19

Al día siguiente, el ánimo de Milo pasó de subterráneo a melancólico.

Belle Quigg había recordado que en sus paseos nocturnos Quigg se había encontrado con «un joven agradable».

A Louie le había caído bien aquel hombre, hecho que Quigg había interpretado como señal de que tenía un excelente carácter.

Milo rezongó:

—Porque todos sabemos que los perros son grandes jueces.

Echó un cucharón de lentejas encima de la colina de arroz basmati. Delante tenía los restos de las pinzas de langosta que había chupeteado, una exhibición bastante espantosa si uno se paraba a pensarlo.

Estábamos en su mesa habitual, en un rincón del Café Moghul, un restaurante indio a la vuelta de la esquina de la comisaría que cumple la función de segunda oficina para él. A lo largo de los años había interceptado a unos cuantos psicópatas perturbados que llegaban de Santa Monica Boulevard. La dueña, una mujer dulce que llevaba gafas y nunca se ponía dos veces el mismo sari, lo veía como Dios Protector y lo alimentaba en consonancia.

Aquel día había langosta, más un cordero tandoori y una parcela entera de verdura cocida a fuego lento, enriquecida con suero de mantequilla. Se había zampado seis vasos de té de clavo helado.

Como no había nada que investigar sobre los asesinatos, pensé que nos esperaba un día tranquilo y me entretuve con mi segunda Grolsch.

—¿Dijo Marlon algo más acerca de ese joven agradable?

—Si lo dijo, Belle no lo recuerda. Por cierto, he hablado con un analista de telas del laboratorio y la fibra sintética que le encontraron a Quigg podría encajar perfectamente con el forro de una pelliza barata. Tampoco es que eso me lleve a ninguna parte.

—Ya oíste lo que dijo David Feldman —le recordé—. Todavía no ha sacado el abrigo de invierno. El hecho de que nuestro chico lleve el suyo podría significar que viene de un clima más frío.

—O que lo ha encontrado en algún rastrillo. Aunque si encuentro un trineo de perros y unos mitones me creeré esa versión. Eso de que haya podido acosar a Quigg durante unos cuantos días me parece aterrador. Como esas avispas que acarician los gusanos hasta que entran en estado de shock antes de clavarles el aguijón.

—El acoso podría significar otra cosa: estamos ante una avispa que disfruta jugando con su comida.

—El goce de la caza.

—Un cazador bien podría llevar pelliza.

—Prolegómenos homicidas.

Soltó una risotada brusca. La mujer del sari se acercó. La prenda del día era una culminación de turquesa y rosa coral, con un amarillo azafranado. El rosa iba a juego con la montura de sus gafas.

—¿Les está gustando?

—Como siempre.

—¿Más langosta?

Milo se dio unas palmadas en la barriga.

—No me cabe ni un bocado más. Ya me he cargado un arrecife de coral entero.

Ella, confundida por la referencia, disimuló con una sonrisa.

—Si quiere más, dígamelo, por favor, teniente.

—Así se hará. Pero, sinceramente, ya he terminado.

—No del todo —dijo la mujer—. Postre.

—Hmmm —dijo él—. El Gulab jamun tiene buena pinta.

—Muy bien. —La mujer se alejó furtivamente, moviendo los labios. Le pillé dos palabras—: Mi teniente.

Milo no pilló ninguna porque su móvil estaba vibrando encima de la mesa. Cuando procesó la lectura digital, bajó de golpe los hombros.

—Sturgis, señor. Ah, hola, Maria… Ay, jod…, ¿cuándo? Ah. De acuerdo. Sí, enseguida.

Mientras se apartaba de la mesa dejó caer el dinero y se frotó la barbilla con una servilleta como un poseso. Cuando ya le seguía en su trote hacia la puerta, la mujer del sari salió de la cocina, cargada con una bandeja de bolas de masa recubiertas de jarabe de agua de rosas y dos cuencos llenos hasta arriba de pudin de arroz.

—También hay kir —dijo—. Por si quieren más dulce.

—Por desgracia, la vida no es muy dulce —respondió Milo, abriendo la puerta de un empujón, con la confianza de que yo la agarraría.

* * *

Echó a andar a la carrera hacia el sur por Butler, de vuelta a la comisaría, rojo y jadeante, secándose el sudor de la cara y rechinando los dientes.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¿Tú qué crees?

—Maria Thomas, la sacapuntas. Algo insoportablemente burocrático acerca de una reunión que tal vez estuvieras evitando…

Milo detuvo el paso de golpe y se secó la cara con tanta brusquedad que casi parecía que se abofeteara.

—Nuestro chico malo ha vuelto a actuar y el comandante de guardia, en vez de llamarme, se ha ido directo a Su Esplendidez. Y este se lo ha pasado a Maria porque no quería ni oír el sonido de mi voz. Obviamente, me tienen bajo el microscopio con estos asesinatos y no estoy generando mucha confianza. Me voy directo al escenario del crimen. Que no te sorprenda si me retiran.

Reemprendió la marcha.

—¿Quién es la víctima? —dije.

Tenía las mandíbulas apretadas. La respuesta llegó ronca y estrangulada.

—Piensa en plural. Esta vez el cabrón se ha divertido el doble.

* * *

Era una casa baja y amplia, como un rancho, en una calle con otras estructuras similares en un barrio anónimo del oeste de Los Ángeles.

Al hombre lo habían encontrado en el patio trasero, boca abajo, con una bata de seda negra. Las profundas puñaladas se concentraban en un círculo apretado en el centro del pecho. Un par de tajos en el cuello, a modo de golpe de gracia, le habían cortado por el lado derecho la yugular, la carótida y la tráquea.

No estaba desventrado, nada parecido a Vita y Quigg. Me quedé mirando mientras Milo examinaba el cuerpo.

El pelo del hombre era largo, oscuro y ondulado. Llevaba el bigote recortado con precisión. Entre treinta y cuarenta, buena estatura, bien musculado.

Ningún esfuerzo por limpiar la sangre. La hierba, debajo del cuerpo, tenía un brillo grasiento, de un marrón desagradable. No había césped arrancado, ni ningún matorral dañado, ninguna señal de pelea.

Nada de golpes por detrás; esta vez, la policía científica había hurgado de inmediato debajo del pelo, sin encontrar magulladura o hinchazón alguna.

El asesino había atacado cara a cara a un enemigo serio y lo había despachado con facilidad.

A lo mejor la oscuridad se había aliado con él.

Milo rodeó el cuerpo por cuarta vez.

Los especialistas en escenarios del crimen habían terminado su trabajo inicial y lo esperaban antes de irse. La ayudante del jefe, Maria Thomas, no se había dado demasiada prisa en llamarlo para que acudiera al escenario.

Afuera, delante de la casa, el furgón del forense esperaba el transporte.

Un día agradable y soleado en el Westside. El patio en el que yacía el hombre de la bata negra estaba rodeado por muros altos de bloques de cemento con una enredadera de bignonia. En Missouri, donde me crié, a nadie le importaban las vallas y cualquier crío podía fingir que el mundo era suyo. Detrás de nuestro cuchitril había un bosque denso y negro en el que de vez en cuando aparecía algún animal muerto, amén de dos cadáveres humanos. El primero fue de un cazador, disparado accidentalmente por su compañero. El segundo, una chiquilla de cinco años, la misma edad que tenía yo en esa época. Podía ser que la libertad fuera el material con que se tejían los malos sueños, pero en aquel momento aquel espacio encajado y confinado nos oprimía. ¿Por qué me había puesto a pensar en eso?

Porque no tenía nada constructivo que ofrecer.

Milo completó otro círculo antes de dirigirse hacia Maria Thomas.

La ayudante del jefe se había situado en medio del camino de entrada a la casa azul, en el mismo lado en que había dos coches aparcados. Protegida de la fealdad, hacía el amor con su teléfono móvil.

Con su peinado rubio y su preferencia por los trajes de sastre, Maria era ya capitana cuando la conocí, un par de años antes. Bien hablada, cauta, con decoro, era la subalterna perfecta para cualquier empresa. La única vez que la había visto en acción la había jodido a lo grande al usurpar el papel de un agente, provocando con ello la muerte de un sospechoso en una sala de interrogatorios.

Por alguna razón, aquel desastre le había granjeado un ascenso.

Hizo esperar a Milo mientras hablaba y al final señaló hacia la puerta trasera del edificio, pero no puso fin a la conversación.

Milo y yo cruzamos la casa, iluminada y limpia. El cuarto de plancha y la cocina y la sala de estar parecían intactos, sin ningún rastro de la sangre del patio.

La cocina olía a canela.

Todo ordenado, limpio y normal.

El dormitorio principal ya era otra historia.

* * *

La mujer estaba boca arriba en la cama grande. El pelo corto y ondulado, con una mezcla estudiada de diversos tonos de suave color caramelo. La mano derecha estaba atada a la cabecera de cobre con una corbata azul. La etiqueta de la corbata era visible: Gucci.

Nadie había puesto toallas, ni ninguna lona, debajo de su cuerpo desnudo. Unas pocas manchas salpicaban las sábanas, de azul claro, pero no se percibía ninguna explosión arterial, ni restos de ninguna filtración significativa.

Había esperado hasta que todos los sistemas de órganos se apagaran antes de empezar su faena.

Exactamente lo mismo que había hecho a Vita Berlin y Marlon Quigg.

La mujer tenía los ojos abiertos por completo; tal vez se los hubieran puesto así después de la muerte, o quizá se le hubieran abierto en un espasmo y ya se habían quedado así.

Grandes y grises y muy bien maquillados, con las pestañas llenas de rímel.

Parecía un inquietante remedo de la vida, pese al ángulo imposible en que yacía su cuello y los pútridos intestinos amontonadas en una decoración grotesca.

En la moqueta, cerca de la cama, había un salto de cama rosa, casi transparente. Las uñas de sus manos eran de un plata nacarado; las de los pies, granates.

Justo debajo del dedo pequeño del pie izquierdo había una hoja de papel blanco.

?

—Me empiezas a aburrir, gilipollas —gruñó Milo.

El uniformado que había junto a la puerta dijo:

—¿Perdón?

Milo no le prestó atención y entró en el cuarto.

Yo ya escudriñaba el espacio por segunda vez, concentrándome en la mesita de noche del lado izquierdo, donde unos pantys de color rosa con volantes envolvían la pantalla de una lámpara. Esparcido por la mesita había una variedad descuidada de objetos: un tubo de lubricante Love Jam, con sabor a melocotón, un paquete de condones acanalados, una botella de Sauvignon Blanc sin abrir, un sacacorchos y dos copas de vino.

En la otra mesita había una lámpara similar, aunque sin ropa interior. El único objeto que albergaba, aparte de la propia lámpara, era una foto enmarcada en plata.

Una pareja hermosa. Esmoquin y vestido de novia, grandes sonrisas al dar el primer corte a una tarta de cuatro pisos engalanada con rosas amarillas de azúcar.

No más jóvenes de lo que parecían ahora. ¿Recién casados?

En el techo, una lámpara emitía un leve brillo anaranjado. Junto a la cama había un regulador de comente, en la posición más baja.

Iluminación romántica.

La escena acudió a mi mente con tanta seguridad como si yo mismo hubiera escrito el guión.

Los dos se retiran a la cama, contando con una noche romántica. Uno de los dos oye un ruido en la parte trasera.

No hacen caso porque no puedes salir a vigilar cada vez que oyes un roce de hojas e imaginas un allanamiento.

Lo vuelven a oír.

¿Habrá algo —o alguien— en el patio?

No pasa nada, como mucho un coyote, una comadreja o una mofeta. O sólo un perro o un gato sueltos; ya ha pasado antes.

Lo vuelven a oír.

Un roce suave. Hojas arrastradas.

Otra vez.

Demasiado insistente para no hacer caso.

«¿Habrá algo de verdad, cariño?».

«Ningún problema, voy a comprobarlo».

«Ten cuidado».

«Seguro que no es nada».

Se echa la bata por encima y sale a comprobarlo. Porque eso es lo que hacen los maridos.

Ella espera, piensa lo bueno que es estar casada, tener a alguien que se carga a los bichos y hace de Protector.

Tumbada, se relaja, anticipa un momento delicioso.

Él no vuelve tan rápido como en otras ocasiones.

Se van acumulando los momentos.

Ella empieza a dudar.

No seas tonta, a lo mejor sí que ha encontrado alguna criatura y ha tenido que deshacerse de ella.

Ojalá no sea un coyote, que transmiten la rabia. Y cuando se sienten arrinconados se vuelven malos.

Pero no se oye ningún ruido de lucha, así que a lo mejor sólo es porque va con mucho cuidado.

La noción de su querido con alguna criatura le hace sonreír. Es tan… primario. Tendrá cuidado, siempre lo tiene. Y acabará siendo una de esas historias curiosas que se cuentan a los nietos.

Pero es que está tardando mucho…

Pasa más tiempo.

Lo llama.

Silencio.

Entonces se cierra la puerta. Bien. Todo va bien, a lo mejor aparecerá con una de sus sorpresas deliciosas. La última vez era chocolate Godiva.

Esta vez podría ser otro manjar. De comer, o de…

Cierra los ojos y se prepara como a él le gusta. El sonido reconfortante de los pasos masculinos suena más fuerte.

Le encanta ese sonido.

Repite su nombre como en un arrullo.

Silencio.

O tal vez suene un gruñido masculino.

Amorcito está jugando al hombre de las cuevas. Excelente, va a ser una de esas noches.

Algo que no podrán contar a los nietos.

Sonríe. Ronronea.

Adopta una postura algo más atrevida de lo habitual, en una invitación sublime.

Él ya está en la habitación. Ella oye cómo se intensifica su respiración.

«Cariño», le dice.

Silencio.

Vale, ese es el juego.

Está justo a su derecha, lo nota, nota su calor. Pero…

Hay algo distinto.

Abre los ojos.

Todo cambia.

* * *

Los papeles del escritorio que tenían en el despacho, al lado del dormitorio, coincidían con sus licencias de circulación.

Barron y Glenda Parnell. Él había superado en apenas dos meses su trigésimo sexto aniversario. Ella tenía trece meses más.

Un carné de identificación con foto del hospital de día de North Hollywood la presentaba como G. A. Usfel-Parnell, doctora en medicina nuclear. En la foto se la veía seria, bella todavía, con unas gafas grandes de montura al aire. Milo las encontró en un cajón de la mesita de noche.

Me pregunté cuál sería el defecto visual de la doctora Glenda Parnell. ¿Qué vio exactamente al abrir los ojos?

¿Había llegado a enfocar la mirada?

¿Se había echado a temblar por el terror, pero había conservado la compostura, lo suficiente para suplicar?

Seguro que la asaltó el miedo por el destino de su marido, pero tal vez fuera capaz de dejar eso de lado y tuvo la adrenalina suficiente para concentrarse en su propia supervivencia.

¿Había intentado el asesino llevarse bien con ella mientras le ataba un brazo a la cabecera? ¿O acaso había recurrido desde el principio al terror y la intimidación?

¿Se había dado cuenta ella de que no había nada que hacer desde el momento en que él forzara la puerta?

¿Habría sido dócil por puro instinto de conservación, así como por amor a Barron, con la esperanza de que su cooperación pudiera salvar la vida de ambos?

Si era así, hablaba un lenguaje bien distinto que el del asesino. Para él, Barron no era más que un obstáculo que superar.

Había cumplido a la perfección con los preliminares, atrayendo al tipo hasta la trampa.

Ahora empezaba lo divertido.

* * *

Una vez tomadas las muestras de huellas, Milo se puso los guantes y registró a fondo el escritorio del despacho. El seguro de Glenda Parnell para casos de mala praxis estaba pagado, igual que sus subscripciones a diversas publicaciones médicas. El correo a nombre de Barron Parnell añadía a su nombre las siglas CFP. Un folleto de una agencia de bolsa las expandía para aclarar que correspondían a su título de planificador financiero certificado.

Lo mismo ocurría en una carta de un abogado que representaba al fideicomiso de la familia Cameron en la que se hablaba específicamente de malversación e imprudencia en las inversiones.

Estaba fechada diecinueve meses antes. Milo anotó todos los detalles.

El registro de los demás cajones del escritorio indicaba que Parnell trabajaba fuera de casa, sin más clientes en apariencia que él mismo y su esposa. Le había ido bien, había amasado algo más de un millón de dólares en una cuenta de bolsa, otros doscientos mil en una cuenta de bonos de empresa y poco menos de diez mil en una libreta de ahorros de titularidad conjunta.

Los dos vehículos aparcados en el camino de acceso eran un Porsche Cayman de tres años de antigüedad registrado a nombre de Barron y un Infiniti QX gris, propiedad de Glenda. Los dos estaban lavados recientemente y parecían intactos.

También estaba intacto el caro sistema de ordenadores del despacho, las joyas importantes de una caja de piel, apenas escondida detrás de unas mantas en el armario de ropa de cama, una caja de brillante cubertería Christofle en la despensa, y un sistema de cine en casa que incluía un televisor de plasma de sesenta pulgadas.

Volvimos al dormitorio. En el cajón de los calcetines de Barron, Milo encontró un retrato glamuroso de Glenda, enmarcado en plata. Algo desenfocado, insinuaba un desnudo, con un escote generoso y unos dientes brillantes.

«A Barry Boo de la Dulce G. Amor eterno. Feliz cumpleaños. XXXX».

Tenía inscrita la fecha, de la que habían pasado cuarenta y dos días.

Maria Thomas metió la cabeza en el dormitorio.

—¿Algo?

Milo meneó la cabeza.

—¿Tienes un segundo?

—Sí.

Era como aceptar practicarse él mismo una endodoncia.

* * *

Los tres mantuvimos una asamblea en la cocina inmaculada de los Parnell. Alguien había metido dinero en aquel decorado: armarios europeos de negro mate, con ribetes cromados, encimeras de mármol blanco que parecían sin usar, ollas de cobre colgadas de un raíl de hierro forjado en el techo, todo lo demás de acero bruñido.

Maria Thomas golpeó una encimera con una uña.

—El mármol es bueno para hacer masas de pastelería, no para cocinar. Aquí nadie ha cocinado en serio.

—No sabía que te dedicaras al arte culinario, Maria.

—Yo no, mi hija. O sea que ella es la que se engancha al programa «Top Chef» y yo soy la que paga un precio exagerado por sus estudios en un instituto de Nueva York. Ahora quiere pasar el próximo verano en Francia para aprender a cortar cebollas como debe ser. Estamos hablando de una cría que sobrevivió sus primeros cuatro años de vida a base de perritos calientes y leche con chocolate.

Se toqueteó una rígida solapa de lana. Llevaba el pelo bien lacado. No tanto como para que le quedara como un casco; era un fijador de nivel que generaba una sensación de suavidad. La otra mano sostenía un teléfono que parecía caro.

—Menudo follón, ¿eh?

—Es una trampa —dijo Milo.

—De quién.

—De quién, no; para quién —dijo él—. El agresor. Se arriesgó con el marido para llegar a la mujer. Se buscó una víctima doble, subió el nivel de excitación. Pero eso ya lo sabe. Como veo que lleva un rato por aquí…

Ella se lo quedó mirando.

—Alguien está muy susceptible…

Él le dio la espalda. Fue una decisión interesante; ella tenía un cargo significativamente superior al suyo. Él había estado presente cuando ella cometió su error, pero nunca lo había explotado. Tal vez Maria pensara que eso le daba cierto poder. Tal vez, al final, eso acabaría jugando en contra de Milo.

—De acuerdo —dijo ella—. ¿Vamos a despejar el aire para que cada uno se pueda dedicar a lo suyo?

—Pensaba que nos dedicábamos a lo mismo.

Los ojos grises de Thomas se convirtieron en guijarros de estanque.

—He venido porque el jefe está siguiendo este caso desde el segundo cadáver. El señor… —Consultó su teléfono—. El señor Quigg. La razón por la que se informó al principio al jefe es que alguien consideró que se podía estar conformando un caso en serie, cuyos detalles se salían de lo ordinario hasta tal extremo que se hacía necesario consultarle. No me preguntes quién le ha informado; es irrelevante.

—Eso no podría importarme menos, Maria. Yo sólo quiero aclarar cuatro asesinatos.

—Es lo que queremos todos. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que lo hagas en algún momento del futuro próximo?

—Qué se juega, jefa —dijo él—. Todo estará envuelto en papel de regalo y presentado para su aprobación a las… —Miró su Timex—. A las nueve cuarenta y tres de esta noche. Nanosegundo arriba o abajo. La agenda incluye también la captura de toda la organización de Osama, pero mientras tanto asegúrese de advertir a Su Asombrosa que trate con cautela cualquier paquete que venga de Pakistán.

—Eh…

—¿Que si creo que hay alguna posibilidad? ¿Qué clase de pregunta es esa, Maria? ¿Te parece que esto es como poner una multa?

—Ay, ese temperamento. —Guiñó un ojo—. Puedo decir que es el clásico temperamento irlandés porque mi familia viene directamente del condado de Derry.

—Bravo por la genealogía. ¿Esta conversación lleva a alguna parte?

Thomas acarició el mármol, pasando un dedo por el borde de la encimera.

—No te cortes, Milo. Sigue descargando. Sácate de encima todo el mal rollo, a ver si podemos seguir los dos con nuestro trabajo como si fuéramos adultos.

Se volvió hacia mí, buscando confirmación de no sé qué.

Yo seguí estudiando la nevera de doble anchura. Ni magnetos, ni notas ni fotos. Nada como un panel vacío de acero para mantenerlo a uno fascinado.

Maria Thomas volvió a centrarse en Milo.

—Pues claro que es una pregunta razonable. ¿Cuándo fue la última vez que te enfrentaste a un asesino en serie remotamente similar a este, Milo? ¿Una corbata con los intestinos? Joder, es mucho más que desagradable.

Milo no respondió.

—No veo ningún rasgo común entre las víctimas, más allá de que todas son blancas. ¿Y tú?

—Todavía no.

—Todavía no —repitió ella. Luego se dirigió a mí—: ¿Has visto algo así alguna vez? Un psicópata sexual con un abanico tan amplio.

—No es necesariamente sexual —corrigió Milo.

—Entonces, ¿qué?

—Algún resentimiento. La primera víctima tuvo que ver con una demanda importante y acabo de descubrir un resentimiento de origen económico en el escritorio del señor Parnell.

—Ya lo he visto —dijo ella—. No iréis a pensar en serio que algo así pueda venir de una cuestión de dinero. ¿Y qué pasa con el señor Quigg? ¿Demandó a alguien, o viceversa?

—Todavía no ha salido nada.

—Tendríais que haber controlado sus cuentas.

—Ya lo hemos hecho.

—Y no habéis encontrado nada. Entonces la respuesta es: no, no ha salido nada. Y eso significa que no tienen nada en común. Significa que ya no es tan poco probable que fuera por dinero. ¿Usted comparte su teoría, doctor Delaware? ¿No lo ve como una psicopatía sexual?

—No podría decirlo.

—¿No podría? ¿O no querría?

—No creo que tenga sentido jugar a las adivinanzas.

—De momento no he oído más que adivinanzas… Bueno, basta de cumplidos. Se supone que he de volver al jefe y darle alguna información. ¿Qué sugieres, Milo?

—Dile que cada vez que mata el asesino, aumenta las posibilidades de dejar pistas. Mientras tanto, me voy a concentrar en los Parnell.

—Cada vez —dijo ella—. A lo mejor cuando ya llevemos diez u once víctimas empezaremos a ir bien. Eso me tranquiliza.

Milo le dedicó su sonrisa lobuna: dientes a la vista, anticipando la posibilidad de un buen bocado de carne.

—Siempre encuentras el humor donde nadie más lo encuentra —dijo Maria Thomas—. ¿Cuándo pretendías hacerlo público?

—¿Su Perfección considera que debería hacerlo ya?

—Un consejo, Milo: de verdad que has de terminar ese asunto de los nombrecitos ofensivos, algún día se va a enterar.

—¿No le gusta ser perfecto?

—Público. ¿Cuándo?

—No me había parado a pensarlo.

—¿No? Pues muy mal, porque el jefe cree que podría servir. —Miró hacia atrás, en dirección al dormitorio—. A la vista de la cuenta creciente de cadáveres. Y algo me dice que tu relajación no le va a tranquilizar.

Milo se volvió a apartar de ella. A Thomas se le tensó la cara de rabia, pero él regresó sin darle tiempo a hablar.

—De acuerdo, te voy a dar algo para él: si se hubiera confirmado que se trata de un psicópata con motivación sexual, un violador que ha ascendido a asesino, lo habría puesto en manos de Asuntos Públicos en cuanto salió el segundo muerto, con la esperanza de que alguna víctima anterior hubiera conservado la vida y pudiera hablar. Otro tanto pasaría si fuese un gilipollas en serie con un tipo de víctima concreto: putas, dependientas de grandes superficies, qué sé yo. En ese caso, al beneficio práctico se añadiría otro de índole moral: advertir a las víctimas potenciales de alto riesgo para que pudieran protegerse. En cambio, aquí, ¿qué es lo que haríamos público, María? ¿Un zumbado que acecha y descuartiza a ciudadanos al azar? Correríamos el riesgo de provocar el pánico a cambio de bien poco beneficio.

—¿Qué alternativa tienes? —dijo ella—. ¿Una buena colección de novelas criminales?

—Todavía no he empezado a trabajar en estas dos víctimas. A lo mejor descubro algo que lo cambie todo. Si me dejas trabajar de una puta vez.

—¿Acaso te lo impido?

—Lo que me lo impide es perder tiempo en explicaciones.

—¿Tan diferente eres de todos los demás? —De nuevo, se dirigió a mí—: ¿Qué pasa con el interrogante, Doctor?

—En las dos víctimas anteriores habían dejado lo mismo —dije.

La mujer pestañeó.

—Sí, claro. ¿Y qué significa?

—Podría ser un desafío —dije yo.

Milo sonrió.

—O nuestro chico malo expresando su curiosidad.

—¿Acerca de qué? —dijo Thomas.

—Los misterios del cuerpo humano.

—Eso es grotesco. ¿Sabes lo que pensé yo al verlo? Algún raro simbolismo místico, como el que solía mandar Zodiac. ¿Has pensado en algún caso de brujería?

—Estoy abierto a todo, María.

—O sea, que no. Y no estás de acuerdo en hacerlo público. ¿Cuántos cadáveres harán falta para que te vuelvas más flexible?

—Si en estos dos no hay nada…

—Bien —concedió ella—. O sea, que estás abierto a todo cuando te obligan. Le encantará oírlo. Te respeta, ya lo sabes.

—Me conmueve.

—Pues debería. Vuelve a mí si averiguas algo. Cuanto antes mejor.

—Tú eres el guante —dijo Milo.

—¿Perdón?

—Como él no quiere ensuciarse las manos, se pone guantes.

Maria Thomas se examinó los dedos, inmaculados, sometidos a la manicura.

—Qué bien se te dan las palabras. Claro, me puedes ver como un guante. Y no olvides que si te meto un dedo te puedo hacer daño.