29
Atrapado en el tráfico de Wilshire y Westwood, llamé a mi servicio de buzón de voz.
Tres llamadas, ninguna de Emil Cahane.
Probé el número del Valle que me había dado Milo. Sin respuesta.
Al llegar a casa, me puse a trabajar en el ordenador, buscando listas de personal del hospital Ventura, hasta que di con una antigua en la que aparecía el doctor Cahane como ayudante de dirección, con una persona por encima, el doctor Saul Landesberg.
Una búsqueda con el nombre de Landesberg resultó en un obituario de cuatro años antes.
Él había muerto, Gertrude también y ni siquiera estaba seguro de si Cahane conservaba el cerebro despejado.
Historia antigua. Pero no para un hombre con una pelliza forrada de borrego.
Robin estaba trabajando en la parte trasera. Pasé por ahí, le di un beso, acaricié a Blanche, mantuvimos una breve conversación acerca de la cena. Sí, japonés me parecía bien, quizá pudiéramos despilfarrar un poco en Matsuhisa.
Cuando volví a mi despacho estaba sonando el teléfono.
—¿Sabes una cosa? —dijo Milo—. Hemos conseguido averiguar algo. Un dependiente de un quiosco de San Vicente, en Brentwood, le ha contado a Reed que le vendió una brazada de libros de pasatiempos a alguien la semana pasada. Por desgracia recuerda los libros, no al comprador. Le dejó sin ejemplares. Y pagó con billetes pequeños y monedas.
—Si vas hacia el oeste desde allí, cambias de sentido hacia Sunset y sigues avanzando, llegas a casa de Quigg. Unos tres kilómetros más allá, estás en Temescal Canyon.
—¿Haciendo acopio de material de lectura antes de empezar una vigilancia detallada? Interesante… La segunda cosa es que Petra ha averiguado en Oxnard que sí hubo una Rosetta que murió en el aparcamiento del estatal de Ventura, Macomber de apellido. Vivía en unas viviendas de protección pública, tenía problemas con la coca y el alcohol. Así que lo de Eccles tenía al menos alguna relación con la verdad, aunque no hay ninguna prueba de que fuera un asesinato, más bien parece un infarto.
—Ni una sola marca —dije—. Por eso Eccles creía que la habían envenenado. ¿Ella había ido al hospital para visitarlo?
—El poli con el que ha hablado Petra no lo sabía, sólo lo recordaba porque era él quien estaba patrullando por las cercanías del hospital y acudió a la llamada de los agentes de seguridad del hospital. Le pareció que era paradójico que alguien se desmayara al salir de un hospital. Aunque fuera un hospital de otra clase. La última noticia es que el segundo retrato de Shimoff es mucho más detallado que el que hizo con Wheeling. Estoy intentando filtrarlo a los medios. Así que gracias por dirigirnos hacia el señor Banforth. ¿Alguna novedad de Cahane?
—Todavía no.
—Si se pone en contacto contigo, perfecto. Si no, ya se nos ocurrirá qué hacer. Sayonara.
* * *
Volví a la lista de antiguos empleados del Ventura y probé el siguiente nombre, la directora de servicios sociales, una tal Helen Barofsky. Durante una hora no conseguí averiguar ningún dato personal y luego recibí una llamada de mi servicio de telefonía:
—Ha llamado un tal doctor Cahane —dijo la telefonista—. Dice que no es urgente.
Eso depende de a qué llamemos urgente.
El número que me dio coincidía con el que me había dado Milo. Esperé siete timbrazos hasta que una voz suave dijo:
—¿Sí?
—¿Doctor Cahane? Soy Alex Delaware, estoy devolviendo…
—Doctor Delaware. —Una voz suave, apagada, que temblaba en el remate de cada palabra, como un amplificador configurado para emitir una vibración lenta—. Me temo que su nombre no me resulta familiar.
—No tiene por qué —contesté—. Pasé por un turno rotatorio en el Ventura hace muchos años, como interno. Mi supervisora era Gertrude Vanderveul. Años después, cuando el hospital cerró, llevé una asesoría para intentar que los pacientes del ala E recibieran una atención decente.
—Atención —dijo—. Hubo algunas promesas, ¿verdad? —Suspiró—. Pero yo ya no estaba. Gertrude… ¿Ha mantenido el contacto con ella?
—Por desgracia, falleció.
—Oh, qué terrible. Era joven. —Una pausa—. Relativamente… La secretaria de mi sobrino dijo algo sobre un tal señor Quib que también había muerto, pero yo no sé quién es.
—Marlon Quigg.
Se lo deletreé.
—No, lo siento, no me suena de nada.
Pero había devuelto mi llamada.
Como si me leyera la mente, dijo:
—He contestado su mensaje porque a mi edad cualquier novedad es bienvenida. En cualquier caso, lamento no poderle ser más útil.
—Marlon Quigg trabajó como profesor en el Ventura bajo su dirección.
—Teníamos muchos profesores —dijo Cahane—. En nuestra época de mayor gloria llegamos a ser una institución muy instruida.
—A ese profesor lo mataron y la policía tiene algunas razones para creer que su muerte tiene alguna relación con su trabajo en el hospital.
Silencio.
—¿Doctor Cahane?
—Esto es un poco difícil de digerir, doctor Delaware. La policía tiene razones para creer, pero no me llama. Me llama usted.
—Trabajo con ellos.
—¿En condición de qué?
—De asesor.
—¿O sea?
—A veces creen que la psicología tiene algo que aportar. ¿Tiene unos minutos para reunirse conmigo?
—Hmm… —dijo—. Y si llamo a la policía, Alex, ¿me confirmarán que usted es su asesor?
Le recité el nombre, rango y número particular de Milo.
—Estará más que contento de hablar con usted, doctor. Es él quien me ha pedido que me pusiera en contacto con usted.
—¿Y eso por qué?
—Usted era el ayudante de dirección del hospital estatal de Ventura cuando Marlon Quigg trabajaba allí y tenía acceso a información.
—¿Información de los pacientes?
—Específicamente, de los pacientes peligrosos.
—Eso, como sin duda le constará, plantea toda una serie de problemas.
—La situación —le dije— va mucho más allá del caso Tarasoff. No hablamos de peligro inminente, hablamos de brutalidad real, con un riesgo significativo de que vaya a más.
—Eso suena bastante dramático.
—Yo vi el cadáver, doctor Cahane.
Silencio.
—¿Qué es exactamente lo que andan buscando?
—La identidad de un niño al que Quigg enseñaba y cuyo comportamiento lo asustó, quizás hasta tal punto que sugirió transferirlo a Cuidados Especializados.
—¿Y esa persona lo ha matado? —preguntó Cahane—. ¿Tantos años después?
—Es posible.
—Es una suposición, en realidad no lo sabe.
—Si lo supiera no necesitaría llamarlo, doctor Cahane.
—Cuidados Especializados —dijo—. ¿Alguna vez le tocó pasar por ahí en su rotación?
—Gertrude consideró que era mejor que no lo hiciera.
—¿Y eso por qué?
—Me dijo que era porque le caía bien.
—Ya veo… Bueno, siempre había que tomar decisiones y por lo general Gertrude solía tomar las más sensatas. Pero Cuidados Especializados no era un infierno, ni mucho menos. Los pasos que se daban para controlar a los pacientes se evaluaban sensatamente.
—Esto no tiene que ver con los procedimientos del hospital, doctor Cahane. Tiene que ver con un asesino particularmente calculador y perverso que está reaccionando a una fantasía y un rencor acumulados durante años.
—¿Y exactamente por qué cree la policía que la muerte del señor Quigg tuvo algo que ver con algún paciente del Ventura?
Porque se lo he dicho yo.
—Es complejo —respondí—. ¿Podemos vernos en persona?
—Quiere una oportunidad prolongada para convencerme.
—No creo que necesite mucho convencimiento.
—¿Y eso por qué?
—El asesino dejó algo en el cuerpo del señor Quigg —dije—. Un trozo de papel en el que había impreso un interrogante.
Oí la respiración de Cahane, rápida y superficial.
Al fin, dijo:
—Ya no puedo conducir. Tendrá que venir a verme.
* * *
La dirección que me había dado Milo correspondía a un edificio de apartamentos, unos kilómetros al este de la oficina del sobrino de Cahane en Encino, un rombo de fachada lisa, dos pisos, estucado con el color del yogur de frambuesa y rodeado de yucas, palmeras y una cantidad de agave que habría bastado para preparar margaritas para un año entero.
La autopista pasaba a un par de manzanas de allí, con un rugido parecido al bostezo que emitiría un ogro particularmente malhumorado al despertarse. La puerta principal del edificio estaba cerrada, pero no con llave. El vestíbulo, en el centro del complejo, estaba recién pintado y con un mantenimiento impoluto.
Cinco bloques hacia arriba, cinco hacia abajo. El de Cahane quedaba atrás de todo, en la planta baja. Cuando llegaba a la puerta, el gruñido del ogro enmudeció hasta un carraspeo disgustado. Llamé.
—Abierto.
Cahane estaba sentado a unos tres metros, en un sillón de piel gastada, de cara a la puerta. El cuerpo se le inclinaba hacia la izquierda. Tenía la cara más delgada todavía que en la foto de aquel homenaje, el cabello blanco más largo y greñudo, un rastrojo de barba de dos días le teñía de nieve la barbilla y las mejillas. Tenías las piernas y los brazos largos, poco tórax, llevaba una camisa blanca limpia y unos pantalones azul marino planchados con raya, todo ello bajo una bata de cuadros más bien difusos. Zapatillas negras de gamuza que antaño fueron caras, con unos calcetines blancos que no lo fueron nunca. En una mesita auxiliar redonda de caoba, con el borde labrado, había una taza de té, todavía humeante, y un libro. El divertidísimo acercamiento de Evelyn Waugh a los viajes.
El hombre me tendió una mano temblorosa y dijo:
—Perdone que no me levante, pero hoy las articulaciones no colaboran mucho.
La palma de la mano era fría y cerosa, el apretón fue sorprendentemente fuerte, pero el contacto se redujo a lo mínimo posible sin llegar a ser maleducado. Meneó la cabeza.
—No puedo decir que lo recuerde.
—No tiene por qué…
—Pero a veces se queda grabada alguna imagen. ¿Quiere algo de beber? —Señaló hacia una cocina que quedaba detrás de la sala principal—. Tengo soda y zumo y la pava todavía está caliente. Incluso tengo bourbon, si le apetece.
—No hace falta.
—Entonces siéntese, por favor.
No había que pensar mucho para escoger dónde. La única opción era un sofá de brocado azul, pegado a la pared opuesta a la silla de Cahane. Igual que sus zapatillas, parecía caro, pero gastado. Lo mismo podía decirse de la mesita y de la alfombra persa que llegaba, con alguna irregularidad, de un extremo a otro de la sala, con sus paredes del color del hollín. Estanterías dispares cubrían hasta el último centímetro de las paredes, salvo las aperturas de las puertas que daban a la cocina y al dormitorio. Todas estabas llenas y en algunos estantes había libros en doble fila.
Un rápido repaso a los títulos demostraba que el gusto de Cahane como lector era inclasificable: historia, geografía, religión, fotografía, física, jardinería, cocina, un amplio abanico de ficción, sátira política. Dos estantes que quedaban justo detrás de su sillón contenían volúmenes de psicología y psiquiatría. Teniendo en cuenta su carrera, eran más bien básicos y tampoco había demasiados.
La silla, la bebida, la bata y las zapatillas, el material de lectura. Tenía suficiente dinero para financiar un programa de ayuda, se había reducido a lo más básico.
Seguía estudiando mi cara como si intentara invocar algún recuerdo. O a lo mejor se acogía a lo que había aprendido en el colegio.
Si dudas, no hagas nada.
Casi esperaba que me sacara una tarjeta del test de Rorschach.
—Doctor… —empecé.
—Hábleme del fin de Marlon Quigg.
Describí el asesinato con el nivel de detalle que me pareció que Milo habría aprobado. Quería comunicar todo el horror sin divulgar demasiado y asegurándome de no mencionar a las otras víctimas para que Cahane no interpretara que el asunto no tenía nada que ver con el Ventura.
—Eso es más que brutal —dijo.
—¿El interrogante tiene algún significado para usted, doctor Cahane?
Apretó los labios. Se frotó la barba incipiente en la barbilla.
—¿Qué tal si va a buscar ese bourbon? Traiga dos vasos.
* * *
La cocina era tan austera como la sala principal, limpia pero destartalada. Los vasos eran de cristal tallado, el bourbon era Knob Creek.
—Para mí un dedo y medio —dijo Cahane—, calcule usted su dosis.
Me adjudiqué una pequeña medida de líquido ámbar. Entrechocamos los cristales. Nadie hizo ningún brindis.
Me senté y le vi terminarse el vaso en dos tragos. Volvió a rascarse la barbilla.
—Se está preguntando por qué vivo así.
—No es lo primero que me ha venido a la mente.
—Pero tiene curiosidad.
No discutí.
—Como la mayor parte de la gente, he pasado una buena parte de mi vida adulta acumulando cosas. Cuando murió mi esposa, las cosas empezaban a asfixiarme, así que regalé la mayoría. No soy estúpido ni impulsivo, ni padezco una incapacidad neurótica para el hedonismo. Conseguí reunir una cantidad suficiente de ingresos pasivos para quedar libre de preocupación. Era un experimento, la verdad. Para ver qué tal me sentaba deshacerme del envoltorio rococó que creemos anhelar. A veces echo de menos mi casa grande, mis coches, mi arte. Por lo general, no suelo hacerlo.
Largo monólogo. Probablemente quería ganar tiempo. No tenía más opción que escucharle.
—Me pone en una posición difícil. Ha venido a mí con nada más que hipótesis. Le concedo que las hipótesis suelen basarse en la lógica, pero el problema es que no tiene hechos claros y me está pidiendo que rompa la confidencialidad.
—Su posición en el Ventura no le obliga necesariamente a mantener la confidencialidad —expliqué.
Hundió un poco las cejas.
—¿Qué quiere decir?
—Puede defenderse la idea de que los administradores no están tan maniatados como el personal clínico. Por supuesto, si usted trató a la persona en cuestión, se podría poner en duda lo que acabo de afirmar.
Alzó su vaso vacío.
—¿Le importaría traer la botella?
Le obedecí y se sirvió un par de dedos, para terminarse la primera mitad de inmediato. Tenía los ojos inquietos. Los cerró. Le habían empezado a temblar las manos. Luego las detuvo y no se movió.
Esperé.
Por un momento, creí que se había dormido.
Abrió los ojos. Me miró con tristeza y yo me preparé para recibir una negativa.
—Había un chico —dijo—, un chico curioso.