25

Yo no había tratado al doctor Emil Cahane. No había ninguna razón para que el ayudante del director tuviera contacto con un interno rotatorio.

Con un poco de suerte, eso estaba a punto de cambiar.

Cahane no figuraba en ningún directorio público, ni era miembro del colegio de psiquiatras, de ningún instituto de psicoanálisis, ni de los grupos normales de intereses científicos. No tenía licencia médica activada en California; tampoco en los estados vecinos. Busqué en lugares de la costa este con alta concentración de psiquiatras. Nada en Nueva Inglaterra, Nueva York, Pennsylvania, Nueva Jersey, ni Florida, donde había terminado Gertrude.

Nada.

«Los ochenta cumplidos». Se imponía la peor de las posibilidades.

Entonces, una búsqueda con su nombre arrojó un premio que había recibido a los logros de toda una carrera, entregado por la Comisión de Salud Mental de Los Ángeles, dieciocho meses antes.

La foto que acompañaba la noticia mostraba a un hombre flaco y afilado, con el cabello blanco, una sonrisa torcida y una postura inclinada que invitaba a pensar en un infarto, o en cualquier otra lesión.

La lista de logros de Cahane incluía sus años en el estatal de Ventura, dos decenios de voluntariado con niños víctimas de abusos, con familias de acogida, con descendientes de veteranos de guerra. Había investigado sobre problemas de estrés postraumático, heridas craneales internas, métodos integrados de control del dolor; había encargado estudios sobre los efectos emocionales de la separación prolongada de los padres en la facultad de Medicina en que ejercía el profesorado clínico.

La misma facultad de Medicina que me había agraciado con un título idéntico al suyo.

Si llevaba veinte años de voluntariado, quería decir que había dejado el hospital de Ventura pocos años después de Marlon Quigg.

Llamé a la facultad de Medicina, di con una telefonista que me conocía y le pedí la dirección y el teléfono de Cahane.

—Ahí va, doctor.

Una dirección en el Boulevard Ventura, en Encino. Tenía que corresponder a una oficina.

¿No tenía licencia, pero trabajaba? ¿En qué?

Contestó una mujer de voz seca:

—Cahane y Geraldo, ¿en qué puedo ayudarle?

—Soy el doctor Delaware, quería hablar con el doctor Cahane.

—Está hablando con el despacho de Michael Cahane.

—¿Es un abogado?

—Gestión de empresas.

—Me han dado este nombre en la facultad de Medicina.

—La facultad de Medicina… Ah —dijo—. El tío del señor Cahane usa esta dirección para recibir correos.

—El doctor Emil Cahane.

—¿Qué desea exactamente?

—Me formé con el doctor Cahane en el Hospital de Ventura y quería contactar con él.

—No puedo darle información personal.

—¿Puedo hablar con su sobrino?

—Está reunido.

—¿Cuándo estará disponible?

—Qué tal si le doy su número.

Afirmación, no una pregunta.

—Gracias. Por favor, dígale al doctor Cahane que otro miembro del hospital ha fallecido y que he pensado que quizá le interesaría saberlo. Marlon Quigg.

—Qué pena —dijo ella, sin ninguna emoción—. Al llegar a cierta edad, los amigos empiezan a caer.

* * *

El teléfono sonó al cabo de nueve minutos. Lo cogí, con mi discurso de ventas listo para el doctor Cahane.

—Petra y yo vamos a mantener una reunión de cráneos. Date por invitado.

—¿Cuándo y dónde?

—Dentro de una hora, donde siempre.

* * *

En el Café Moghul sólo había dos policías desmoronados.

El Everest de cordero tandoori de Milo estaba intacto. Lo mismo valía para la ensalada de marisco de Petra Connor.

Él me saludó moviendo la mano en el aire con lo que podría malinterpretarse como apatía. Ella consiguió sonreír. Me senté.

Petra es una agente de Homicidios joven y brillante de la comisaría de Hollywood, antigua grafista con un ojo especialmente apto y un estilo tranquilo y reflexivo que algunos confunden con la gelidez.

Tiene ese tipo de belleza angulosa y esbelta que, con mayor o menor acierto, se suele interpretar como señal de un carácter seguro e imperturbable. El cabello, negro, denso y liso, con un ceñido corte funcional, nunca se le alborota. Lleva un maquillaje mínimo, pero bien administrado, tiene los ojos claros y oscuros. Se viste con traje pantalón negro o azul marino y practica la economía de movimientos. Escucha más que habla. En resumidas cuentas, da toda la impresión de ser la clásica chica admirada por todos en el instituto. Con el paso de los años, me ha contado los suficientes detalles personales como para saber que no ha sido tan fácil.

Aquel día tenía los labios pálidos y cortados, y los ojos enrojecidos. Todos los pelos seguían en su sitio, pero las manos estaban entrelazadas con la fuerza suficiente para blanquear los hermosos huesos de sus nudillos. Una cutícula arrancada.

Parecía que hubiera emprendido un viaje largo y desgarrador.

Para verlo.

Soltó las manos y apoyó las palmas en la mesa. Milo se frotó un lado de la nariz. Una mujer con gafas se acercó con un roce de sari rojo de seda y preguntó qué me apetecía. Pedí un té helado. Petra se comió una hoja de lechuga mientras prestaba atención a un teléfono móvil que no requería atención alguna.

Milo se atrevió a meterse un trozo de cordero en la boca e hizo una mueca de asco, como si acabara de tragar vómito. Apartó el plato de un empujón, se pasó un dedo por dentro del cinturón, empujó la silla unos centímetros hacia atrás y se alejó de la mera noción de la comida.

Miró a Petra.

—Adelante —dijo ella.

Milo explicó:

—El número cinco es un pobre bendito llamado Lemuel Eccles, varón, caucásico, sesenta y cinco años. Mendigo callejero, solía dormir en distintos callejones, uno de los cuales le ha servido de última residencia. Específicamente en East Hollywood; justo al norte del Boulevard, pero antes de llegar a la zona oeste, detrás de una tienda de recambios de automóvil.

—¿Quién lo encontró? —pregunté.

—Servicio privado de limpieza. Eccles estaba al lado de un contenedor.

—¿Misma técnica?

Petra dio un respingo y murmuró:

—Dios bendito. —Luego desvió la mirada—. Los patrulleros conocían a Eccles, que tenía un historial completo. Mendicidad agresiva, robos en tiendas, alcoholismo y desórdenes públicos, provocación de un tumulto por tratar a un turista a empujones, había entrado y salido varias veces del calabozo del condado.

—El clásico pesado drogata que entra y sale por la puerta giratoria —dijo Milo.

—Obviamente, alguien creía que era algo más que pesado. Para hacerle eso…

—No necesariamente —opiné.

Los dos clavaron sus miradas en mí.

—Hay cosas que consideramos insignificantes, pero que en la mente de nuestro chico pueden tomar una altura enorme. Corregir injusticias, reales o imaginarias, le concede la justificación que necesita para poner en práctica sus fantasías de exploración del cuerpo.

—¿La gente le irrita y les saca las tripas? Qué locura.

Milo me dio una palmada en el hombro.

—Por eso contamos con este.

Ella cerró los ojos, se frotó los párpados y soltó un largo y lento resoplido.

—Glenda Usfel lo echó de la clínica —dije—. Vita Berlin era desagradable por naturaleza, no cuesta nada imaginar que le pisó algún callo. Y la tendencia del señor Eccles a mendigar con mal tono y ponerse peleón cuando bebía también encajaría. Casi todo el mundo se apartaría. Pelliza lo enfocó de otro modo. Esa sección de Hollywood es comercial e industrial. Lo cual significa que por la noche no suele haber mucha gente. Un borrachín mayor echando una cabezada en un callejón era una presa fácil. ¿Había otras heridas, aparte de la incisión abdominal?

—Una marca negra y azul en el labio superior, justo debajo de la nariz —dijo Petra.

—Un golpe seco, igual que a Marlon Quigg, sólo que esta vez por delante porque probablemente Eccles estaría ebrio. O durmiendo en el callejón.

—Tal vez, pero todo el cuerpo de Eccles estaba lleno de moratones y la mayoría parecían antiguos. A lo mejor tenía algún problema de circulación por culpa del alcohol, o tropezaba con las cosas.

—A mí me ha parecido que el del labio era más reciente. Apuesto por un golpe seco cuando estaba ausente —dijo Milo.

—O a lo mejor —propuso Petra— Eccles oyó que el malo se acercaba, se movió, y el otro lo mandó de vuelta al sueño con un golpe.

—Bien —dijo Milo—, una vez más conseguimos hacernos una idea del cómo, pero el porqué sigue sin estar nada claro. No es que no compre tu idea de la reacción exagerada a ofensas menores, Alex. Darse una excusa a sí mismo para hacer lo que le encanta hacer. Pero Marlon Quigg no encaja en todo eso. Salvo que hayas descubierto que fue profesor de Pelliza cuando Pelliza era un chiquillo, que le daba en los nudillos con una regla de acero, o algo parecido.

—Todavía no he llegado allí, pero me estoy acercando.

Les conté lo que había averiguado gracias a los hijos de Vanderveul.

—¿Quigg la fue a ver para obtener apoyo moral? Eso podría significar cualquier cosa.

—En el caso de Gertrude, no —dije—. Era muy firme en la separación del trabajo y la vida familiar y nunca recibió en casa a nadie del hospital de esa manera. Así que, fuera lo que fuese lo que pretendía Quigg, era algo serio. Y ella se aseguró de que sus hijos no estuvieran allí para oírlo.

—Terapia de la buena.

—Quizás terapia de la buena —dije—. Que podía pasar por decir a Quigg que se fuera del hospital. Y poco después lo hizo. Abandonó la enseñanza por completo y adoptó una profesión completamente nueva y mintió a su esposa a propósito de sus razones para ese cambio.

—Pasó algo en el trabajo que lo asustó —dijo Petra.

—¿Y si se encontró con algún paciente que cometiera actos alarmantes y avisó a la dirección? Si no le hicieron caso tal vez le provocara una irritación extrema. Y si le hicieron caso, a lo mejor mandaron al paciente a Cuidados Especializados y así Quigg se ganó un serio enemigo.

Describí la situación de aquella ala del hospital tras las verjas. Un silencio cuajado, roto por alguna estridencia ocasional.

—Si Quigg consiguió que trasladaran allí a algún niño, debió de provocar un cambio profundo en su calidad de vida, al cambiar el entorno terapéutico abierto por algo que, en lo esencial, era como una prisión. Posiblemente, durante años seguidos.

—¿Tan acogedor era el hospital principal? —preguntó Milo.

—Había unas cuantas alas cerradas, pero se usaban para velar por la seguridad de los pacientes, individuos con retrasos profundos que podían autolesionarse si se les permitía moverse con libertad. Cuidados Especializados servía para velar por la seguridad de todos los demás.

—¿Grilletes y habitaciones forradas con caucho?

—Nunca averigüé lo que pasaba ahí dentro porque Gertrude no me dejaba ni acercarme. Porque le caía bien.

—¿Había profesores dentro?

—Misma respuesta. No lo sé.

—Bueno, algo inquietó a Quigg lo suficiente como para largarse de allí. Ese niño aterrador del que estamos hablando… ¿qué edad tendría entonces?

—Las pocas descripciones que tenemos de nuestro sospechoso son de un hombre en la treintena y Quigg dejó el hospital de Ventura hace veinticuatro años, de modo que estamos hablando de un chico de diez años, o poco más. El hospital cerró hace diez años. Si siguió allí hasta el final, probablemente el tipo trastornado e iracundo que soltaron a la calle tenía entonces veinte años. O a lo mejor ha tardado tanto en actuar porque no lo soltaron, lo trasladaron a Atascadero, o a Starkweather hasta que terminó de ganarse la libertad.

—O a lo mejor —terció Milo— ya lleva un tiempo por ahí y estos no son sus primeros asesinatos.

—Otras cirugías —dijo Petra. Meneó la cabeza—. Nadie ha visto nada parecido, ni siquiera los federales.

—No todos los asesinatos se descubren, niña.

—¿Durante diez años tiene mucho cuidado y esconde sus obras manuales y luego, de repente, se da a conocer?

—A veces pasa —dijo Milo—. Se sienten seguros.

—O también —intervine—, empiezan a aburrirse y necesitan más estímulos.

Milo sacó el teléfono.

—Encontremos a ese psiquiatra: Cahane.

Llamó para pedir que buscaran algún domicilio a su nombre. Negativo.

Petra dijo:

—Si tiene ochenta, puede que viva con alguna clase de asistencia.

—Esperemos que no esté demasiado senil para ayudamos —dijo Milo.

—Si no aparece, habrá otra gente que quizá sepa algo, alguien que trabajara concretamente en Cuidados Especializados —dije.

—Podríamos buscar en viejos archivos de personal del hospital. —Sacó un tubo de pintalabios MAC del bolso y se retocó. Sonrió—. Como somos detectives, y tal…

* * *

Al salir del restaurante, sus dos teléfonos sonaron a la vez. Nada de casualidades; dos subalternos de la oficina del jefe les ordenaban presentarse en la parte baja de la ciudad de inmediato para una «sesión de planificación».

Mientras avanzábamos hacia el aparcamiento de West L. A., el móvil de Petra volvió a piar. Esta vez la llamada era de su padre, Raul Biro, que volvía a estar detrás de su escritorio en la Comisaría de Hollywood.

Había encontrado al hijo de Lemuel Eccles, un abogado de San Diego. Debido a la distancia, Biro había dejado una notificación telefónica. Pero el hijo de Lemuel tenía trabajo al día siguiente en San Gabriel y dijo que se pasaría por Los Ángeles para hablar en persona.

—Podemos hacer la entrevista juntos, chico grande —propuso Petra—. O, si tú estás maniatado, ya me encargaré yo. Eso suponiendo que no nos aparten del caso.

—Suponiendo —repitió Milo.

Se alejaron sin hablar, un oso y una gacela.

Cinco pasos más allá, Petra se detuvo y miró atrás:

—Gracias por las ideas, Alex.

Sin cortar el paso, Milo gruñó:

—Secundada la moción.