XXXIII
Los viajeros de la imperial

Por fin apareció la estación de Inversnaid, donde debían desembarcar los dos viajeros; junto al punto mismo de desembarque, un torrente crecido con las lluvias se precipitaba en el lago desde una altura considerable; parecía colocado allí por algún promotor para disfrute de los turistas; un puente flexible y temblequeante oscilaba sobre las espumosas aguas; Jacques apremió a Jonathan; quería contemplar desde ese estrecho paso la tumultuosa caída del torrente: en unos minutos alcanzaron la apertura, de la que se escapaba una nube de polvo húmedo, y oyeron rugir bajo sus pies la masa líquida y desenfrenada. La vista abarcaba desde allí una parte del lago, y el Prince Albert parecía como un punto en el espacio.

Pero el tiempo apremiaba; los coches que hacen el trayecto entre el lago Lomond y el lago Katrine estaban enganchados; había que salir inmediatamente hacia el hotel de Inversnaid.

Allí Jacques, más por localismo que por sed, quiso refrescarse con un vaso de usquebaugh; el nombre, en plena región de las Highlands, le gustaba, pero el licor no estaba a la altura de su denominación gaélica. Era simplemente whisky, sólo que impregnado del amargor del residuo de cebada destilada. Jacques hizo una mueca, al tiempo que alababa el encanto del licor highlandés.

Los carruajes habían sido recientemente instalados por el marqués de Breadalbane, cuya familia antaño proveía de agua y leña a Rob Roy fugitivo; están construidos con la importancia, el carácter y las confortables disposiciones que caracterizan a la carrocería inglesa; el cofre interior, cuyos paneles ostentan el escudo de los Breadalbane, permaneció vacío, a pesar de la lluvia incesante. Los viajeros se encaramaron en la imperial y se instalaron de manera que no se perdieran el menor detalle del recorrido. Incluso las inglesas, sin preocuparse del viento y de la lluvia, envueltas en grandes chales, tartanes de cachemir raídos, subieron a lo alto del carruaje con ayuda de una escala; el cochero, vestido con una librea de solapas rojas, tomó las riendas de cuatro magníficos caballos, y el coche comenzó a ascender la ladera de la montaña bordeando el cauce sinuoso del torrente.

La carretera es harto escarpada; a medida que uno se eleva, la forma de los montes parece cambiar; Jacques veía elevarse ante él toda la cordillera de la orilla opuesta de los lagos, cuyos picos de Arroquhar dominan el pequeño valle de Inveruglas; el Ben Lomond se erguía a la izquierda, descubriendo la abrupta escarpadura de su cara norte. La región poseía un extraño carácter, impregnado del sentimiento de la vieja Escocia. Era lo que antaño llamaban el país de Rob Roy, territorio montañoso y desértico situado entre el lago Lomond y el lago Katrine; ese valle comunicaba por estrechos desfiladeros con el glen de Aberfoil, donde tuvieron lugar los dramas de la novela escocesa, a orillas del pequeño lago Ard; las cimas se asientan sobre rocas calcáreas de aspecto siniestro, salpicadas de piedras que la acción del tiempo y de la atmósfera ha endurecido como cemento. Unas chozas miserables, más parecidas a cuchitriles, conocidas como bourrochs, entre unos rediles en ruinas, apenas permitían adivinar si cobijaban a criaturas humanas o a bestias salvajes. Algunos chiquillos, de cabellos descoloridos por la intemperie y el aire, miraban pasar los coches con sus enormes ojos atónitos. Jacques señalaba esos curiosos detalles a Jonathan, mientras le explicaba la historia de aquellos misteriosos valles. Fue ahí donde el excelente magistrado Nicol Jarvie, digno hijo de su padre el diácono, fue apresado por la milicia del condado de Lennox por órdenes del duque de Montrose: en ese preciso lugar permaneció suspendido del fondillo del pantalón, confeccionado afortunadamente con buen paño de Escocia, ¡y no con esas livianas baratijas francesas! No lejos del nacimiento del Forth, que surge del Ben Lomond, se ve aún el vado por el que Rob Roy consiguió escapar de las manos de los soldados del duque de Montrose. No es posible dar un paso en ese país, maravilloso en más de un aspecto, sin topar con los recuerdos del pasado, que inspiraron a Walter Scott cuando parafraseó en magníficas estrofas la llamada a las armas del clan de los Mac Gregor.

Después de remontar las orillas del torrente, el coche alcanzó un valle inferior, sin un árbol, sin agua, cubierto de brezo rudo y escaso; unos montones de piedras, aquí y allá, aparentaban una forma piramidal.

—Son los cairns —dijo Jacques—; cada viandante debía en otros tiempos añadir una piedra para honrar al héroe que yace bajo su apiñamiento; de ahí procede el proverbio gaélico: «¡Maldito aquel que pasa ante un cairn sin depositar la piedra del último saludo!» Si los niños hubiesen conservado la fe y la poesía de las piedras, ¡esos amontonamientos serían ahora colinas! ¡Curiosa comarca, en que los accidentes de terreno están dispuestos para inspirar la poesía! Así sucede con todos los países montañosos, que excitan la imaginación, y los griegos, si hubiesen habitado un país llano como Las Landas o Beauce, no hubiesen nunca inventado la mitología.

Pronto el camino se internó en los desfiladeros de un estrecho valle, propicio a los retozos de los duendes familiares de Escocia, los brownies de la gran Meg Merrilies; los turistas miraban con frialdad, con indiferencia, sin que el menor signo de admiración o asombro animara su rostro; realizaban esa excursión como un deber, porque formaba parte del programa del viaje.

—¡Qué lástima que no estemos solos! —pensó Jacques—; ¡hace falta soledad para entender la poesía de estos valles y montañas!

El pequeño lago de Artelet quedó atrás a su derecha, y el coche, por una empinada y sinuosa pendiente, llegó a orillas del lago Katrine, al albergue de Stronachlachar. El Prince Albert había tardado dos horas y media en atravesar las treinta millas del lago Lomond, y el coche, una hora para cubrir las cinco millas que separan Inversnaid del lago Katrine. Tras abonar la propina imperiosamente reclamada por el cochero del marqués de Breadalbane, los dos amigos se apearon.

Viaje maldito por Inglaterra y Escocia
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml