XXXV
A qué se parece un highlander

Al día siguiente, el mismo sol en persona se tomó la molestia de entrar en la habitación de los parisinos para despertarlos; no resistieron a esa invitación hecha con los más lúcidos rayos. Deliberaron entonces sobre el proyecto de retorno de Edimburgo a Londres; parecía difícil llegar a tiempo para tomar los paquebotes de Granton Pier; además, la travesía era larga, mientras que el ferrocarril podía conducirlos a Londres durante la siguiente noche saliendo sólo a las ocho de la tarde; el regreso quedó, pues, decidido por esa vía rápida.

El burgo real de Stirling está situado más o menos al fondo del estrecho del Forth; su suelo es accidentado, una calle empinada pasa ante el Golden Lion Hotel y conduce a una especie de colina ornada de monumentos, de los que Jacques no llegó a entender exactamente el propósito; aquel lugar podía ser un cementerio, o un sitio de recreo, la diferencia es casi insensible en Escocia. Desde esa eminencia se divisaba el castillo fortaleza de Stirling. Fue allí donde María Estuardo recibió la corona real. Dicha fortaleza tuvo el honor de ser asediada por Cromwell y el general Monk. El aspecto de ese castillo posee cierta gallardía, y parece plantado en posición de firmes como un soldado. Hubo que seguir una pendiente bastante pronunciada para llegar a la poterna custodiada por unos highlanders en uniforme de gala, uniforme que es la reproducción exacta del antiguo traje nacional, a excepción del targe o escudo de cuero con punta de acero.

Los highlanders lucen en la cabeza la toca escocesa adornada con una pluma erguida sujeta a una hebilla de acero; la chaqueta de paño escarlata es corta y descubre los innumerables pliegues del kilt, especie de falda hecha de una tela verde a cuadros, que les llega hasta la rodilla; los muslos van totalmente al descubierto, y de ahí viene el proverbio: «no se le puede quitar el pantalón a un highlander»; las piernas van cubiertas de medias a cuadros, y listadas por esas bandas enrolladas que Rob Roy podía, sin inclinarse, atar con sus largos brazos; el plaid o manta de tartán se lleva desde la cintura hasta el hombro, sujeto con un pouch o broche de metal; y finalmente el philibey, especie de bolsa de piel de cabra ornada con borlas, que cuelga de la cintura por delante del kilt; el bolsillo de ese philibey, suficiente para contener la fortuna de un escocés, se llama sporrang, según se enteró Jonathan por el centinela del castillo; el puñal, o dirk, va metido en la cintura, y los oficiales de esas magníficas compañías llevan la larga claymore20 de sus antepasados.

Desde la explanada del castillo, la vista puede abarcar las llanuras de la Baja Escocia. Hacia el noroeste, Jacques pudo saludar por última vez al Ben Lomond y al Ben Ledi, que se asomaban sobre el horizonte lejano; el cielo había dignado purificarse, y la testa de las montañas aparecía bastante nítidamente en la niebla matutina. Hacia la parte oriental, a la entrada de la ciudad, corre el Forth bajo un viejo puente del siglo XII.

A la hora precisa, después de haber captado rápidamente el aspecto y la configuración de Stirling, de la que Walter Scott hace un gran elogio en su novela Waverley, los visitantes se encontraban en la estación; allí tuvieron la agradable sorpresa de ver a una compañía de highlanders bajo las armas; esperaba el paso de Su Graciosa Majestad, que venía de Edimburgo, donde el día anterior había sonado el cañón para celebrar su llegada; los soldados escoceses estaban espléndidos bajo las armas; sus características figuras ofrecían unas líneas más marciales que las de los militares ingleses; el oficial que mandaba el pelotón resplandecía en su relumbrante uniforme, y su brazo izquierdo se apoyaba en la reluciente empuñadura de su claymore; ni trompetas, ni tambores, ni pífano alguno regulaban la marcha de la compañía; pero el bag-piper, con su cornamusa limpia y lustrosa, dejaba oír unos alegres pibrochs21.

Pronto sonó el silbido de la partida, y el tren no tardó en correr a todo vapor hacia Edimburgo. Jacques acechaba por la ventanilla el paso del tren de la reina. Pero un poco de ruido en un torbellino más rápido fue todo lo que pudo percibir.

El Scottish Central Railway permite hacer el trayecto en una hora y cuarto, aunque se desvía un poco de la ruta para pasar por Polmont Junction. Desde ahí, por Linlithgow, la pequeña ciudad junto al lago donde nació María Estuardo, tras dejar a su izquierda las ruinas del castillo de Niddire, donde la desventurada reina descansó después de su huida de Loch Leven, después de franquear el Almond Water por un viaducto de treinta y seis arcos, y de dejar atrás las Pentland Hills, el convoy se adentró en el túnel de Edimburgo, y se detuvo en la General Railway Station, cerca del monumento a Walter Scott.

—Antes que nada, desayunemos —declaró Jacques—; luego iremos en busca de nuestros baúles; ya que la familia B... se ha ausentado, tenemos que asegurarnos de que la casa no está absolutamente cerrada.

¿Dónde desayunar mejor que en el acostumbrado pequeño reducto de High Street? La carne fría estaba lo bastante buena, el pan, malo como en toda Inglaterra, y la cerveza espumaba alegremente en las pintas de metal. Tras esa comida, resolvieron acercarse a Inverleith Row por un camino nuevo que permitiera visitar Leith; esa ciudad bastante importante forma el puerto de Edimburgo, en la desembocadura del río que lleva su nombre. Es una pequeña ciudad industrial y manufacturera, que al igual que una capital, posee una parte antigua y otra moderna. Los viajeros la alcanzaron tomando por Leith Walk, al otro extremo de la calle del Príncipe; llegaron a la rada que encierra una gran cantidad de navios; allí, sus ojos se regocijaron con un pabellón tricolor que ondeaba en un palo de mesana; Jacques siguió alzando la vista, y vio una llama tricolor que el viento agitaba en lo alto del mástil.

—He ahí un navio francés —dijo—, un navio de guerra, además.

En efecto, un aviso del Estado, destinado a proteger la pesca, estaba atracado junto a los muelles; los curiosos del lugar admiraban gravemente las maniobras de los marineros que hacían el ejercicio en cubierta. Jacques no pudo resistirse al deseo de pisar ese bonito navio y de estrechar la mano de unos compatriotas; el amable muchacho persistía en creerse a seis mil leguas de su país, en India o en China, y se comportaba en consecuencia; preguntó por el comandante del aviso, que no se encontraba a bordo; pero el segundo hizo los honores de la cámara de oficiales a los dos franceses, y ahí, entre unos vasos de vino de Sauternes y el humo de los cigarros franceses, se habló de París y de Edimburgo; la cuestión de las mujeres fue tratada bajo diferentes puntos de vista, y como siempre, las parisinas fueron proclamadas reinas del mundo.

Tras una agradable conversación de una hora y una visita al barco, Jacques y Jonathan terminaron de recorrer la ciudad; vieron el lugar donde desembarcó María Estuardo, cuando, tras la muerte de Francisco II, se alejó de esa Francia que nunca más volvería a ver. Siempre y por doquier la encantadora reina, a quien, sin duda, le será todo perdonado.

Viaje maldito por Inglaterra y Escocia
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