XIX
Llegada a Edimburgo

En la estación tomaron un coche, y siguiendo la recomendación que les habían hecho, se hicieron conducir al hotel Lambret, en Prince’s Street; las calles anchas, pero poco alumbradas, acusaban pendientes bastante empinadas. La calle del Príncipe apareció con unas casas poco elevadas a la izquierda, a la derecha la verja de un vasto jardín y unas altas y macizas siluetas perdidas en la sombra.

A su llegada al hotel, los viajeros fueron recibidos por un francés, el señor Lambret, que dirige ese establecimiento. Les designaron dos habitaciones separadas a las que se accedía por la escalera más ilógica del mundo, cosa por cierto habitual en las escaleras inglesas, en las que es difícil orientarse. Las habitaciones eran bastante mezquinas, y recordaban a los viejos hoteles de provincia, tales como se encuentran aún en Amiens o en Blois.

Después de depositar su equipaje, y de dejar la llave de su puerta en la cerradura, según la costumbre general, Jacques, seguido de Jonathan, bajó a un salón bastante bonito, donde les sirvieron la cena; rosbif frío, jamón y dos pintas de una excelente y espumosa ale de Escocia, en jarras de plata con el escudo de la ciudad, constituyeron todos sus componentes.

Jacques devoró; no había comido desde el almuerzo matutino en Liverpool; su cena se prolongó más que la de Jonathan, quien se dedicó a meditar sobre un inmenso mapa de Escocia suspendido en la pared de la sala; hacia la una de la mañana, regresaron a su habitación. Antes de acostarse, Jacques no pudo resistirse al deseo de abrir su ventana, que daba a la calle del Príncipe; la lluvia caía a raudales en la profunda oscuridad; la vista no podía discernir nada en la calle, excepto un espacio libre, al fondo del cual un gran número de puntos luminosos brillaban a gran altura. Jacques no pudo explicarse ese fenómeno, y se durmió buscando su causa.

Con los primeros rayos del sol, saltó de la cama, y ya Jonathan llamaba a su puerta. Jacques se precipitó al balcón; Prince’s Street, calle amplia y magnífica, se extendía ante sus ojos; a la derecha, un montículo muy elevado, al pie del cual se extendían magníficos jardines, sostenía sobre su cima el castillo de Edimburgo; ante él, por encima de la estación de ferrocarril, inmensas casas erigían sus diez pisos calados de ventanas: la vista abarcaba toda la ciudad vieja, encaramada en esa alta colina que se inclinaba hacia la izquierda; por encima, en el horizonte, se divisaba la cumbre de una montaña, que Jacques señaló con el dedo.

—He ahí nuestra primera excursión —dijo.

—En absoluto —repuso Jonathan—. Comenzaremos por dar la vuelta a la ciudadela; buscaremos un sitio cualquiera para almorzar, y entonces podremos permitirnos esa ascensión bastante fuerte.

Jacques se rindió a las observaciones de su amigo, y ambos salieron, con un tiempo que prometía ser espléndido.

La calle del Príncipe está trazada en el estrecho valle abierto entre la antigua y la nueva ciudad; no tiene confluencias a su izquierda, sino que bordea la estación del ferrocarril y, por el centro, la verja de un parque público con magníficos céspedes; un edificio de ciento cincuenta pies de alto exhibe en sus ángulos, en sus cornisas, en sus numerosos pináculos y en su afilada aguja las incontables eflorescencias del gótico flamígero. Es el monumento a sir Walter Scott. La efigie del gran escritor, sentado en actitud pensativa, está colocada en medio de la plataforma inferior, bajo la clave de un arco ojival; esa estatua en mármol blanco goza de cierta celebridad; la figura del célebre novelista es fina e inteligente. El monumento, desmesuradamente alto para su cometido, está ornamentado de un gran número de estatuas que representan a los simpáticos héroes de Walter Scott; en los cuatro nichos de la parte inferior se puede ver, si no admirar, a la Dama del Lago, al príncipe Charles de Waverley, a Meg Merrilies y al Ultimo Trovador.

La calle del Príncipe continúa entre la verja de Prince’s Street Garden y una fila de casas poco elevadas, casi todas ellas destinadas a los viajeros, con nombres tales como Queens’ Hotel, Gibbs’ Royal Hotel, Caledonian Hotel, Campbell’s North British Hotel; entre los jardines se erige la institución real, de estilo griego, y la Galería Nacional, de estilo etrusco. Todos esos edificios, más o menos logrados desde el punto de vista artístico, tienen en común con todos los monumentos de Inglaterra y de Escocia el estar completamente terminados y esmeradamente conservados; nada de esas cornisas incompletas, de esas adarajas que esperan demasiado tiempo su trabazón, de esos desagradables andamios que se pudren antes de la finalización de la obra.

Llegados a la iglesia de Saint-John, al final de la calle, los dos amigos torcieron a la izquierda por Lothian Road bordeando la estación del ferrocarril caledoniano; su intención era rodear la roca sobre la que el castillo de Edimburgo está encaramado como un nido de águila. Esa colina constituía antaño la totalidad de la ciudad de Edimburgo, la vieja ahumada: Auld Recky, según su apelativo popular; desciende en línea recta desde el castillo hasta el palacio de Holyrood, por High Street y el suburbio de la Canongate, y está unida por unos elevados puentes a las otras dos colinas sobre las que se extienden la ciudad nueva, al norte, y los arrabales, al sur; esos accidentes de terreno se prestan a los monumentos y panoramas; por ello en Edimburgo se los construyó con profusión, por lo que ha recibido el nombre de Atenas del Norte; orgullosa, efectivamente, de su universidad, de sus colegios, de sus escuelas de filosofía, de sus poetas y oradores, reivindica ese glorioso nombre tanto en lo físico como en lo espiritual.

Al atravesar Grass Market, Jacques le hizo notar a su amigo el aspecto abrupto y agreste de la vieja roca de basalto verde coronada por las edificiaciones del castillo. Esa plaza servía antiguamente para las ejecuciones, y Walter Scott ambientó en ella uno de los episodios más emocionantes de Las cárceles de Edimburgo, la ejecución en la horca del capitán Porteous; Jacques, que se había empapado de esa sana lectura antes del viaje, le pareció muy culto a Jonathan. Allí trabajaba el lockman, el verdugo, llamado así por el derecho que tenía de tomar un poco de harina de cada saco expuesto en el mercado de la ciudad; junto a esa plaza, en un estrecho callejón, tuvieron lugar los sangrientos dramas de Burke el estrangulador.

Los dos amigos salieron a High Street, junto a la catedral y al palacio del Parlamento, pero sólo dedicaron una escasa atención a ambos edificios. La iglesia de Saint Giles les pareció un especimen bastante tosco del gótico sajón; Parliament House es un edificio insignificante situado en la esquina de la plaza donde se eleva la estatua, en este caso una mala estatua ecuestre de Carlos II.

Leyendo Las cárceles de Edimburgo, Jacques había concebido un amor arqueológico por esa vieja prisión de la Tolbooth, donde tanto sufrió la pobre Effie Deans; había estudiado particularmente esa parte del relato, y pretendía hacer alarde de sus conocimientos; según sus cálculos, deberían haber llegado al siniestro monumento, y lo buscaba ávidamente sin descubrir nada; se desesperó, y participó a Jonathan su desesperación.

—Preguntemos —le dijo éste.

—¿A quién?

—A un librero; entremos en esta tienda.

—Entremos, y si aquí no saben nada, no sabrán nada en ninguna parte; estamos en el sitio exacto donde se abría la cueva de la vieja mistress Maclenchar; ¡ahí charlaba con el amable anticuario que echaba pestes esperando la diligencia de Queensferry, llamada la mosca12 de los espinos! ¡Me parece estar viendo al terrateniente de Monkbarns trotando en el bow y la Canongate, en busca de un ejemplar mutilado, o de esos pequeños elzevirios13 que consideraba un triunfo encontrar!

Durante esa perorata, Jonathan había entrado en la librería, y salía de allí sin haberse enterado de nada; el honesto comerciante ni siquiera conocía una novela titulada Las cárceles de Edimburgo.

—Eso es increíble —dijo Jacques.

—Pues así es.

—No te habrás hecho entender.

—Perfectamente.

Jacques obtuvo posteriormente la explicación de ese hecho; la novela en cuestión nunca había sido publicada con ese título en Inglaterra, sino con el nombre mismo de la vieja prisión en aquel entonces, el corazón de Mid-Lothian, Heart of Mid-Lothian. Mid-Lothian es el nombre del condado cuya capital es Edimburgo; en cuanto a la prisión, ya no existe; fue destruida en 1817, y en aquella época, gracias a la gentileza de su viejo amigo Robert Johnstone, Esquire, entonces síndico de las corporaciones de la ciudad, Walter Scott obtuvo autorización para llevarse las piedras y los enormes cerrojos de la puerta, con los que decoró la entrada del patio de las cocinas en su propiedad de Abbotsford.

Viaje maldito por Inglaterra y Escocia
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