7
Shacker estaba en un edificio de tres pisos, de ladrillo visto y piedra, en pleno distrito de negocios de Beverly Hills. Una lustrosa moqueta azul marino suavizaba los pasos. Paneles de roble claro cubrían las paredes. Una farmacia que respondía al nombre de botica de recetas, diseñada para que pareciese victoriana, ocupaba una cuarta parte de la planta baja. El resto de los inquilinos eran médicos, dentistas y unos pocos psicólogos.
B. Shacker, doctor en medicina, Suite 207.
La sala de espera era minúscula, blanca y amueblada con tres sillas agradables y una pila de revistas junto a la pared. De algún lado llegaba una suave música new-age. Había un panel con dos bombillas a la izquierda de la puerta interior. Roja cuando había sesión, verde si estaba libre. La roja estaba encendida, pero se apagó poco después de sentarme yo.
Se abrió la puerta. Un brazo tendido.
—¿Alex? Bern Shacker.
El cuerpo enganchado a aquel brazo, de espalda estrecha, mediría poco menos de metro setenta. El apretón de manos que me ofrecía fue firme, seco, sólido.
Shacker aparentaba unos cincuenta años. El rostro, de huesos finos y mejillas rosadas, estaba coronado por un cabello castaño ralo, entremezclado de gris y peinado como una cortinilla para disimular la calvicie, aunque no era demasiado grave. Las orejas prominentes y una nariz respingona y torcida le daban un toque élfico. Los ojos eran suaves, castaños, vagamente tristones. Llevaba un jersey gris de pico encima de una camisa negra, pantalones gris pizarra, zapatos negros. Tenía las mangas del jersey subidas hasta los codos. Los puños negros de la camisa asomaban plegados sobre la manga del jersey.
—Gracias por dedicarme este tiempo, Bern.
—Entre, por favor.
La sala donde atendía a los pacientes estaba pintada de un suave color acuático, con una moqueta algo más oscura pero en la misma gama, oscurecida por las cortinas de seda marrón corridas ante la ventana que daba a Belford Drive. Ni asomo del ruido de la calle. El obligado empapelado profesional adornaba la pared tras el modesto escritorio de nogal: doctorado, internado, postdoctorado, licenciatura. Lo único levemente interesante era un diploma de doctorado de la Universidad de Lovaina, en Bélgica.
—Mi época católica —dijo Shacker con una sonrisa.
En la pared de la izquierda del escritorio se abría una puerta auxiliar que había permitido al paciente anterior de Shacker salir al vestíbulo sin cruzarse conmigo. Junto a ella había una lámina cubista que mostraba algo de fruta y un pan, enmarcada en metal cromado. Había dos sillones escandinavos de cuero delante del escritorio, encarados. Shacker me invitó a ocupar uno y se sentó en el otro.
Cruzó una pierna y dio un tironcillo a la pernera del pantalón para que asomara el calcetín de rombos.
—Por teléfono he mencionado a los abogados del seguro. Ellos fueron los que me mandaron a Vita.
—¿La terapia era parte de un acuerdo judicial?
—Hace tres años denunció a la empresa en que trabajaba. El caso se fue arrastrando. Al final, el seguro de la empresa aceptó negociar, pero insistió en una evaluación psicológica. No suelo trabajar para aseguradoras, pero había tratado a un individuo relacionado con esa compañía, aunque como es obvio no le puedo dar más detalles, y me pidieron que viese a Vita.
—¿Qué objetivo tenía la evaluación?
—Saber si fingía una enfermedad.
—¿Reclamaba algún tipo de perjuicio emocional?
—Se suponía que la habían acosado en el trabajo y la empresa no había hecho lo suficiente para asegurarse de anular la hostilidad del ambiente.
—¿De qué empresa hablamos?
Shacker volvió a cruzar las piernas.
—Lo siento, no se lo puedo decir. Una de las condiciones para el acuerdo fue un pacto de silencio por ambas partes. Lo que sí le puedo decir es que se trataba de una compañía de seguros. Seguros de salud, por ser exactos. Vita se encargaba del dictamen previo.
—¿Decidía quién podía recibir tratamiento y quién no?
—La compañía diría que se encargaba de gestionar el fluido de peticiones de tratamiento.
—¿Era enfermera?
—Tenía dos años de formación en una escuela de secretariado y su historial profesional incluía puestos de oficina sin atribuciones médicas.
—¿Y eso la cualificaba para decidir quién podía ver a un médico y quién no?
—Quién podía ver a una enfermera. Su dictamen era anterior al previo. Se llama gestión del uso del diagnóstico específico y, sí, es atroz. Según su descripción, Vita trabajaba en una gigantesca central telefónica y decía que le daban unos guiones de lo que tenía que leer. Había que ignorar ciertas enfermedades y, para otras, sugerir remedios de pago. Le dieron una lista de distintos protocolos para devolver llamadas: una semana para esto, un mes para lo otro. Tenía que derivar las molestias agudas a los ambulatorios de urgencias y a los que tenían un diagnóstico serio los dejaba en espera mientras fingía estar buscando una enfermera disponible.
—El telemarketing al revés: no use nuestro producto —dije.
—En eso se ha convertido —dijo Shacker—. La diferencia, en el caso de Vita, era que a ella le encantaba ese trabajo. Maltratar a los «debiluchos» y a los «mentirosos».
—Nada de eso se aplicaba a sus síntomas post-traumáticos —dije.
—¿Qué quiere que le diga? —Sonrió.
—¿De qué clase de acoso estamos hablando?
—Sin intimidación física, sólo bromas y burlas de algunos de sus compañeros. Vita decía que se había quejado varias veces a sus supervisores, pero no le habían hecho caso. En la denuncia pedía cinco millones de dólares.
—Una burla muy cara. ¿Qué síntomas tenía?
—Dificultades para concentrarse, insomnio, pérdida de apetito, problemas digestivos, dolores y molestias. Cosas ambiguas que no suelen aparecer en un examen médico, pero cuya falsedad es imposible demostrar. Como la causa supuesta era el trauma emocional, el agente de seguros de la mutua pidió una opinión oficial sobre su estado psicológico.
—¿Usted qué les dijo?
—Que era tan posible validar sus quejas como lo contrario y que se trataba de una persona muy agresiva. No ofrecí un diagnóstico porque no me lo pedían. Si me lo hubieran pedido, supongo que habría rebuscado en el vademécum algo que encajara, pero no soy de esos terapeutas que creen que portarse mal sea una enfermedad.
—¿En qué se portaba mal Vita?
Se cruzó de brazos.
—¿Le puedo decir una cosa con absoluta confianza, Alex? En serio, no quiero que esto figure en ningún archivo oficial.
—De acuerdo.
—Gracias. —Se mordisqueó un labio, jugueteó con una manga—. Es muy probable que Vita fuera la persona más desagradable que he conocido. Ya sé que se supone que no debemos juzgar a la gente, pero, admitámoslo, todos lo hacemos. No ayudaba mucho el hecho de que ella no tuviera ningún motivo para cooperar y que contemplara nuestra profesión con un desdén evidente. La mayor parte de nuestras sesiones se dedicaban a que ella se quejara de que le hacía perder el tiempo. Decía que cualquiera con medio cerebro podía darse cuenta de que había sufrido graves perjuicios. Le faltó poco para llamarme farsante. Y ahora me viene a contar que la han matado. ¿Había señales de violencia? Porque no me cuesta imaginármela provocando la rabia a alguien hasta un punto sin retorno.
—Yo también tengo algunas limitaciones en lo que puedo contar, Bern.
—Ya… De acuerdo. Entonces, eso es todo lo que le puedo explicar.
—¿Podemos volver a lo de la denuncia? ¿Qué clase de bromas y burlas decía haber sufrido?
—Le sellaban el cajón del escritorio con pegamento, le escondían los auriculares, se largaban con su desayuno. Afirmaba que había oído a la gente referirse a ella como «la vaca loca» y «Gertie, la gruñona».
—Afirmaba —repetí—. Cree que se lo inventaba en parte.
—No me cabe ninguna duda de que no era nada popular, pero yo no tenía más elementos de juicio que su propia información. Lo que yo me preguntaba era en qué medida su comportamiento podía haber provocado esa hostilidad. Pero mi trabajo no consistía en averiguar eso. Me habían pedido que opinara sobre la posibilidad de que fingiera y no pude hacerlo. Al parecer bastó con eso, porque llegaron a un acuerdo.
—¿Cuánto sacó de los cinco millones?
—No supe los detalles, pero el abogado me dijo que fue bastante menos, por debajo del millón.
—Una buena compensación por el cajón sellado.
Shacker retuvo una carcajada que lanzó su escueta figura hacia delante, como si le hubieran dado un empujón por la espalda.
—Perdón, es una situación terrible. Pero eso que acaba de decir, eso del «cajón sellado»… Yo no soy freudiano, pero menuda imagen, ¿no? Y desde luego se podía describir a Vita como una persona sellada. En todos los sentidos.
—¿Sin vida sexual?
—Según ella misma, vida sexual y vida social inexistentes. Decía que lo prefería así. ¿Era verdad, o quizás una mera racionalización? No lo sé. De hecho, no puedo decir nada de ella con seguridad porque no llegué a tratarla el tiempo suficiente para quebrar su resistencia. Al final, no importaba. Consiguió lo que quería. Así es el mundo en que vivimos, Alex. Gente genuinamente enferma se encuentra con personas como Vita, que les impiden el acceso a un tratamiento, al tiempo que se dedican grandes cantidades de dinero a pagar por quejas exageradas porque sale más barato llegar a un acuerdo.
—¿Cómo se llama el abogado que la representaba?
—Pedí los documentos oficiales, pero nunca los recibí. Tenía que trabajar con un sumario del caso proporcionado por el seguro.
—¿Por qué tanto secreto?
—Consideraban que, si mi opinión tenía que aparecer en el juicio, era mejor que me percibieran como alguien objetivo.
El arrepentimiento aumentó en sus ojos.
—Si miro hacia atrás, veo claro que me usaron. Nunca repetiré esa experiencia.
—¿Qué clase de información personal le dio Vita?
—No mucha. Reconstruir su historial fue un calvario —explicó—. Al menos conseguí que admitiera, con reticencias, haber tenido una infancia difícil. Pero, de nuevo, ¿podemos estar seguros de que no fuera ella misma quien provocaba esas dificultades?
—Una niña cascarrabias.
—Cada vez le doy más importancia al carácter de cada uno. Todos hemos de jugar con las cartas que nos tocan, el asunto es qué hacemos con ellas. Después de observar a Vita Berlin como mujer de edad mediana, resulta difícil imaginársela como una cría dulce y feliz. Pero tal vez me equivoque. A lo mejor algo le amargó la vida.
—¿Se casó alguna vez?
—Mencionó un matrimonio temprano, pero se negó a hablar de él. Y había una hermana, se criaron juntas cerca de Chicago. Vita se mudó a Los Ángeles hace diez años porque odiaba el clima del medio oeste. Pero también odiaba Los Ángeles. Todo el mundo era estúpido, superficial. Qué más… Ah, sí, no tenía hijos, odiaba a los niños, decía que eran un malgasto de esperma y óvulos; la expresión es suya. Oiga, ¿cuánto lleva trabajando para la policía?
—No estoy en nómina. Soy más bien como un asesor independiente.
—Parece interesante —afirmó Shacker—. Ver el lado oscuro, y tal. Aunque no sé si yo lo aguantaría. La verdad es que no siento ninguna curiosidad por todas esas cosas horribles. Todas esas disincronías horribles.
—Yo tampoco —mentí—. Lo gratificante es solucionarlas.
—Me da la impresión de que se ha vuelto muy difícil acertar con los perfiles.
—Nunca hay una receta a seguir. ¿Le puedo hacer algunas preguntas más sobre Vita?
—¿Como qué?
—¿Tenía amigos, o algún interés por algo?
—Me da la impresión de que era más bien casera.
—¿Vio señales de adicción a alguna sustancia?
—No, ¿por qué?
—La policía ha encontrado botellas enormes de whisky en su apartamento. Escondidas.
—Ah, ¿sí? Vaya, pues es una buena lección, Alex, porque yo no me di cuenta. Tampoco se podía esperar mucho más, teniendo en cuenta su resistencia. —Miró el reloj—. Si no hay nada más…
—¿Cuántas sesiones tuvieron?
—Unas cuantas… Seis, siete.
—¿Tiene su historial aquí?
—La mutua se quedó todos los registros.
Sonó el teléfono de su escritorio. Se acercó para contestar.
—Doctor Shacker… Ah, hola… Bueno, te puedo recibir hoy si te va bien… Sí, claro, será un placer, ya repasaremos todo eso cuando vengas. —Tras colgar se dirigió a mí—: Hay una cosa más, Alex. Probablemente no debería decírselo, pero lo voy a hacer. Ella mencionó el nombre de una de las personas que la acosaban. Samantha, sin apellido. ¿Le sirve de algo?
—Puede que sí. Gracias.
—Ningún problema. Y ahora volvamos a hacer lo que nos enseñaron a hacer, ¿eh? Encantado de conocerle, Alex.