XIV
Jacques y Jonathan desembarcan en Liverpool
Hacia las cinco de la mañana del jueves, habían franqueado el Canal de Saint-Georges a la altura de la isla de Anglesey; doblaron el cabo hacia el oeste y el buque singló hacia Liverpool; el capitán esperaba llegar esa tarde.
A las seis, el Hamburg fue acostado por un yate bonito como una nave de recreo; era simplemente una chalupa aparejada como un balandro, que pertenecía a la compañía de los pilotos de Liverpool; echaron un bote, y el piloto subió a bordo.
Jacques y Jonathan se quedaron estupefactos: un señor recién afeitado, elegantemente enguantado, vestido con traje negro, luciendo un sombrero de seda y una corbata blanca, y un abrigo colgado del brazo con la mayor naturalidad, ¡ese era el piloto de Liverpool! ¡Su atavío de un gusto refinado rivalizaba con el rigor del más escrupuloso de los dandys! Y todo ello en alta mar, antes del amanecer. El hombre parecía joven y su rostro proporcionado respiraba la tranquilidad y la salud británicas. Tomó el mando del buque, se dirigió adonde estaba la brújula, indicó el rumbo a seguir, y se puso a disposición del capitán, que unas horas más tarde, le rogó que se quedara a almorzar.
—Ahí tenemos un bonito anticipo de las costumbres inglesas, amigo Jonathan.
—Es un señor mucho más distinguido que nosotros: parece un miembro del Parlamento.
—¡Especialmente si se embriaga a los postres!
Pero el piloto mantuvo una sobriedad perfecta, mientras apuraban las últimas botellas de Burdeos.
Al subir a cubierta, Jacques advirtió un gran vapor de álabes cruzándose rápidamente con ellos; sus tambores ostentaban, en cobre dorado, las tres jambas del escudo de Sicilia.
El barco, capaz de una velocidad superior, hacía el servicio entre Liverpool y la isla de Man; el mar estaba en ese momento cubierto de un gran número de remolcadores construidos todos sobre el mismo modelo, con un mástil de pabellón en la proa y una alta chimenea; vigilaban la llegada de los barcos que comercian entre Liverpool y el mundo entero.
Un aviso de la marina real se dedicaba a sondear los pasos que surcan la entrada del Mersey; este ancho y profundo río forma el puerto de Liverpool; se presenta majestuosamente; a la izquierda se alinean inmensas construcciones con la regularidad inglesa, y numerosos fuegos iluminan esa parte de la costa; hacia la derecha se extiende el cabo de Birkenhead con su fortaleza, cuyos cañones podrían barrer la ensenada completa; el puerto de Liverpool se extiende entre la orilla y el cabo, en la desembocadura del Mersey en el mar de Irlanda, y se adentra unas siete u ocho millas río arriba.
El Hamburg costeaba ya los muros de granito de las dársenas, en los que se leían en grandes letras negras los nombres de esos inmensos depósitos que no tienen rival en el mundo; al llegar ante la Torre Victoria, que defiende la entrada principal, el barco echó el ancla en medio del Mersey; la marea no le permitía penetrar en las dársenas.
Jacques y Jonathan no tenían ojos suficientes para abarcar los mil detalles de ese espectáculo; eran entonces las dos de la tarde; como no podían desembarcar antes de la visita de la aduana, decidieron, para no perder tiempo, comer a bordo; bajaron al salón y tomaron esa última comida en compañía del capitán Speedy, del segundo y del encargado de la aduana, un hombre muy amable, del que ningún signo externo indicaba el cargo; prometió a los dos viajeros despacharles rápidamente, sin ahondar demasiado en sus baúles; a los postres, Jacques hizo un brindis por el buen escocés y su navio; se expresaron profundos agradecimientos entre cordiales apretones de manos; un bote que esperaba ya largo rato junto a la borda recibió el equipaje y Jacques y Jonathan embarcaron en él con el corazón algo oprimido por dejar ese Hamburg que ya no volverían a ver.
Su barca se dirigió hacia una escalera de piedra labrada en el muro de la dársena; la marea, muy baja en ese momento, dejaba al descubierto unos escalones limosos y resbaladizos, por lo que hubo cierta dificultad en poner el pie en tierra, y temieron por los baúles que oscilaban sobre los hombros del descargador. Una vez en el muelle, Jonathan logró hacer entender a su guía que les acercase un carruaje; atravesaron las dársenas, y en la puerta opuesta un cabriolé se ofreció a ellos; montaron, entregaron al porteador cierta cantidad de monedas cuyo valor más o menos ignoraban, y se hicieron conducir a un hotel cercano a la estación de ferrocarril de Edimburgo; su cochero se detuvo en la plaza de Saint George Hall, ante el hotel Quenn.
Hubo entonces que pagar al cochero, y se trataba de una operación difícil para personas poco instruidas sobre el precio de la carrera y el valor de las monedas; Jonathan, encargado de los caudales del viaje, se perdía entre tantas monedas de plata y de cobre, crown, halfcrown, two-shillings, six-pence, four-pence, three-pence y penny, cuyas cara y cruz, medio borradas, no permitían leer las inscripciones. La moneda de plata y de cobre de Inglaterra es muy inferior a la de Francia; en valor corriente, además, el six-pence puede considerarse como el equivalente a la moneda de cincuenta céntimos; y el shilling, que vale un franco y veinticinco, se gasta como una moneda de un franco; esa proporción subsiste prácticamente a todos los niveles, y el soberano de veinticinco francos se emplea como el luis en Francia.
Finalmente, tras numerosos tanteos, Jonathan le dio media corona. Era caro para una carrera de diez minutos.
Una vez instalados en su habitación del hotel Queen, los dos amigos mantuvieron el siguiente diálogo:
—¡Por fin —dijo Jacques—, estamos en Inglaterra!
—¡En Inglaterra, sí, pero no en Escocia, que es la meta de nuestro viaje!
—¡Qué diablos! Démonos un respiro.
—Respiraremos cuando podamos, ahora no tenemos un minuto que perder; hace veinticuatro días que salimos de Nantes; debemos estar de regreso en París los primeros días de septiembre; ¡juzga tú mismo el tiempo que nos queda para llegar a Edimburgo, visitar un poco los lagos y montañas, volver a Londres y atravesar el estrecho! ¡Es absurdo! ¡Eso es lo que nos ha valido el retraso del Hamburg!
—¡No lo critiquemos, Jonathan! ¡Es un buen barco que navega bien!
—¡Cuando está en marcha, de acuerdo!, pero, sin intención de insultar, puede decirse que tarda en hacerlo. Por lo demás, no discutamos, y veamos lo que tenemos que hacer.
—Adelante.
—Procedamos por orden; debemos: primero, echar al correo las cartas que preparamos a bordo; segundo, informarnos de las horas de salida para Edimburgo; tercero, presentarnos en casa del señor Kennedy, Esquire7, de parte de mi hermano; cuarto, finalmente, visitar Liverpool durante la tarde, incluso la noche, y mañana por la mañana.
—El programa es perfecto. ¡En marcha, pues!
—Pero, ¿a dónde vamos?
—Lo ignoro —respondió Jacques— y en eso reside el encanto de nuestro viaje; cuanto más lejos se llega es cuando no se sabe adonde se va, decía un orador de la Convención.
—Con tal de que regresemos a tiempo, no tengo nada que objetar. ¡En marcha!