XVI
Descubrimiento de las costumbres inglesas

Tras un largo paseo durante el cual los dos amigos captaron ese prodigioso conjunto de cosas, sin pararse en los detalles, se encontraron sobre un vasto muelle flotante soportado por unas balsas metálicas; ese dique móvil, que se elevaba y bajaba con la marea, facilitaba siempre el embarque de los pasajeros en los vapores de Birkenhead; la travesía del Mersey se hace por medio de cierto número de steamboats provistos de un timón en la proa y otro en la popa; gobernando alternativamente uno de ellos para hacer las veces de estrave, el piloto no necesita virar, y ahorra un tiempo valioso; estos barcos siempre están atestados de viajeros, y aunque la travesía dura apenas diez minutos, van provistos de una brújula, necesaria a causa de las frecuentes nieblas del río, que no permiten divisar la orilla opuesta.

Jacques se apresuró a subir a uno de esos barcos, arrastrando a su compañero, y por el módico precio de one penny se trasladaron a Birkenhead; una multitud de lo más variopinto atestaba la cubierta: no existe ninguna distinción entre la primera y la segunda clase; pescaderas, obreros, negociantes, se sientan unos junto a otros en los mismos bancos, sin preocuparse por la persona que tienen al lado; cualquier distinción vulneraría la igualdad británica. Jonathan se encontraba junto a una pobre muchacha que, una vez terminada su jornada, regresaba a Birkenhead con su cesta vacía; daba pena ver los rasgos dulces y agradables de su rostro fatigado: su cabeza inclinada sobre el pecho, sus pies descalzos entrecruzados y la apática indolencia de su postura delataban una profunda resignación sin esperanzas. Jonathan entabló conversación con esa pobre niña; su madre había muerto al dar a luz a su quinto hijo, y el padre abandonó sin recurso alguno a su desgraciada familia; siendo la mayor de los hermanos, la joven tenía a los cuatro niños a su cargo, y alcanzaba, no ya a alimentarlos, sino a aplazar el momento en que morirían de hambre. Contaba sus sufrimientos sin que los ojos, que ya habían agotado sus lágrimas, se le humedecieran. Nada más lamentable que esa historia, común a tantos obreros de Liverpool. Jonathan ofreció algunas monedas a la pequeña vendedora, y ésta pareció más que nada sorprendida de que un extranjero se interesara por su dolor; al llegar al embarcadero de Birkenhead, desapareció rápidamente, sin volver la cabeza. ¡Triste destino el que espera a esa pobre muchacha, miserable si se consagra al cumplimiento de su deber, y vergonzoso si escucha los consejos de su peligrosa belleza!

Jacques y Jonathan regresaron al muelle de las dársenas, apremiados por la hora de la cita con Joe Kennedy, y se dirigieron a la taberna entre una niebla que el gas de las farolas apenas traspasaba; además, al caer la noche, las tiendas y almacenes cierran, el comercio duerme, y las calles se envuelven en una oscuridad casi completa.

Los dos invitados del señor Kennedy fueron recibidos con una fría cortesía que les sorprendió; poco conocedores de los usos ingleses, se mantuvieron, pues, a la defensiva. La compañía se componía de una docena de mozos de apariencia apacible, que parecían cumplir con un deber reuniéndose a cenar; el señor Kennedy presentó a los dos extranjeros a uno de sus amigos, sir John Sinclair, con el ceremonial tantas veces descrito por Cooper; parecían estar oyendo al capitán Truck del Transatlántico americano:

—Mister Sinclair, éste es mister Lavaret; mister Lavaret, sir John Sinclair. Mister Sinclair, mister Savournon. Mister Savournon, sir John Sinclair.

Con semejante presentación, se dieron por conocidos.

La comida era informal; pero en Inglaterra, toda reunión debe ser presidida y aun subpresidida; hubo, pues, que proceder a nombrar a un presidente, y la elección recayó sobre sir John Sinclair; el gentleman accedió con frialdad, y ocupó el sitio de honor; el vicepresidente fue un corpulento y sanguíneo mozo, con unas espaldas de carnicero, que se sentó frente a sir John. Los parisinos se habían colocado uno junto a otro.

—Cuánta alharaca para comer un simple rosbif —dijo Jacques— y huevos con jamón.

—Hasta ahora, no me parece extraño; pero no nos prestan la menor atención a nosotros; comamos y observemos.

La comida se componía inevitablemente de una pieza de carne tajada del lomo de un gigantesto buey de Devonshire, y del sabroso jamón de York; los comensales engullían pedazos enormes, sin beber nada y sin casi respirar; comían con la mano izquierda, engarzando en los pinchos de sus tenedores lonchas de carne y de jamón esmeradamente combinadas, y untando todo ello con un espesa capa de mostaza; las servilletas estaban absolutamente ausentes, y todos se limpiaban la boca con el mantel; un silencio prácticamente absoluto reinaba en la sala llena de humo; los camareros vestidos de negro realizaban silenciosamente su servicio, y sólo hablaban en voz baja.

Las cosas prosiguieron así durante casi toda la comida. Jacques esperaba que los licores del postre provocaran un poco de alegría en esas máquinas inertes, pero un incidente imprevisto confirió al festín un nuevo cariz.

El vicepresidente tuvo la idea de levantarse de la mesa para salir; sir John Sinclair le preguntó la razón, con una gravedad magistral; el vicepresidente, mister Brindsley, no respondió y se dirigió hacia la puerta.

—Mister Brindsley —le dijo el presidente en tono imperioso—, no puede usted salir sin pedirme permiso.

—¿Y eso por qué? —replicó aquél.

—Porque yo presido esta reunión, y cualquier solicitud de ese tipo debe ser dirigida a mí.

—Que me lleven los diablos si lo hago —repuso el vicepresidente.

—¿Persiste en querer salir a pesar de mi interdicción?

—Persisto en querer salir, y salgo.

Los comensales esperaban tranquilamente el desenlace del debate.

—¡Atención! —dijo Jacques—, estamos penetrando en las costumbres inglesas.

En el momento en que Brindsley abría la puerta, sir John Sinclair le dijo sosegadamente:

—Mister Brindsley, ¿tendría inconveniente en despojarse de su chaqueta?

—Ningún inconveniente, ¡al contrario! —respondió éste—. ¿Se trata de un pugilato, sin duda?

—¡Como usted quiera! —replicó el presidente.

Inmediatamente apartaron la mesa, reservando un espacio suficiente para la lucha; los camareros, acostumbrados a ese tipo de ceremonias, cerraron cuidadosamente las puertas. Se acercaron los padrinos para asistir a los dos campeones, que se abalanzaron el uno sobre el otro, con un puño a la defensiva y el otro a la ofensiva.

—¡Diablos! —murmuró Jonathan—, esto se pone feo.

—¡En absoluto, es su forma de amenizar la comida!

Resonaron unos golpes violentos; los golpes parados sonaban con un ruido sordo contra el brazo; los otros amorataban ya los rostros de los contrincantes. El público evaluaba los puñetazos, y corrían apuestas respecto al desenlace de la lucha, sobre el que se elevaron discusiones particulares; se oían gritos de ¡hurra!, y los grupos que al principio permanecían serenos se agitaron con síntomas de siniestro augurio. En ese momento, el señor Kennedy se acercó a los dos amigos, y les dijo:

—Cuidado, la refriega se va a volver general, y se verán obligados a valerse de sus puños.

—Gracias —dijo Jonathan—, ya tengo bastante; no me atrae la idea de salir con un ojo saltado.

—Pero, Jonathan, para penetrar mejor en las costumbres inglesas...

—Haz lo que te plazca, Jacques, pero yo me esfumo.

—Pero, querido Jonathan, somos franceses; en el extranjero, todo francés representa a Francia; no podemos huir... además, ¡la puerta está cerrada!

—Se me ocurre una idea, Jacques, imítame y saldremos de este apuro.

La trifulca se generalizaba; el presidente, hablando la jerga del boxeo inglés, tenía las napias bastante dañadas, y el vicepresidente, algunos dientes rotos en las tragaderas; el ruido se acrecentaba; el estimable Joe Kennedy acababa también de recibir un tremendo puñetazo en el ojo y el clarete corría por doquier, cuando de súbito el gas se apagó; Jacques y Jonathan habían, astutamente, cerrado las espitas, y huían a favor de la oscuridad, no sin antes recibir algún que otro terrible empellón que les dio una idea exacta de la potencia del puño británico.

Viaje maldito por Inglaterra y Escocia
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