NOTA FINAL
por Christian Robín

Universidad de Nantes

En sus reuniones familiares, al tío abuelo de Julio Verne, Prudent Allotte de la Fuÿe, le gustaba contar que uno de sus antepasados, Allott, había llegado de Escocia para servir como arquero en la guardia del rey Luis XI. ¿Acaso había admirado demasiado a Quentin Durward, cuya historia era exactamente ésa? Fuese como fuese, no le costó transmitir a su sobrina, Sofía Verne, y luego a los hijos de ésta, su pasión por los escoceses, por su historia, sus costumbres y su literatura.

La gruta de Fingal, las islas Hébridas, las Highlands, Edimburgo, pertenecen ya por lo demás a los itinerarios que, sobre todo a partir de 1827, condujeron a los insulares, y luego a los continentales, hacia unas regiones que el arte y la literatura románticos celebraban sin reserva. El éxito de Walter Scott provocó, creemos que a justo título, el entusiasmo decisivo de los turistas, que encontraban en las guías concebidas para ellos, in situ, todos los lugares que el amo del castillo de Abbotsford había descrito en sus obras. Pero Beethoven, que había compuesto melodías escocesas; Mendelshonn, con su famosa Sinfonía y la obertura de las Hébridas; Chateaubriand, que en las andanzas de su René le hizo dar un rodeo por el país en que el bardo canta a Ossian; Nodier, cuyo Viaje constituyó, junto con el de Amedeo Pichot, una referencia inevitable para quienes se embarcaban para el país de los Mac Gregor, todos ellos habían presentado una Escocia idealizada y pintoresca a la élite europea.

Un viaje romántico

Julio Verne compartía esa fascinación cuando emprendió su primer viaje al país de su antepasado en 1859. De hecho, lo confiesa cuarenta años más tarde a Marie A. Belloc que lo interrogaba para The Stand Magazine:

«Durante toda mi vida me he deleitado con las obras de Walter Scott, y en uno de mis viajes a las islas británicas, viaje que jamás olvidaré, los días más felices fueron los que pasé en Escocia. Vuelvo a ver como en una visión la hermosa y pintoresca ciudad de Edimburgo, las Highlands-Sona y las agrestes Hébridas. Para alguien familiarizado con las obras de Walter Scott, no existe un solo lugar en Escocia que no pueda identificar con los relatos del célebre escritor»30.

Al igual que su personaje, el simpático Jacques Lavaret, ha leído, pues, tiempo atrás, casi todas las obras del modelo de Balzac, cuyas referencias salpican el Viaje maldito por Inglaterra y Escocia, y se vuelven luego indisociables de las novelas «escocesas» que escribirá posteriormente: El rayo verde, Las Indias negras. La extraña atmósfera de esta última novela, que se desarrolla en las minas de Aberfoyle, hace suponer que Verne conocía igualmente Trilby, el relato fantástico de Nodier que tiene por escenario la región del lago Katrine. Pero curiosamente, es al Cycle du dériseur sensé al que se refiere desde las primeras líneas del presente relato. Sea como sea, volver a evocar los lugares con los que soñó durante sus lecturas, para prolongar o renovar su hechizo, esa es una de las principales motivaciones que condujo a su vez al futuro autor de los Viajes extraordinarios a tierras escocesas. La representación de Macbeth en un teatro londinense, en su viaje de regreso, multiplica por demás el placer de ambos personajes. Es una doble confrontación a la que nuestros románticos viajeros someten sus recuerdos de lectores. Nada más exaltante que recorrer un espacio a sabiendas de que Shakespeare lo eligió como teatro de su tragedia. Los instantes de fervor experimentados, una nueva lectura o una nueva representación de la admirada obra maestra no pueden menos que cultivar y enriquecer esa mezcla apreciada de impresiones complejas.

Por atractiva que sea la peregrinación literaria, no es ella el único motivo que provoca el periplo. Como todos los viajeros de la generación romántica, Verne encuentra en él cien ocasiones de satisfacer una curiosidad casi humanista. La historia, que tantos vínculos tejió con Francia, antiguos con María Estuardo y más recientes con la corte del futuro Carlos X, refugiado en Holyrood, y los oficiales napoleónicos, prisioneros convertidos en preceptores31, ofrece el testimonio pintoresco de sus monumentos. La música, si bien permite un contacto fácil con unos anfitriones delicados y cordiales, reserva también sus sorpresas. Jonathan, el compositor que acompaña a Jacques, aprecia particularmente la encantadora tristeza de las melodías escocesas, y se declara cautivado por las delicadezas que le depara un gaitero, pues sus acentos calificados entonces de populares, se granjean la apreciación del esteta romántico. Al igual que los hombres, ¿no son hermanos todos los artistas? ¿Acaso los peor situados en la jerarquía académica no han conservado una primitiva sencillez, apreciada por el aficionado curioso? Por ello, este último cultiva lo que hoy llamamos la etnología. Está convencido de que una concatenación de las causas provoca particularismos dignos de ser admirados o explicados. La geografía, la historia, la descripción de las costumbres, de los vestidos, de las creencias, proporcionan, pues, sucesiva o simultáneamente, sus pruebas pintorescas y complementarias.

Sin duda es ese el fondo de los artículos de divulgación que Verne confiesa sin reparos, por mediación de su personaje, haber consultado antes de embarcarse con Aristide Hignard32 en el verano de 1859, aprovechando el precio ventajoso que les ofrece el hermano del músico, empleado en una agencia de viajes. Una de esas obras se debe a la pluma de Jean-Baptiste Richard, que se ilustró por los distintos itinerarios cuyo detalle publicó. Personaje digno de interés, Louis Enault había recorrido también Europa entre 1848 y 1851, y acababa de publicar un volumen titulado Inglaterra, Escocia, Irlanda, viaje pintoresco, al que se refiere igualmente este inédito. En cuanto a la presentación de la capital de Inglaterra, el escritor se inspira, a veces literalmente, en Anglais chez eux/Esquisses de voyage de Francis Wey, publicado en el Musée des familles de noviembre de 1850 a mayo de 1851. Colaborador en aquella época de la célebre revista creada por su compatriota Pitre-Chevalier33, Verne pensó tal vez, ocho años más tarde, en publicar el Viaje maldito por Inglaterra y Escocia en dicha revista.

Conforme a las ideas de la época, no vacilaba en confrontar a sus personajes con la miseria material y moral reinantes en los grandes centros urbanos. El cuadro sombrío de Liverpool puede ser comparado a las páginas dedicadas a Manchester por Alexis de Tocqueville34. La constatación del pauperismo y su explicación pertenecen en efecto al género de la reseña. Pues los artistas no son los únicos en desplazarse. Economistas, políticos y periodistas viajan también y toman la pluma para imponer progresivamente sus observaciones. Y como periodista se comporta con todo su empeño aquel que en su relato trata sin falso rubor el tema de la insalubridad o de la prostitución. Una franqueza que no será nunca adoptada en los Viajes extraordinarios. La fugitiva silueta de una pordiosera es lo más miserable con que puede encontrarse Phileas Fogg al penetrar en Charing Cross.

Cercano aún al reportaje, este inédito es un testimonio inesperado, que preserva toda la veracidad de la experiencia vivida por Verne en el primer gran viaje que efectuó a las islas británicas. Al igual que sucederá más tarde en Una ciudad flotante y en Mathias Sandorf, ambos enriquecidos con una travesía, la primera por el Atlántico y la segunda por el Mediterráneo, el escritor, que partió sin un proyecto particular en mente, le ha imprimido a su diario de viaje la espontaneidad de un carné de apuntes.

Un carné de apuntes

Experimentó otra vez el deseo de volver a ver los lugares y ciudades por los que tenía verdadera predilección. En la primavera de 1867, en compañía de su hermano, volvió a Liverpool para embarcarse hacia los Estados Unidos en el Great-Eastern, nuevo nombre del Leviathan que había provocado su asombro ocho años antes en el Támesis. Al año siguiente escribía Veinte mil leguas de viaje submarino, y Londres recibía al modesto Saint-Michel I, donde el escritor encarnaba el papel de Aronnax. Transcurren unos diez años, y Verne posee entonces el célebre yate Saint-Michel III, cuyo puerto de matrícula es Nantes. Desde allí efectúa su segundo y muy probablemente último viaje a Escocia. Durante el mes de julio de 1879, le acompaña su hijo Michel y un amigo de éste. Al adolescente, que plantea serios problemas a sus padres, le propone, con un instinto pedagógico que no le han reconocido sus biógrafos, el mismo itinerario con que antaño él se deleitó. ¿Fue aquella la ocasión para el novelista de volver a visitar la célebre gruta de Fingal, que sirve de escenario a El rayo verde, publicado en 1882? La imprecisión de los recuerdos del propio Verne, interrogado al final de su vida, no permite responder afirmativamente a esta pregunta. Aun cuando jamás hubiese desembarcado en el islote de Staffa, las descripciones y grabados de esa curiosidad natural, que abundaban en las revistas ilustradas de la época, hubiesen bastado para atraer a un hombre que viajó también mucho en imaginación.

La visión desenfadada y pintoresca de los paisajes y ciudades que aparecen en el Viaje maldito por Inglaterra y Escocia se convirtieron en el marco privilegiado de más de una intriga. En Liverpool embarcaron el capitán Hatteras hacia el Polo Norte, y los héroes de Una ciudad flotante, que realiza la travesía hacia los Estados Unidos. En Glasgow, Los hijos del Capitán Grant y Los forzadores del blocus. En Londres, el doctor Fergusson y Phileas Fogg. Este compra la Henrietta al capitán Speedy, el mismo —o su homónimo— que dirige el Hamburg que conduce a nuestros dos héroes de Burdeos a Liverpool. Allí son recibidos por Joe Kennedy, que será desdoblado en los dos personajes Joe y Dick Kennedy, acompañantes del audaz aeronauta de Cinco semanas en globo. Siluetas que, enriquecidas o modificadas, le permitieron igualmente al novelista retomar y adaptar las descripciones conservadas en el álbum que había llegado a ser su manuscrito.

Varias novelas se beneficiaron especialmente de los episodios escoceses del Viaje. En El rayo verde, el lector también encuentra algunas precisiones, aunque esporádicas, sobre el traje escocés, que ya se hallaban en el texto de 1859. Y el crucero a bordo del Prince de Galles que realizan por el Forth Jacques y Jonathan bajo la lluvia, es el del ingeniero Starr en el mismo vapor cuando regresa a la mina de Aberfoyle, al principio de Las Indias negras35. La excursión propuesta a Nell posteriormente, en la misma novela, para visitar Edimburgo y la región del lago Katrine fue aquella que habían realizado antes nuestros dos amigos.

Jonathan, el músico, tiene ocasión de ejercitar su talento en el salón de los B... Para amenizar la velada de sus anfitriones, no se hace de rogar para tocar el piano. La gentil Amelia juzga oportuno comunicarle su pasión por las melodías de su país, y para interpretarlas de manera satisfactoria, le recomienda «tocar sólo las teclas negras»36.

Ahora bien, es exactamente lo que hace Nemo en el órgano del Nautilus al meditar sobre su condición de réprobo:

«Los dedos del capitán recorrían el teclado del instrumento, y observé que sólo pulsaban las teclas negras, confiriendo a sus melodías un color esencialmente escocés»37.

Instante poético que el novelista ha hallado, pues, intacto en sus recuerdos y en su manuscrito.

Fácilmente se advierten, aquí y allá, otros esbozos que probablemente nunca abandonaron la imaginación de Julio Verne. Por ejemplo, Jacques lleva un diario de viaje, al igual que Aronnax, presentado como el verdadero autor de Veinte mil leguas de viaje submarino. Tal como el célebre prisionero de Nemo cuando visita el Nautilus, Jacques advierte, en la mansión de Ockley, la riqueza de la biblioteca, las curiosidades del gabinete de historia natural y la potencia de los instrumentos científicos38. Y cuando el Comte d’Erlon encalla en un banco de arena, vienen a la mente de nuestro viajero Vanikoro y sus arrecifes39 antes de reservar sus sorpresas al paso del submarino. El océano y su perpetuo espectáculo, como el de la fosforescencia40, ejercen todo su hechizo en los héroes vernianos desde el momento en que Verne elige en el presente texto la forma del viaje.

¿Novela o crónica?

Muy cerca de la novela, el Viaje maldito por Inglaterra y Escocia no ha abandonado del todo el tono de la crónica. Escapa, pues, a toda clasificación. Está escrito a imagen de Un invierno en Mallorca, de George Sand, que con su narrador masculino, vacila entre la ficción y la reseña. Tanto uno como otro pertenecen más bien al género polimorfo del viaje romántico, que permitía todas las libertades. Unos consisten en los reportajes a que nos han habituado nuestro siglo y el pasado, otros en las fantasías que proclaman, a veces desde el título, su ausencia de cortapisas, como el Viaje en zigzag41 o el Viaje adonde os plazca42. Y, naturalmente, nada prohíbe el proceder a una mezcla de tonos. Las Cartas de un viajero y su tono ligero son naturalmente el motivo o pretexto para meditar sobre un sinfín de temas que sus autores, que representan el tipo del «Wanderer» filósofo, serán llevados a abordar. En muchos aspectos, son los herederos directos de los eruditos del siglo de las luces que cultivaban libremente el ensayo o el discurso. En todos ellos parece residir cierta indiferencia respecto a una estructura demasiado fija; la sinceridad de la impresión y del testimonio queda voluntariamente preservada, con una libertad total para cambiar de registro.

Por ello coexisten, paradójicamente, dos tipos de poesía del viaje. El primero, ligado al nombre de Verne, gusta de presentar la embriaguez de la velocidad, las variedades de movimiento, la complementariedad de los medios de locomoción. Por ejemplo, en el vagón que lo conduce a Escocia, Jacques utiliza sin saberlo acentos hugolianos43 para traducir las nuevas impresiones que experimenta. Es primero un delicioso aturdimiento del ojo, que al contemplar los paisajes «percibe sin duda una nueva sensación de color»44.

Le sucede la exaltación: «el tren circuló a toda velocidad por una vía vertiginosa suspendida al costado de esas viejas rocas; su rapidez tenía algo fantástico, y en cada recodo, el convoy parecía a punto de precipitarse en esos abismos, donde mugía algún torrente de aguas negras»45.

En el tren que le conduce de regreso a Londres, la misma fantasmagoría se produce para su compañero: «En Newcastle, Jonathan, que no dormía, vislumbró por una ventana entreabierta un rincón de la imponente campiña en la noche oscura; ese reino del carbón de piedra está literalmente en llamas; penachos de flamas tremolan sobre las altas chimeneas de las fábricas: son los árboles de esa comarca sucia y negra, y su conjunto forma un bosque inmenso, iluminado por reflejos rojizos»46.

Sin duda, tanto uno como otro aceptan con buen humor las malas condiciones de su viaje nocturno en ese tren, pero también aprecian el confort de un camarote o de un salón47 cuando se presenta.

Por lo demás, Jacques y Jonathan utilizan los diferentes medios de locomoción ofrecidos por el siglo XIX. El tren, la navegación marítima y fluvial, los desplazamientos en distintos carruajes, sin olvidar la marcha a pie, imprimen sus ritmos particulares a este periplo cuya pintoresca variedad anuncia, a excepción de la precipitación, pero con igual euforia, las proezas de Phileas Fogg.

La mala suerte que reviste un viaje que tarda en concretarse, y las exigencias de horario que a veces no permiten a los dos jóvenes demorarse donde lo desearían, le confieren a esta aventura una dimensión de antiviaje. El novelista, que no oculta en este texto su simpatía hacia Sterne, el autor de Tristram Shandy48, simpatía que no abandonará jamás, había por cierto pensado en ponerle el título de Voyage à reculons a dicha historia. Volverá a pensar en esa posibilidad para César Cascabel49, que relata la larga repatriación de una cuadrilla de saltimbanquis presurosos de dejar los Estados Unidos para regresar a Francia, y que el azar rechaza continuamente hacia el oeste. Con frecuencia Verne ha impulsado a sus personajes, como a Paganel, a Uncle Prudent, a Kéraban, al viaje involuntario50, haciéndoles vivir aventuras surgidas de proyectos aplazados. Las contrariedades y los retrasos ya no se producen, en este caso, siguiendo un trayecto rectilíneo, sino que provocan, al multiplicarse, la distorsión de una curva que adquiere inesperadas formas. Por ejemplo, el trazado de los desplazamientos de Jacques y Jonathan se confunde aproximativamente con el trazo del signo &51. Para provocar esas divertidas variaciones, Verne no ha vacilado en abandonar las líneas rectas y el lucimiento de su recorrido, favoreciendo las excursiones indolentes, no desprovistas de encanto. «Cuanto más lejos se llega es cuando no se sabe adonde se va»52, observa atinada y maliciosamente Jacques, mucho antes de que los héroes de El rayo verde, los de Bolsas de viajes, de La Agencia Thomson and Co., de Clovis Dardentor o de Claudius Bombarnac repitan la misma experiencia.

Esa disponibilidad que el novelista confiere a sus dos personajes no es el único rasgo que repetirá en sus Viajes extraordinarios. Al igual que Hector Servadac, los dos amigos juegan a fantasear sobre el mapa de las islas británicas, que adquiere la forma de una vieja señorita53. Como muchos otros, aprecian las etapas gastronómicas amenizadas por algún dicho gracioso. Multiplican los equívocos provocados por su confrontación con mundos lingüísticos diferentes. Los fenómenos naturales, tales como la aurora boreal o el eco provocan su curiosidad. Adeptos discretos de los progresos de la civilización, no resisten al espectáculo de un puerto de gran actividad, ya sea Nantes, Burdeos, Glasgow o Londres, surcados por el continuo ir y venir de embarcaciones y máquinas de vapor.

Fascinación que, por otra parte, no tiene nada de convencional. Expresa la admiración espontánea de unos pasajeros para quienes el movimiento de las bielas conservaba aún su carácter novedoso54. Y lo jocoso se añade muchas veces a la evocación desenfadada. Por ejemplo, en los muelles de Liverpool, donde las grúas y las cabrias forman «el circo completo de la mecánica»55.

Quién mejor que esos autómatas observados por los dos franceses durante una comida que degenera en trifulca56, o los valets armados de picas que ante la Torre de Londres «funcionan» desde el siglo XVI como personajes de un reloj animado57, para dar vida a ese universo tan bien ordenado. No es de extrañar que la máquina imponga sus ritmos a los hombres en el país del que parte el implacable Phileas Fogg. Incluso en sus aspectos más temibles, magnetiza al visitante británico, que no vacila en introducir la cabeza en la abertura de la guillotina expuesta en un salón de la Galería de Madame Tussaud58. Al parecer, la máquina no ha menoscabado la imaginación de los ingleses, a quienes Verne reconoce la supremacía en el ámbito de la mecánica. Sólo ellos podían concebir —se apresura a puntualizar en modo burlesco— la utópica creación de un artefacto para apoderarse de la sitiada Sebastopol. Igual de fantasiosa es la máquina observada en una chacinería de Glasgow: «Accionado por vapor, era un aparato muy ingenioso: ¡se metía un cerdo vivo en un extremo, y salía por el otro en forma de apetitosas salchichas!»59.

Cierto automatismo parece incluso afectar a la producción de los alimentos del espíritu. En este texto, como será también frecuente en los Viajes extraordinarios, la música ocupa un primer plano. Pero sus apariciones están impregnadas de cierto sarcasmo. Por ejemplo, las referencias al Trovatore, simplemente por sus estrafalarias repeticiones, se convierten en una sierra musical. La más burlesca de todas es, sin duda, el alboroto nocturno provocado por el personaje que toca el cornetín «cubierto de una espesa capa de... cobre carbonatado»60. Modesto instrumento productor de notas que no tiene nada que envidiar, en cuanto a pintoresco, al «órgano de vapor» que descubren los dos estetas en la tribuna de Saint Georges Hall61. Esa es la tónica marcada desde la partida de Jacques, que en el puente de Austerlitz oye las notas de la ópera de Verdi mecánicamente producidas por un organillo. Ya sean musicales o más utilitarias, las máquinas no sirven, pues, sólo para amenizar o facilitar este primer viaje verniano, sino que les permiten a los dos protagonistas demostrar su buen humor.

Con su tono de fantasía, el Viaje maldito por Inglaterra y Escocia no excluye por consiguiente ninguna de las orientaciones seguidas simultánea o sucesivamente por el escritor después de su encuentro con Hetzel. Asume los pasos de la relación sin renunciar a los recursos del humor. Pero, sobre todo, dispensa a los lectores esos instantes de asombro sin restricciones ante el mundo, y el placer experimentado al recorrerlo, cualidades apasionantes y complementarias que han consagrado a Verne como el poeta del Viaje.

Viaje maldito por Inglaterra y Escocia
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