13
La camisa del hombre estaba limpiamente plegada a su lado. Tenía los pantalones y la ropa interior bajados hasta la mitad del muslo, dispuestos con orden, sin arrugas. Estaba boca arriba, a unos tres metros al oeste de una pista de tierra que daba acceso a una casa, en un claro creado por un hueco de un par de metros en un largo seto de adelfas.
Planta tóxica. Para la persona que había partido el cuello de aquel hombre, un escondite perfecto.
Sin toallas bajo el cuerpo. Una lona azul cuidadosamente extendida.
Unas pocas gotas de sangre salpicaban el plástico y la tierra seca, pocas más que en el apartamento de Vita, pero nada extensivo y sin desechos. La tierra que rodeaba la lona estaba alisada para que no albergara huellas.
El lugar del crimen quedaba en las afueras de Temescal Canyon, en Pacific Palisades, a menos de medio kilómetro de unas tierras en las que antaño hubo un campamento de verano y en las que de vez en cuando se rodaba alguna película, pero el resto del tiempo estaban abandonadas. Atada a un poste de madera había una vieja cancela de rejilla que daba a un asfalto lleno de baches. Un segundo poste se había podrido y desmoronado, facilitando el acceso hasta tal punto que se podía entrar andando.
La gente de la zona bromeaba sobre la falta de seguridad, según explicó una agente que se contaba entre los primeros uniformados en pasar por ahí.
—Algunos se quejan, teniente, pero a la mayoría les parece bien. Porque así es como si tuvieran un parque extra, y ya sabe cómo es la gente que vive por aquí.
Se llamaba Cheryl Gates. Era alta, rubia, de hombros cuadrados, ojos de halcón. Desde fuera no parecía afectada por lo que había descubierto en su ronda rutinaria. Por lo que ella, Milo y yo seguíamos mirando a través del hueco entre las adelfas.
Milo dijo:
—Gente rica.
—Rica y capacitada y con conexiones, señor. Quiero decir, la hermana del ayudante del jefe Salmon no vive muy lejos y a mí me dan instrucciones para que pase por delante de su casa todos los días. Me toma tiempo, pero es bastante bonito. Y nunca pasa gran cosa. Una vez encontré a un chico y una chica, de dieciséis años, que se colaron con éxtasis y tequila y se pasaron la noche ahí arriba, cerca de las barbacoas, en pelota picada, totalmente colocados. Lo más curioso fue que ninguna de las dos familias había denunciado su desaparición. Los padres estaban en Europa, o donde fuera. A veces encuentro botellas, colillas de canutos, condones, envoltorios de comida. Pero nada serio.
Desde fuera no parecía afectada, pero hablaba rápido y un pelín alto.
Milo dijo:
—Ese punto en el que ha encontrado a mi víctima… ¿Es parte de su rutina habitual?
—Sí, señor. Supongo que es un buen lugar donde dejarte caer si no tienes casa, y no vaya a ser que los nativos se vean sorprendidos por algún tarado con ojos de loco cuando salen a pasear a sus caniches.
—¿Se ha encontrado algún tarado últimamente?
—No, señor. Cuando me los encuentro, cosa que rara vez ocurre, siempre es ahí arriba, cerca de las barbacoas. Les gusta cocinar, prepararse una comida caliente. Lo cual es un riesgo… Por el fuego, y todo eso. Así que les aviso y nunca he tenido que volver otra vez. Pero supongo que una mujer precavida vale por dos, y por eso lo compruebo cada día. Así es como he encontrado a su víctima.
—¿Le parece que debo vigilar a algún tarado en particular?
—Lo dudo, señor —dijo Gates—. No son chicos agresivos, todo lo contrario. Pasivos, pirados, incapaces físicamente. —Echó una mirada al cadáver—. Yo no soy ninguna experta, pero esto me parece muy planificado. Parece que hasta ha barrido el suelo, ¿no? O sea, sólo es mi impresión.
—Tiene sentido —contestó Milo—. Gracias por conservar intacto el escenario.
—Sólo hago lo que se supone que debo hacer, señor. En cuanto han llegado los refuerzos me he quedado por aquí y he encargado a los oficiales Ruiz y Oliphant que controlasen el terreno. Sólo hemos buscado lo obvio, no queríamos estropear nada. No han encontrado nada, señor, y de aquí sólo se puede salir por donde ha entrado usted. Así que estoy bastante segura de que ningún sospechoso se puede haber escondido para escaparse.
—Bien hecho.
—¿Y usted qué opina, señor? ¿Es algo sexual? Eso de los pantalones bajados… ¿A lo mejor es algún rollo gay que se ha pasado de rosca?
—Podría ser.
—Pero si fuera sexual —siguió Gates—, ¿no se vería una implicación directa de los genitales? ¿En vez de… esto?
—Esto no tiene reglas, agente.
Gates se encajó un mechón de pelo rubio detrás de la oreja.
—Claro, señor. Será mejor que les deje para que puedan trabajar. Si no quiere nada más…
—Nada más, agente. Esperemos que el día de mañana empiece de una manera más agradable.
Gates se estiró un poco.
—De hecho, señor, aunque es probable que no sea un momento muy oportuno para hablar de esto, me estoy planteando presentarme para un puesto como investigadora. ¿Usted me lo recomendaría?
—Usted es observadora, agente Gates. Inténtelo y le deseo buena suerte.
—Igualmente, señor. Quiero decir…, para este caso.
* * *
Sean Binchy, Moe Reed y otros tres uniformados permanecían apostados en la entrada, vigilando el trozo de carretera que iba de Sunset hasta la cancela rota. Como no había llegado nadie de la científica, lo único que podíamos hacer era quedarnos al borde del claro y mirar desde allí.
Era un hombre de mediana edad —más cerca de los cincuenta y cinco que de los cuarenta y cinco— con el pelo denso y rizado, entrecano en la coronilla, plateado en las sientes. Tan ensortijado que ni siquiera se desordenaba.
No podía decirse lo mismo de la cabeza y el cuello que había debajo de aquel pelo.
«Incompatible con la vida».
No era un hombre con una belleza particularmente memorable. Estatura mediana, constitución mediana, todo mediano. Los pantalones eran de algodón, de un beis mediano, planchados, con pinzas, dobladillos. Limpios donde no había llegado la sangre. El polo, marrón como una nuez, estaba plegado de tal manera que no se veía ninguna marca. En los pies llevaba unas Nike blancas con las suelas muy gastadas. ¿Un corredor? ¿O quizás alguien que se daba unas buenas caminatas? Eso explicaría el hecho de que no hubiera ningún coche aparcado cerca de la entrada.
Los calcetines azules llamaban la atención. Se los había puesto sin pensar que pasaría inspección.
Yo había acudido con la sensación de que me provocaría una reacción más fuerte que en el caso de Vita Berlin. Ocurrió lo contrario: al contemplar aquella carnicería, una extraña oleada de efectos detergentes me asentó el sistema nervioso.
¿La fuerza de la costumbre?
Quizá eso fuera lo peor.
—No veo ninguna caja de pizza —dijo Milo—. A lo mejor eso no formaba parte de su perfil. Así que quizás sólo fuera algo que se le ocurrió al cabrón para usarlo en el caso de Vita y tampoco pasaría nada si no seguimos esa pista… Pobre diablo, espero que fuese un hijoputa total, alma gemela de Vita.
—Hola otra vez —dijo una voz femenina—. Por desgracia.
La oficial científica llamada Gloria se coló entre nosotros dos y echó un vistazo por la apertura.
—Por Dios.
Se puso los guantes, cubrió su calzado con unos escarpines de papel y puso manos a la obra.
* * *
Del bolsillo trasero derecho de los caquis del hombre salió una cartera. Su carné de conducir lo identificaba como Marlon Quigg, cincuenta y seis años, con dirección en Sunset, a dos o tres kilómetros de aquel campamento. Por la numeración, tenía que ser un piso, o un apartamento. Para llegar hasta allí habíamos pasado por algunos edificios bonitos, lugares bien conservados en la acera sur del bulevar, algunos incluso con vistas al mar.
Algo más de metro setenta, unos setenta y cinco kilos, pelo gris, ojos marrones, algún defecto de visión.
Gloria le revisó los ojos.
—Todavía lleva las lentillas. Sorprendente, si tenemos en cuenta la fuerza que habrá hecho falta para partirle el cuello así.
—A lo mejor se le cayeron y el asesino se las volvió a poner. Está obsesionado con el orden.
Ella se lo pensó. Sacó con unas pinzas los discos transparentes y minúsculos, los metió en una bolsa y la etiquetó.
Armado con un nombre, Milo estaba ocupado en averiguar datos sobre la víctima. Quigg era propietario de un Kia de tres años. Ningún antecedente, ni orden de captura, ningún encontronazo con el sistema judicial.
La cartera contenía setenta y tres dólares en metálico y tres tarjetas de crédito. Había dos fotos plastificadas. En una se veía a Quigg con una mujer pequeñaja, de cabello oscuro, más o menos de su misma edad; en la otra, la misma pareja con un par de morenitas veinteañeras. Una de ellas se parecía a Quigg y hasta tenía su mismo pelo rizado y prieto. La otra podría ser de cualquier familia, pero el brazo que apoyaba en el hombro de la mujer hacía razonable pensar que se trataba de la Hija Número Dos.
Eran dos retratos de estudio, con un telón de fondo de falso mármol verde. Todos bien vestidos, algo rígidos e inseguros, pero sonrientes.
—No lleva reloj —dijo Gloria—. No tiene la marca clara del reloj en el brazo, así que no era un tipo A, de los que siempre están pendientes de la hora.
—O se quitaba el reloj cuando salía a pasear —apuntó Milo.
—Por las suelas de las zapatillas, parece que le gustaba hacer kilómetros —expliqué.
—Eso parece —concedió Gloria—, pero… ¿para qué venir aquí? Esto por la noche ha de dar miedo, ¿no?
—La gente de aquí lo considera como su parque privado. Vive cerca de aquí, igual le parecía seguro.
—Vale… Pero igual había quedado con alguien. —Se movió, algo incómoda—. Por cómo están los pantalones…, ya sabes.
—Todo puede ser, muchacha.
—Aunque supongo que si fuera algo sexual cabría esperar algún ataque a los genitales.
Me miró.
—Digo lo mismo que él —contesté.
Gloria repasó los pantalones con la ayuda de una lupa.
—Vaya, mira esto, aquí tengo pelos de otra persona, una buena cantidad… Son largos, rubios…
Milo se arrodilló a su lado y tiró de unos cuantos filamentos con unos dedos enguantados en látex que parecían demasiado grandes y gordos para la tarea. Examinó los pelos a la luz, con los ojos achinados. Olisqueó el aire.
—Tal vez Marilyn Monroe haya salido de la tumba para echarle un polvo, pero parecen ásperos y me está llegando olor a perro.
—Tengo la nariz tapada —dijo Gloria. Lo intentó de todos modos—. Lo siento. No huelo nada, pero puede que tengas razón por su textura. —Una sonrisa—. Salvo que alguien esté usando un acondicionador pésimo.
Sacó una bolsa para guardar pruebas.
—Ya sé que los técnicos se encargan de los análisis de cabello, salvo que a nosotros nos encarguen un turno de control de drogas, pero da la casualidad de que tenemos un interno especializado en análisis de ADN de toda clase de bichos. ¿Quieres que me lo lleve? A lo mejor te consigo algún detalle sobre la especie y la raza.
—Te lo agradezco.
Gloria volvió a mirar a Quigg.
—¿El pobre ha salido a pasear el perro como cada noche y le ha pasado esto? —Frunció el ceño—. ¿Y dónde está el perro en cuestión? A lo mejor Fido se quedó en casa.
—O a lo mejor nuestro hombre malo se llevó un trofeo vivo.
—¿Un chucho que se queda a ver cómo asesinan a su amo y luego se larga de manera voluntaria con el asesino? No era un perro guardián, eso seguro. —Tomó aliento—. O la pobre criatura está por ahí, con la misma pinta que el señor Quigg.
—Los de uniforme han revisado la zona ya, pero la repasaremos en cuanto lleguen los técnicos.
Gloria echó un vistazo al suelo de tierra.
—Por aquí no se ven huellas de hombres, ni de perros.
—Nuestro hombre malo lo ha recogido todo a conciencia.
—Igual que la primera vez —dijo Gloria—. Para mí, eso lo vuelve aún más repulsivo.
—No me lo imagino limpiando centímetro a centímetro desde aquí hasta Sunset.
Milo llamó a Reed por el móvil.
—Moses, mantén vigilada toda la zona, no dejes entrar ni salir a nadie hasta que quien esté de turno te haya ayudado a examinar hasta el último centímetro del camino desde Sunset hasta la cancela para buscar pruebas. Huellas de neumáticos, de pies, de patas, de lo que sea.
Colgó sin esperar respuesta.
Gloria volvió a agacharse y sacó la tela interna de los bolsillos del pantalón de Quigg.
—Vacíos. —De nuevo en pie, fotografió la escena desde múltiples ángulos y terminó con algunos planos cortos del polo marrón plegado. Inspeccionó la etiqueta.
—Marca propia de Macy’s, talla M.
Sin sangre; le habían quitado la prenda antes de cortar.
Se agachó junto al cuerpo y lo ladeó un poco. Se detuvo y metió una mano por debajo para sacar algo.
Un trozo de papel, plegado para formar un paquete, con las esquinas perfectamente cuadradas.
Lo fotografió cerrado y luego le puso una tela estéril debajo y lo abrió del todo.
Blanco, con una tipografía estándar. En el centro, un mensaje simple:
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