5

¿Eres el único niño de todo el Territorio? —volvió a preguntarme Gemma.

Giré el timón de la gran lancha submarina de tamaño familiar, haciendo que ésta describiera una curva más cerrada de lo necesario.

—El único adolescente; hay más niños. —Gemma iba a conseguir que me sintiera como una cosa rara—. Somos veintidós.

Ella resopló de risa.

—Si hubiera veintidós niñas conmigo en el cuarto de las duchas, me parecería como si estuviera sola… ¡Mira!

Delante de nosotros, en el agua azul medianoche, una brillante pared asomaba como un géiser del lecho marino. Sonreí ante su expresión de alarma.

—Esa es nuestra valla. Está electrificada para mantener al ganado dentro y a los tiburones fuera.

—¿De qué está hecha? —Luego, cuando la lancha se aproximó más, ella misma se respondió—. ¡Burbujas!

El submarino penetró la densa capa de burbujas y apareció al otro lado. Gemma contuvo la respiración ante la luz, tan deslumbrante como un día de sol Arriba. Una cascada de peces envolvió el submarino y luego desapareció para dejar a la vista hectáreas de campos verdes. A distancia, unos peces más grandes se movían todos a la vez sobre el ondulante campo de algas, iluminado con los grandes bancos de luces que rodeaban nuestra propiedad.

—¡Guau! —susurró, girando para mirar en todas direcciones a la vez.

—Es bastante impresionante —admití. Estaba orgulloso de lo que mis padres habían creado en el fango, a ciento veinte metros por debajo del nivel del mar. Sobre todo porque la gente había dicho que era imposible hacerlo. Una inesperada oleada de tristeza me oprimió el corazón. Había elegido un terreno para mi propia granja; medido, más veces de las que quería admitir, las cuarenta hectáreas de tierra sin reclamar. Además, era perfecta: hermosa y llena de vida salvaje. Sin embargo, no podía entretenerme en pensar en eso. Señalé hacia un banco de gallinetas rosadas—. Tenemos un negocio adicional de venta de percas, pero nos dedicamos principalmente al cultivo de algas y plancton.

—¿Plancton?

—Nuestra pradera está en la superficie del océano. —Seguía sorprendida, de modo que añadí—: Comes plancton todos los días. ¿De qué crees que está hecha esa crema verde que te echas en la comida?

—No sé, pero de plancton no.

En ese preciso momento, un diminuto camarón brillante salió disparado del chorro de burbujas y cayó en la ventana del submarino.

—¡Mira! —exclamó Gemma—. Es una joya del océano.

—Sí —coincidí—. Lo ha absorbido el chorro de aire y ha hecho el viaje de su vida.

—¡Oh! —gritó al ver pasar un torbellino de peces de color azul intenso antes de pasarse al asiento trasero para seguirlos—. A esos no os los coméis, ¿no?

—No. Mi madre los conserva solo como adorno. Dice que son cómo las flores en un jardín.

—Pero son peces tropicales —dijo Gemma volviendo a su asiento—. ¿Cómo pueden vivir a tanta profundidad?

—El agua del mar es la misma con independencia de la profundidad. Lo único que tenemos que hacer es proporcionarles calor y añadir luz y oxígeno. Las burbujas —señalé la valla, que desde su lado parecía de plata— retienen el calor.

Al levantar la vista y ver que me estaba mirando fijamente, me puse nervioso.

—Tu piel me distrae —murmuró, más roja que un tomate. Señaló la plataforma flotante que cruzaba el campo—. ¿Para qué son esas jaulas?

Me aparté del panel de control, consciente de que su luz azulada hacía brillar las partículas fosforescentes de mi piel. Al menos había dicho que le distraía, no que le ponía los pelos de punta. Dirigí la nave hacia la plataforma llena de jaulas y tanques y fui nombrando el contenido de cada uno, según los íbamos viendo.

—Langostas. Cangrejos. Gam… —El jadeo de Gemma me cortó en seco—. ¿Qué pasa?

Ella apuntó con el dedo hacia el extremo más alejado de la granja.

—¡Mira esa medusa!

No pude evitar echarme a reír.

—Esa es nuestra casa. —La verdad es que parecía un medusa gigante, con sus tentáculos colgando entre las algas. Suponiendo que las medusas crecieran hasta tener el tamaño de las ballenas azules.

—¿Vuestra casa? —preguntó Gemma, con asombro—. ¡Pero si es blanda!

—Ya. Vuestros rascacielos tienen paredes rígidas y se asientan en el suelo, pero aquí abajo las cosas son distintas. Un edificio necesita algo de elasticidad. También tenemos otras construcciones más pequeñas donde guardamos a nuestras cabras y gallinas.

—¿Criáis animales de granja además de peces?

—No son para venderlos. Los tenemos por la leche y los huevos.

Lo cual me recordó que todavía tenía trabajo pendiente.

Mientras nos aproximábamos a la gigantesca campana ondulante que era mi hogar, la expresión de Gemma se suavizó.

—Es preciosa.

—Mi padre se inspiró en los invertebrados para diseñar todas las casas de aquí. Principalmente en las diferentes especies de medusas. Estas estructuras dan mejor resultado en el agua.

—¿Tú padre diseñó todos los edificios de Benthic?

—Un montón de ellos. —¿Es que pensaba que me estaba tirando un farol? Me sentí obligado a explicarlo—. Mis padres eran parte del equipo de búsqueda que construyó la primera granja. La especialidad de mi madre es la acuicultura, que es una forma elegante de decir «agricultura en el fondo del mar».

Nos detuvimos al lado de mi casa. Una estructura de plástico transparente envolvía la casa flotante, mientras que unas paredes con orificios hexagonales, parecidos a los de las colmenas de abejas y rellenos de una espuma de metal, daban forma al edificio. Dirigí el vehículo hasta un ventanal y señalé hacia el interior.

—¿Lo ves? Nuestra vida no es muy diferente de la vuestra.

Gemma me lanzó una mirada de reojo.

—Sí, todos nosotros tenemos peces nadando detrás de las ventanas.

—Aparte de eso.

Hice descender el submarino entre un banco de pargos colorados.

—Aparte de eso, tú casa es exactamente igual a cualquier apartamento de una ciudad, excepto que los apartamentos se reducen a una habitación —continuó ella, haciendo hincapié en la ironía— encajada en una torre de cemento cubierta de pintadas sobre el Juicio Final.

—No es posible que todos sean así de malos.

—Algunos tienen dos habitaciones —bromeó antes de ponerse seria—. La mayoría de la gente vive en pisos baratos debajo de las pasarelas mecánicas y en el metro, de modo que todo es sombrío.

Contempló la extensión de hierba.

Debajo de la casa, una cosechadora estaba amarrada dentro de un hangar. Apreté un icono del panel de control y la nave se elevó hacia el gran agujero brillante situado en la parte inferior de la casa.

—Esto es una piscina lunar —dije contestando a su mirada interrogante—. La atmósfera del interior de la casa está presurizada para impedir que entre el agua.

Salimos a la superficie de la enorme sala circular. El océano, apenas visible a través de las paredes de espuma metálica, proporcionaba al lugar un brillo acuoso.

—Sigo sin entenderlo —declaró Gemma—. ¿Por qué no está inundada de agua la piscina?

—¿Alguna vez has puesto un cubo boca abajo y has intentado sumergirlo? —Abrí la escotilla y me volví a mirarla. Ella asintió—. Nuestra casa es como el cubo —expliqué mientras guardaba el equilibrio sobre el casco curvado del submarino—. El aire que queda atrapado no deja que el agua suba más de un determinado nivel.

—Hasta que el cubo se ladea —dijo Gemma, con nerviosismo, mientras se asomaba a la escotilla y mirada a su alrededor.

—Nuestra casa no se ladeará —le aseguré—. Las cadenas de las anclas la mantienen equilibrada y están amarradas a unos pilares que hay en el lecho marino.

Sobre nuestras cabezas, una pasarela rodeaba la habitación. Si hubiéramos venido en uno de los dos mini submarinos de mi familia habría utilizado la abrazadera para sacarlo del agua, pero esto era demasiado grande para guardarlo dentro.

—Por cierto —dije mientras saltaba al saliente sumergido de la piscina lunar—. No nos gusta que nos llamen Abisales.

—¿Porque en realidad no vivís en la zona abisal? —Se quedó mirando la franja de agua que había entre el reborde del submarino y la cornisa.

—No —contesté—. Porque es el término científico para las bacterias que no necesitan luz para vivir. Nosotros no somos bacterias. —Crucé la húmeda habitación a la vez que añadía sin molestarme en volver la cabeza—: Salta sin más.

En la sala de máquinas revisé los monitores, comprobé los niveles de presión, atmósfera y temperatura para asegurarme del estado de mi casa. Oí la salpicadura que produjo Gemma al saltar a la cornisa de la piscina lunar. Satisfecho de que la casa estuviera funcionando perfectamente, me reuní con ella y le dije dónde podía guardar el casco, los guantes y las botas. Luego metí nuestros tanques de Liquigen en unos huecos que había en la pared.

—Se rellenan automáticamente —expliqué.

Mientras revisaba los mensajes del videoteléfono, Gemma deambulaba por el vestuario.

—¿Para qué necesita tanto espacio una familia?

Sonreí al escuchar el tono de censura de su voz. A diferencia de lo que pasaba con la luz y el aire, el espacio no teníamos que importarlo.

—Para empezar, por los vehículos. —Solo el bloque instrumental ocupaba toda la parte derecha de la habitación—. La ducha está ahí —dije señalando una puerta situada a la izquierda—, en el vestuario. Será mejor que compruebes tus constantes vitales.

A Gemma le interesaba más el inmenso ventanal que había en el otro lado de la piscina lunar, detrás de cuyo cristal florecía una selva.

—Es un invernadero, ¿verdad? —preguntó. Se volvió de un salto al oír una zambullida en el agua, al lado del submarino—. ¿Qué ha sido eso?

—Probablemente mi hermana. Será mejor que le avise de que estás aquí. —Cuando me arrodillé al borde de la piscina lunar, Gemma corrió a ponerse a mi lado. Observé con atención las sombras de debajo de la casa, pero Zoe no estaba subiendo la escalerilla—. ¿Qué demonios…?

Cuando Gemma se inclinó, con las manos apoyadas en las rodillas, algo golpeó la escalera colgante.

—¿Qué era eso? —preguntó con un jadeo.

—Maldito si lo sé.

Me incliné más para ver mejor solo para encontrarme con que la piscina lunar lanzaba un chorro de agua, que me hizo caer de espaldas con un chapoteo. Al levantar la vista vi surgir del agua una espantosa criatura parecida a una serpiente. Sus ojos eran dos rendijas amarillas y una aleta roja coronaba su cabeza como si fuera una espada ensangrentada. Retrocedí deprisa, mientras Gemma me agarraba del brazo, intentando apartarme de allí. Durante una milésima de segundo, la criatura se mantuvo inmóvil sobre nosotros, luego se abalanzó sobre mí con las mandíbulas completamente separadas.

Las mandíbulas de la serpiente marina descendieron hacia mi muslo y se cerraron con fuerza. Me preparé para sentir el lacerante dolor de los dientes al atravesarme la piel, pero el dolor no llegó. En vez de alzarse con su trofeo entre las fauces, la cabeza de la criatura descasaba sobre mi regazo. Muerta.

—¡Vamos, levántalo! —gritó una voz apagada.

Al levantar la vista vi que una figura delgada, vestida con un traje de bucear verde, se aupaba por encima del borde de la piscina lunar. Por supuesto, era Zoe.

—No seas niño, Ty —dijo mientras se quitaba el casco—. Ese bicho no puede hacerte daño.

Le dirigí una mirada asesina, pero ella se limitó a dejar caer el casco al suelo.

—¡Por la luz! —Aparté la cabeza coronada de rojo de mi regazo y me levanté—. La próxima vez que vayas a tirarme un bicho muerto encima, avísame.

Zoe no me hizo ni caso; se sacudió sus rizos despeinados, se quitó los guantes y los tiró a la otra punta de la habitación, lejos de su armario para el equipo.

—No la vacíes aquí —ladré cuando se desató la cesta que llevaba en la cintura.

Pero ya era demasiado tarde: los peces muertos se deslizaron en todas direcciones, incluyendo una platija que llegó patinando hasta la puntera de la bota de Gemma. Zoe fue subiendo por la bota con la mirada y gritó alarmada.

—¿Tú traes a casa monstruos marinos y resulta que te asustas por verla a ella? —pregunté señalando a Gemma con el pulgar.

—Hola. Soy Gemma —saludó a pesar de que continuaba mirando con curiosidad a la serpiente marina que yacía medio fuera de la piscina lunar.

Zoe nos había dado un buen susto a los dos, pero Gemma parecía que ya se había recuperado. Una cosa sí que tenía que reconocerle: era fuerte.

—Esta es Zoe.

Gracias a Dios, Gemma no se la quedó mirando fijamente. Mi hermana, sin embargo, la miraba boquiabierta, con los labios formando un círculo perfecto, hasta que yo le puse un dedo debajo de la barbilla y la obligue a cerrarla.

—Tiene nueve años —dije, como si eso explicara su reacción—. En fin, ¿qué es esa cosa? —le pregunté a Zoe, al tiempo que empujaba con el pie la serpiente de piel plateada—. ¿De dónde la has sacado?

Sentía curiosidad, pero también sabía que cuando mi hermana empezaba a hablar sobre alguna criatura se olvidaba de todo lo demás.

Y así fue. Miró con adoración a la fláccida serpiente marina.

—Es un pez remo, Ty. Es verdaderamente raro. Ayúdame a subirlo del todo.

No era lo que más me apetecía hacer, pero agarré al pez remo por la cabeza y lo saqué de la piscina lunar. Su cuerpo alargado cubrió el contorno de la habitación y aún no había terminado de salir. Saqué cerca de quince metros antes de llegar a la cola, y durante todo ese tiempo Zoe bailó alrededor del pez, inclinándose de vez en cuando para acariciarlo.

—Tu hermana es muy guapa —me dijo Gemma en voz baja—. Parece un…

—¿Ángel? —pregunté, poniendo a un lado la cola del pez remo.

Ella se puso colorada.

—Ya lo has oído antes.

—Una o dos veces —admití.

Aunque no entendía por qué le daba vergüenza. Incluso los otros colonos, que estaban acostumbrados a que los niños que vivían allí abajo tuvieran la piel brillante, se equivocaban al pensar que Zoe era una criatura angelical basándose en sus grandes ojos y sus rizos rubios. Cuando la conocían, cambiaban de opinión.

—Oye, renacuajo —la llamé—. ¿Dónde vas a meter este montón de carne?

—No es para comerlo —saltó ella—. Me voy a quedar con él.

Gemí.

—Está muerto, Zoe. Probablemente podrido. Va a apestarlo todo.

Gemma se arrodilló y olisqueó al animal.

—No está podrido —declaró.

Algo se retorció por la habitación. La platija, que antes yacía inmóvil, estaba ahora moviéndose.

—Y ese no está muerto —añadí yo.

Uno a uno los otros peces se estremecieron y luego, como ratoneras saltando a la vez, todos revivieron. Mis ojos se encontraron con los de Gemma. Estaba claro que la preocupante idea que había aparecido en mi mente, también había aparecido en la suya: puede que el pez remo tampoco estuviera muerto.

Gemma se puso rápidamente de pie, justo cuando la criatura despertó, abriendo y cerrando las mandíbulas.