XI

Prosperan las tiendas de los ladrones y los que provocan a Dios viven seguros…

Job, 12:6

Derry hizo una mueca de dolor y dejó escapar un gemido cuando un par de rudas manos lo pusieron de espaldas contra el suelo y le examinaron el brazo herido.

Había perdido fugazmente la conciencia cuando lo arrancaron de la silla de montar, la había recuperado cuando lo arrastraron por el suelo hasta donde se encontraba ahora, sobre un recorte de césped húmedo. Tres soldados armados le sostenían los miembros contra el suelo; tres hombres de rostro adusto enmarcado en la armadura, con los colores de la casa de Marley. Uno de ellos sostenía una daga contra el cuello del cautivo, sin prestar mucha atención. Un cuarto, con el atuendo de los cirujanos de campo, estaba de rodillas al lado de Derry. Desnudó la herida y comenzó a limpiarla, con un gruñido de desaprobación. Derry se concentró y alcanzó a distinguir un grupo más numeroso de hombres que lo miraban con aire vigilante. Comprendió que la huida era casi imposible y el pensamiento casi lo hizo desfallecer.

Mientras el cirujano terminaba de vendar la herida, uno de los guardias que estaban en pie tomó una larga cuerda de su cinto y ató diestramente con ella las muñecas de Derry. Tras comprobar la firmeza del lazo, se enderezó y lo observó con aire suspicaz, casi como si lo reconociera. Luego, desapareció de la vista de Derry. Este alzó la cabeza y trató de orientarse, mientras los hombres que lo habían estado sujetando se ponían de pie y se unían a los que custodiaban.

Estaba en el campamento otra vez, tendido a la sombra de una tienda baja y marrón. No reconoció el lugar y no esperó hacerlo, pues anteriormente sólo había espiado un sector muy reducido del lugar. Pero no tuvo duda de que estaba en lo profundo de sus confines y no en la periferia.

La tienda era de las que usaban los habitantes de Eastmarch: chata y baja, pero de fina confección. Parecía ser la de algún oficial. Se preguntó de quién sería, pues hasta ese momento no creía haber estado ante nadie de rango apropiado. Quizás esos hombres no comprendieran la importancia del prisionero que vigilaban. Tal vez pudiera evitar el encuentro con alguien de mayor jerarquía y que pudiese reconocerlo.

Pero, por otra parte, si no advertían quién era y lo tomaban por un espía de poca monta, acaso ni siquiera tuviese oportunidad de escabullirse de la muerte segura. Bien podían ejecutarlo sin miramientos.

Pero le habían vendado la herida. Si se proponían matarlo, había sido un esfuerzo inútil. Se preguntó quién sería el comandante de esos hombres.

Como en respuesta a sus pensamientos, apareció un hombre alto y de edad madura, vestido con atuendo azul y oro. Se acercó a la tienda y arrojó un casco en punta a uno de los soldados centinelas. Se notaba en él el porte seguro y aplomado de la aristocracia y una compostura en los movimientos que lo señaló de inmediato como un guerrero de estirpe. La empuñadura de la espada estaba engastada de joyas, que también asomaban entre los eslabones de la cadena de oro que llevaba al cuello. Derry lo reconoció de inmediato: era el barón Campbell de Eastmarch. ¿Lo reconocería Cambpell, a su vez?

—Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Te ha enviado el rey, amigo?

Derry frunció el ceño ante el tono condescendiente. Se preguntó si se estaría burlando de él o si realmente aún no lo había reconocido.

—Desde luego que me envió el rey —decidió decirle, por fin. Permitió que una nota de indignación asomara a su voz—. ¿Así tratáis a los mensajeros reales?

—¿Conque dices ser un mensajero real, ahora? —el hombre preguntó meneando la cabeza—. Los guardias no me dijeron lo mismo.

—Los guardias no me lo preguntaron —repuso Derry con desprecio y alzó la cabeza con aire desafiante—. Además, mi mensaje no iba dirigido a los centinelas; iba destinado al ejército del duque Ewan, al norte. Es una misión encomendada por el rey. Me topé con vuestro regimiento por error.

—Ya lo creo que ha sido un error, amigo —murmuró Campbell, mientras sus ojos lo escrutaban con suspicacia—. Fuiste capturado mientras espiabas en las afueras del campamento; mentiste al hombre que te preguntó tu identidad; mataste a un soldado que intentó traerte en custodia… Y no tienes credenciales ni mensajes que indiquen que eres lo que dices y no un espía. Creo que eres esto último. ¿Cómo te llamas, amigo?

—No soy ningún espía. Soy un enviado del rey. ¡Y mi nombre y mis mensajes no son para vuestros oídos! —replicó Derry con osadía—. Cuando el rey sepa cómo me habéis tratado…

En un abrir y cerrar de ojos, Campbell se hincó de rodillas al lado de Derry, le retorció el cuello de malla del jubón con firmeza, casi hasta asfixiarlo, y le clavó la vista en el rostro.

—¡A mí no me hablarás de ese modo, joven espía! Y, si esperas llegar a la vejez, cosa que parece improbable por el tono en que te expresas, será mejor que cierres el pico a menos que tengas palabras apropiadas que decir. ¿He sido claro?

Derry frunció el rostro en una mueca cuando el hombre le tiró del cuello con más fuerza. Reprimió una airada respuesta que, de haberse pronunciado, habría significado su fin. Con una ligera inclinación de cabeza, señaló su obediencia y respiró hondo cuando sintió que lo soltaba. Se preguntó qué debería hacer a continuación, pero Campbell le quitó el peso de la decisión.

—Llevémoslo donde Su Señoría —dijo, mientras se ponía de pie, con un suspiro—. No tengo tiempo que perder en tonterías. Tal vez los amigos deryni del lord puedan arrancarle la verdad.

Mientras Derry digería las palabras, sintió que lo ponían de pie y lo empujaban por un sendero enlodado hacia el centro del campamento. Se encontró con varias miradas inquisidoras y, en ocasiones, Derry vio que algunos hombres se volvían hacia él, como reconociéndole. Pero ninguno se acercó a ellos. Derry tenía bastante con intentar mantenerse en pie para poder mirar a cualquiera muy de cerca. Además, ya no importaba mucho que lo reconociesen o no. Bran Coris lo identificaría de inmediato y sabría qué lo llevaba por allí. La alusión a las amistades deryni de Bran tampoco era alentadora.

Bordearon un bosquecillo de robles y asomaron en el sector del cuartel general, donde una espléndida tienda azul y blanca dominaba el centro de un amplio prado verde. En derredor, habían erigido otras tiendas de semejante suntuosidad y de tamaño ligeramente inferior. Sus brillantes colores y estandartes parecían competir entre sí en belleza y atractivo. No lejos de allí, el cauce henchido del gran río Cardosa corría por la planicie. Era la temporada de la crecida y el poderoso torrente arrastraba aguas profundas.

La escolta de Derry lo arrastró cuando sus pies trastabillaron y, por último, acabó arrojándolo de rodillas ante una tienda negra y plateada, cerca de la azul de Bran. El rudo trato de los soldados había hecho que le doliera insoportablemente la herida y las cuerdas de cuero le desgarraban las muñecas. Desde el interior de la tienda, escuchó que un grupo de hombres discutía a viva voz, aunque la gruesa lona de los toldos ahogaba las palabras y hacía imposible distinguir la conversación. El barón Campbell se detuvo apenas un instante, sopesando al parecer la conveniencia de irrumpir en la tienda, se encogió de hombros y desapareció a través de una cortina de lona. Se oyó una explosiva imprecación indignada, una blasfemia susurrada en un dialecto extranjero y, luego, la voz de Bran Coris.

—¿Un espía? Maldición, Campbell, ¿me has interrumpido para decirme que habías capturado a un espía?

—Creo que es más que eso, milord. Es… Bueno, será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.

—Muy bien, vuelvo en seguida, Lionel.

Cuando Campbell salió de la tienda, a Derry se le encogió el corazón. Apartó el rostro al ver que, detrás suyo, un hombre esbelto, con túnica azul, asomaba a la claridad del sol. Oyó que alguien contenía el aliento en dirección a Bran y vio que, a unos pasos de él, se detenían dos pares de botas, uno de ellos, lustroso, negro y con espuelas de plata. De nada serviría postergar lo inevitable. Con un suspiro de resignación, Derry alzó la cabeza y miró el rostro familiar de Bran Coris.

—¡Lord Sean Derry! —exclamó Bran. Sus ojos dorados refulgieron con frialdad—. ¡Vaya! ¿Qué hace mi dudoso colega fuera de las cámaras del Consejo Real? ¿No habrás abandonado a tu querido Morgan, verdad? —Los ojos de Derry lanzaron una llamarada de furia—. No, no creo. Milord Lionel, venid a ver lo que Morgan nos ha enviado. Es su espía favorito.

Al oír tales palabras, Lionel salió de la tienda y fue hasta donde se encontraba Bran, quien no apartaba sus ojos severos del rostro de Derry. Era alto, de porte gallardo y modos extranjeros, barba negra y un bigote recortado para destacar los labios finos y crueles. De sus anchos hombros, caía un manto de seda blanca y susurrante hasta la punta de las botas, de terciopelo color claro. Pero, donde el manto se abría, asomaba el brillo de una túnica púrpura con dorso de malla y la llamarada de una daga corva, sujeta en la faja de la cintura. Llevaba el cabello largo y prieto, recogido en la nuca con un broche y atado con una ancha cinta de plata que le surcaba la frente. Los brazaletes engastados de joyas refulgieron de rojo, verde y violeta cuando cruzó las mangas sedosas sobre el pecho.

—Conque éste es el favorito de Morgan… —dijo Lionel, mientras recorría a Derry con una mirada de disgusto.

—Lord Sean Derry —replicó Bran con un gesto de asentimiento—. Kelson lo designó para que ocupara la silla que lord Ralson había dejado vacante en el Consejo el otoño pesado. Antes de eso, estuvo unos años como ayudante militar de Morgan. ¿Dónde lo encontrasteis, Campbell?

—Sobre el promontorio que hay al sur, milord. Una patrulla detectó su caballo y aguardó a que regresara. Pero cuando intentaron capturarlo hirió a varios de los nuestros. Peter Davency murió.

—¿Davency? ¿Un hombre corpulento, de temperamento impetuoso?

—El mismo, milord.

Bran enganchó los pulgares en el cinto enjoyado que sujetaba su túnica y contempló a Derry largo rato. Se mecía sobre las puntas de los pies y bajaba con lentitud, mientras contraía y aflojaba la mandíbula. Durante un segundo, Derry temió que Bran lo destrozara de un puntapié y se preparó para recibir el golpe, que no llegó. Después de lo que pareció una eternidad, Bran doblegó su ira y se volvió lentamente hacia Lionel, sin atreverse a lanzar una sola mirada más en dirección a Derry.

—Si este hombre fuese totalmente mi prisionero, ya habría muerto por lo que hizo —dijo Bran, con voz apenas audible—. Pero la ira no me impide advertir el valor que este hombre podría tener para vos y para Wencit. ¿Queréis preguntar a vuestro cuñado qué quiere que haga con esta basura?

Lionel hizo una corta reverencia, giró sobre sus talones y fue hasta la tienda. Bran lo siguió, a un paso de distancia. Se detuvieron al trasponer la cortina y sus siluetas se recortaron contra la oscuridad. Luego se produjo un ligero juego de luces fuera del campo de visión de Derry, por encima de las cabezas de los hombres. Derry supo que estarían utilizando algún tipo de magia para entablar comunicación con Wencit. En pocos minutos, Bran salió solo de la tienda, con gesto pensativo y algo jocoso.

—Bueno, lord Derry, parece que mis nuevos aliados se inclinan a mostrarse misericordiosos. En lugar de morir como un traidor, serás el huésped de Su Majestad, el rey Wencit, esta noche en Cardosa. Personalmente, no respondo de la clase de entretenimiento que te procurarán; debo confesar que los pasatiempos torentinos son algo extravagantes para mi gusto, a veces. Pero quizás a ti te agraden. ¿Campbell?

—Sí, milord.

El rostro de Bran se endureció, al posarse sobre el rostro impotente de Derry.

—Campbell, ponió a lomos de un caballo y quítalo de aquí. ¡El sólo verlo me da náuseas!

Morgan recorrió la pequeña antesala una vez más y se frotó con una mano la barbilla recién afeitada. Luego, se volvió para espiar impaciente a través de la base de una alta ventana enrejada. Afuera, caía el crepúsculo y la bruma de la noche se desplazaba velozmente, como era habitual en las regiones montañosas, para envolver a Dhassa en una nube fría y sobrenatural. Todavía no era noche oscura, pero comenzaban a asomar antorchas en la penumbra gradual y las llamas vacilantes se agitaban, pálidas y espectrales, contra la bruma aún iluminada. Las calles que, una hora atrás, habían estado atestadas de soldados, quedaban ahora en silencio. A la izquierda, vio a un guardia de honor, apostado ante las puertas de la catedral de San Señan, y grupos de hombres con malla y armaduras o de mercaderes, que se internaban en la alta nave del templo. Ocasionalmente, cuando se producía un respiro en la entrada de feligreses, Morgan alcanzaba a vislumbrar el interior de la nave y la lumbre de cientos de velas que parecían rivalizar con el sol. En poco tiempo más, Duncan y él se internarían en la catedral junto a los obispos. Se preguntó cómo los recibirían.

Con un suspiro, Morgan se apartó de la ventana y volvió la mirada a su primo. Duncan descansaba en silencio, sobre un banco bajo de madera. En un extremo del asiento ardía un cirio; el sacerdote parecía absorto en la lectura de un librito encuadernado en cuero, de lomo dorado. Como Morgan, lucía el manto violeta de los penitentes y estaba pulcramente rasurado. Donde la barba lo había cubierto, la piel se veía curiosamente pálida. Todavía no se había abrochado la parte delantera de la túnica, pues en la celda diminuta hacía calor y no llegaba el aire nocturno que movía la bruma. Bajo el manto llevaba una camisa blanca, calzas y suaves botas de cuero que brillaban severamente. La pura blancura no era interrumpida por joyas ni adornos. Con otro suspiro, Morgan se miró su manto y su túnica y los anillos con el grifo y el león que lanzaban guiños desde sus dedos. Fue lentamente hasta Duncan y lo miró, pero su primo no pareció perturbarse por su proximidad ni por el hecho de que hubiera estado recorriendo la celda durante los últimos quince minutos. Ni siquiera se dio cuenta de que había concluido su paseo impaciente.

—¿Nunca te cansas de esperar? —preguntó Morgan.

Duncan levantó la vista de la lectura, con una débil sonrisa.

—A veces. Pero es una aptitud que los sacerdotes debemos aprender a desarrollar en el inicio de nuestras carreras… o bien convertirnos en buenos actores. ¿Por qué no dejas de dar vueltas y te relajas?

Ah, entonces se había dado cuenta…

Se sentó pesadamente en el banco al lado de Duncan y reclinó la cabeza contra la pared, los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud de hastío mayúsculo.

—¿Relajarme? Para ti es fácil decirlo, te agradan los rituales y estás habituado a la pompa sacerdotal. Yo estoy inquieto como un escudero en su primer torneo. No sólo eso, sino que, en cualquier momento, me moriré de hambre. En todo el día no he probado bocado.

—Ni yo.

—No, pero tú estás más acostumbrado. Tiendes a olvidar que soy un noble disipado, que incurro en toda suerte de placeres cuando me viene en gana. En este momento, creo que aceptaría con gusto incluso ese espantoso vino de Dhassa.

Duncan cerró los ojos y se reclinó contra la pared con una sonrisa.

—No sabes lo que dices. Piensa en lo que podría hacer la bebida en tu mente despejada después de un día de ayuno. Además, conozco el vino de Dhassa y, personalmente, preferiría morir de sed.

—Ah, te doy la razón —sonrió Morgan, y cerró los ojos—. Ya ves lo pernicioso que resulta el ayuno: no mortifica el alma, pero corroe el cerebro.

—Bueno, tal vez los obispos no se opondrían a un pequeño bocado —Duncan rió entre dientes—, no querrán que nos desmayemos durante la ceremonia por falta de aliento.

—Eso nos muestra cuánto sabes —sonrió Morgan. Se puso de pie y continuó su paseo—. Lo mejor que podría pasarnos allí dentro sería desmayarnos. Piénsalo: «Los deryni penitentes, debilitados por su ayuno de tres días, enmendado el espíritu y purificado el corazón, se desvanecen en presencia del Señor.»

—Como sabrás…

En ese momento, se oyó un suave golpe en la puerta y Duncan se detuvo, expectante. Lanzó una mirada a Morgan y se puso de pie. El obispo Cardiel irrumpió en la celda con un rumor de seda color púrpura y la caperuza vuelta sobre los hombros. Le indicó a un monje de negro manto que se retirara. Morgan y Duncan se inclinaron para besarle el anillo y el obispo se apartó y cerró la puerta suavemente. Luego, extrajo de los pliegues de su manto un pergamino plegado.

—Esto llegó hace una hora —comenzó en voz grave, mientras tendía la carta a Morgan y miraba por la ventana con inquietud—. Es un mensaje del rey. Nos desea éxito en la empresa de esta noche y espera encontrarse con nosotros en Cor Ramet pasado mañana. Espero que no tengamos que decepcionarlo.

—¿Decepcionarlo? —Morgan, quien se había acercado a la vela para leer la carta, levantó la vista sobresaltado—. ¿Por qué? ¿Sucede algo malo?

—Todavía nada —dijo Cardiel. Tendió la mano y Morgan le devolvió el pergamino sin decir una palabra—. ¿Alguno de vosotros desea preguntarme algo sobre lo que sucederá esta noche?

—El padre Hugh nos puso al tanto horas atrás, Eminencia —respondió Duncan con cuidado, estudiando el rostro de Cardiel—. Milord, si hay alguna dificultad en lo que a nosotros respecta, debemos saberlo.

Cardiel los contempló largo rato y posó la mano enguantada sobre el alféizar de la ventana. Recorrió las rejas con la mirada durante varios segundos, como si debiera escoger sus palabras con cautela. Volvió la cabeza ligeramente en dirección a los dos hombres. Su cabellera gris acero se recortaba contra el cielo del crepúsculo y el brazo en lo alto le abría el manto. Debajo, un alba blanca brillaba como la plata contra la pared de piedra gris y, al verla, Morgan comprendió que el obispo había interrumpido su ceremonia de vestimenta para ir a visitarlos. Se preguntó qué pensaría decirles.

—Esta tarde, en la procesión, causasteis una buena impresión, ¿lo sabíais? —dijo Cardiel, con tono ligero—. La gente ama el espectáculo de un penitente haciendo demostración pública de su contrición. Hace que el pueblo se sienta más virtuoso. Francamente, la mayoría de los que acudirán esta noche querrá creer en la sinceridad de vuestra reconciliación.

—Sin embargo… —comenzó Morgan.

Cardiel bajó la vista y sonrió, a su pesar.

—Sí, siempre hay un pero, ¿verdad? —miró a Morgan a los ojos—. Alaric, tratad de creer que me fío de vos. De ambos… —Su mirada llegó a Duncan—. Pero… habrá muchos entre los que hoy vengan que siguen indecisos. Me temo que, por muy arrepentidos que os mostréis, haría falta un milagro para persuadirlos de que no tenéis malas intenciones.

—¿Nos estáis pidiendo que hagamos un milagro, Eminencia? —murmuró Morgan, y le devolvió la mirada a Cardiel.

—¡No, por todos los cielos! Es lo último que querría —Cardiel meneó la cabeza—. En realidad, quizás éste sea el meollo de lo que intento deciros. —Entrelazó los dedos y se miró el anillo de obispo—. Alaric, hace cuatro años que soy obispo de Dhassa. Durante esos cuatro años y durante los oficios de, por lo menos, mis últimos cinco antecesores, jamás hubo un sólo escándalo relacionado con la diócesis de Dhassa…

—Tal vez debisteis de haber pensado en ese punto antes de uniros al cisma, milord —replicó Morgan, suavemente.

Cardiel pareció herido.

—Hice lo que debía hacer.

—Vuestra mente está de acuerdo —intervino Duncan—, pero vuestro corazón teme a lo que puedan hacer dos deryni. ¿No es eso?

Cardiel levantó la vista hacia ellos y ahogó una risa nerviosa.

—Quizá —se aclaró la garganta—. Quizá —se detuvo—. Duncan…, necesito la promesa de ambos de que no usaréis vuestros poderes esta noche. Ninguno. Suceda lo que suceda, debo contar con vuestro solemne juramento de que no haréis nada, nada que os haga parecer distintos de cualquier otro penitente que haya entrado alguna vez en mi catedral para hacer las paces con la Iglesia. Seguramente comprenderéis la importancia de lo que os estoy pidiendo.

Morgan miró al suelo y frunció los labios pensativamente.

—Supongo que Arilan sabe de vuestra visita…

—Así es.

—¿Y sobre el asunto que os trajo?

—También, y está de acuerdo. No debe haber magia.

Duncan se encogió de hombros y miró a Morgan.

—Bueno, milord. Al parecer, debéis iros con nuestra palabra sobre ese particular. Tenéis la mía.

—Y la mía —dijo Morgan, tras una pausa imperceptible.

Cardiel suspiró, aliviado.

—Gracias. Os dejaré solos unos minutos más, entonces. Sospecho que deseáis prepararos para la ceremonia. Arilan y yo regresaremos para buscaros en poco tiempo.

La puerta se cerró detrás de Cardiel. Duncan miró a su primo. Morgan se había apartado tras la desaparición de Cardiel. La única vela que ardía en un extremo del banco arrojaba largas sombras danzantes sobre las paredes de piedra y cubría el rostro de Morgan con una máscara de concentración. Duncan lo miró largo rato, con un hilo de inquietud, y atravesó la celda hacia su primo.

—¿Alaric? —dijo en voz baja—. ¿Qué te…?

Morgan salió de su ensimismamiento y se llevó un dedo a los labios. Dirigió la mirada a la puerta, fue hasta el banco y se postró de rodillas ante él.

—Me temo que, en las últimas semanas, no he tenido muchas ocasiones de orar, Duncan —murmuró; con una seña indicó a Duncan que se acercara a él, y volvió a mirar a la puerta—. ¿Orarás conmigo?

Sin palabras, Duncan se hincó de rodillas al lado de su primo, preguntándole con la mirada, mientras se persignaba. Comenzó a hablar nuevamente, mas vio que los labios de Morgan trazaban la sílaba «no» y, en cambio, inclinó la cabeza. Mirándolo por el rabillo de ojo, pronunció las palabras de tal forma que sólo Morgan pudiese oírlo.

—¿Me dirás qué sucede? —murmuró—. Sé que te preocupa el que nos puedan estar observando, pero eso no es todo. No querías darle tu palabra a Cardiel. ¿Por qué?

—Porque tal vez no pueda cumplirla —susurró Morgan.

—¿Que no podrás…? —replicó Morgan, y recordó a tiempo que no debía alzar la cabeza—. ¿Y por qué demonios no? ¿Qué sucede?

Morgan se inclinó ligeramente hacia delante para espiar la puerta por detrás de Duncan y se volvió a posar sobre los talones.

—Es por Derry. Supuestamente debía establecer contacto con nosotros o bien ayer por la noche, o bien esta noche. Cuando llegue el momento, estaremos en mitad de la ceremonia.

—¡Demonios! —explotó Duncan, y se persignó al recordar que supuestamente debía estar orando con la cabeza gacha—. Alaric, no podemos escuchar la llamada de Derry en la catedral, ya le hemos prometido a Cardiel que no usaríamos nuestros poderes. Si nos descubren…

Morgan asintió lentamente.

—Lo sé. Pero no hay otra forma. Temo que algo le haya sucedido a Derry. Tendremos que arriesgarnos y esperar que nadie se dé cuenta.

Duncan hundió el rostro en las manos y suspiró.

—Tengo la sensación de que ya has pensado en esto antes. ¿Tienes un plan?

Morgan inclinó la cabeza y se acercó a Duncan un poco más.

—Sí. En la liturgia hay varias partes en las que no tendremos que dar respuestas, tanto en la ceremonia misma como en la misa que prosigue. Trataré de escuchar a Derry mientras tú vigilas. Si crees que pudieran descubrirme, romperé el contacto de inmediato. Puedes…

Se detuvo y hundió la cabeza contra el pecho al oír que alguien corría el pestillo. Ambos hombres se persignaron y se pusieron de pie al ver que Cardiel entraba seguido de cerca por Arilan. Ambos lucían resplandecientes mantos violeta, báculos en las manos y mitras engastadas de joyas sobre las cabezas. Detrás, aguardaba una larga hilera de monjes con hábitos negros, que sostenían idéntica cantidad de velas encendidas.

—Estamos listos para comenzar, si vosotros lo estáis —anunció Arilan.

El satén violeta de la casulla reflejó el profundo azul violeta de sus ojos y, bajo la luz de las velas, lo convirtió en dos joyas fulgurantes que titilaban contra la luz fría de la amatista del anillo.

Con una inclinación de cabeza, Morgan y Duncan se unieron a la procesión. Pronto sería de noche.

Cuando Derry y sus captores llegaron a Cardosa, por fin, en los montes Rheljan ya se había cernido la oscuridad. Derry había sido atado sobre una montura, como si fuera un bulto o un saco. No se le permitió cabalgar con la espalda erguida como un hombre. Sin duda, la estrategia tenía el propósito de quitar al prisionero todo sentimiento falso de dignidad. Subió por el desfiladero en esa posición, con la cabeza caída a través del lomo del animal. Y, por momentos, fue una experiencia húmeda, fría y casi terrorífica. En ocasiones, los caballos debieron internarse en el agua casi hasta la cruz. Más de una vez, Derry viajó con la cabeza sumergida en el agua y debió tensar los pulmones hasta que casi le estallaron, mientras luchaba por no ahogarse. Llevaba las muñecas adormecidas y llagadas por las ásperas cuerdas de cuero que las apretaban y el frío y la falta de circulación le hacían sentir los pies como si fueran de plomo.

Pero estos detalles ínfimos parecieron no perturbar a la escolta. No bien el grupo tiró de las riendas en un pequeño patio oscuro, cortaron los lazos que sostenían a Derry y lo empujaron rudamente para que cayera de la silla. El hombro herido se le había dormido durante la larga travesía a gachas y, cuando le ataron los brazos por delante nuevamente, el dolor casi lo hizo desmayarse. El fuego de la circulación que retornaba a los miembros endurecidos y torturados fue casi más de lo que pudo soportar y el sostén de los dos guardias que lo llevaron de los brazos le resultó una suerte de bendición.

Trató de percatarse de su entorno, con la esperanza de que ello lo asistiese en su lucha contra el dolor. Estaba fuera de Esgair Ddu, el sombrío fuerte que, desde un promontorio, protegía la ciudad amurallada de Cardosa. Vio por encima de su cabeza las murallas desnudas que se erigían siniestras, mientras se obligaba a permanecer de pie, pero no le permitieron examinar el lugar con mayor detenimiento. Llegó un par de soldados con la librea blanca y negra de Furstan y lo separaron de la escolta original. Lo empujaron por un tramo de escaleras burdas y mohosas. Trató de seguir con la mente el recorrido, de trazar un mapa imaginario donde figuraran cada curva y cada estrecho pasadizo por donde lo obligaban a ir; pero los pies no le obedecían, estaba demasiado extenuado, sus dolores eran muchos y le resultó imposible mantener la atención debida. Cuando, por fin, llegaron a una puerta de hierro y uno de los hombres lo sostuvo para que el otro pudiese abrirla, se armó de todas sus fuerzas para no desvanecer. Nunca llegó a recordar cómo fue desde la puerta hasta el sillón tallado en que se vio sentado.

Le ataron las muñecas a los brazos de la silla y le ajustaron correas de cuero alrededor de la cintura, del torso y de los tobillos. Luego, se marcharon. Lentamente, el dolor dejó paso a una fatiga pesada y entumecida. Por fin, Derry abrió los ojos y se obligó a inspeccionar la habitación.

Parecía ser una de las mejores mazmorras de Esgair Ddu. A su izquierda, en una anilla que asomaba del muro, ardía una antorcha que derramaba su luz sobre el suelo. Vio que, aunque cubierto de heno, al menos no parecía enlodado. Y la paja era limpia. Las paredes no chorreaban agua ni se veían cubiertas de moho, lo cual era una bienvenida rareza, según su escasa experiencia con cárceles y mazmorras.

Pero seguían siendo paredes de celda y, por todo adorno, tenían anillos de hierro en posiciones estratégicas, cadenas brillantes y pulidas por el uso y otros instrumentos, cuyo propósito Derry prefirió no imaginar. También distinguió un baúl de cuero bastante grande, contra la pared que se alzaba a su derecha. El objeto, vasto y siniestro, parecía fuera de lugar allí. Bajo la aldaba, se veía una cresta tallada, un emblema vagamente extraño ornamentado en oro contra la pátina oscura del cuero. Pero la luz era demasiado débil y el cofre se hallaba muy lejos, por lo que Derry no pudo estudiar el emblema con detenimiento. Sin embargo, creyó advertir que el baúl había sido colocado en la celda recientemente y no deseó conocer a su dueño. Se conminó a apartar los ojos del objeto y a proseguir su examen de la mazmorra.

Entonces reparó en una ventana profundamente incrustada en la pared opuesta y que, bajo la tenue luz, casi le pasó inadvertida. En el mismo instante comprendió que le sería de poco provecho. Era alta y estrecha; del lado interior tenía un metro de ancho, pero, a medida que se hundía en la pared, se iba estrechando más hasta acabar por ser una abertura de veinte centímetros en el lado exterior del muro. En lugar de los barrotes de rigor, la ventana estaba protegida por una rejilla de hierro. Derry comprendió que, aunque pudiese quitarla, jamás lograría pasar el cuerpo por un hueco tan reducido. Además, si aún conservaba cierto sentido de la orientación, la ventana debía de dar a una pared rocosa cortada a pico, de abrupta caída. Aunque pasase por la ventana, no tendría dónde ir luego; salvo que, por supuesto, escogiera huir en otro sentido: las rocas que dormían al pie de Esgair Ddu podrían liberarlo figuradamente, llegado el caso.

Derry suspiró y prestó atención al interior del recinto. De nada le serviría contemplar la suerte de libertad que le aguardaba fuera de la ventana, ya que jamás lograría atravesarla. Además, dejando a un lado las emociones estériles que el suicidio parecía infundirle, sabía que muerto no sería de ayuda a nadie. Si lograba subsistir a aquello que sus captores le tuviesen deparado, siempre le quedaba la posibilidad de escapar. Vivo, podría contarle a Morgan lo que había descubierto, antes de que fuera demasiado tarde.

Al pensarlo, comprendió, atónito, que tenía el medio de comunicarse con Morgan, si tan sólo pudiera usarlo. El medallón de San Camber que Morgan le diera seguía aún en su poder, alrededor de su cuello. Mientras no se lo quitaran, tendría posibilidades de establecer contacto con Morgan según lo convenido.

Hizo rápidos cálculos mentales y decidió que era hora de intentar la comunicación. Ni siquiera pensó en lo que podría suceder si fallaba. El hechizo daría resultado, pese a su estado y a su indefensión y aunque aún no supiera bien cómo hacerlo actuar.

Respiró hondo para serenarse y oró para que se le concediera el tiempo necesario. Retorció el torso bajo las ataduras y trató de sentir el contacto del medallón contra la piel. Morgan le había dicho que la comunicación se establecía con la medalla entre las manos, mas como eso era impensable, tendría que confiar en que el medallón actuara mediante el solo roce contra el pecho.

¡Ah! Sintió el medallón, tibio a la temperatura del cuerpo, descansando a la izquierda del torso. Si ese contacto bastara, si fuese tan poderoso como el de las manos…

Derry cerró los ojos y trató de visualizar el medallón que pendía sobre su pecho. Imaginó que lo sostenía entre los dedos y creyó palpar bajo el pulgar derecho el relieve tallado de su superficie. Serenó la mente y dejó que por ella rodaran las palabras del conjuro que Morgan le había enseñado, mientras se concentraba en evocar el medallón de Camber en el hueco de su mano. Se sintió en los umbrales de ese trance onírico que acompañaba al hechizo y comenzó a abandonarse a sus frías honduras. Y, entonces, se puso en tensión por el ruido terrorífico de un pestillo que se corría y de los goznes que chirriaban a un lado de la puerta. Oyó unas botas que se acercaban y sofocó el impulso que quiso obligarlo a girar el cuello para mirar.

—Muy bien. Yo me ocuparé de esto —dijo una voz culta y fría—. Deegan, ¿tenías algo?

—Sólo este despacho del duque Lionel, Majestad —se oyó una segunda voz con un tono servil.

Se escuchó un murmullo de asentimiento. Derry oyó el ruido quebradizo del lacre que se rompía y un ligero rumor de pergamino. Las voces habían traído consigo una lenta náusea en la boca del estómago: en Esgair Ddu había un solo hombre a quien podía llamársele Majestad. Mientras su mente reparaba en el siniestro detalle, alguien cruzó la puerta con otra antorcha que lanzó sombras deformes y burdas sobre las paredes de la mazmorra. A Derry se le erizó la piel de la nuca. Y sintió que el corazón rompía a latir como un caballo desbocado. Se dijo que las sombras no podían reflejar el verdadero aspecto de sus sueños y que su pánico se debía únicamente a las siluetas fantasmagóricas que producían las sombras. Pero, desde los confínes de su mente, algo le susurraba lo que para él ya era certeza: que uno de los hombres debía de ser Wencit de Torenth. Ya nunca podría establecer contacto con Morgan.

—Yo me ocuparé de esto, Deegan. Déjanos ahora —ordenó la voz tersa.

Se cerró un pergamino y se oyó un tintineo de cueros y de arneses. alguien debía de haberse vuelto para salir. Luego, los goznes chirriaron otra vez y el pestillo de hierro resonó nuevamente por dentro de la puerta. La luz de la antorcha se hizo más intensa a su izquierda, aunque tuvo la certeza de que alguien se le acercaba también por la diestra.

Y el rumor ligero de pasos sobre el heno hizo resonar en la mente de Derry cientos de campanadas de alarma y de terror.