XXI
Inglaterra: Una gran lady de paseo
Tras ese delicioso baño, se dirigieron a la taberna, o más bien a la bóveda cercana, donde un vaso de excelente ale les sentó maravillosamente bien. El ómnibus que hace el trayecto entre Portobello y Edimburgo pasaba en ese momento; subieron a la plataforma y consiguieron encontrar dos asientos entre la muchedumbre que atestaba la imperial: niños, ancianos, mujeres, perros, todo se admitía en esa máquina oscilante; había viajeros hasta en el último rincón, y el cochero, hombre grave y serio, de traje y sombrero negros, sólo se mantenía sobre su asiento gracias a un milagro de equilibrio. Llegaron finalmente a la estación, tras rodear Calton Hill y bordear por Regent Road la nueva cárcel de la ciudad; es un revoltijo de pequeñas construcciones sajonas, escalonadas sobre una pequeña colina, con murallas almenadas, garitas de piedra, ventanas selladas por enormes barrotes, y numerosos matacanes; parece una ciudad medieval en miniatura, mantenida con suma limpieza y hasta encerada.
El ómnibus se detuvo delante del teatro, monumento del que más vale no hablar, y casi frente al edificio de los archivos, provisto de una cúpula sin gracia.
Desde allí, los dos amigos se dirigieron al hotel Lambret para consultar un mapa de Edimburgo; he aquí con qué objeto: el hermano de Jonathan había desposado a la sobrina de un respetable escocés, que residía en Edimburgo con toda su familia. Al presentarse en su casa, Jonathan —cuya llegada, por lo demás, había sido anunciada— no dejaría de ser amablemente recibido; penetrando así en el interior de esa honorable familia se iniciaría más profundamente a las costumbres del país; le propuso, pues, a Jacques que le acompañara, y éste aceptó encantado.
Mister B... vivía hacia las afueras de la ciudad, en Inverleith Row; para llegar allí había que atravesar los barrios nuevos de Edimburgo, cruzando esas calles modernas cuyas denominaciones de place, terrace, road, row, street, contribuyen tanto a desorientar al viajero.
Jacques agobiaba a Jonathan con preguntas sobre mister B...; siempre empapado de su Walter Scott, se preguntaba si debería llamarlo Su Honor o Su Señoría, y se esperaba ver a un señor de otros tiempos en traje típico.
Tomaron la calle Saint-Andrew y llegaron a la plaza donde se eleva el monumento a Melville. Es una columna estriada coronada por una estatua, que recuerda la columna de Trajano en Roma; pues hay que destacar que casi todos los edificios de Edimburgo son una copia o una reducción, por lo general poco lograda, de algún monumento célebre de la antigüedad. A uno de los costados de la plaza se encontraba el Banco Real, que no hay que confundir con el Banco Escocés, ni con el Banco de la Compañía Inglesa, cuyo palacete de columnas corintias se eleva un poco más lejos, ni con el Banco Comercial, híbrida construcción donde el estilo griego y el romano se disputan la ornamentación, ni con todos los demás bancos, en fin, que proliferan en las ciudades de Inglaterra.
La calle Saint-Georges va desde la plaza Saint-Andrew hasta Saint-Georges Church, paralela a Prince’s Street; es espléndida, perfilada por palacetes de compañías de seguros, de bibliotecas, de museos y de iglesias, que pregonan todos ellos su aspiración a monumento. En aquel momento, el puntiagudo campanario de la iglesia de San Andrés lanzó al vuelo el alegre repicar de su carillón. Jonathan anotó en su cuadernillo la serie de sonidos que se sucedían por quintas descendentes: do, fa, si, mi, la, re, sol, do: la secuencia producía un efecto sonoro particular que sorprendió el oído del músico.

Los transeúntes, ciertamente, le prestaban poca atención; su caminar era el de gente atareada, pero grave; esa parte de la población contrastaba intensamente con la de la Canongate: las mujeres, vestidas con atuendos de bastante mal gusto y extravagantes colores, caminaban con aplomo y rigidez, dando británicos y largos pasos; el talle de sus vestidos, situado muy bajo, les alargaba el busto en detrimento de la cintura, plana y casi sin perfil, e iban tocadas con un inevitable sombrero de ala ancha; viendo pasar a una de esas poco agraciadas mujeres, Jacques le dijo a Jonathan:
—¿Nunca se te ha ocurrido una curiosa idea al observar el mapa de Escocia e Inglaterra? Pues ese mapa representa perfectamente a una gran lady paseando. La cola de su vestido de volantes fruncidos cuelga hasta el océano Atlántico; su talle largo llega hasta ese cinturón de condados que lo ciñe entre el mar de Irlanda y el mar del Norte: va arqueando el busto, y yergue su rostro anguloso, en el que el Firth of Forth le dibuja una boca enorme; y luce un sombrero redondo, del que escapan sus tirabuzones en forma de islas flotantes y enmarañadas. Observa, y con un poco de buena voluntad, te darás cuenta de que tengo razón.
Mientras así charlaban, los dos amigos llegaron ante una detestable estatua de Jorge IV, y tomando Hanover Street, se metieron por la calle que bordea el jardín de la reina, especie de plaza alargada; todas esas calles son magníficas, trazadas en ángulo recto, amplias y limpias, pero casi desiertas; las casas, poco elevadas, se componen generalmente de un sótano para las cocinas, un entresuelo, un primer y un segundo piso; sólo poseen tres ventanas en la fachada, y no están ocupadas más que por una sola familia: se accede a ellas mediante un puentecito protegido por un pórtico griego; Jacques se entretenía leyendo en las puertas de una sola hoja la profesión de sus inquilinos: los surgeon, los physician, los sollicitor le divertían mucho; los rótulos, que no entendía, también tenían la virtud de regocijarle; sólo uno, que se repetía con frecuencia, le parecía amenazante y terrible, y una y otra vez se asombraba leyendo la temible palabra: ¡upholsterer!
—Significa simplemente tapicero —le explicaba Jonathan.
—¿Y quieres decirme, por favor, con qué derecho un tapicero se denomina así?