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La expresión de mi cara no cambió.

—Los Dones Oscuros son un mito. —El tono de mi voz sonó distante a mis propios oídos. Casi aburrido. Estupendo. Volví a poner la mirada en el brillo azulado del panel de control y añadí—: Igual que los kraken[1], por cierto.

—Has encontrado mi submarino, mi aleta propulsada, en un agua más negra que el alquitrán —señaló ella—. Nadaste directamente hacia ella.

—Si crees que soy capaz de ver en la oscuridad, estás equivocada. Lo único que he hecho ha sido seguir el río.

—¿Un río en el océano? —se burló ella—. Eso no tiene sentido.

Pisé a fondo el pedal para no sacudir la cabeza, indignado. Había un montón de cosas que ella no sabía sobre las profundidades del mar y sin embargo, ahí estaba, nadando a más de tres mil metros bajo la superficie del océano.

—¡Y decís que nosotros estamos locos! —mascullé.

—¿Quién lo dice?

—Vosotros. —Tiré de la palanca hacia mí, haciendo que la aleta subiera volando por la ladera del continente—. Los Terrestres.

—¿Terrestres? —No parecía haberse ofendido—. ¿Te refieres a la gente que vive…? —Movió la mano por encima de su cabeza con una sonrisa—. Arriba.

—Sí.

Dejó caer la mano.

—Estás cambiando de tema.

—Porque el océano está lleno de cosas reales de las que preocuparse como para prestar atención a los cuentos de algún pescador viejo.

—Vale, de acuerdo. —Se apretó el cinturón con muchos aspavientos—. Puede que tú no poseas un Don Oscuro, pero existen.

—Igual que las sirenas.

Los siguientes quince minutos viajamos en silencio, mientras, en el exterior, el mar era una mancha azul. Gemma clavaba la vista en la pantalla gráfica con los labios fruncidos.

Entre los Terrestres y los pioneros siempre había tensión. Después de todo lo que habíamos pasado: las inundaciones, el corrimiento de tierras submarino que cortó nuestros cables de comunicaciones y nos separó del mundo, y cincuenta y dos años de vivir bajo la Ley de Emergencia, cualquiera pensaría que nos llevaríamos bien. Sin embargo no fue así. Los Terrestres se aferraban a las porciones de tierra firme que aun quedaban y no entendían por qué nosotros no lo hacíamos también. Para ellos era normal que cientos de miles de personas se hacinaran en una superficie de menos de tres kilómetros cuadrados, pero ¿vivir debajo del agua? Eso era antinatural. Aunque, la verdad, la gente que vivía en los pequeños municipios del océano tampoco inspiraba mucho respeto. Daba igual que fueran los habitantes del océano quienes proporcionaran la comida y vigilaran las fuentes de energía, como las mareas y los vientos hidrotermales; para ellos seguíamos siendo unos bichos raros.

Gemma debía de haber estado pensando más o menos lo mismo, aunque desde su perspectiva.

—Hay un chico que vive aquí abajo —dijo de golpe, a la vez que se volvía para mirarme—, que habla con los delfines.

Contuve un suspiro.

—Todos nosotros hablamos con los delfines. Son como los perros.

—Lo que quiero decir es que entiende lo que dicen. —Ahora que habíamos llegado a la plataforma continental, estábamos rodeados de bancos de peces; sin embargo, Gemma no apartó sus ojos azules de mí—. Se llama Akai. Un médico escribió sobre él en la revista médica.

—¿Lees revistas médicas?

—No, pero salió en todas las noticias de la web. Ese médico cree que el cerebro de Akai se ha desarrollado de otra forma debido a la presión del agua.

Puse los ojos en blanco, pero ella continuó:

—A los adultos no les afecta porque sus cerebros ya están formados. Solo los niños poseen Dones Oscuros.

—Buena teoría. —Tiré del mando para nivelar la aleta—. Esa debe de ser la razón de que la gente siga creyéndoselo aunque se demostró que ese artículo era mentira de principio a fin. Supongo que eso no se publicó por toda la red.

—¡Sabes lo de Akai! —exclamó con expresión triunfante.

—Lo que sé es que esas teorías descabelladas están destruyendo el Territorio de Benthic. —No pude contener mi rabia—. A la gente le da miedo trasladarse a vivir aquí porque piensan que sus hijos se van a convertir en mutantes.

—Yo creo que sería genial tener un Don Oscuro.

—Tus padres no. A ellos les preocuparía tu cerebro dañado.

—Mis padres están muertos.

Salté de la sorpresa. Lo había dicho sin más, como si no importara.

—Lo siento —dije.

—Estoy bajo la tutela de la Comunidad. No es para tanto.

La miré como diciendo que eso no me lo tragaba.

—¿Y si hacemos una cosa? Tú me crees cuando te digo que estoy bien y yo te creo cuando me dices que no tienes un Don Oscuro. —Una enorme bola brillante apareció ante nosotros, en el agua turbia. Una isla de luz en el mar de color cobalto—. ¿Qué es eso?

—El Intercambiador —contesté sorprendido—. Aquí fue donde alquilaste la aleta.

—No, la alquilé por encima del nivel del agua, en un gran anillo flotante lleno de gente.

—Eso solo es el Muelle de Superficie. Hay un ascensor que te lleva a la parte de debajo de la estación. ¿Ves el cable?

El Intercambiador estaba a treinta metros de profundidad. Un grueso cable la unía a la plataforma flotante, mientras que unas cadenas de ancla tachonadas de pequeñas luces caían hacia las oscuras profundidades.

—¿Quieres saber lo que me gusta de la parte de arriba? —pregunté, intentando poner un tono alegre.

Ella dijo que sí con la cabeza.

—¡Llegar allí!