XLIII
Una lady Macbeth inolvidable
La representación de Macbeth comenzó. Jacques no entendía una sola palabra y le parecía asistir a una ruidosa pantomima; Jonathan captaba algunas palabras al azar, y se perdía la mitad de un parlamento o de una réplica mientras trataba de entenderlos. La actuación de los actores era de un romántico burgués, pero auténtica; pretendían transmitir a los espectadores todas las audacias de la gran tragedia inglesa, y lanzaban gritos terribles; su porte inglés, sus gestos envarados y exagerados, sus dramáticos hipidos parecían del agrado de la mayoría de los espectadores. Empero, los combates entre Macbeth y los nobles de Escocia recordaban sin lugar a dudas los pases de armas de los saltimbanquis; el rey de Escocia se esmeraba en golpear al compás, y su adversario Macduff esperaba pacientemente el quite para atacar.
Miss Elsworthy, que asumía el papel de lady Macbeth, parecía más sencilla y moderada; actuaba con naturalidad en medio de las exageraciones románticas de sus compañeros. Los coros operaban con bastante precisión; las tres brujas proferían unos gritos fúnebres en medio de la música de Locke, de la que Jonathan apreciaba el excelente color.
Los decorados, simplemente pintados y montados, se manejaban con rapidez después de cada escena; a Jacques le encantaron algunos parajes de Escocia, de la zona de Inverness; los recuerdos de su viaje conferían a esos cuadros un interés más valioso.
¿Respetaron o no los actores ingleses el texto primitivo de Shakespeare? ¿Adaptaron a las conveniencias inglesas el desenfado realista del poeta, o lo interpretaron con su magnífica rudeza? Cuestión difícil de resolver y por la que Jacques sentía un vivo interés; conocía perfectamente el drama de Macbeth por las traducciones, ya que en los teatros franceses siempre se dio incompleto y mutilado; le señaló, pues, a Jonathan el famoso fragmento del segundo acto, tras el asesinato de Duncan, cuando Macduff le pregunta al portero cuáles son las tres cosas que provoca el beber23; pero cuando llegó el momento, por más que Jonathan aguzó todas las fibras de su entendimiento, no pudo captar nada; sin embargo, con la respuesta del buen portero, una risa general se elevó en la sala.
—¡Bravo! —exclamó Jacques—. Representan fielmente a su gran poeta. Ponen el arte por encima del puritanismo. ¡Bravo!
—Lo indecente, amigo Jacques, no es el decir, sino el quitar; tienen razón estos dignos ingleses; o representáis fielmente a Shakespeare, o no os metáis con él.
El gran drama, con su floja interpretación, fue mediocremente aplaudido; por cierto, que el público es bastante frío en sus manifestaciones. El vals de Montgomery ocupó el intermedio, sin ser escuchado por nadie; al poco se volvió a levantar el telón para la farsa que concluyó la velada.
A las primeras escenas Jacques reconoció inmediatamente en The First Night, Le Père de la débutante, puntualmente traducido; el propio director del teatro interpretaba, con harto brío y locuacidad, a Achille Taima Dufard, permitiéndose mil invenciones y añadidos a su papel; hablaba mitad francés y mitad inglés, e incluso italiano, y hasta llegó a citar, no se sabe por qué, el primer verso de las Geórgicas24 de Virgilio, y a punto estuvieron los dos amigos de desternillarse de risa oyéndole pronunciar así:
Taitair, tiu potiuloe viciubans siub tigmini feidjai.
Jacques nunca había imaginado la forma que podía tomar el latín en una boca inglesa. La obra fue prontamente representada, y la hija del director, miss Maria Harris, compartió con su padre los honores del espectáculo.
Agotados, molidos, durmiéndose de pie, los viajeros abandonaron el teatro a las once. ¡Dura jornada, tras una noche de viaje de recreo en tren! Bajaron por Regent Street en busca del indispensable carruaje; las calles ya estaban casi desiertas a la hora en que en París rebosan de gente y de luces; los comercios, cerrados desde las ocho de la tarde, ya no prodigaban su propicia iluminación; apenas atravesaba algún haz de luz los cristales esmerilados de un despacho de whisky o de cerveza; los policemen se deslizaban misteriosamente por las aceras, rozando los muros, con su pequeña linterna encendida colgada de la cintura; al pasar por delante de cada puerta, la empujaban con el puño para asegurarse de que estuviese cerrada; a veces se cruzaban con algún otro, le decían algo rápido al oído, y se dispersaban en todas las direcciones.
Llegando a Hay Market, la escena cambió, el silencio dio paso al bullicio, la animación reemplazó a la soledad; cientos de mujeres, luciendo indescriptibles atavíos, rondaban por una de las aceras de esa amplia calle; ejercían su temible profesión con una libertad, una insolencia y una provocación que nada tenían que temer de los policemen; además, era para ellas la hora del mercado o de la Bolsa, y al parecer le dedican al tráfico de su mercancía el mismo esmero que los negociantes de la City. Aquella noche había gran competencia entre tales criaturas; la oferta era superior a la demanda, y las operaciones debían tratarse a la baja.
Entre esas mujeres, ¡cuántas muchachas jóvenes aún y ya ajadas por el vicio! ¡Cuántas criaturas lozanas y bonitas han perdido su belleza y su lozanía en esas tabernas públicas donde los amores se empapan en ginebra y aguardiente! Dichos establecimientos permanecen abiertos hasta el amanecer, ofreciendo sus divanes y sus licores a los embrutecidos Laïs de Hay Market.
Conforme uno se acerca al Támesis por esas callejuelas estrechas y lodosas, aunque permanece la misma cantidad, la calidad se torna inferior, y a las escenas de alcoholismo y de depravación se mezclan escenas de crímenes y de sangre.
Disgustados por ese espectáculo repugnante, Jacques y Jonathan terminaron por encontrar un coche que les condujo al London Bridge Hotel; una vez allí, se durmieron con un sueño superior al que sigue al insomnio: el sueño de la extenuación.
