IV
Y te daré los tesoros escondidos y los secretos muy guardados.
Isaías, 45:3
La ciudad amurallada de Cardosa se extiende a unos mil doscientos metros por encima de la planicie de Eastmarch, sobre una elevada meseta de roca cortada a pico. Ha sido asiento de condes y de duques y, a veces, de reyes. Al este y al oeste, la encierra el traicionero Paso de Cardosa, el principal entre los que surcan los montes Rheljan.
Cuando termina cada otoño, hacía fines de noviembre, la nieve irrumpe desde el gran Mar del Norte, aisla la ciudad y sepulta el paso bajo su blanco manto. Esta situación perdura hasta marzo y se siente mucho después de que el invierno se haya retirado de las regiones linderas. Entonces, la nieve derretida convierte el Paso de Cardosa en una catarata embravecida durante los tres meses siguientes.
Pero el deshielo no es uniforme ni siquiera en el paso. Debido al relieve de los montes, que determina el curso de los caudales, es posible acercarse a la zona por el este, semanas antes que por el oeste; tal peculiaridad ha contribuido en gran medida a los frecuentes cambios de dueño que la ciudad ha vivido a lo largo de los años. Y ello mismo permitió a Wencit de Torenth capturar la ciudad, hambrienta tras el sitio invernal, casi sin oposición. Alto Cardosa sufría las consecuencias de las disputas, vividas el verano anterior, y yacía exhausta tras el asedio de las nieves. No podía esperar a que los relevos y las provisiones llegaran del reino de Gwynedd y, como Wencit traía ambas cosas, la ciudad se entregó.
Así, Bran Coris y su nerviosa escolta recorrieron el tramo final hasta las puertas de la ciudad, mientras el nuevo regente de Cardosa descansaba ociosamente en el apartamento que había escogido en la Casa de Estado y se disponía a recibir a su reacio huésped.
Wencit de Torenth gruñó; luchaba por abrocharse el cierre del alto cuello del jubón. Dobló la nuca hacia atrás para poder terminar la tarea, y oyó que alguien golpeaba discretamente la puerta. Wencit se alisó con impaciencia el terciopelo bordado de oro a la altura del pecho, y se colocó una daga enjoyada en el cinto. Levantó la vista. Sus ojos azul hielo mostraban una ligera irritación.
—Pase.
Casi de inmediato, un hombre alto y delgado, de unos veinticuatro años, entró en la sala y se inclinó. Como todos los miembros de la casa real, Garon llevaba la librea azulvioleta de la Casa de Furstan. En un círculo blanco, a la izquierda del torso, el emblema de un negro venado en posición de salto. Además, Garon lucía alrededor de los hombros una cadena de plata, de eslabones chatos, que lo distinguía como miembro de la comitiva personal de lord Wencit. Miró a su monarca, con una expresión de agudo interés y de expectación, mientras éste enrollaba unos pergaminos que había sobre una mesa, al lado de la ventana, para guardarlos en unos estuches cilindricos de cuero. Habló con voz grave e impostada.
—El conde de Marley se encuentra aquí, Majestad. ¿Lo hago pasar?
Wencit asintió con un gesto mínimo mientras terminaba de guardar el último documento. Garon se retiró sin decir más. Cuando la puerta se cerró, Wencit unió las manos por detrás de la espalda y tornó a caminar con nerviosa energía por el recinto profusamente cubierto de alfombras.
Wencit de Torenth era un hombre alto, delgado, de rasgos angulosos. Se acercaba a los cincuenta años y su cabello, de briliante color bermejo, no tenía una sola hebra de plata. Sus ojos, clarísimos, casi parecían no tener color. Llevaba patillas anchas e hirsutas y el bigote, poblado y del mismo rojo sobrecogedor, subrayaba los altos pómulos y la forma triangular del rostro. Se desplazaba con una gracia espontánea que no solía asociarse con su tamaño y su estatura.
El aspecto en general había llevado a sus enemigos, que no eran pocos, a compararlo con un zorro… cuando no incurrían en símiles mucho menos corteses. Wencit era un hechicero deryni de pura estirpe y de rancio linaje. Descendía de una familia que había retenido el poder en el oriente aun durante la Restauración y las persecuciones a los deryni que sucedieron tras la revuelta. En muchos sentidos, Wencit era un zorro. Por cierto, nadie dudaba de que, cuando así lo quería, Wencit de Torenth podía ser tan astuto, cruel y peligroso como cualquier miembro de la raza vulpina.
Pero Wencit tenía conciencia del efecto que provocaba sobre los seres humanos y sabía cómo minimizar los aspectos negativos de su linaje cuando le convenía. Para la ocasión, había escogido su atuendo con especial cuidado. El fino jubón y las calzas que llevaba eran de seda y terciopelo bermejos, del mismo tono que el cabello. El efecto monocromo estaba realzado por el suntuoso bordado en hilos de oro que lucía en el pecho y por el fulgor de los topacios que esplendían en manos, cuello y orejas. De sus hombros pendía un manto ambarino de seda con incrustaciones de oro, que susurraba con cada uno de sus movimientos. Sobre la mesa de roble ante la cual había estado trabajando, descansaba una diadema engastada de piedras amarillas, como mudo testimonio del rango y de la importancia de quien tenía derecho a usarla.
Pero Wencit no pensaba coronar su cabeza con la diadema real para completar su imagen imponente. Bran Coris no era su subdito ni la reunión que tendrían era de carácter oficial; al menos, en el uso que suele darse al término. Pero, para el caso, casi nada era normal cuando se trataba del rey Wencit.
Se oyó un golpe discreto a la puerta y, luego, Garon entró en la sala e hizo una reverencia. Detrás, aguardaba un hombre joven, de estatura normal y mediana conformación, vestido con un jubón de cuero mojado, cota de malla y un manto azul empapado. Las plumas del casco que llevaba bajo el brazo se veían estropeadas por el agua y su aspecto era lastimoso. La humedad también había hecho estragos con los guantes. El hombre llevaba el ceño fruncido.
—Majestad —murmuró Garon—, su señoría el conde de Marley.
—Pasad —repuso Wencit, invitándolo al recinto con un floreo—. Debo disculparme por el viaje algo húmedo que habéis tenido que afrontar a través del paso, pero ni siquiera los deryni podemos controlar los caprichos del tiempo. Garon, toma el manto del conde y tráele uno seco de mi guardarropa, ¿quieres?
—Muy bien, Majestad.
Cuando el recién llegado entró en la sala, Garon tomó el manto empapado de sus hombros y desapareció por una puerta lateral para regresar, segundos después, con otro, orlado de pieles, de terciopelo verde pálido, que tendió sobre los hombros de Bran. Aseguró el broche del cuello, tomó el casco del conde y se retiró del recinto con una reverencia. Bran se envolvió con el manto, agradecido por la deferencia que le permitía reparar su condición, pero sin apartar los ojos del anfitrión. Wencit le dirigió una sonrisa seductora y adoptó uno de sus semblantes más afables al señalar una silla que había ante la mesa imponente.
—Sentaos, por favor. Dejemos de lado la ceremonia.
Bran miró la silla y a Wencit con ojos suspicaces un instante y frunció el ceño nuevamente al ver que el rey iba hasta la chimenea para ocuparse con algo que le resultó imposible ver desde su lugar.
—Disculpadme si os parezco poco cortés, señor, pero no veo qué tengamos que decirnos. Tendréis conciencia plena de que soy el comandante de menor rango entre los tres situados en los montes Rheljan para oponernos a vos. Todo acuerdo que podáis celebrar conmigo no obligará a mis colegas ni a las tropas de Gwynedd.
—Nunca he pensado que fuera así —dijo Wencit sin pestañear.
Fue hasta la mesa con un cuenco humeante, cuyo líquido vertió en dos tacitas frágiles. Tomó la silla más cercana y le indicó a Bran que se sentara, una vez más.
—¿No queréis tomar conmigo una taza de darja?. Se hace con las flores y las hojas de un arbusto encantador que crece aquí, en vuestros montes Rheljan. Creo que os agradará, especialmente si os encontráis mojado y aterido.
Bran fue hasta la mesa y cogió una taza para inspeccionar el contenido. Posó los ojos color miel sobre el rostro de Wencit y una sonrisa furtiva atravesó sus labios.
—Hacéis las veces del perfecto anfitrión, señor, pero no pienso beber. Los huéspedes que enviasteis hicieron el honor de beber conmigo —miró fugazmente la taza humeante—, pero al menos yo les advertí de lo que había en la copa de antemano.
—¿Ah, sí? —Enarcó las cejas rubias y, aunque la voz siguió siendo gentil e impostada, adquirió de pronto un matiz acerado—. Debo inferir que no fue simple té o vino lo que pasó por sus labios; así y todo, no os creo tan necio para haberles hecho daño y, luego, venir a ufanaros de ello ante mi presencia. Si vuestra intención era suscitar mi curiosidad, debo admitir que lo habéis logrado. ¿Qué les disteis, pues?
Bran se sentó, pero no se llevó la taza a los labios.
—Convendréis en que no tenía modo de saber si vuestros emisarios eran deryni o si les habíais dado instrucciones de causar estragos en mi campamento mientras yo cambiaba fórmulas de cortesía aquí con vos. Así que hice que mi maestro cirujano preparara una simple droga soporífera para que se la bebieran. Como los caballeros me aseguraron que no eran deryni y que no intentaban causar problemas, estoy seguro de que se encontrarán a salvo, aunque algo soñolientos, cuando regrese. Si vos hubierais estado en mi lugar, habríais tomado al menos idénticas precauciones.
Wencit dejó la taza y se reclinó en la silla. Se peinó los bigotes con la mano para ocultar una sonrisa, que pareció perdurar cuando volvió a tomar la tacita de té.
—Buena jugada. Admiro la prudencia en aquellos con quienes deseo hacer tratos. Sin embargo, permitidme aseguraros que esta taza no contiene ninguna pócima. Podéis beber sin temor. Os doy mi palabra.
—¿Vuestra palabra, señor? —Bran deslizó un dedo enguantado alrededor del borde de la taza y la contempló un instante, antes de apartarla unos centímetros—. Perdonadme si os parezco grosero, pero aún no me habéis dado una razón satisfactoria de este afán por dialogar conmigo. No dejo de preguntarme qué tienen en común el rey de Torenth y un noble de Gwynedd, de rango no muy elevado.
Wencit se encogió de hombros, con aire inocente, y volvió a sonreír, mientras estudiaba a su huésped.
—Y bien, amigo mío, discutamos esta cuestión. Si no os interesa lo que tengo que deciros, nada habréis perdido, salvo un poco de tiempo. Por otra parte…, bueno, creo que tenemos en común más de lo que pensáis. Estoy convencido de que podremos descubrir un sinnúmero de áreas de mutuo interés, si nos resolvemos a ello.
—¿De verdad? —replicó Bran con cautela—. Tal vez queráis ser más específico. Se me ocurren muchísimas cosas que vos podríais hacer por mí o por cualquier otro hombre a quien desearais favorecer. Lo que no logro ver es qué, demonios, puedo ofreceros yo.
—¿Debo querer algo, acaso? —Wencit formó un puente con los dedos y observó a su invitado con sus astutos ojos de zorro.
Bran se reclinó en la silla y mantuvo la mirada de Wencit sin pestañear. Mudo, se sostenía el mentón con su mano enguantada. Al cabo de un instante, Wencit sonrió.
—Muy bien. Sabéis esperar. Admiro esa cualidad en un ser humano y, especialmente, en un hombre.
Estudió a Bran unos segundos más y prosiguió:
—Muy bien, lord Bran. Tenéis razón en una cosa: quiero algo de vos. No habrá coerción para obligaros a hacer nada que esté en contra de vuestra voluntad. No obligo a aquellos cuya amistad busco. Por otra parte, podéis esperar una recompensa más que atractiva por la cooperación que estéis dispuesto a brindarme. Decidme, ¿qué pensáis de mi nueva ciudad?
—Poco me importa el uso que podáis hacer del pronombre posesivo —observó Bran con sequedad—. La ciudad pertenece a Kelson, pese a su actual ocupación. Id al grano.
—Vamos, no echéis a perder mi primera impresión —lo reconvino el hechicero—. Tengo mis razones para avanzar despacio. Y pasaré por alto este comentario sobre mi nueva ciudad. La política local no me interesa en este momento. Pienso en términos mucho más amplios.
—Eso me han informado. Sin embargo, si pensáis seguir expandiéndoos al oeste, sugiero que lo volváis a considerar. Sin ninguna duda, mi ejército es muy pequeño para resistir un asedio durante mucho tiempo, pero vuestras tropas perderán muchas vidas. ¡Los hombres de Marley no entregan las suyas fácilmente, milord!
—¡Medid vuestras palabras, Marley! —espetó Wencit—. Si lo deseara, podría aplastaros a vos y a vuestro ejército como a insectos, sin que os enteraseis. —Tendió los dedos para tocar cada una de las puntas de la diadema, mientras observaba a Bran, como un gato—. Sin embargo, luchar contra vuestro ejército no figuraba en mis planes, al menos en el sentido que vos imagináis. En realidad, tenía en mente trasladarme un poco más al sur de donde estáis: a Coroth y a Carthmoor, para entrar luego en Gwynedd. Pensé que podríais tener interés… en las regiones del norte. Claibourne y Kheldish Riding, para empezar. Siempre hay formas en que podría ayudaros a conseguirlas.
—¿Ir contra mis aliados? —Bran meneó la cabeza ligeramente—. Lo veo poco probable, señor. ¿Por qué habríais de entregar a un enemigo dos de las provincias más ricas de los Once Reinos? Me pregunto lo que no me estáis diciendo sobre vuestro plan.
Wencit sonrió con aprobación.
—Pero yo no os considero mi enemigo, Bran. Por el momento, digamos sólo que he estado observando vuestro progreso de un tiempo a esta parte y que creo muy conveniente tener a un hombre de vuestro calibre rigiendo en las provincias del norte. Desde luego, habrá un ducado para vos, así como otras… concesiones.
—¿Cómo por ejemplo? —inquiró Bran. Su tono seguía siendo suspicaz, pero era evidente que algo comenzaba a intrigarlo. Detrás de sus ojos color miel se encendió una chispa de codicia, que no pasó inadvertida a Wencit. El rey lanzó una risilla divertida.
—Conque estáis interesado… Ya empezaba a creer que erais incorruptible.
—Vos habláis de traición, señor. Aunque yo acceda, ¿qué os hace pensar que podríais fiaros de mí?
—No carecéis de cierta clase de honor. —Wencit respiró suavemente—. Y, con respecto a la traición, es un término muy gastado. Para empezar, sé que os habéis opuesto a Alaric Morgan en el pasado. Y a Kelson, en consecuencia.
—Morgan y yo hemos tenido nuestras diferencias —concedió Bran, serenamente—, pero siempre he sido leal a Kelson. Como habéis dicho, no carezco de mi propia clase de honor. Además, yo no me consideraría al mismo nivel de nuestro buen duque deryni… ni de Kelson, si viene al caso.
—¡Kelson es un niño! Un niño con poder, sí, pero no más que eso. Y Morgan es un deryni de sangre mixta. ¡Un traidor a su raza!
—Ah, traidor es una palabra muy gastada… —citó Bran, sin la más mínima emoción.
Wencit miró al joven con sus ojos claros entrecerrados. Se puso de pie abruptamente y dejó que sus rasgos se suavizaran. Bran intentó incorporarse, pero Wencit le indicó que siguiera sentado con un gesto informal. Fue hasta un pequeño cofre tallado que había sobre una repisa en la pared opuesta de la habitación. Después de levantar la tapa, retiró algo brillante y refulgente y lo ocultó en su mano izquierda. Cerró el cofre y regresó a su silla. Bran lo miró con curiosidad e intriga.
—Bueno —dijo Wencit con sequedad. Posó los codos sobre los brazos tallados de la silla y se reclinó, con las manos juntas por delante—. Ahora que hemos decidido que sois un hombre inteligente, tal vez quisierais decirme qué pensáis de los deryni.
—¿En general, o en particular?
—Primero en general —Wencit tornó a pasar el objeto de una mano a otra sin que Bran pudiera verlo—. Por ejemplo, la Iglesia de la cual sois creyente determinó en el año 917, durante el Concilio de Ramos, que el uso de la magia deryni es sacrilego y causa de anatema. El ducado de Corwyn se encuentra actualmente bajo Interdicto porque su duque, deryni confeso, fue excomulgado a raíz del empleo de la magia y se niega a someterse al juicio de esa Curia. No puedo decir que lo culpe.
»Sin embargo, si tenéis algún escrúpulo moral o religioso sobre el uso de conjuros, será mejor que lo mencionéis ahora, antes de quedar involucrado en demasía. Como sabréis, soy un hechicero muy experimentado y deseo que mis aliados puedan moverse dentío de ese esquema de trabajo. La Curia no lo comprendería. ¿Eso os incomoda?
La expresión de Bran seguía siendo de cautela, pero era evidente que su interlocutor había sabido jugar sus cartas. Al mismo tiempo, le resultaba difícil ocultar su curiosidad por el objeto que Wencit escondía en las manos. Una y otra vez, su mirada se dirigía a éstas y él debía hacer un esfuerzo para volverla al rostro de Wencit.
—No temo a la Curia de Gwynedd, señor —repuso con cautela—. Y, con respecto a la magia, entiendo que se trata de una cuestión teórica. La magia es un medio de obtener poder; poder sobre los demás. Sólo eso. No he tenido contacto personal con ella.
—¿Os gustaría?
Bran palideció.
—¿Perdón, señor?
—¿Quisierais conocer la magia más de cerca? —repitió Wencit—. ¿Os incomodaría usarla?
Bran tragó saliva, pero repuso sin vacilar:
—Como soy humano y no pertenezco a una familia honrada por la sangre deryni, nunca tuve oportunidad de averiguarlo. Si tuviera la ocasión… no, creo que no me molestaría en lo más mínimo. Y no creo en el infierno.
—Ni yo —sonrió Wencit—. Supongamos, entonces, que os dijese que vos, en efecto, sois deryni. Al menos, en parte. Y que podría demostrároslo.
Bran dejó caer la mandíbula y sus ojos color miel se le salieron de las órbitas. Era lo último que podía haber previsto. Ni siquiera se dio cuenta de que, en ese momento, había dejado de ser oponente para convertirse en vasallo.
—Eso os atemoriza, ¿verdad, Bran? —prosiguió Wencit en el mismo tono coloquial—. Cerrad la boca. Estáis boquiabierto.
Bran cerró la boca con un sobresalto, y recobró parcialmente la compostura. Tragó con dificultad y murmuró:
—La reacción que habéis presenciado es de sorpresa y no de temor, milord. No os estaréis burlando de mí, ¿verdad?
—¿Y si lo averiguáis? —Wencit sonrió para sus adentros al observar el cambio repentino de tratamiento.
—¿Milord?
—Si sois deryni o no —le aclaró Wencit, con suavidad—. Si lo sois, será mucho más fácil conferiros los poderes necesarios para hacer de vos un aliado eficaz. Y si no lo sois…
—¿Y si no lo soy…? —repitió Bran, en voz baja.
—Creo que, por el momento, no debemos preocuparnos por esa posibilidad —concluyó Wencit.
Inclinó el cuerpo hacia delante y abrió la mano. En la palma, había un gran cristal ambarino, del tamaño de una nuez y ensartado en una fina cadena de oro. Estaba pulido sin facetar y parecía refulgir con una luz propia que irradiaba desde el interior. Wencit sujetó la cadena delicadamente con el pulgar y el índice y la retiró de la piedra, pero dejó que el cristal descansara sobre la palma de su mano. Bran miró el cristal y tuvo la certeza de que titilaba.
—Éste es un cristal shiral, Bran —murmuró Wencit en voz baja—. El shiral se conoce en artes ocultas desde antaño por su sensibilidad a la energía psíquica asociada con la estirpe deryni. Como veréis, mientras yo lo mantengo en la palma de mi mano, brilla tenuemente. Si uno es deryni, sólo hace falta una ligera concentración para activar el cristal —miró a Bran—. Quitaos el guante.
Bran vaciló un segundo, se humedeció nerviosamente los labios y se quitó el guante derecho. Wencit extendió el cristal por el extremo de la cadena y Bran acercó la mano abierta. Parpadeó cuando la piedra helada se posó sobre su palma y, al soltar Wencit la cadena de oro y dejarla pender sobre los dedos de Bran, la luz del cristal se desvaneció. Bran miró a Wencit, con una pregunta muda en sus ojos inquisidores.
—No os preocupéis por eso. Ahora, quiero que cerréis los ojos y os concentréis en el cristal. Imaginad que el calor de vuestra mano se infunde a la piedra, que la entibia y que la hace brillar. Imaginad que la piedra absorbe luz y la irradia hacia fuera.
Bran hizo lo que se le pedía y Wencit tornó su atención al cristal shiral, que yacía muerto sobre la mano de Bran. Durante varios segundos, nada sucedió y las cejas de Wencit se unieron en una arruga de preocupación. Entonces, el cristal comenzó a refulgir débilmente. Wencit estiró los labios pensativamente, tendió una mano y tocó la de Bran. Bran se sobresaltó y abrió los ojos, a tiempo para ver brillar la piedra antes de que Wencit la retirara de allí.
—Resultó… —murmuró Bran, estupefacto.
—Así es. Pero, al parecer, no sois un verdadero deryni, después de todo —notó una cierta conmoción en el rostro de Bran y sonrió, sabiendo que el hombre estaba en su poder—. No os aflijáis. Tenéis el potencial de adquirir plenos poderes, como los antiguos humanos que llevaron a cabo la Restauración. Tal vez esto sea mejor en muchos sentidos. Pues, en el otro caso, os habríais visto obligado a aprender el uso de esos poderes inherentes. En cambio, los adquiridos llegan en forma total y listos para ser empleados.
—Y eso ¿qué significa?
Wencit se puso de pie y se estiró. El cristal shiral pendía de la cadena que llevaba en la mano.
—Eso significa que el paso siguiente es leeros la mente para evaluar vuestro potencial y establecer las condiciones en las cuales podré concederos poderes. No os preocupéis por los detalles. Los reyes de Gwynedd llevan generaciones haciéndolo, de modo que no hay peligro. Estáis preparado para pasar la noche aquí, ¿verdad?
—No lo tenía planeado, pero…
—Pero en estas circunstancias, lo haréis —terminó Wencit por él, con una débil sonrisa.
Fue hasta el otro lado de la mesa y se sentó informalmente en el borde, a la izquierda de Bran.
—Enviaré a vuestro capitán de regreso para que vuestros hombres no se inquieten. Es una lástima que hayáis drogado a mis emisarios. El duque Lionel, mi cuñado, tiene poderes deryni adquiridos como los que vos recibiréis en breve. Podría haber enviado el informe mediante él si no le hubierais administrado la poción soporífera. En realidad estará mareado y confuso y será casi imposible de soportar durante varios días, hasta que los efectos desaparezcan por completo; pero es el precio que a veces hay que pagar por el progreso y él lo sabe. Sentaos y relajaos, por favor.
—¿Qué os proponéis hacer? —musitó Bran con aprensión. Había perdido por completo la ilación del discurso del hechicero, tal era su asombro.
—Os lo dije: leeros la mente. —Osciló la cadena para que el cristal shiral diera vueltas ante él—. Ahora quiero que os reclinéis contra el respaldo de la silla y os relajéis. No opongáis resistencia u os quedará un dolor de cabeza atroz cuando terminemos. Vuestra cooperación hará las cosas más fáciles para ambos.
Bran se revolvió inquieto en la silla. Parecía a punto de protestar. Wencit frunció el ceño. Su rostro adquirió una dura expresión de severidad y la voz sonó fría.
—Oídme, conde de Marley. Si vamos a ser aliados, tendréis que comenzar a fiaros de mí algún día. Esta es la ocasión. No hagáis que os obligue.
Bran respiró hondo y exhaló suavemente.
—Lo siento. ¿Qué debo hacer?
El semblante de Wencit se suavizó. Hizo girar el cristal otra vez, mientras la otra mano empujaba al joven contra el respaldo de la silla.
—Relajaos y confiad en mí. Observad el cristal. Vedlo girar y escuchad el sonido de mi voz. No hay nada que debáis temer. Mientras comtempláis el cristal que gira y gira, vuestros párpados comienzan a pesar, tanto que ya no podéis mantenerlos abiertos. Cerradlos. Y aceptad la sensación de letargo y de calma que os invade. Dejadla irrumpir en vos. Que os envuelva y os cubra. Que vuestra mente quede en blanco. Si queréis, imaginad una habitación oscura, de terciopelo color noche, con una puerta oscura y una pared oscura. Y, luego, imaginad que esa puerta negra se abre y que, más allá, hay una fría negrura.
Los ojos de Bran se cerraron y Wencit bajó el cristal, mientras proseguía con las instrucciones monocordes. Las palabras se hicieron más y más espaciadas, a medida que Bran se relajaba. Entonces, tendió la mano y posó el índice y el pulgar sobre los párpados del hombre y murmuró las palabras mágicas que sellaron el trance. Permaneció un instante en silencio, con los ojos fríos y centelleantes, lejanos y ensimismados. Después, bajó la mano y pronunció el nombre de su nuevo vasallo.
—¿Bran?
Bran parpadeó y miró a su alrededor. Recordó sobresaltado lo que supuestamente tendría que haber sucedido. Cuando vio que Wencit no se había movido y que su benévola expresión seguía inalterada, se obligó a relajarse y a ponderar la situación. Esta vez, volvió la mirada a Wencit sin aprensión. En cambio, sintió que se había creado una suerte de extraña comunicación, que, aunque el hombre que lo miraba sabía cuanto podía saberse sobre Bran Coris, conde de Marley, eso no importaba.
No era un sentimiento de dominación. Bran se habría sentido molesto ante algo así. Wencit de Torenth tampoco habría querido eso en quien debía ser su aliado. En cambio, era una sensación de comprensión, satisfactoria y nada repulsiva, como había temido. Su mente seguía aturdida ante el crudo poder del contacto, pero tenía la sensación de que se le había impartido un nuevo poder que no llegaba a recordar; una sutil aura de poder, demasiado tenue para ser aprehendida aún. Decidió que le agradaba sentirse así.
Cuando Wencit de Torenth se puso de pie, su atención regresó a la realidad.
—Vuestra reacción ha sido excelente —señaló el hechicero. Acercó la mano a un cordel de seda, que pendía por detrás de Bran, y tiró de él—. Trabajaremos juntos. Cuando mañana os mande llamar, avanzaremos un poco más.
—¿Y por qué no ahora? —preguntó Bran.
Se puso de pie y, para su sorpresa, se encontró vacilando. Wencit extendió un brazo para sostenerlo.
—Por esta razón, mi impaciente amigo. La magia resulta extenuante para el profano y, por hoy, ya habéis recibido una dosis completa. En diez minutos, tal vez más, os sentiréis incapaz de seguir un instante más en pie. No quisiera que Garon tuviese que cargaros hasta vuestros aposentos.
Bran se llevó una mano temblorosa a la frente.
—Pero…
—Ni una palabra más —dijo Wencit con firmeza.
Dio un paso atrás, la puerta se abrió detrás de él y entró Garon, pero Wencit no miró en su dirección. En cambio, prefirió observar los movimientos del joven conde, que trataba de orientarse.
—Lleva a lord Bran a sus aposentos y acuéstalo, Garon —ordenó Wencit con suavidad—. Se encuentra muy cansado tras su largo viaje. Ocúpate de que sus hombres sean atendidos y de que se le permita a su capitán regresar al campamento para tranquilizar a sus tropas.
—Con gusto, Majestad. Por aquí, si es tan amable, milord.
Garon condujo al sorprendido Bran Coris hacia la puerta. Wencit lo observó pensativamente. Entonces, cuando la puerta se cerró tras él, fue hasta ella con toda parsimonia y corrió el pestillo. Regresó hasta la mesa de roble y se dirigió al aire en tono coloquial.
—¿Y bien, Rhydon? ¿Qué piensas?
Mientras se sentaba, un estrecho panel se abrió apenas en la pared opuesta, para dar paso a un hombre alto, vestido de azul. El hombre fue hasta la silla que Bran había desocupado, con paso indiferente, y posó ambas manos sobre el respaldo ornamentado. El panel de la pared se cerró en silencio a sus espaldas.
—¿Y bien? ¿Qué piensas? —repitió Wencit y se reclinó en su silla para observar al hombre.
Rhydon se encogió de hombros, sin tomar partido.
—Tu actuación fue impecable, como de costumbre. ¿Qué más puedo decir?
Hablaba con un tono suave, pero sus ojos gris pálido delataban más que lo dicho, bajo la expresión aguileña. Wencit conocía esa mirada y aguardó. Posó el cristal shiral sobre la mesa, al lado de la diadema de oro, y estiró cuidadosamente la cadena. Miró a Rhydon con astucia una vez más.
—Te preocupa Bran. ¿Por qué? Imagino que no creerás que es un peligro para nosotros, ¿no?
Rhydon volvió a encogerse de hombros.
—Llámalo cinismo natural. No lo sé. Parece inofensivo, pero sabes lo impredecibles que pueden ser los humanos. Mira a Kelson…
—Sólo es medio deryni…
—Como Morgan. Como McLain. Perdóname, si me muestro escéptico, pero quizá no tengas conciencia de la atención que el Consejo Camberiano concede a este hecho. Morgan y McLain, como supuestos medio deryni, probablemente sean los dos factores más impredecibles en los Once Reinos, actualmente. Una y otra vez, persisten en hacer cosas que, en principio, no debieran poder realizar. Y sé que de eso sí tienes conciencia.
Dio la vuelta y se sentó en la otra silla. Cogió la taza de darja que Bran había dejado intacta y la vació de un solo sorbo. Wencit lanzó una risilla desdeñosa.
Rhydon de Eastmarch ya no era un hombre apuesto. Una herida de sable, que iba desde el puente de la nariz hasta la comisura derecha de la boca, había hecho que esto fuera ya imposible para el resto de su vida. Pero era un hombre que impresionaba. El cabello oscuro, con las sienes plateadas, y el hirsuto bigote matizado enmarcaban un rostro esbelto y oval. Una pequeña barba recortada suavizaba el mentón en punta. La boca era ancha y de labios generosos, pero mostraba generalmente una línea firme, con asomos de una crueldad depredadora. En general, irradiaba un aura siniestra, que su mente perversa cultivaba con afición. Rhydon de Eastmarch era un lord deryni de primera magnitud. El par y complemento perfecto para Wencit de Torenth. Un hombre del que había que cuidarse.
Se miraron un largo instante a través de la mesa. Luego, Wencit se puso en acción súbitamente.
—Muy bien. —Se irguió de pronto y atrajo hacia sí varios de ios rollos donde había guardado los pergaminos—. ¿Quieres presenciar la iniciación de Bran mañana, o te he convencido de que no es peligroso?
—Nunca estoy totalmente convencido de la inofensividad de los humanos. Pero no importa. Lo dejo a tu juicio. —Con gesto ausente, se paseó un dedo delgado por el puente de la nariz y, sin pensarlo, siguió el trayecto de la cicatriz hasta que se perdió en el bigote espeso—. ¿Ésos son nuestros planes de batalla?
Wencit sacó un mapa de uno de los cilindros y lo abrió sobre la mesa.
—Sí. La situación mejora de hora en hora. Cuando la deserción de Bran divida las fuerzas de Kelson a lo largo de la frontera, podremos invadir la región septentrional de Gwynedd. Al sur, será fácil aplastar a Jared de Cassan y a su ejército, cuando nos dirijamos hacia allí dentro de pocos días.
—¿Y Kelson? —preguntó Rhydon—. Cuando descubra lo que tramas, dará la orden de que todo el ejército real se lance contra nosotros.
Wencit meneó la cabeza.
—Kelson no lo sabrá. Cuento con las pobres comunicaciones y con las condiciones lamentables de los caminos en esta época del año para que ignore nuestros planes hasta que sea demasiado tarde para actuar. Además, la revuelta civil y religiosa de Corwyn lo mantendrá ampliamente ocupado hasta que estemos listos para destruirlo.
—¿Prevés problemas para entonces?
—¿Por parte de Kelson? —Wencit negó con la cabeza y sonrió—. Lo creo muy difícil. Por mucho que digan los estatutos sobre la edad legal de los reyes, Kelson sigue siendo un niño de catorce años, medio deryni o no. Y debes reconocer que ser medio deryni no ha ayudado demasiado al ambicioso principito últimamente. En realidad, sus subditos reales comienzan a preguntarse si será bueno tener a un niño como rey, un niño cuya sangre proviene de la blasfema y perversa raza deryni.
—Por supuesto, los rumores que tan cuidadosamente echaste a correr no tienen nada que ver con este cambio de parecer.
—¿Cómo podrías pensar semejante cosa?
Rhydon rió silenciosamente y cruzó las piernas, enfundadas en elegantes botas.
—En tal caso, dime qué has planeado para el niño prodigio. ¿En qué más puedo ayudarte?
—Líbrame de Morgan y de McLain —respondió Wencit, completamente serio—. Mientras estén al lado de Kelson, excomulgados o no, representan una amenaza, por la ayuda que puedan prestarle y por los poderes que exhiben personalmente. Dado que no podemos predecir sus fuerzas ni su influencia, la única opción que nos queda es eliminarlos. Pero debe hacerse legalmente. No quiero problemas con el Consejo.
—¿Legalmente? —Rhydon enarcó una ceja, escéptico—. No creo que sea posible. Como derynis de sangre mixta, Morgan y McLain son inmunes al desafío arcano por parte de cualquier otro deryni de pura estirpe. Y las oportunidades de conseguir que sean ejecutados legalmente por las autoridades eclesiásticas o seculares son tan remotas que resultan casi inexistentes. Sabes que gozan de la protección personal de Kelson.
Wencit cogió un delgado punzón y lo golpeteó distraídamente contra sus dientes. Volvió la mirada hacia la ventana, con aire pensativo.
—Pero habría otra posibilidad, que el Consejo no podría objetar. Es más, el Consejo mismo podría ser el instrumento de su destrucción.
Rhyson se irguió, atento.
—Prosigue.
—Supon que el Consejo declare a Morgan y a McLain en igualdad de condiciones para aceptar el reto arcano. Supon que se les retire la inmunidad.
—¿Sobre qué base?
—Sobre la base de que ambos exhiben plenos poderes deryni en ocasiones —insinuó Wencit con una sonrisa furtiva—. Sabes que lo han hecho.
—Ya veo —murmuró Rhydon—. Y quieres que acuda al Consejo y que les pida que acojan la moción. Ni lo sueñes.
—Oh, no tú personalmente. Sé lo que piensas sobre el Consejo. Pídele a Thorne Hagen que lo haga. Me debe varios favores.
Rhydon lanzó una risilla despectiva.
—En serio. Si quieres, dile que no es un favor, sino una orden directa que proviene de mí. Creo que cooperará.
Rhydon se rió. Se puso de pie y se enderezó las mangas con un floreo.
—Si lo presentas así, no creo que le quede mucha elección. Muy bien, se lo pediré. —Miró a su alrededor y se frotó las manos, expectante—. ¿Hay algo más que necesites de mí, antes de que me marche? ¿Tal vez un pequeño milagro o dos? ¿Que te conceda el deseo más anhelado por tu corazón?
Tras la última palabra, extendió las manos e hizo un lento pase en el aire ante sí. Murmuró unas sílabas graves en voz casi inaudible. Al completar el movimiento, de la nada apareció un manto con capucha de la más fina piel de venado, que se posó sobre sus hombros con un rumor de cuero índigo. Wencit había adoptado una expresión de incredulidad, con las manos sobre la cadera, mientras su camarada realizaba el hechizo. Cuando Rhydon cerró el broche, Wencit meneó la cabeza, consternado.
—Si ya has terminado de jugar con tus poderes, me daré por satisfecho con lo que te he pedido. Gracias. Y, ahora, ponte en marcha y déjame trabajar. Uno de los dos debe hacerlo, ya lo sabes.
—Ah, me siento sumamente herido, no sé si podré disculparte —dijo Rhydon, secamente—. Pero, como lo has pedido, iré a ver a tu buen amigo Thorne Hagen. Luego, regresaré para inspeccionar a esa criatura, ese Bran Coris, de quien pareces tan cautivado. Tal vez, después de todo, encuentre algún mérito en él…, aunque lo dudo. Quizá deba emprender la tarea de sopesar el peligro por ti. Ese peligro que, en tu opinión, no existe.
—Hazlo, de mil amores.
Rhydon partió en un remolino de cuero índigo y, cuando Wencit se quedó a solas, regresó a sus mapas. Se inclinó sobre las líneas verdes, rojas y azules que esbozaban su estrategia. Sus ojos azul hielo centellearon poderosos cuando sus dedos recorrieron el pergamino amarillento. Mientras ponderaba planes y estratagemas, una nueva tensión se alojó en la cruz de sus hombros.
—Un único monarca debe unir los Once Reinos —musitó para sus adentros mientras seguía las líneas de avance—. Un único monarca sobre los Once Reinos. ¡Y no será ese niño que ocupa el trono en Rhemuth!