4

A las dos mujeres les faltó tiempo para salir corriendo por la cubierta como si yo fuera una ballena jorobada a punto de zambullirse entre las olas. Con los cascos en la mano, salí de mala gana de la cabina al morro de la aleta propulsada.

—Lo siento —dije, señalando la sección del anillo de acoplamiento donde ellas estaban—. No puedo saltar tanto.

—¡Oh! —Se apartaron para dejarme sitio, pero no demasiado.

Cuando aterricé unos metros más allá, sus manos volaron hacia sus gafas de sol y escuché el familiar clic-clic-clic de los diminutos interruptores al ser apretados cuando empezaron a disparar las cámaras. ¡Y mis padres no entendían por qué odiaba visitar las ciudades!

—Tienes una piel preciosa —dijo la que iba de verde.

Por su voz parecía mayor, es decir, que debería saber que no se debía mirar a una persona con tanto descaro.

—Gracias. —Intenté largarme a toda prisa, pero la de amarillo me cortó el paso.

—¿Es de verdad? —Se echó hacia atrás el pañuelo que llevaba en la cabeza, dejando a la vista un pelo rubio, trenzado de forma complicada—. ¿No es pintura?

—Es muy real.

Al menos solo eran dos, y ambas eran mujeres. Eso podía soportarlo. Los hombres me producían una descarga de adrenalina. Daba igual lo educado o amable que fuera; si un hombre me miraba demasiado fijamente, o me observaba como si fuera un espécimen extraño bajo un microscopio, empezaba a asfixiarme como si mis pulmones hubieran dejado de funcionar.

—No me lo creo. —La mujer de amarillo se acercó más—. Estoy segura de que ese brillo desaparece al frotarlo.

Sabía que me estaba tomando el pelo, pero con sus ojos saltones, y embadurnada de zinc blanco, resultaba más aterradora que cualquier criatura abisal.

—¿Puedo probar? —preguntó con una sonrisita.

—¿Probar?

Se quitó unos de sus guantes largos.

—A borrarlo.

Cuando levantó su esquelética mano hacia mi cara, me recordó a una araña marina.

—Si no le molesta el aceite de pescado —contesté forzando una sonrisa.

Sus dedos retrocedieron a toda velocidad.

—¿Aceite de pescado?

—Todos los pioneros nos bañamos en él —expliqué muy serio—. De ese modo no nos secamos por vivir en agua salada.

Me lanzó una mirada calculadora.

—Te lo estás inventando.

—¡Oh, ya basta de ser tímido! —ladró la otra, entregándome varios billetes—. Ahora, quédate quieto y deja que te toque.

—¡Ty! —gritó una voz. Por encima de nosotros, en el paseo, Gemma estaba inclinada sobre la barandilla—. ¡Deja de presumir de piel! —me regañó a voces. Para mi horror, todos los hombres y mujeres a cien metros a la redonda se volvieron a mirarnos—. ¡Y no se te ocurra coger el dinero de esa cacatúa!

Las dos mujeres corrieron de vuelta a su yate, conteniendo su indignación.

Subí por la escalera hasta el paseo, donde me encontré a Gemma con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Que divertido! —dijo.

La gente que había a lo largo de la barandilla nos miraba ahora sin disimulo. Podía soportarlo, pero eso no quería decir que me gustara. Agaché la cabeza y me dirigí hacia la torre situada en el centro del Muelle de Superficie.

—¿Qué? —gritó Gemma detrás de mí—. ¿No vas a darme las gracias?

No estaba dispuesto a abrirme paso entre la sudorosa muchedumbre que había en el mercado, de modo que esperé a que me alcanzara y luego di un rodeo. Pero eso tampoco solucionó nada, porque Gemma no hacía más que pararse para mirar embobada las pilas de peces amontonados sobre las mesas y arrodillarse junto a las bateas rebosantes de langostas y bígaros. Cuando se paró por quinta vez, comprendí que lo que miraba no era la comida, sino la gente. Estaba buscando a su hermano.

—Pierdes el tiempo —le dije—. Los buscadores no paran aquí. Este es el mercado de pescado más caro del mundo.

—¿De verdad? —Miró alrededor con curiosidad—. ¿Por qué?

—Estos peces se pescan en alta mar, lo que significa que no se encuentran entre los restos de las ciudades destruidas por la Crecida. —Por el rabillo del ojo vi que un grupo de vendedores me señalaban—. ¿Podemos bajar ya?

Creí que lo había dicho con voz calmada, pero los ojos de Gemma se clavaron en mí como si me hubiera desplomado. Luego se fijó en los curiosos que nos rodeaban.

—¿Siempre te pasa lo mismo? —preguntó.

—Sólo cuando estoy Arriba.

—¿Cómo bajamos?

Señalé con un dedo la torre, que en realidad era el hueco de un ascensor. La única forma de llegar a ella era pasando entre toda la gente que abarrotaba el lugar, y yo no veía ni un solo hueco entre la multitud. El calor, la luz intensa y el mal olor de los peces muertos, me estaban agotando. Entonces Gemma se hizo cargo de la situación, entrelazó sus dedos fríos con los míos y se zambulló entre el gentío, arrastrándome con ella. Se abrió paso entre los cuerpos pegados unos a otros, sin parar de decir «perdón», pero casi siempre apartándolos a codazos. Me aferré a su mano como a un clavo ardiendo para acabar chocando contra ella cuando se paró de pronto al llegar a un puente colgante, uno de los muchos que cruzaban el inmenso agujero que había en medio del Muelle de Superficie. Todos aquellos puentes estrechos conducían a la plataforma de la torre, suspendida en el centro, como si fueran los radios de una rueda.

—Es seguro —le dije antes de poner un pie en la malla de titanio de la pasarela. Un piso más abajo, los submarinos se alineaban en el anillo interior del muelle de atraque. Gemma me siguió, aunque sin soltar la barandilla. Señalé con un dedo el observatorio de cristal blanco que había sobre nosotros, el cual crujía al girar con el viento—. Esa es la comisaría.

Gemma avanzó un poco, mirando con aprensión el agua revuelta del pozo de lanzamiento.

—¿Te dan miedo las alturas? —pregunté retrocediendo hacia ella.

—Me da miedo caerme —contestó con voz tensa antes de salir corriendo hasta llegar a la plataforma de la torre.

Cuando pulsó el botón del ascensor, las puertas se abrieron para dar paso a un habitáculo transparente con una columna metálica en el centro. Gemma leyó los botones en voz alta.

Observatorio, Superficie, Alojamientos, Servicio, Entretenimiento, Acceso. Vale —se burló—, está clarísimo.

—Observatorio y Superficie son los únicos dos niveles de la estación superior. —Pulsé el botón SERVICIO.

Cuando el ascensor abandonó la torre y descendió a través del pozo de lanzamiento, Gemma se apoyó en el plexiglás para mirar a la gente que había en las pasarelas colgantes. El ascensor cogió velocidad, pasó por el anillo interior y se sumergió bajo las olas. Gemma saltó hacia atrás con un jadeo, pero yo me relajé. Rodeado por el océano, volví a sentirme yo mismo.

Bajamos en picado por el agua iluminada por el sol, en silencio; luego, Gemma se fijó en la ranura que había junto al botón ENTRETENIMIENTO.

—¿Eso para qué es?

—Si no introduces una tarjeta de identificación de adulto, el ascensor no se mueve.

—O sea, que lo de «entretenimiento» es un eufemismo —aventuró.

—Lo de Saloon y Sala de juegos no cabía en el panel.

El ascensor se deslizó por el cable hacia el azul cada vez más oscuro de las aguas. Un pez espada pasó a nuestro lado, atraído por las luces.

—¡Qué pez más grande! —dijo Gemma impresionada.

—Y no es más que una cría —repliqué calculando que mediría unos dos metros—. Los peces espada suelen llegar a medir el doble.

El pez cambió de dirección entre un destello de escamas plateadas. Gemma recorrió el círculo del ascensor para ver cómo se alejaba.

—Hoy he visto más vida salvaje que… nunca. —Dirigió su atención a una nube dorada de peces limón—. A menos que cuentes a las ratas y a los perros silvestres.

—Explícamelo otra vez: ¿por qué la gente vive Arriba? —bromeé.

Ella mantuvo los ojos en los peces con una sonrisa triste. Treinta metros más abajo, la estación inferior se iba agrandando según nos acercábamos a ella, tan enorme como un zepelín submarino. El ascensor se introdujo en la abertura de la parte superior para detenerse, y abrir sus puertas, dos pisos más abajo.

—Bienvenida a Main Street —dije mientras salía a la Cubierta de Servicio.

Allí no se veía a nadie, solo escaparates oscurecidos.

Gemma se fue asomando a ellos, uno a uno.

—¿Por qué está todo cerrado?

—Nunca han estado abiertos. —Abrí la marcha hacia un pasillo que partía en abanico del corredor principal—. El Gobierno pensó que se establecerían aquí un montón de negocios, pero no fue así.

—¿Por qué? En el Muelle de Superficie hay cientos de compradores.

—En la estación inferior las cosas pueden ponerse difíciles. Asegúrate de volver a tierra firme antes del anochecer, cuando lleguen los mineros y los buscadores.

—No pienso irme hasta que encuentre a mi hermano.

Dejé de andar. Parecía que lo decía en serio.

—No, te lo digo en serio. Hoy es viernes. Esos hombres viven toda la semana en el fondo del mar y…

—Por favor. Puedo cuidar de mí misma. Soy fuerte.

¿Fuerte? Si no hubiera estado tan alucinado me habría echado a reír.

—De todas formas, nadie va a fijarse en mí. Puedo pasar por la hermana de cualquier chico. —De un manotazo, se apartó la trenza del hombro y se dirigió bailando hacia la pared transparente del extremo del pasillo.

—Por la mía no.

Le di alcance y decidí dejar el tema de momento. Le explicaría cómo eran las cosas después, antes de que la estación inferior se volviera realmente bulliciosa.

Nos metimos en el pasillo exterior. Toda la pared externa era una ventana, lisa por dentro, aunque escamosa por fuera. Los grandes paneles distorsionaban la panorámica solo cuando se superponían. Gemma se detuvo como si estuviera contemplando el océano, pero luego me lanzó una mirada de reojo.

—¿Por qué no has dejado que esa mujer te tocara? Era muy guapa.

Hice una mueca. Desde luego, los Terrestres tenían una idea distorsionada de la belleza; por ejemplo, les gustaban más los rascacielos que los arrecifes de coral.

—¿A quién le importa su aspecto? —pregunté mientras echábamos a andar por el pasillo exterior—. No quiero que me manosee una desconocida, bastante malo es ya que me miren fijamente y me hagan un montón de preguntas.

—¿Qué tipo de preguntas hace la gente?

Llegamos a la puerta de la sala de reuniones.

—Personales —contesté.

—¿Por ejemplo?

Unas voces airadas retumbaron al otro lado de la puerta, lo que me alarmó. Las reuniones municipales no solían convertirse en concursos de gritos.

—Vamos —me pinchó Gemma—, dame un ejemplo.

—«¿Brillas por todas partes?» —le contesté, exasperado.

—¡Ah! —Sus ojos brillaron de malicia—. ¿Lo haces?

No le respondí. Abrí la puerta y me asomé a la sala de reuniones. Las sillas estaban colocadas en semicírculo, pero casi todo el mundo estaba de pie; la mayoría vestía trajes de buceo. Puede que hubiera cincuenta personas, más o menos la octava parte de la población de la colonia.

Aunque estaban de espaldas a mí, pude notar la tensión que había en el grupo y reconocí a varios de mis vecinos. Benton Tupper, el representante de la Comunidad de Estados Colonizados, estaba de pie en el estrado, con su pelo ralo y sus gordos mofletes, que le daban el aspecto de un bebé demasiado crecido. Los cuarenta y cinco Estados disponían de dos representantes en la asamblea, que votaban en nombre de su Estado. Nosotros, como territorio de menor importancia, teníamos uno, que no tenía permitido votar y al que ni siquiera habíamos elegido. La asamblea nos había asignado a Benton Tupper y nosotros no podíamos hacer nada al respecto. Al menos era mejor que no tener representante, que era lo que les pasaba a las ciudades marinas. La Comunidad solo celebraba elecciones para elegir nuevos representantes cada veinte años, más o menos. Desde que la Crecida se convirtió oficialmente en catástrofe, vivíamos bajo la Ley de Emergencia, lo que significaba que algunos derechos habían quedado suspendidos. No se puede cambiar el paso a mitad de la carrera, decían los representantes con cada elección que se cancelaba. Una metáfora muy apropiada, teniendo en cuenta que el veinte por ciento del continente estaba bajo las aguas.

Tupper alisó la manga de su toga oficial de color azul.

—Bueno, ¿qué esperáis? —dijo—. Poseéis grandes extensiones de terreno; naturalmente, eso conlleva unos impuestos considerables.

—Considerables no es la palabra adecuada —soltó alguien, aunque no pude ver quién.

Poniéndome un dedo en los labios, mantuve la puerta abierta para que pasara Gemma y nos dirigimos en silencio al fondo de la sala.

—En vez de quejaros —sugirió Tupper—, deberíais agradecer que la Comunidad os permita pagar los impuestos con productos de la cosecha.

—Preferiríamos pagar en efectivo.

Reconocí la voz firme de mi madre y vi que estaba a la izquierda del estrado. Mi padre siempre bromeaba diciendo que mi madre parecía una amazona, pero solo por su estatura. Era una científica, no una luchadora. Cuando se puso de pie, parecía seria, pero no enfadada.

—En el mercado podríamos sacar por nuestras cosechas tres veces más de lo que el Gobierno dice que valen, y lo sabes.

Mi padre estaba sentado junto a ella, sumido en sus pensamientos, que era cómo reaccionaba normalmente ante cualquier problema. Se pasó una mano por el pelo, que se quedó de punta como las púas de un pez globo. Sin embargo, Doc Kunze, que era unos doce años más joven que mi padre, mostraba una expresión que se acercaba más a lo que yo sentía. Con sus largas piernas estiradas, a primera vista parecía relajado, pero con el ceño tan fruncido que las comisuras de su boca desaparecían en su oscura barba de varios días. Y lo que era más significativo, Doc se masajeaba alternativamente las palmas de las manos, llenas de cicatrices, cosa que solo hacía cuando estaba enfadado de verdad.

—Cosechas o dinero —ladró Raj Dirani, a la vez que señalaba con su puro de algas a Tupper—. En cualquiera de los dos casos, la Comunidad nos está sangrando.

Gemma se movió inquieta a mi lado. Me imaginé que Raj debía de parecer un verdadero salvaje con su traje de buzo abierto que dejaba ver su pecho, cubierto de un vello más grueso que el de una foca.

—¿Y qué conseguimos a cambio? —continuó con un gruñido—. Unos cuantos suministros de pésima calidad; un policía que odia la humedad; y un médico que ni siquiera puede cerrar los puños. No te ofendas, Doc.

Con una sonrisa irónica, Doc saludó a Raj y a la asamblea con el sombrero. De todas formas, lo que Raj acababa de decir de él no era verdad. Doc podía cerrar el puño, lo que no podía era operar. Y la enfermería de la estación no era un hospital, precisamente.

—No obtenemos nada al por mayor —dijo mi padre, levantándose—. Al menos últimamente. Hace meses que la Comunidad no nos manda suministros de Liquigen. Hemos tenido que empezar a usar la reserva para emergencias del Intercambiador. —Señaló el dispensador situado en la esquina, con su tanque de cristal vacío—. De verdad espero que la estación inferior no se vaya a pique durante su visita, Representante Tupper.

—Yo también —contestó Tupper en voz baja.

Unos dedos fríos me tocaron la mano.

—Es una broma, ¿verdad? —susurró Gemma—. Es imposible que la estación se hunda.

Tenía la cara más blanca que una perla y casi igual de brillante.

En ese momento, la sala se tambaleó, lo que quería decir que, en el Muelle de Acceso, algún submarino grande acababa de rozar el borde del conducto de salida mientras subía a la superficie. Era algo que pasaba continuamente, pero que Gemma, sin embargo, parecía no saber.

—¿Vas a vomitar? —le pregunté.

—No —contestó indignada. Luego lo pensó mejor—. Es posible.

Le acerqué la papelera con el pie.

—Muy bien, si todos habéis acabado de quejaros —dijo Tupper—, pasaré a la razón de mi visita.

Gemma me cogió la mano.

—¿Esto puede hundirse?

—Sí —murmuré—, pero no hay motivo para preocuparse.

En el estrado, Tupper se aclaró ruidosamente la garganta.

—En nombre de la Comunidad de Estados, he venido a pedir al Territorio de Benthic que nos ayude a capturar a la banda de los Seablite.

De la multitud surgieron exclamaciones de incredulidad y la estación se tambaleó otra vez. Oí que Gemma cogía aire… pero no por la sorpresa. Abrí la puerta.

—En el pasillo hay una salida de aire. Ponte debajo y te encontrarás mejor.

Ella asintió y salió de la sala.

—Para eso está la policía —replicó alguien.

Grimes, el policía, parecía estar sudando más de lo normal mientras se sacaba un frasco de pastillas del bolsillo.

—Está claro que necesita ayuda. —Tupper esbozó una sonrisa.

El policía se quitó la gorra; probablemente porque su pelo cobrizo se le había pegado al cráneo.

—Me gustaría verte limpiar todo el océano en un submarino apestoso —gruñó antes de destapar el frasco con tanta fuerza que las pastillas se dispersaron por el suelo.

Debía de dolerle muchísimo la cabeza, porque se agachó de inmediato a recogerlas.

El Representante Tupper extendió las manos sin hacerle caso.

—Siempre andáis diciendo que queréis que el Territorio de Benthic tenga más independencia. Que queréis autogobernaros. Tomaos esto como una oportunidad. Es vuestra ocasión de demostrar que podéis mantener la paz dentro de vuestro propio asentamiento.

—¿Los quieres muertos o vivos? —preguntó Raj.

Tupper sonrió.

—Como vosotros queráis.

Lo dijo con tanta frialdad que le hubiera puesto la piel de gallina a un cadáver. A mí no me gustaban los forajidos, pero lanzar una sentencia de muerte de una manera tan terminante parecía una clara equivocación. Y no fui el único que lo pensó. Mi padre dio un paso al frente, por fin, con expresión de enfado.

—¿Y si nos negamos? —preguntó.

—Hay tres incentivos para que colaboréis. —Tupper levantó un dedo, rodeado con un grueso anillo de oro—. Uno: la Comunidad interrumpirá todos los envíos al asentamiento hasta que la banda de los Seablite haya sido detenida.

Nadie dijo nada; el anuncio no era ninguna sorpresa. Todo el mundo sabía que el Gobierno había perdido mucho dinero con las cargas robadas. Abrí un poco la puerta y vi que Gemma estaba en el pasillo, debajo de la salida de aire del techo. Me saludó débilmente con la mano.

—Dos.

Me volví al tiempo que Tupper levantaba otro de sus rechonchos dedos.

—El doctor Teo Kunze ha sido reasignado a tierra firme.

Doc apartó la silla de un empujón y se puso de pie.

—El doctor Kunze no está dispuesto a irse.

—Eres un empleado del Gobierno, Doc —le recordó Tupper—, y no de los más apreciados precisamente.

Doc agachó la cabeza. A pesar de que su pelo negro le ocultaba casi toda la cara, vi que adquiría un intenso tono rojo. Me enfurecí por él. Todo el mundo daba por hecho que tenía una mancha en su expediente. Igual pasaba con el policía. ¿Por qué sino iba la Comunidad a destinarlos a un asentamiento experimental? Sin embargo, gran cantidad de pioneros acudían al fondo del mar en busca de un nuevo comienzo y se sobrentendía que, si una persona trabajaba duro y aportaba algo a la comunidad, nadie sacaría a relucir su pasado. Y menos delante de un montón de gente. A pesar de sus modales afectados y sus complicadas reglas, los Terrestres podían ser más groseros que un tahúr escupiendo algas de mascar.

—Siempre puedo renunciar y establecer una clínica privada aquí abajo —dijo Doc con voz tranquila, aunque sus ojos brillaban de rabia.

—No puedes si se te revoca la licencia para ejercer la medicina —replicó Tupper—. Irás donde se te diga que vayas. —Estiró un tercer dedo—. Por último, la Comunidad dejará de subvencionar nuevas granjas.

—¡No! —grité sin importarme que la asamblea descubriera mi presencia.

El Representante Tupper se acababa de cargar mi futuro con la mayor tranquilidad del mundo. ¿Qué se suponía que debía hacer yo si no podía reclamar un terreno en el fondo del mar? ¿Mudarme Arriba y vivir encajonado? Lo llevaría peor que un pez en la arena. Mi padre miró en mi dirección con expresión taciturna.

—El equipo para establecerse no es un regalo —dijo mi madre, enfadada por fin—. Hay que pagar tres veces su valor en cultivos o el colono pierde la tierra.

—Estos cambios no tienen por qué ser de carácter permanente —declaró Tupper en un tono tranquilo que me dio ganas de tirarle una silla—. Como todos conocéis bien el terreno aquí abajo, no tardaréis nada en echar a los Seablite. Y una vez que los entreguéis, vivos o muertos, la Comunidad reconsiderará los beneficios de ayudar a prosperar al Territorio de Benthic.

—Suponiendo que la colonia sobreviva hasta entonces —dije con amargura.

Mi padre me ordenó que saliera al pasillo como si fuera un niño pequeño.

Gemma estaba un poco más allá, viendo nadar a una tortuga laúd, pero mi padre no la vio.

—Ty, esto es importante —susurró después de cerrar la puerta.

—¡Lo he oído! —Reconsiderar los beneficios… Eso no garantizaba nada—. La Comunidad no puede cambiar las reglas sin más y ordenarnos que demos caza a los forajidos.

Mi padre me indicó por señas que bajara la voz.

—No tienes que preocuparte por eso.

—Sí, sí que tengo. Si el Territorio se va a pique antes de que yo cumpla los dieciocho…

—Escucha, tengo que volver ahí dentro. —Su voz era ronca y daba la sensación de que le habían salido arrugas nuevas alrededor de la boca—. ¿Por qué estás aquí? ¿Ha pasado algo?

Dudé antes de contestar. Si informaba de que los forajidos probablemente habían asesinado a un buscador, ¿cuánto aumentaría la presión de Tupper sobre los colonos para que los capturaran?

—Nada —dije—. Olvídalo.

Más tarde se lo contaría a mis padres y al resto de los colonos, una vez que Tupper hubiera zarpado hacia el continente.

Mi padre frunció el ceño con extrañeza.

—¿Has venido al Intercambiador por nada? —preguntó, con la mano en el pomo de la puerta.

—Gemma quería ver el lugar donde vivimos —contesté, diciendo lo primero que se me ocurrió.

—¿Gemma? —En ese momento la vio y enarcó las cejas con sorpresa—. Hola.

No pude mirarla a los ojos. ¿Le entraría la risa ante la idea de tener ganas de ver una granja submarina?

—Hola. —Se acercó a nosotros sin dudarlo—. Siento que hayamos interrumpido su reunión.

Mi padre nos miraba a uno y otro, desconcertado por su presencia.

—¿Tus padres están en el mercado?

—Su hermano vive aquí abajo. Es un buscador —dije yo, optando por dar la explicación más simple—. ¿Podemos coger la lancha? Solo será un rato. Volveré a buscaros a mamá y a ti —ofrecí, haciendo un esfuerzo para no dejar ver mi nerviosismo, mientras mi padre me miraba con atención.

—Vamos a dar un paseo con Pete —dijo por fin—. Vosotros divertíos. Me alegro de que hayas venido por aquí, Gemma —añadió como si se le acabara de ocurrir.

—Gracias —contestó ella, feliz.

—Ty nunca tiene ocasión de relacionarse con gente como tú.

—¿Una Terrestre?

—Una adolescente —corrigió mi padre con una sonrisa.