liturgia hablada y entonada. Por fin, llegó un momento en que los penitentes no tuvieron mucho que decir ni hacer. Los dos evitaron mirarse cuando dos sacerdotes los condujeron hasta el alto escalón, delante del tramo final hacia el altar. Allí, se hincaron cuidadosamente sobre la alfombra, para escuchar, postrados, la parte siguiente de la ceremonia.
—Oh, alma mía, bendice al Señor —recitó Cardiel— y no olvides sus gracias: quien perdona todas tus iniquidades, quien cura todos tus padecimientos, quien redime tu vida de la destrucción, quien corona tu…
Mientras el obispo continuaba con su letanía, Morgan cambió de posición. Movió ligeramente la cabeza que tenía sobre las manos para poder ver el anillo con el Grifo. Y, mientras los obispos ejecutaban, absortos, sus papeles eclesiásticos, él buscó el contacto con Derry, aunque fuese fugaz. Si todo marchaba bien y lograba comunicarse, sería fácil convenir otro contacto para una hora posterior de la noche, cuando las circunstancias fueran menos arriesgadas.
Abrió los ojos apenas y vio que Duncan lo observaba furtivamente, nadie parecía prestarles atención en ese momento. Tal vez tuviese cinco minutos. Esperó que fueran suficientes.
Cerró los ojos, sintió el breve roce de la presencia de Duncan, que lo animaba, y entreabrió los párpados para enfocar la mirada en el sello del Grifo. Lentamente, permitió que sus sentidos excluyeran la lumbre de los cirios, las voces monótonas de los prelados, las dulzonas volutas de incienso que flotaban a su alrededor, el roce áspero de las alfombras que se extendían bajo su cuerpo. Luego, se encontró meciéndose en el primer estadio del trance de Thuryn y su mente se proyectó en busca de algún contacto efímero con la mente de lord Sean Derry.
—Contra ti, sólo contra ti, he pecado y he cometido todo este mal en tu presencia, oh, Señor: que a la hora de hablar seas justo, y claro a la hora de juzgar… —decía Cardiel.
Pero Morgan no lo oyó.
Derry trató de que no se notara su temor cuando los dos hombres se le acercaron por la izquierda y por la derecha. El primero era alto, con expresión aguileña. Una terrible cicatriz le surcaba la nariz aristocrática hasta perderse en la barba y en el bigote prolijamente recortados. El cabello oscuro se teñía de plata en las sienes y, bajo la luz de la antorcha, sus ojos brillaban pálidos como la plata. Era el que llevaba la tea cuyas sombras espectrales tanto lo asustaran minutos atrás y quien, nuevamente, le infundió una ola de terror al volverse para situar la antorcha sobre una argolla, cerca de la primera.
Pero ése no era Wencit. Lo supo instintivamente, tras lanzar una mirada al segundo hombre. El que pasó a su diestra para detenerse directamente ante la silla difería del de la cicatriz tanto como dos hombres podían diferenciarse: alto y anguloso, pero dotado de gracia; de cabello y bigote bermejos. Sus ojos celestes se posaron imperturbables sobre el joven que yacía inmovilizado ante él, en una silla. Wencit iba vestido informalmente, con un manto ondulante de seda ambarina sobre una túnica de satén del mismo matiz dorado. En la cintura, un ancho cinto de eslabones de oro, dentro del cual llevaba con cierto descuido una daga engastada de joyas. En los dedos largos y ascéticos refulgían numerosas sortijas; las únicas joyas que lucía. Bajo el ruedo de la larga túnica asomaban unas pantuflas de terciopelo pardusco, terminadas en punta y bordadas con hilos de oro. Derry no vio más armas que la daga; pero, curiosamente, esto lo inquietó en vez de aliviarlo.
—Aja —habló el hombre. Era la misma voz que antes atribuyera a Wencit. Su terror creciente se afianzó—. Conque he aquí al ilustre lord Sean Derry. ¿Sabes quién soy?
Derry vaciló y se permitió hacer una corta reverencia.
—Espléndido —dijo Wencit, con tono demasiado amistoso—. No creo que conozcas a mi camarada: Rhydon de Eastmarch. El nombre tal vez te resulte familiar.
Derry miró al otro hombre que, a su izquierda, se había reclinado contra la pared y le hizo un gesto de reconocimiento. Rhydon llevaba un atuendo similar al de Wencit, pero de color azul noche y plata en lugar de oro. El efecto sobre el hombre de negro cabello parecía infundir una impresión más siniestra aún. Rhydon resultaba ser el de temer y, por contraste, Wencit parecía una figura afeminada e inofensiva. Derry se dijo que no debía caer en la celada. Wencit era más pavoroso que diez Rhydon, por más fatal que fuera la reputación que este último tuviera como deryni de la más alta estirpe. No debía permitir que los dos le hicieran perder la compostura. El más temible de ambos sería Wencit.
El rey miró a su prisionero durante largo rato. Advirtió la reacción de Derry ante Rhydon, sonrió y cruzó los brazos sobre el pecho. El ligero rumor de satén atrajo de inmediato su atención. Wencit dejó que otra sonrisa asomara a sus labios y comprobó que el gesto perturbó todavía más a Derry.
—Lord Sean Derry… —enunció Wencit con tono divertido—. He oído muchas cosas de ti, mi joven amigo. Entiendo que eres el asistente militar de Morgan y que ocupas un lugar en el Consejo de la Regencia del pequeño rey Haldane. Aunque no en este momento, claro… —Vio que Derry se mordía los labios al escucharlo—. Sí, por cierto, he oído mucho sobre las proezas de lord Sean Derry. Parece que pronto estaremos en posición de saber si la rutilante reputación que posees es merecida. Hablame de ti, Derry.
Derry trató de no dar paso a su ira, pero supo que fracasaría. Muy bien; que Wencit supiera que no le sería fácil. Si éste creía que le arrancaría la rendición sin lucha, él le…
Wencit dio un paso hacia Derry y el joven se detuvo. Se obligó a enfrentar con osadía la mirada del hechicero, sin atreverse a respirar, y quedó sorprendido al ver que Wencit retrocedía ligeramente. Cuando notó que Wencit jugueteaba con la empuñadura de la daga en la cintura, el corazón le dio un vuelco.
—Ya veo… —dijo Wencit. Extrajo la daga y la hizo girar entre los dedos con destreza—. Presumes de poder hacerme frente, ¿eh? Es justo advertirte de que tu conducta me complace. Después de todo lo que había oído de ti, comenzaba a temer que me decepcionaras. Detesto tanto que me defrauden…
Antes de que Derry pudiese reaccionar, Wencit cruzó de dos zancadas la distancia que lo separaba de Derry y posó la punta de la daga contra el cuello del joven. Escrutó su rostro cuidadosamente en busca de la menor señal de terror mientras le presionaba la garganta, pero no la halló. Ni esperó hallarla. Con una ligera sonrisa, Wencit llevó la punta de la hoja hasta el primer lazo del jubón de cuero que llevaba Derry y cortó el tiento. El joven se sorprendió al ver que el cuero cedía, pero se obligó a permanecer imperturbable mientras Wencit descendía lentamente por la hilera de tientos y los iba cortando uno por uno.
—¿Sabes, Derry? —Cortó uno—. A menudo me he preguntado qué tendrá Morgan para inspirar semejante lealtad en sus seguidores… —Cortó otro—. O Kelson y esos extraños predecesores de su estirpe Haldane… —Cortó otro—. No muchos hombres podrían estar aquí sentados, como tú… —volvió a cortar—, negándose a hablar, sabiendo las torturas que les aguardan… —Cortó—. Y, pese a ello, seguir siendo fieles a un hombre que está muy lejos y que nunca podría salvarlos de esto, aunque lo supiera.
La hoja de Wencit se enganchó por detrás de otro tiento para cortarlo, pero algo metálico la detuvo. Wencit había llegado a mitad del torso y, entonces, enarcó una ceja con fingida sorpresa y levantó el rostro hacia Derry.
—Pero ¿qué es esto? —preguntó, ladeando la cabeza con aire pensativo—. Mira, Derry, aquí hay algo que parece detener mi hoja, ¿no crees?
Intentó hacer unos tajos descendentes con más intensidad, sin otro resultado que un tintineo metálico.
—Rhydon, ¿qué crees que será?
—No tengo ni idea, Majestad —dijo el hombre de cabello oscuro, incorporándose para ir hacia Derry.
—Yo tampoco —susurró Wencit.
Valiéndose de la daga, apartó el chaleco y hurgó hasta retirar una cadena de plata de gruesos eslabones. Los extremos desaparecían bajo la camisa del joven.
Wencit lanzó una mirada indiferente a Derry y deslizó el extremo de la hoja por debajo de la cadena. Tiró lentamente hacia fuera hasta que asomó un pesado medallón de plata.
—¿Una medalla santa? —preguntó Wencit, frunciendo las comisuras de la boca—. Qué conmovedor, Rhydon, la lleva cerca del corazón…
Rhydon lanzó una risita.
—Uno estaría tentado de preguntar qué santo cree que podría protegerle de vos, Majestad. Aunque, por supuesto, no hay santo que sea capaz de eso.
—No, no lo hay —convino Wencit. Miró la medalla de reojo y la examinó más atentamente—. ¿San Camber?
Sus ojos parecieron formar dos estanques color índigo al posarse nuevamente sobre los de Derry. El joven sintió que su corazón latía a destiempo. Con deliberada lentitud, Wencit se inclinó para recorrer la inscripción grabada alrededor del canto. Y leyó las sílabas con un dejo de sorna.
—Sanctus Camberus, libera nos ab ómnibus malis… Líbranos de todo mal…
Su mano se cerró con fuerza alrededor del disco de plata y tensó la cadena alrededor del cuello de Derry hasta acercar su rostro a centímetros del suyo.
—¿Eres deryni, insecto? —murmuró Wencit con aspereza.
Sus palabras le arrancaron un escalofrío—. Invocas a un santo deryni, mi imbécil amigo. ¿Crees que él podría protegerte de mí?
Wencit retorció ligeramente la cadena y Derry sintió que se le constreñían las entrañas.
—¿No me responderás, insecto?
Los ojos terribles parecieron horadar la mirada de Derry. El joven lord de la Frontera apartó la vista con un estremecimiento. Oyó que Wencit resoplaba con desdén, pero no dejó que sus ojos volvieran a caer bajo el influjo de esa mirada espeluznante.
—Entiendo —suspiró Wencit, con suavidad.
La presión de la cadena se aflojó ligeramente alrededor del cuello de Derry, pero entonces, la mano del rey lanzó un tirón veloz como el rayo que le sacudió el cuello con violencia antes de que los eslabones de metal se partieran. Conteniendo el aliento, Derry miró al hechicero y la cadena rota que se derramaba sobre sus largos dedos blancos. La nuca le ardía con la fricción del roce metálico. Comprendió, con un nudo en el estómago, que Wencit poseía el medallón de Camber.
Ya nunca podría resistir los ataques de Wencit. La magia había desaparecido. Estaba solo. Morgan nunca lo sabría.
Tragó saliva con dificultad y, sin éxito, intentó serenar su corazón enloquecido.
Mientras la monótona plegaria concluía, Morgan se despidió de las oscuras profundidades del trance y se obligó a abrir los ojos. Debía tener mucho cuidado: en poco tiempo tendría que ponerse de pie y proseguir con la ceremonia y con sus respuestas coherentes. Nadie debería darse cuenta de que, en los cinco minutos previos, había sucedido algo fuera de lo normal. Nadie debía sospechar.
Pero creyó haber tomado contacto con una parte de la mente de Derry. No podía asegurarlo. Era como si Derry hubiese intentado comunicarse con él, aunque sin éxito. En ese momento preciso, sintió algo estremecedor, un destello de pánico que le enloqueció los sentidos. Morgan proyectó sus facultades más aún… y casi no pudo regresar.
Se serenó, empleó uno de los sostenes deryni para sofocar la fatiga y se obligó a alzar la cabeza y a ponerse de rodillas mientras los sacerdotes intentaban ponerlo de pie. Vio que Duncan lo miraba cuando se incorporaba para quitarse el manto violeta que le cubría la túnica blanca y trató de lanzarle una mirada tranquilizadora. Pero Duncan comprendió que algo no marchaba bien. Leyó la tensión en el rostro de su primo mientras ambos se hincaban de rodillas nuevamente ante el altar principal. Morgan trató de recuperar la compostura y Cardiel comenzó otra oración.
—Ego te absolvo... Os absuelvo, Alaric Anthony y Duncan Howard, y os perdono y dispenso de toda herejía y cisma, y de todo juicio, censura y pesar por la causa cometida. Por lo tanto, os restituimos a la unión de nuestra Madre, la Santa Iglesia…
Morgan juntó las manos en un gesto piadoso e intentó trazar un plan de acción. Había establecido contacto una vez, aunque fugaz; ahora sabía que tendría que intentarlo nuevamente y que algo muy grave le sucedía a Derry, dondequiera que estuviese.
Pero ¿qué? ¿Y hasta dónde osaría ir allí, en los confines de una catedral?
Los sacerdotes regresaron a su lado, para ayudarlo a ponerse de pie. A la izquierda, vio que Duncan recibía la misma ayuda. Fue hasta el primer peldaño que tenía ante sí y volvió a arrodillarse. Duncan hizo lo mismo a su lado. Delante de ambos, se erguía la figura de Cardiel. Ahora venía la imposición de manos: el momento culminante de la ceremonia. Morgan inclinó la cabeza y trató de aclarar su mente para que su respuesta no careciera totalmente de valor. Escuchó en boca de Cardiel las pretéritas frases, mientras el obispo descendía lentamente con las manos extendidas hacia sus cabezas.
—Dominus Sanctus, Patri Omnipotenti, Deus Aeternum... Santo Señor, Padre Omnipotente, Dios Eterno, que cubres la tierra con tu gracia, a quien tus sacerdotes postrados se dirigen y suplican que te dignes conceder el don de la misericordia y que perdones las ofensas y los pecados de estos, tus siervos, Alaric Anthony y Duncan Howard. Y que les confieras tu perdón como retribución a sus aflicciones; la dicha por su pesar; la vida por la muerte.
Las manos de Cardiel se posaron ligeramente sobre sus cabezas.
—Señor, concédeles que, aunque caídos de las alturas celestiales, puedan hallar el mérito de perseverar en pos de tu recompensa hacia la paz, hacia los divinos sitiales y hacia la vida eterna. Per eumdem Dominum nostrum Jesum Christum Filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti Deus, per omnia saecula saeculorum.., Amen.
Se escuchó un gran murmullo de pies y toses. La congregación se puso en pie y Morgan y Duncan comenzaron a dirigirse a un lado del presbiterio. A continuación, se celebraría una misa especial de Acción de Gracias, para celebrar su regreso al rebaño de Dios. Morgan miró furtivamente a Duncan mientras ambos ocupaban, en el amplio reclinatorio, los lugares que deberían conservar durante la misa. Sus ojos buscaron los de su primo cuando ambos se hincaron de rodillas, el uno al lado del otro.
—Algo sucedió —musitó Morgan, con voz apenas audible—. No sé qué, pero tendré que averiguarlo. Y, para poder hacerlo, debo internarme en niveles más profundos del trance. Si me alejo demasiado y pierdo la conciencia de lo que sucede aquí, hazme regresar. Utilizaremos la argucia de la que hablamos antes. Si es necesario, incluso me desmayaré.
Duncan asintió ligeramente. Sus ojos severos recorrieron la catedral.
—Muy bien. Haré lo que pueda para encubrirte. Pero ten cuidado.
Morgan sonrió ligeramente. Posó las manos sobre los ojos y los cerró. Nuevamente, traspuso el primer nivel del trance de Thuryn y, casi de inmediato, se encontró internándose en zonas más y más profundas.
Wencit abrió la mano y miró el medallón de Camber, se lo tendió a Rhydon y éste lo guardó en un estuche que llevaba en la cintura. El hechicero seguía sereno y compuesto, pero Derry creyó detectar una ligera nota de irritación e inquietud. La luz de las antorchas arrojaba reflejos cobrizos sobre el cabello de Wencit. En el juego de sombras y luces, Wencit parecía aún más malévolo y Derry no pudo sino comprender que estaba jugándose la vida. El pensamiento lo templó más que ninguna otra cosa: no le quedó la menor duda de que Wencit lo mataría sin pestañear si su muerte se avenía a sus propósitos. Sintió que los ojos del rey volvían a posarse sobre su rostro y se obligó a devolverle la mirada. Deseó que su creciente temor se desvaneciera.
—Bien… —comenzó Wencit, impregnando sus palabras de una calma siniestra—. Me pregunto qué debemos hacer con este fisgón, Rhydon… Con este espía que se ha metido en nuestros dominios. ¿Lo matamos?
Apoyó ambas manos en los brazos de la silla donde habían atado a Derry y acercó su rostro a centímetros del de su prisionero.
—O quizá debamos arrojarlo de alimento a los caradotes —prosiguió Wencit, con tono coloquial—. ¿Sabes qué es un caradote, pequeñín? Me temo que en tu educación ha sido un tema ausente. Este Morgan se mostró muy indolente, por lo que veo. Muéstrale un caradote, Rhydon.
Con una breve reverencia, Rhydon se acercó hacia la izquierda de Derry y adoptó una expresión sumamente grave. Con el índice, trazó unos dibujos en el aire mientras Wencit se situaba detrás de la silla, a la derecha de Derry. Al tiempo que trazaba los signos, Rhydon musitó unas palabras en lengua desconocida y pronunció por lo bajo las sílabas de un antiguo conjuro. Ante las yemas de sus dedos, el aire estalló. Se esparció por el lugar un ofensivo olor a plomo fundido.
Entonces, Derry vislumbró una criatura asomada de los infiernos: un ser aullante, de fauces terroríficas, verdes, púrpuras y cubiertas de coágulos, de dientes voraces y filosos y tentáculos ondulantes que buscaban ávidamente sus ojos, cada vez más cerca.
Derry aulló, apretó los párpados con fuerza y se retorció convulsivamente entre los lazos que lo apresaban. Creyó sentir el hálito inmundo y ácido de la bestia contra su rostro. Escuchó el rugido de la criatura y sintió que el olor a plomo caliente le doblegaba el sentido del olfato.
Entonces, se produjo un repentino silencio mortal y sopló una brisa fresca. Supo que el monstruo había desaparecido. Abrió los ojos y se encontró con que Wencit y Rhydon lo miraban con perversa diversión. Los ojos plateados de Rhydon seguían nublados por el velo de un oscuro poder imposible de nombrar. Derry los miró, horrorizado, mientras la respiración retornaba en espasmos entrecortados y violentos. La boca de Rhydon se curvó con ligera irritación antes de abrirse en una sonrisa condescendiente. Se dirigió a Rhydon, con una reverencia informal.
—Gracias, Rhydon.
—Fue un honor, Majestad.
Derry tragó saliva con dificultad, sin atreverse a hablar, y trató, en cambio, de aquietar el temor disparatado que seguía mordisqueándole los confines de la mente. Se dijo que sus captores no permitirían que esa criatura lo devorase hasta arrancarle lo que querían saber de él. Pero de nada le valió. Con esfuerzo, pudo ir serenando la respiración. La cabeza le latía por el control que había tenido que ejercer.
—Así que, mi querido amigo —dijo Wencit melosamente, posando una vez más las manos sobre la silla de Derry—, ¿te entregamos al caradote? ¿O buscamos para ti algún destino más provechoso? Tengo la impresión de que nuestra mascota no ha sido de tu agrado… aunque tú si le gustaste a ella.
Derry volvió a tragar saliva y sofocó una oleada de náusea. Wencit lanzó una carcajada.
—¿No se lo damos al caradote? ¿Qué piensas tú, Rhydon?
El otro habló con voz fría y elegante.
—Entiendo que podríamos encontrarle un destino más apropiado, Majestad. Este pasatiempo me agrada tanto a mí como a vos, pero no debemos olvidar que lord Sean Derry es hijo de un conde; un hombre de noble cuna. No merece ser carroña para el caradote, ¿no estáis de acuerdo?
—Pero la bestia parecía tan enamorada de él… —protestó Wencit, con la risa en los ojos, mientras Derry se replegaba contra el respaldo de la silla—. Sin embargo, debo reconocer que tienes razón. Lord Sean Derry me es un patrimonio mucho más valioso con vida que muerto. Aunque, antes de que concluya la noche, él querrá que sea a la inversa.
Cruzó los brazos sobre el pecho y miró a Derry, con una sonrisa indulgente.
—Comenzarás por decirnos todo lo que sabes sobre las fuerzas de Kelson, militares y secretas. Y, cuando hayas terminado con eso, nos dirás todo lo que debamos saber sobre ese tal Morgan.
Derry se irguió, indignado. Sus ojos azules centellearon desafiantes.
—Jamás! ¡Nunca traicionaré a…!
—¡Suficiente!
Wencit atravesó a Derry con esa sola palabra. Se inclinó hacia él con terrible intensidad. Por un instante, la mirada dio en el blanco y los ojos temibles se hundieron en los de Derry como dos estanques de líquidos zafiros. Pero Derry apartó la vista y sacudió la cabeza con desesperación. Sabía —sin saberlo— que Wencit había intentado arrancarle la verdad, leyéndole la mente. No pudo soportar el contacto de esa mente extraña.
Se atrevió a entreabrir los ojos apenas y vio que Wencit se erguía, ligeramente sorprendido y con las cejas rojizas unidas en un gesto de contrariedad. El hechicero lo midió un instante y, luego, fue hasta la pared opuesta, donde descansaba el baúl cubierto de cuero. Levantó la tapa y buscó un largo rato hasta encontrar lo que buscaba. Se irguió y giró sobre sus talones. En la mano llevaba un pequeño frasco de cristal lleno de un líquido blanco y opaco. Tomó otro frasco —éste, de arcilla— y vertió en el otro cuatro gotas doradas de un líquido translúcido. El fluido opalino se convirtió en una sustancia de vertiginoso y refulgente color rojo, como si fuera sangre luminosa. Wencit lo miró bajo la lumbre de la antorcha. Regresó hacia su cautivo, mientras agitaba el contenido del frasco con un movimiento circular de la mano.
—Es una lástima que hayas decidido no cooperar, mi joven amigo —dijo Wencit. Puso un codo en el respaldo de la silla y sostuvo el frasco a la luz, para admirar el color—. Pero, en fin, supongo que no tienes más alternativa que yo. Ese Morgan y su principito advenedizo te han protegido bien. Sólo que, lamentablemente, los poderes deryni conferidos están sujetos a idénticas limitaciones que los innatos. Lamentablemente, para ti, por supuesto. El contenido de este frasco te despojará de toda resistencia.
Derry tragó saliva. Tenía la garganta seca. Fijó la vista sobre el fluido.
—¿Qué es? —alcanzó a murmurar.
—Ah… La curiosidad no ha muerto, después de todo… Pero, a decir verdad, cuando te lo haya dicho sabrás poco más que antes de preguntar. El merasha es bastante conocido, aunque el resto… —Contuvo una risilla cuando Derry apretó los dientes, atormentado—. Veo que has oído hablar del merasha, ¿eh? No importa. Rhydon, sosténle la cabeza.
Derry giró la cabeza violentamente en busca del otro deryni, pero demasiado tarde. Las manos de Rhydon le habían inmovilizado la cabeza con la fuerza del hierro. Estaba brutalmente sujeto contra el pecho de Rhydon. Este conocía bien los puntos de presión y los punzó sin vacilar. Derry sintió que la boca se le abría, sin que pudiera hacer nada por impedirlo.
El fluido carmesí le corrió por la garganta, le calcinó la lengua. Luchó con todas sus fuerzas por no tragarlo. Sintió que una negrura se abatía sobre él cuando otra intervención de Rhydon lo obligó a tragar. Entonces, pese a su férreo empeño por evitarlo, tuvo que deglutir. Le soltaron la cabeza e irrumpió en una tos frenética e ingobernable.
Tenía la lengua adormecida. En la boca, sentía un sabor metálico y desabrido. Los pulmones le ardían con la llamarada del líquido que había pasado tan cerca. Tosió y sacudió la cabeza para despejarla. Trató de imponerse un vómito que no obedeció a su voluntad y, a medida que la tos fue cediendo y que el fuego se extinguió, sintió que la vista comenzaba a nublársele. Un rugido furibundo resonó en sus oídos, como si el viento más indómito de la tierra quisiese arrancarlo del tiempo y del espacio. Ante sus ojos, se abrió un despliegue de colores que se encendían y fusionaban. Y, entonces, todo pareció oscurecerse.
Trató de alzar la cabeza, pero el esfuerzo lo superó. Trató de enfocar los ojos, pero le fue imposible. Vio las puntas de las pantuflas de Wencit al lado de su silla, cuando la cabeza le colgó impotente a la derecha. Oyó que esa voz aborrecida murmuraba algo que debiera haber sido capaz de entender, mas no pudo.
Y la oscuridad se cernió sobre él.
La catedral se había ido sumiendo en el silencio a medida que la misa se acercaba a su punto culminante. Morgan trató desesperadamente de regresar a la conciencia. Había captado fugazmente la oscuridad un segundo antes de que se abatiera sobre Derry, aunque no logró reconocer su origen. Supo que debía de relacionarse con Derry y que algo marchaba terriblemente mal.
Pero no pudo descubrir nada más. En ese instante de terror, el esfuerzo por regresar lo tensó y, al salir por fin del trance de Thuryn, tuvo que apoyarse ligeramente sobre el reclinatorio. Duncan lo sintió vacilar y le lanzó una mirada furtiva al tiempo que intentaba permanecer indiferente.
—¿Alaric, estás bien? —preguntó. Sus ojos azules le dijeron: «Finges, o es auténtico?»
Morgan tragó saliva y meneó la cabeza. Trató de repeler la fatiga, pero la reciente extenuación, sumada a la falta de alimento, habían devastado sus fuerzas. Sabía que, con el tiempo, lograría reponerse; pero allí, rodeado de hombres que no tardarían en sospechar, se vio envuelto en una situación irremediable. Volvió a descansar el cuerpo sobre los talones y se apoyó pesadamente contra el cuerpo de Duncan mientras otra oleada de vértigo se apoderaba de él. Sabía que no podría mantener a raya la oscuridad durante mucho tiempo más.
Duncan miró a los obispos, varios de los cuales comenzaban a mirar hacia ellos. Se acercó al oído de Morgan.
—Nos miran, Alaric. Si de veras necesitas ayuda, dímelo. Los obispos se… Oh, oh, Cardiel ha detenido la misa y viene hacia aquí.
—Entonces, hazte cargo —susurró Morgan. Cerró los ojos y nuevamente se meció—. Voy a desmayarme… —Tragó saliva—. Ten cuida…
Se desplomó sobre el hombro de Duncan y cayó inerte. Duncan le puso la cabeza en el suelo y la mano sobre la frente. Alzó la vista y miró a Cardiel, a Arilan y a dos de los otros obispos, quienes lo miraban con distintos gestos de preocupación. Duncan comprendió que tendría que distraer la atención rápidamente.
—Es el ayuno. No está acostumbrado —Se inclinó sobre su primo para aflojarle las ropas en el cuello—. ¿Alguien podría traer un poco de vino? Necesita algo en el estómago.
Enviaron a un monje por el vino. Duncan cambió de posición y trató de sondear la mente de Morgan. En efecto, se había desmayado de veras. De eso ya no tenía dudas. El rostro estaba pálido y el pulso era veloz e irregular. La respiración, poco profunda. Tarde o temprano volvería en sí por sus propios medios, pero Duncan no se atrevió a prolongar la situación más de lo necesario. Cardiel se había hincado de rodillas a su lado, para sujetar la muñeca de Morgan. Varios de los barones, generales y nobles que había cerca del presbiterio habían abandonado sus lugares y aguardaban expectantes en las naves, con las manos en las empuñaduras de las espadas. Había que tranquilizar a esos hombres o tendrían problemas.
Con expresión de auténtica zozobra, Duncan tomó la cabeza de Morgan entre las manos, como para mirarlo más de cerca, y le aplicó el conjuro deryni para repeler la fatiga. Sintió que la mente de Morgan se agitaba mucho antes de que su cuerpo respondiese. Por fin, Morgan lanzó un gemido y movió la cabeza a un lado. Los párpados le aletearon a medida que la conciencia retornó. Apareció un monje con una cesta de vino. Duncan posó la cabeza de su primo en una rodilla para acercarle la bebida a los labios. Y Morgan abrió los ojos lentamente.
—Bebe esto —le ordenó Duncan.
Morgan asintió, dócil, y dejó que le acercaran el vino, para beber unos tragos. Con ambas manos, sostuvo la cesta que le ofrecía Duncan y, luego, se pasó una mano por los ojos, como si quisiese apartar un recuerdo ingrato. La otra mano se contrajo imperceptiblemente sobre la de Duncan y éste supo que el peligro había cesado. Una vez más, Morgan era dueño de sí. Tomó otro sorbo de vino, lo paseó por la boca y lo encontró demasiado dulce. Apartó la cesta a un lado y se incorporó. Los obispos se inclinaron sobre él con una mezcla de preocupación, sospecha e indignación. Varios de los nobles se aproximaron al altar a escuchar la explicación de Morgan.
—Debéis perdonarme, señores. Ha sido una torpeza por mi parte —murmuró. Dejó que la verdadera fatiga impregnara sus palabras de vacilación—. Me temo que no estoy acostumbrado a ayunar…
Dejó que su voz se perdiera, tragó con esfuerzo, con la mirada baja, y los obispos asintieron. Comprendían la reacción a la falta de alimento. Bajo la tensión de los tres días pasados, no era enteramente improbable que el duque de Corwyn se desvaneciera durante la misa. Cardiel tocó ligeramente el hombro de Morgan con aire condescendiente y se dirigió a los nobles y barones para tranquilizarlos. Arilan permaneció mirándolos durante varios segundos mientras volvían a arrodillarse, y sólo regresó a su sitio cuando vio que Cardiel remontaba una vez más los peldaños del altar. Morgan y Duncan se percataron de esta vacilación y cambiaron miradas cautelosas cuando la misa volvió a su curso. Desde ese momento hasta el final, no se produjo ningún otro inconveniente. Los dos penitentes recibieron la comunión y fueron recitadas las últimas plegarias. Finalmente, el pueblo y los prelados abandonaron la catedral. Cardiel, Arilan y los dos deryni se marcharon a la sacristía. Arilan se retiró a la capilla de vestimenta con toda pompa mientras los otros prelados terminaban sus quehaceres en la sala y se iban alejando. Sólo entonces regresó junto a ellos, se quitó la mitra, fue lentamente hacia la puerta y corrió el pestillo.
—¿Hay algo que queráis decirme, duque de Corwyn? —preguntó fríamente, sin volverse hacia ellos, con la vista sobre la puerta.
Morgan lanzó una mirada a Duncan, otra a Cardiel. El obispo aguardaba en un rincón, de pie, sumamente incómodo.
—No creo comprender bien lo que queréis decir, mílord —replicó Morgan con cautela.
—¿Es habitual que el duque de Corwyn desfallezca durante la misa? —preguntó Arilan. Giró sobre los talones y clavó sus ojos azul violeta sobre Morgan.
—Como he dicho, milord, no estoy acostumbrado al ayuno. En mi familia no es algo que se estile. Y las horas pasadas que hemos vivido durante los últimos tres días, el escaso sueño, la falta de comida…
—¡No constituyen una excusa aceptable, Alaric! —estalló el obispo. Se acercó a Morgan—. ¡Esta noche, has roto tu palabra! Nos has mentido. Usaste tus poderes deryni en la misma catedral, pese a que os lo habíamos prohibido a ambos. ¡Espero que puedas darnos una explicación debidamente apropiada!