42

Acababa de llegar la pizza de Petra cuando la llamó Milo. La dejó allí y llegó en nueve minutos. Mientras conducía se fue encargando de todo: pedir una ambulancia, establecer contacto con la policía de Camarillo y recurrir a la calma y a su encanto, y a una cantidad dosificada de datos para que los locales no pusieran el grito en el cielo.

Se quedó mirando a Huggler, que estaba sentado en el suelo, esposado, con los tobillos atados, el pie herido envuelto con uno de los trapos limpios que Milo llevaba siempre en el maletero.

Tantos años entre cadáveres, siempre compensa llevar algo para las vísceras.

A Huggler se le había inflamado el cuello y empezaba a ponerse morado. Tosía mucho, pero respiraba bien. Las marcas de sus dedos en la cara de Milo se habían aclarado hasta parecer una ambigua salpicadura. Petra sabía que estaba pasando algo y vi que sus ojos bailaban mientras su mente se esforzaba por averiguar qué era.

No dijo nada, era demasiado lista para preguntar.

Huggler no reaccionó al verla llegar. No había reaccionado demasiado ante nada.

En aquel momento se quedó mirando a Milo.

—¿Um? ¿Señor?

Lastimero.

«Por favor, señor, ¿un poco más de puré de avena?».

—¿Qué?

Huggler miró hacia el trapo ensangrentado.

—¿Me lo puede quitar?

—¿Aprieta demasiado?

—Um…

—¿Qué problema tienes?

—Quiero ver.

—¿Ver qué?

—El interior.

—¿De qué?

Huggler hizo un puchero.

—De mí.

—Lo siento, has de tenerlo envuelto —dijo Milo.

Se disculpaba ante el hombre que había estado a punto de partirle la columna.

—Um, de acuerdo.

La cara adoptó una inmovilidad serena y plácida.

Pensé en sus víctimas.

En el disco amplio y pálido que había quedado como última imagen ardiente en las retinas de tanta gente antes de que se apagara la luz para siempre.

A Petra se le daba bien mantener la compostura, pero la petición de Huggler la había impresionado y frunció el ceño y nos dio la espalda a todos y se puso a mirar el espléndido cielo. Sacó un chicle del bolso y masticó con fuerza. Extendió un brazo hacia mí y me ofreció otro.

Lo cogí. Cuando me disponía a masticar, toda mi cara estalló de dolor.

Todos los músculos, todos los nervios en llamas, llevaban demasiado tiempo sin relajarse.

Milo miró el reloj y luego el zapato de Huggler. El trapo estaba un poco más empapado, pero Huggler mantenía un color decente y no daba muestras de desmayo.

—¿Estás bien?

Huggler asintió.

—Tiene unas manos fuertes.

—Para enfrentarme a ti no podía ser menos, Grant.

—Hasta ahora, siempre había funcionado —dijo Huggler, perplejo—. Bah, bueno.

* * *

Los técnicos de urgencias de Camarillo lo ataron con cintas a una camilla en la que quedó tendido por completo. El agente local era un hombre de cabello blanco llamado Ramos, que dijo al conductor que esperara mientras él se acercaba a Milo. Pasó de la desconfianza a la curiosidad profesional, y finalmente a la camaradería, mientras Milo explicaba la situación.

—Supongo que nos ha hecho un favor. ¿De cuántas víctimas estamos hablando?

—Al menos seis, puede que más.

—Menuda situación —dijo Ramos—. Hace treinta años que me dedico a esto y nunca me había metido en algo así.

—Tampoco necesita meterse ahora —dijo Milo—. Salvo que sienta una necesidad masoquista de complicarse la vida.

—Prefiere llevarlo todo usted.

—Nosotros lo empezamos y estamos listos para acabarlo. Sólo el papeleo llevará un mes de trabajo a jornada completa.

Ramos sonrió y sacó un paquete duro de Winston. Milo aceptó un cigarrillo y los dos se pusieron a fumar.

—Algo de razón tiene —dijo Ramos—. Entonces, ¿qué? ¿Lo empaquetamos y se lo enviamos en un furgón blindado?

—Mejor en una jaula.

Milo se tocó el lado derecho de la cara. Aún no se habían encontrado nuestras miradas y yo me había quedado unos centímetros detrás de él para no complicar las cosas.

—Lo confirmaré con mi jefe, pero es más bien perezoso, así que no creo que haya ningún problema.

—Mientras funcione… —dijo Milo—. Los halcones legales se echarán encima, nuestra gente hablará con la suya.

—Haremos nosotros la comida —dijo Ramos—. Media docena de cadáveres, ¿eh? Supongo que debería mandar a alguien en la ambulancia con ese gilipollas. Sólo por precaución. —Miró hacia la ambulancia—. La primera impresión es que tiene pinta de capullo. El típico crío al que nadie escogía para su equipo de béisbol.

—Forma parte de su encanto.

—Es encantador, ¿eh?

—En absoluto.

Ramos soltó una risilla.

—Ya tengo mi peor caso. Hasta ahora era uno que me tocó hace treinta y nueve meses. Una mujer disparó a su hijo en la cabeza porque decía palabrotas. Cogió una pistola y lo taladró. Estoy hablando de un crío de doce años. Ella tenía pinta de maestra. —Miró la ambulancia—. Esto es muy distinto. Me está haciendo un favor.

Gesticuló para llamar la atención de un enfermero.

—Iré con vosotros —dijo Ramos. Luego llamó a un policía alto y corpulento—. El agente Baakeland también.

—Iremos apretados —dijo el técnico.

—Sobreviviremos —contestó Ramos—. De eso se trata. Eh, ¿quiénes son esos?

—Control veterinario —dijo Milo.

Ramos echó un vistazo a los perros, que seguían durmiendo.

—Ah, sí, para ellos. Lástima que no puedan hablar.

* * *

Acceder al túnel resultó complicado. Al no tener pruebas de que se hubiera cometido ningún delito en esa zona, John Nguyen dijo que probablemente hacía falta una orden judicial.

—¿Probablemente? —dijo Milo.

—Zona indefinida. Y en un caso como este es mejor pasarse de precavidos.

John…

—Su única opción es ponerse en contacto con el dueño de este terreno y conseguir su aprobación.

—Es una promotora.

—Pues ya sabe con quién ha de ponerse en contacto.

* * *

Sea Line Development tenía su sede central dividida entre Newport Beach y Coral Cables, en Florida. Nadie contestó en ninguna de las dos oficinas, ni tampoco en un número de teléfono que ellos mismos daban para emergencias. Milo dejó un mensaje, se acercó a la boca del túnel, se agachó para meter la cabeza y volvió a enderezar.

—Demasiado oscuro, no veo nada.

—Han quitado la tapa, pero tiene que haber una puerta interior, no mucho más adentro.

Volvió a llamar a Nguyen.

—No consigo dar con los dueños. ¿Me recomienda un juez?

—Los sospechosos habituales.

Cuatro de los juristas que solían cooperar no contestaron. El quinto dijo:

—¿Camarillo? Busquen a alguien de allí.

—¿Alguien en particular?

—¿Qué? —respondió el juez—. ¿Acaso tengo pinta de intermediario?

Milo sacó la tarjeta de Rudy Borchard y marcó el número. Soltó unos cuantos insultos arrebatados y colgó.

—La gente ya no coge el teléfono. La semana que viene programarán a los robots para que nos limpien el culo.

Hablaba en mi presencia, pero no conmigo.

—Todo irá bien —dijo Petra.

—Para ti es fácil decirlo, eres lista y delgada.

Anduvo a trompicones hasta el coche y se metió en él. Cuando me senté a su derecha se hizo el dormido. Sonó su teléfono y esperó un poco antes de contestar.

—Sí, Maria… Sí, es verdad. He hablado con ellos y es todo para nosotros… ¿Por qué? Porque es… Como quieras, Maria.

Cortó la conversación. Volvió a sonar el teléfono. Lo apagó. Volvió a hacerse el dormido.

Salí del coche.

Petra se acercó, metió la cabeza y olfateó.

—Huele a perrera.

Milo abrió los ojos.

—La próxima vez me pondré un desodorante mejor.

—Hablando de olores, ese claro de tierra parece horriblemente limpio. ¿Qué te parece si traemos un perro de esos que olfatean cadáveres?

—En cuanto consigamos la maldita orden judicial.

Petra se volvió hacia mí.

—Qué sensación tan extraña. Se cierra un caso gigantesco y nos quedamos aquí sentados.

—Hagamos algo, entonces. Pongamos un poco de cinta.

—¿En torno a la boca del túnel? ¿O en todo el claro?

—¿Cuánta cinta tienes?

—No me llega.

Sonó Mendelssohn en el teléfono de Milo.

—Malditos burócratas —dijo, mientras conectaba el altavoz—. ¿Qué pasa ahora?

Una voz grave masculina dijo:

—¿Perdón?

—¿Quién es?

—Me llamo Norm Pettigrew y estoy devolviendo una llamada del teniente Sturgis.

—Soy Sturgis. ¿Usted es del Sea Line?

—Vicepresidente y coordinador de operaciones. ¿Qué puedo hacer por usted?

Milo se lo dijo.

—Increíble —respondió Pettigrew—. No teníamos ni idea de que hubiera un ocupa. Ni de que hubiese un túnel. Creíamos que estaban todos sellados.

—Parece que tuvieron que cortar la hierba para acceder a él.

—¿Y a quién se le ocurriría hacer algo así, teniente? ¿Y por qué?

—Buena pregunta —respondió Milo, mintiendo sin esfuerzo.

—Bueno —dijo Pettigrew—, por lo que más quieran, entren ahí y hagan lo que tengan que hacer.

—Gracias, señor.

—Obviamente, teniente, preferiríamos que Sea Line no se viera involucrada en todo esto.

—Haré lo que pueda, señor.

—Permítame ser más concreto —dijo Pettigrew—. Cualquier molestia que pueda evitarse merecerá nuestro mayor agradecimiento. ¿Ha estado alguna vez en Laguna Beach?

—Hace mucho tiempo, señor.

—Tenemos un proyecto de urbanización allí. Unos bloques de primera categoría con vistas al mar. Hay un par de pisos piloto totalmente amueblados en los que se podría vivir y están disponibles para unos días. En su caso, tratándose de un trabajador público capaz de ofrecer seguridad, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo. Usted y su chica un fin de semana. Y si se lo pasan bien, dos fines de semana. Estamos a punto de abrir un restaurante italiano magnífico.

—Qué bien suena.

—Sea Shore Villas —dijo Pettigrew—. Así se llama la urbanización. Llámeme a mí en persona y lo prepararé todo.

—Gracias, señor. Y gracias por el permiso para investigar.

—Ya, de nada. Lo de Laguna va en serio. Vengan a disfrutar del mar a nuestra costa.

Se cortó la comunicación.

—Lo último que me habían ofrecido —dijo Petra— era un chute por no detener a un tipo.

—¿Te gusta la playa?

—¿A ti no?

—Demasiado tranquilo… Bueno, chicos, vamos a trabajar.