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Después de varias equivocaciones encontramos el campo de alcachofas.

El cultivo estaba crecido, pero no tanto como para cosecharlo todavía. Un hombre solitario montaba guardia cerca del límite sur de la superficie, apostado en un camino de tierra por encima de una zanja de drenaje, bebiéndose un refresco de color ámbar. Bajito y de piel oscura, llevaba ropa de trabajo gris y un sombrero de paja de ala ancha. Cuando Milo detuvo el coche a menos de un metro de sus pies, no se inmutó.

Un espantapájaros humano. Eficaz: no se veía ni un pájaro.

Bajamos del coche y al fin se volvió. El refresco era un Jarritos Tamarindo. La camisa tenía dos bolsillos frontales. Uno estaba vacío, el otro abultado por el peso de medio sándwich envuelto en celofán. Alguna especie de carne, con letras en español en el envoltorio.

—Hola, amigo —le dijo Milo en español.

—Hola.

—¿Ha visto alguna vez a este tipo?

El retrato de Huggler provocó una negativa.

Lo mismo pasó con la foto del difunto James Pittson Harrie.

—¿Alguna vez se ve a alguien por aquí?

—No.

—¿Nunca?

—No.

—De acuerdo, gracias.

El hombre se tocó el sombrero y regresó a su puesto, donde se apostó de nuevo de espaldas al coche.

Milo consultó las notas que había tomado con las direcciones más o menos vagas de Borchard, avanzó casi medio kilómetro, giró y se detuvo.

—Supongo que el viejo Rudy tenía razón.

Tarareó los siete primeros compases de «Plenty of Nuthin» y se frotó un ojo como si llorase.

Un vasto campo se extendía hacia el oeste, hasta el seto de seis metros de ficus y la cancela trasera del SeaBird, cientos de metros cuadrados de zarzas y hierbajos, muchos de ellos tan altos como un hombre. Flores silvestres de secano, de follaje gris, alternaban con hierba áspera descolorida como el heno. Las zonas despejadas estaban ocupadas por fragmentos de metal oxidado y pedazos de yeso oscurecido y enganchados a recortes de malla de alambre.

A lo lejos se alzaba un segundo seto de ficus sin recortar y más de tres metros más alto que el muro trasero del SeaBird. Era el extremo este, donde antaño se alzara Cuidados Especializados. Tras aquel muro verde brotaban las colinas como tubérculos gigantescos.

Nos quedamos sentados en el coche, desalentados. Si mi teoría había fracasado, Huggler podía estar en cualquier sitio.

—Qué diablos, al menos lo hemos intentado —dijo Milo.

Encendió un purito con vitola de madera, sopló el humo acre por la ventanilla y llamó para ver si había algún mensaje, empezando por Petra.

Los agentes que habían arrestado a Lemuel Eccles pensaban que Loyal Steward podía ser James Harrie, pero no estaban seguros porque se habían concentrado en el asaltante, no en la víctima.

Raul Biro había presionado a Mick Ostrovine para que dijera la verdad: sí, el «doctor Shacker» mandaba casos de mutuas al North Hollywood. No, nada de sobornos, sólo era uno de los médicos que le mandaban casos.

Las compañía de seguros Well-Start no devolvía las llamadas.

—Tenía que haber algún soborno. He descubierto quiénes son los propietarios de ese lugar, una panda de rusos que tienen el cuartel general en Arcadia y que facturan millones a la sanidad pública. Pero no veo que tenga sentido seguir investigando, salvo que nuestro caso tenga algo que ver con el crimen organizado.

—No lo quiera Dios —dijo Milo.

—Eso me parecía. Ya no se me ocurre por dónde seguir, teniente.

—Invita a cenar a tu novia.

—No tengo —respondió Biro—. Este mes no.

—Pues búscate una —dijo Milo—. Yo pago la cena.

—¿Por qué?

—Porque cumples con tu trabajo y no te quejas.

—En este caso no es que haya hecho gran cosa, teniente.

—Pues cárgalo en tu cuenta.

Biro se echó a reír, colgó y Milo llamó a la forense. La doctora Jernigan había salido, pero había dado permiso a su investigador para que contara a Milo el resumen de la autopsia de James Pittson Harrie. El corazón, los pulmones y el cerebro de Harrie tenían cinco agujeros de bala procedentes del arma de servicio del ayudante del sheriff Aaron Sanchez y cualquiera de los cinco hubiera resultado fatal. No habían encontrado ninguna identificación en su cuerpo, pero las huellas dactilares encajaban con las de la ficha de cuando entró a trabajar como bedel en el Ventura.

La sangre encontrada en el maletero del Acura procedía de tres muestras distintas, dos de tipo A y una de tipo 0. Las muestras de ADN tardarían un poco más, pero de momento el análisis genérico decía que era sangre de mujer.

Milo colgó y se quedó mirando el terreno abarrotado de hierbajos.

—Lo del túnel hubiera estado bien. ¿Nunca oíste hablar de ellos cuando trabajabas aquí?

—No —contesté.

—¿Y cómo viniste a parar aquí, en cualquier caso?

—Para aprender.

—¿Sobre chicos como Huggler?

—Yo veía pacientes que no eran peligrosos, ni de lejos.

—¿Se curan?

—Mejoramos sus vidas.

—Ajá —dijo.

Cerró los ojos. Estiró sus largas piernas, apoyó la cabeza en el respaldo. Se quedó así un buen rato. Salvo por alguna calada ocasional al puro, parecía dormir.

Yo pensaba en un muchacho extraño que vivía en una habitación especial.

Milo se sacudió como un perro mojado, aplastó el puro en el cenicero cuyo uso prohibía oficialmente el reglamento.

—Demos un paseo en coche por Camarillo para vigilar oficinas que tengan apartados postales, moteles cutres y otros escondrijos posibles. Luego nos iremos a no celebrar nada con una buena cena de pescado en el Andrea de Ventura. ¿Has ido?

—Robin y yo fuimos el año pasado a ver ballenas, queda justo al lado del embarcadero.

—Rick y yo también fuimos a ver ballenas el año pasado. Lo más cerca de una ballena que estuvimos fue cuando me vi reflejado en el espejo.

Como se esperaba que me riera, lo hice.

Milo escupió una hebra de tabaco por la ventanilla.

Justo cuando arrancaba el coche, algo se movió.