XLVI
Visita al museo Tussaud
—Y bien —dijo Jonathan a los postres—, henos al término de nuestro famoso viaje.
—¡Y cuánto hemos visto! —replicó Jacques—; si nuestros ojos no están satisfechos, es que son difíciles de contentar.
—Amigo Jacques, confieso que estoy deseando estar de vuelta en París; he llegado a un grado de insensibilidad total; ya no veo, no oigo ni percibo nada, y en estos últimos días mis sentidos se han desgastado al máximo.
—Me veo obligado a reconocer que tienes algo de razón; pero un pequeño esfuerzo más.
—¿Qué quieres decir? ¡Hay algo más que visitar!
—Tranquilízate, es ya lo último; estoy llegando a las últimas líneas de mi programa, que me interesa seguir puntualmente. ¡Vamos, pues!
—¿Pero adonde me llevas, santo cielo?
—¡Ya lo verás!
—Es ese «ya lo verás» el que me asusta.
—¡Ven!
—¡Vamos!
Y los dos cansados peregrinos empuñaron de nuevo su bastón de viajeros; una vez más, volvieron a recorrer las calles ya oscuras a las ocho de la tarde; Jacques, que había consultado minuciosamente su plano de Londres, se dirigió sin vacilar hacia Oxford Street, cogiendo a la izquierda de Regent Street; siguió la amplia avenida hasta Baker Street sin responder a las preguntas de su amigo.
Al pasar ante una capilla protestante, no pudo resistirse al deseo de entrar en ella, asegurándole a Jonathan que no era aquel el objetivo de su paseo.
La capilla, apenas iluminada, presentaba un aspecto austero y triste; algunos fieles, diseminados en los bancos de madera, parecían sumidos en un silencio estático; al fondo, apoyado en un atril iluminado por una pequeña lámpara, el ministro procedía en alta voz a la lectura de la Biblia. Los versículos, repetidos en un tono uniforme y grave, resonaban en esa sala tenebrosa con un lúgubre eco; el frío puritanismo helaba los sentidos y penetraba hasta la médula de los huesos.
—Salgamos —dijo Jacques.
—¡No hubiésemos debido entrar!
A pocos pasos de allí, en Baker Street, un porche brillantemente iluminado llamó la atención de los paseantes. Jacques se dirigió hacia allí, diciendo:
—¡Aquí es! Saca, por favor, dos shillings de tu bolsillo.
Jonathan obedeció, y a cambio recibió dos billetes con los que pudo penetrar en un salón deslumbrante de luz.
—¿Dónde estamos?
—En el museo de Madame Tussaud, la nieta del célebre Curtius.
—¡Cómo! ¡Un gabinete de figuras de cera!
—¡No! Un museo, pero un museo como nunca lo has visto; por última vez, abre los ojos, y mira.
Una inmensa multitud atestaba los salones, y a no ser por sus brillantes atuendos, más de una vez hubiese sido difícil reconocer a los visitantes y a los visitados.
Se encontraban allí reunidas, en tamaño natural, las ilustraciones antiguas y modernas; la corte de Inglaterra figuraba en traje de gala: reinas, princesas, duquesas, todas las eminencias se encontraban allí en las diferentes actitudes de la conversación; las órdenes, las bandas, las cruces, toda la arqueología de las decoraciones brillaba sobre sus pechos; los diamantes refulgían en los cabellos de las reinas y en las empuñaduras de las espadas de los reyes. La corte de Francia aparecía en pleno; dos inmensos salones apenas bastaban para contener a esa multitud de soberanos y de grandes capitanes; el cuadro de los reyes de Napoleón era poca cosa comparado con esa cohorte de testas coronadas.
Los diversos personajes ocupaban el centro de los salones, mientras que en el hueco de las ventanas y sobre las tarimas, junto a las paredes, reinaban y se exhibían los antepasados de la corte de Inglaterra. Allí se arrellanaba el enorme Enrique VIII rodeado de sus seis mujeres: Catalina de Aragón, Ana Bolena, Juana Seymour, Ana de Clèves, Catalina Howard y Catalina Parr; el colosal carnicero producía un efecto odioso en medio de sus infortunadas víctimas; más allá aparecía María Estuardo resplandeciente de belleza, y tal era la perfección de esas obras maestras de cera, que la realidad no hubiese sido más impactante; la belleza de la reina de Escocia sobrepasaba los sueños de la más ardiente imaginación.
Jacques y Jonathan circulaban con dificultad entre las dos multitudes, de carne y de cera; se acercaron a un Garibaldi totalmente nuevo, expuesto a la pública admiración; más allá, William Pitt y Sheridan charlaban tranquilamente con la placidez de los grandes señores ingleses.
Jacques quiso saber el nombre de un eclesiástico muy notable sentado en una espléndida butaca, y se dirigió a uno de los visitantes que le miraba fijamente. Pero no obtuvo ninguna respuesta.
—No me ha entendido, Jonathan. Repítele mi pregunta.
Jonathan no tuvo mayor éxito. Jacques estaba a punto de enfadarse, cuando una carcajada junto a él le contuvo. ¡Su interlocutor era de cera!
Hasta tal punto llega la perfección de esas figuras; más de una vez los espectadores fueron inducidos a engaño, pues muchos de esos personajes llevan trajes modernos y reposan directamente en el suelo, mezclándose por así decirlo con la muchedumbre que circula a su alrededor; en cambio, Jonathan se sorprendió mirando de hito en hito y pellizcando en el brazo a un inocente gentleman perfectamente vivo, al que había tomado por un héroe del lugar.
Junto a esos dos salones principales se abre un museo especial dedicado a los objetos que pertenecieron a Napoleón; casi todos fueron recogidos en el campo de batalla de Waterloo; allí se encuentra el coche en el que el emperador, vencido por la traición, se alejó del campo de batalla. Todos y cada uno de los espectadores, hombres, mujeres, niños y viejos se creían en la obligación de entrar y sentarse unos instantes en ese coche; luego todos bajaban satisfechos y orgullosos; era una interminable procesión en la que Jacques y Jonathan se abstuvieron de participar.