XXXIV
Del lago Katrine a Stirling
A unos metros del albergue se mecía con gracia el pequeño vapor que hace la travesía del lago. Se llama, naturalmente, el Rob Roy.
Los pasajeros del Prince Albert se instalaron en él, mezclándose con otros turistas que venían de Aberfoyle; entre ellos, dos viajeros, con macutos y provistos de largos bastones, que denotaban un recorrido pedestre por las montañas, provocaron la envidia de Jacques. El Rob Roy se puso en marcha bajo el impulso de su hélice; su máquina, carente de condensador, soltaba el vapor tras cada golpe de pistón, como una locomotora.
El comienzo del lago Katrine, con una longitud de sólo diez millas, es todavía salvaje y poco arbolado, pero la línea de las colinas circundantes está llena de carácter y de poesía; fue en ese lago de tranquilas aguas donde Walter Scott escenificó los principales sucesos de su Dama del lago; uno creería ver aún deslizarse sobre sus aguas la leve sombra de la bella Helen Douglas.
Jacques se dejaba llevar por agradables ensoñaciones, cuando el sonido de una gaita le arrancó de sus contemplaciones. Un escocés en traje de highlander preparaba su bag-pipe en la popa del Rob Roy.
—¡Cuidado! —dijo Jonathan—; nos va a tocar el Trovatore.
—Sería uná infamia —repuso Jacques.

Pero esta vez los parisinos escaparon a esa epidemia, y todo quedó en el susto; el rústico músico hizo oír una melodía dulce y simple, sencilla como esos cantos impregnados del sentimiento de un país, y que parecen no haber sido compuestos por nadie; son el producto natural del soplo de los vientos, del murmullo de los lagos, del susurro de las hojas; Jonathan se acercó al escocés, y anotó en cifras en su diario de viaje la siguiente melodía:

Jonathan se percató después de cómo era el instrumento nacional; advirtió que la cornamusa escocesa tiene tres bordones de diferentes tamaños, de los cuales el más grande da el sol, el segundo, la tercera, y el más pequeño, la octava del gordo. En cuanto al caramillo, posee ocho orificios que dan una escala de sol mayor en la que el fa sería el natural. El músico anotó esas distintas combinaciones, de las que se prometió sacar provecho algún día.

Las orillas occidentales del lago Katrine son más civilizadas, más verdes, más suavizadas y se encajan entre las dos altas montañas del Ben-An y del Ben-Venue; unos senderos cubiertos de enramadas circulan por las orillas del lago y se internan en un espeso monte bajo; el aspecto de esa comarca es ya muy diferente; los parisinos habían alcanzado allí el punto más septentrional de su viaje.
El Rob Roy los desembarcó en una pequeña cala fresca y tranquila, con senderos tapizados de musgo, de orillas alegres y fértiles; los coches de Callander esperaban ya enganchados; hubo que correr para conseguir sitio, y en seguida Jacques y Jonathan estuvieron instalados en el asiento superior, junto al cochero. Jacques volvió la vista por última vez y envió su último adiós a esas magníficas comarcas, cuyas sublimes bellezas no acertarían a ser concebidas por la sola imaginación.
La distancia es de unas ocho o nueve millas desde el lago Katrine hasta Callander; la ruta es muy accidentada, y los coches sólo pueden ir al paso durante casi todo el recorrido; a eso de una milla y media, pasa delante del hotel de los Trossachs, especie de castillo moderno de aspecto más bien triste; en la terraza que lo antecede, algunas extranjeras extendían sus exógenas crinolinas y contemplaban el Loch Achray, un lago en miniatura que ocupa una cuenca regular de bonita forma.

Durante el trayecto, el cochero, hombre sin duda asaz erudito, hacía el oficio de cicerone; señalaba en voz alta las ruinas, los valles, las montañas, los clanes que atravesaba la ruta de Callander; hablaba demasiado bien el escocés puro, y apenas captaba Jonathan algunos retazos de sus interesantes narraciones; entendió, sin embargo, que el valle de Glenfilas se adentraba hacia el norte, y que las breñas del lamentable bosque bordeaban las frondosas orillas del lago Venachar. Dichos detalles bien merecían la buena propina que el sabio cochero reclamó a su llegada. Pronto la ruta siguió un circuito que descubrió nuevos paisajes; franqueó por un puente de piedra un torrente de oscurecidas aguas que borbotaban sobre unas rocas negruzcas y desembocó en la calle principal de Callander.
Un ferrocarril recién construido une este burgo a Stirling. Los dos amigos podían trasladarse directamente a Edimburgo; pero decidieron dormir en Stirling para visitar a la mañana siguiente esa importante ciudad.
Jacques, harto alterado por el viento y la fatiga, se llevó a Jonathan a una especie de taberna, donde se refrescaron con una pinta de esa cerveza común, pero excelente, que llaman la two penny.
El tren se disponía a partir; subieron a un compartimento de segunda clase, y una hora más tarde se encontraban en la estación de Stirling.
Ante todo, había que cenar; era lo justo, cuando con el magro desayuno de Glasgow, tras la travesía de los lagos, uno llegaba a las ocho de la noche sin haber tomado nada. Jacques se puso en busca de un hotel; el Golden Lion le pareció cumplir con todos los requisitos deseados, y momentos más tarde, en compañía de unos extranjeros, se sentaban a la mesa ante el jamón, el buey y el té de rigor.
Jacques admiró mucho a uno de los respetables comensales ingleses, quien, una vez terminado el postre, se hizo servir un huevo pasado por agua y lo engulló a modo de conclusión. No pudo resistir el deseo de imitarle, y desde entonces opinó que un huevo fresco representaba la única manera decente de terminar una comida.
Después de la cena, una muchacha bastante risueña condujo a los viajeros a dos habitaciones contiguas del piso superior, y bajo la doble influencia del cansancio y la digestión, se durmieron bajo un dosel ornado de largas cortinas blancas de algodón.
