XLI
El Palacio de Buckingham, Hyde Park, Picadilly, el Strand
El espacio situado ante el palacio de los Horse Guards sirve para las maniobras de los diversos regimientos; cada mañana se puede oír allí una música que sería abucheada en los bailes de arrabal parisinos; pero como había pasado la hora, Jonathan no pudo asistir a las variaciones de algún tema del Trovatore ejecutado por artistas ingleses. El parque de Saint James ofrece a los paseantes unos hermosos parterres y algunas enramadas; un pequeño río lo atraviesa y pasa bajo un puente colgante tosco y sin gracia alguna; al otro extremo del parque se encuentra el palacio de Buckingham, residencia de la reina Victoria, y en el lado septentrional el palacio de Saint James; este último ofrece escaso interés para el arqueólogo; sirve para las ceremonias, las recepciones y los banquetes de la corte; aquél puede ser bastante bello, sobre todo en la parte que da a los jardines reservados; pero desde fuera no se puede juzgar su ornamentación. Green Park es en realidad la prolongación del parque Saint James; su verde césped cubre una gran extensión; está poblado de lindas ovejas que pastan la hierba urbana, y pueden sentirse como en pleno campo; los carniceros de Londres alquilan allí el derecho de pasturaje para sus vastos rebaños. Por lo general esos diversos parques, tan útiles, frescos y apacibles en medio de la inmensa ciudad, reciben escaso mantenimiento, y todos vagan a su antojo por los parterres que ninguna barrera protege.

La entrada monumental de Hyde Park y el arco de triunfo que la precede están situados en el extremo opuesto del parque.
—Amigo Jonathan, observa bien la estatua ecuestre que remata este arco de triunfo: sobrepasa en ridiculez y fealdad todo lo que puedas imaginar; podemos decir que ha forzado los límites del mal gusto; advierte que el caballo está ebrio y que lleva a cuestas al duque de Wellington, cuyo hotel tenemos ahí; el viejo héroe podía verse así desde el comedor, y realmente se trataba de un héroe si el espectáculo no le cortaba el apetito. Pero como también tenía que verse desde su dormitorio, las damas de Londres le hicieron montar como un gigantesco Aquiles del lado de Hyde Park: ¿por qué haber elegido a ese eterno fanfarrón de la antigüedad cuyo valor no tenía ningún mérito?, no lo sé; por otra parte, Wellington está desnudo, pero de un desnudo que hace estremecer; además, sus estatuas, bustos y retratos pululan en todas las islas británicas; los ingleses han abusado de ellos, lo mismo que han abusado de Waterloo.
Hyde Park es un jardín inmenso, con avenidas amplias, extensos céspedes, altos árboles, un río respetable y un magnífico puente de piedra; es el lugar de cita de toda la fashion inglesa. Aunque queden excluidos los coches burgueses, los carruajes son numerosos y a menudo conducidos por los miembros del club de four in hand, que se precian de ser los mejores cocheros del mundo. Allí, en plena temporada, es decir, cuando los calores del verano trasladan a toda la gentlemanería y la nobleza del campo a la ciudad, la afluencia de peatones y de jinetes es sorprendente: familias enteras, padre, madre, hijas e hijos galopan en caballos de gran valor; los viejos lores vienen a pasear aquí su tedio cotidiano, antes de transportarlo a la Cámara Alta, donde los adormece; por cierto que un ujier los despierta en el momento de las votaciones. Uno se cruza, en Hyde Park, con encantadoras inglesas, y por lo general hay más mujeres que hombres; esa es la proporción general, que ocasionará el fin de Inglaterra en un cercano futuro.
Esa observación de Jonathan le gustó a Jacques.
—Por eso —le dijo este último—, las solteronas son numerosas entre las insulares, y puedes ofrecerte la fantasía de desposar a una rica heredera hastiada de su celibato, no te será difícil; mira los escudos de armas pintados en los paneles de los carruajes: cada vez que veas un diamante, es el distintivo de una chica madura que conquistar.
—Estoy demasiado cansado —respondió Jonathan—, y no tenemos tiempo. Solicito sentarme.
—¡Nada de eso! ¡Camina, camina! Tomaremos un cab al salir de Hyde Park, e iremos a cenar a nuestra pequeña taberna.
Estaba lejos, pero a pesar de sus esfuerzos, no habían podido descubrir ni un solo restaurante durante su paseo; sí que había boarding houses y cating houses; estos establecimientos parecían tan poco animados, tan poco vivos, tan cerrados, que a nadie le venía a la mente la idea de traspasar su puerta.
El cab, conducido por un cochero muy distinguido, un verdadero par de Inglaterra, tomó Picadilly, larga calle que discurre entre casas poco regulares, bajas, frecuentemente negras, pero que desprenden riqueza y confort; cada inquilino habita su casa independiente, con un amplio balcón que reposa sobre una plataforma calada; puede tener algún inconveniente con las crinolinas de hoy, pero las inglesas de las ventanas y, todo hay que decirlo, los ingleses de la calle, no reparan en ese detalle. Uno comprende que con ese sistema de hoteles y de viviendas particulares, Londres cuente con doce mil calles y doscientas mil casas; por eso el señor Horace Say tuvo razón en decir: «Londres no es una ciudad, es una provincia cubierta de casas.»

En los hermosos barrios de Picadilly, de Regent Street, de Hay Market, se vuelve a ver la animación, aunque con algo menos de ajetreo, de la City; Jonathan se deleitaba sorprendiendo algunos detalles de la vida inglesa al atravesar las calles de Picadilly, y las inmediaciones más comerciales del Strand; el cartero, con su levita roja, llamaba a las pequeñas puertas golpeando dos veces la aldaba; el hombre de bien anunciaba su llegada mediante cinco golpes repetidos lentamente, y la mujer elegante de visita señalaba su presencia con siete golpecitos rápidos; cada quien sabía así de antemano la naturaleza de la visita y la calidad del visitante. Jacques estaba asombrado por la cantidad de zapateros y de casas de modas que contiene la ciudad; los contaba por millares; en cuanto a los vendedores de cigarros, cuyo comercio es totalmente libre, son innumerables, pero sus cigarros no valen nada; atraen al fumador mediante reclamos y carteles seductores, de los que no hay que fiarse.

Después de atravesar la plaza de Trafalgar, el cab pasó ante el hotel del duque de Northumberland, viejo edificio sajón de mucho carácter; es probablemente en uno de sus salones donde cuelga, enmarcado, el famoso bank-note de quinientos mil francos: ¡y el duque pretende hacer pasar eso por una obra maestra!
El Strand es una amplia vía comercial que une el barrio del Parlamento a la City; la agitación es allí considerable, los muros, las casas, e incluso las aceras están cubiertos de carteles o de reclamos de mil especies; allí se pasean unos hombres dentro de unos conos o pirámides de anuncios, solicitando la avidez del público con su great attraction. La fiebre de la publicidad es epidémica en Inglaterra.
