II
Un barco que no llega
La llegada de uno de los barcos a Saint-Nazaire estaba prevista para el 25 de julio. Jacques hizo minuciosamente la cuenta; le concedió al buen navio siete días para desembarcar sus mercancías y efectuar su nuevo cargamento; debería pues zarpar, a más tardar, el 1 de agosto. Jonathan Savournon, conteniendo las melodías que se elevaban en su corazón, se carteaba regularmente con el señor Daunt, director de la compañía de Liverpool; sabía algunas palabras de inglés que deberían bastar para su consumo particular; pronto informó a Jacques de que el navio puesto a su disposición era el Hamburg de Dundee, y su capitán, Speedy; acababa de salir de Liverpool rumbo a Francia.

Se acercaba el momento solemne; Jacques ya no dormía: el 25 de julio, fecha tan ansiada, llegó por fin en París y en Saint-Nazaire, pero por desgracia, el Hamburg no apareció. Jacques no aguantaba más; le parecía que la compañía inglesa incumplía todos sus compromisos; ¡hablaba ya de declararla en quiebra! Obligó al amigo Jonathan a partir inmediatamente a Nantes y a Saint-Nazaire para vigilar la costa francesa.
Jonathan salió de París el 27 de julio, y su amigo, a la espera de la señal de partida, se apresuró a realizar las últimas formalidades.
Se trataba ante todo de obtener un pasaporte para el extranjero; Jacques buscó a dos personas que pudiesen responder de su moralidad ante el comisario de policía; fue entonces cuando entabló por primera vez trato con un pastelero de la calle Vivienne y con un panadero del pasaje de los Panoramas. En aquella época se había creado una lucha terrible entre esas dos corporaciones, sobre la cuestión de los pastelitos rellenos y los bizcochos borrachos que los panaderos confeccionaban a expensas de los pasteleros; así pues, tan pronto como los dos rivales se hallaron en presencia uno del otro, se arrojaron a la cara las invectivas específicas de los amasadores de harina. Pero Jacques los contuvo amenazándolos con la intervención de los guardias, a quienes, con su anglomanía, llamaba policemen. Los dos testigos llegaron por fin ante el sheriff, por no decir el comisario de policía, y los dos notables comerciantes respondieron de la moralidad de Jacques, que nunca había robado nada en sus establecimientos; recibió la autorización necesaria para abonar diez francos a las arcas del gobierno y adquirir así el derecho a viajar fuera de Francia; después se acercó a la prefectura del departamento del Sena a ver al lord-maire y audazmente solicitó un pasaporte para las islas británicas; su filiación le fue tomada por un empleado casi ciego, al cual algún día los progresos de la civilización sustituirán por un fotógrafo jurado; Jacques entregó el pasaporte a un hombre amable que, por dos francos, se encargó de conseguir los visados y legalizaciones necesarios en las diferentes cancillerías, y tuvo incluso la bondad de llevarle en persona ese importante documento, perfectamente en regla.
Jacques besó piadosamente su pasaporte; ya nada le retenía; el sábado por la mañana recibió una carta del buen Jonathan: le informaba de que el Hamburg todavía no aparecía por el horizonte, pero que podía hacerlo de una hora a otra.
Jacques no vaciló más; estaba ansioso por dejar París, su aire cargado, su atmósfera amoniacal, sus parques recién florecidos, y la selva virgen recientemente plantada alrededor del palacio de la Bolsa, donde se agitan incesantemente los fieles giafares2 del poderoso Harún-al-Rothschild.

Jacques cerró su maleta repleta de objetos perfectamente inútiles y engorrosos; forró su paraguas con su túnica de hule; se echó al hombro su manta de viaje, que representaba un tigre amarillo sobre fondo rojo; se cubrió con la inevitable gorra del turista convencido, y subió a un coche de alquiler.
En virtud de las más sencillas leyes de la locomoción, el simón lo condujo a los ferrocarriles de Orléans; una vez comprado el billete, su equipaje fue facturado; y Jacques, como hombre inteligente que era, se instaló en el primer coche del tren para llegar más rápido; sonó la campanilla; la locomotora silbó, relinchó y se desbocó, mientras el organillo del puente de Austerlitz suspiraba el «Miserere» del Trovatore.
