XLV
La Torre de Londres, Regent’s Park
La Torre de Londres fue construida, dicen, por Guillermo el Conquistador; encierra todo el espíritu inglés, con sus tradiciones, su respeto de las antiguas costumbres, su devoción por las cosas de otros tiempos. En sí misma, esta antigua ciudadela no ofrece nada especialmente curioso, pero vale la pena contemplar sus guardias; van vestidos a la antigua usanza, con un escudo en el pecho y guirnaldas en el sombrero. Jonathan estaba admirado de ver funcionar a esas buenas gentes que seguramente son contemporáneas de Ricardo III o de Enrique VIII; es evidente que asistieron a los sangrientos acontecimientos que relatan.

Guiado por uno de esos valets armado de pica, el grupo de visitantes, del que formaban parte los parisinos, penetró en los amplios patios de la fortaleza: el guardia designó al pasar la torre sangrienta donde tuvo lugar el asesinato de los hijos de Eduardo, la Torre de Beauchamp, prisión estatal donde sufrieron Jane Grey y Ana Bolena, la Torre de Wakefield, donde fue asesinado Enrique VII. Los crímenes no faltan en ese edificio: eran el mayor medio político de que disponían los soberanos de Inglaterra, y lo utilizaban con liberalidad respecto a la nobleza y a su propia familia; ¡en verdad puede decirse que la historia de Inglaterra está escrita con sangre!
La sala de las armaduras, donde seguidamente penetró el grupo, muestra una ridicula disposición; todas las armaduras están colocadas en maniquíes que representan a los reyes de Inglaterra; las posturas, las actitudes y los gestos son irrisibles: uno maneja una lanza que amenaza al techo, otro alza una maza de armas como para partirle la cabeza a su propia montura; si se abate el hacha de ese otro, ¡le cortará el brazo izquierdo! Toda esa puesta en escena es de mal gusto, y recuerda más bien las curiosidades de una feria que las riquezas arqueológicas de un museo.
En el arsenal de la reina Isabel pueden verse dos hachas sobre dos tajos, la que cercenó la cabeza de Ana Bolena y la que decapitó al conde de Essex: Jacques pasó la mano con un estremecimiento sobre esos históricos filos, y contó en el tajo los cortes producidos por la política de los reyes.

Saliendo del arsenal, sin molestarse en contar los cañones dormidos en los patios, los viajeros abandonaron inmediatamente el recinto de la torre; la hora avanzaba; regresaron hacia London Bridge, después de haber hecho visar sus pasaportes en King William Street; luego corrieron hasta el embarcadero de los watermen; remontaron el río al igual que lo habían hecho la víspera, pero, en lugar de detenerse en el puente de Westminster, prosiguieron su camino cruzando un arco erizado de maderos bajo el nuevo puente del Parlamento; ahí apareció en todo su esplendor la fachada del palacio sobre el Támesis, como en el cuadro de Justin Ouvrié. Resulta torpe la pluma e insuficientes las palabras para describir la grave majestad de ese espectáculo; parece estar a mil leguas de Londres; sus líneas arquitectónicas son de gran pureza, y sostienen noblemente los escudos historiados de la fachada, cuya perfecta regularidad refleja el río; la Torre Victoria y la Torre del Reloj dominan ambos extremos de esa masa tranquila y serena; es difícil arrancarse a la sublimidad de ese espectáculo.
Las orillas del río son en ese lugar muy pintorescas, y sobre todo muy variadas; en la orilla opuesta, el palacio de Lambeth es de un efecto muy acertado, con sus jardines irregulares, sus árboles que dan sombra a los verdes céspedes, sus distintos edificios de variados estilos, moda y construcción, pero provenientes todos del tipo anglosajón; es un verdadero paisaje medieval, olvidado a la orilla del Támesis, que le sirve de residencia al arzobispo de Canterbury; en Londres sólo hay un obispado y un obispo. Cuando los presbiterianos y los puritanos escoceses pasan delante de esa residencia real, apartan la mirada con desprecio.
El barco de vapor se detuvo en Vauxhall Bridge a la altura de Lambeth; cuando se apeaban en la estación de Millbank, Jacques hizo observar a su compañero un edificio de forma extraordinaria situado en la orilla izquierda: es el Penitentiary, un presidio de aspecto siniestro; las prisiones de Londres son espantosas, y ésta no es más que una inmensa tumba maciza y pesada, donde los malhechores que antaño eran condenados a ser deportados, están encerrados a perpetuidad.

Desde allí, en una carrera de una hora, un cab transportó a los parisinos hasta Regent’s Park, del que querían entrever el aspecto; buscaban ante todo algunas fugaces impresiones, confiando en que su memoria, su recuerdo, su imaginación, las fijarían de forma más duradera; para alcanzar el parque atravesaron los mejores barrios de Londres; las casas de Pimlico son hermosas, claras, regularmente alineadas, con un aspecto de bienestar y de opulencia que llama la atención; casi todas tienen vistas a sombreados parques donde sólo sus vecinos tienen derecho a pasear. En la plaza de Belgrave Square, los edificios ostentan una disposición arquitectónica uniforme; son amplios y bellos, sin comercios; parecen inmensos y tranquilos hoteles particulares, a cien leguas del puerto y de la ciudad de Londres.
El cab se detuvo en Park Square, a la entrada del parque del Regente, inmenso llano de cuatrocientos cincuenta acres de extensión, constelado de aristocráticos hotelitos, surcado por amplias avenidas arboladas y cubierto de vastos parterres; encierra el Jardín Zoológico y el Jardín Botánico; pero Jonathan se negó a visitarlos, y se desplomó como una masa inerte en uno de los altos bancos verdes que contrastan con el habitual confort de los ingleses; ya era hora de que el vuelo de pájaro de los dos viajeros tocara a su fin; las marchas forzadas, una sorprendente fatiga en los ojos, una comprensible contención de espíritu en presencia de tantos objetos nuevos, producían un total agotamiento. No sin numerosos esfuerzos, sosteniéndose y reconfortándose el uno al otro, lograron Jacques y Jonathan regresar a Regent Street; la hermosa calle estaba entonces atestada de carruajes; había sonado la hora del recreo para esa opulenta población; los comercios rebosaban de mujeres con lujosos atavíos, cuyos detalles explican la necesidad de las cuarenta mil casas de moda en la capital de Inglaterra.
A Jacques le espantaba la idea de cenar en la pequeña taberna de la City; la fatiga y el hambre triplicaban aún la distancia; por fortuna, en el Quadrant, consiguió encontrar un restaurante francés; condujo a su amigo al salón, y allí, durante dos horas, combatieron el hambre y la fatiga por todos los medios posibles; la comida era francesa, pero con un pequeño toque inglés.