4
Cuando salimos de casa de Belleveaux había una furgoneta de la policía científica aparcada junto a la cinta. Dentro del piso había dos técnicos, ambos jóvenes. Habían dejado sus kits en el rellano. El cadáver seguía en su sitio.
—Lance, Kenny —saludó Milo.
—Teniente —respondió el más alto. En su etiqueta ponía «L. Sakura»—. Este sí que es desagradable.
«K. Flores» no reaccionó.
—Le da interés a la vida —contestó Milo—. No paréis por mí.
Flores dijo:
—¿Hasta dónde quiere que lleguemos?
—Hasta donde haga falta.
—Lo que quiero decir, teniente, es que no hay señales de perturbación en la sala, todo parece centrarse en el cuerpo. Obviamente, buscaremos huellas dactilares y fibras sueltas, pero… ¿le parece que hay alguna razón para usar el luminol?
—Parece demasiado limpio —añadió Sakura— hasta para pasar una mopa. Y tampoco huele a lejía. Revisaremos los desagües, llamaremos a un fontanero forense si tenemos algún problema con las cañerías, pero no nos parece demasiado probable encontrar una cantidad de sangre que pueda servir como prueba de nada.
—Aparte de la sangre de la muerta —aclaró Flores—. Que es probablemente la de las manchitas de la toalla. Incluso con eso, quien lo haya hecho ha sido supercuidadoso. Lo más probable es que fuera empapando el derrame con algo que luego se llevó consigo.
—Esto es cosa de un friki —opinó Sakura.
Milo explicó:
—La forense ha dicho que la mayor parte de la sangre está dentro del cuerpo. Mirad a ver qué podéis conseguir con las huellas y fibras, y luego hablaremos de los sprays.
—De momento, hemos encontrado una cosa, nada importante —dijo Flores.
—¿Qué?
—Una nota en el dormitorio. La hemos dejado allí.
Tras ponernos de nuevo guantes y escarpines, seguimos a Flores mientras Sakura empezaba a rebuscar en su kit.
La habitación de Vita Berlin era cerrada, oscura, sobria, con las paredes pintadas del mismo beis que todo el apartamento y sábanas igualmente impersonales. Cama doble sin cabecero ni pie, ningún toque personal. Los libros que había descrito Milo se amontonaban en una pila sobre una mesita de conglomerado blanco. La superficie de un armario de tres puertas estaba impoluta. Otras dos lámparas con forma de colmena.
No había concedido grandes gustos a nadie, ni siquiera a sí misma.
Flores señaló al pie de la cama, donde había un trozo de papel blanco arrugado:
—Estaba debajo, le he tomado una foto y luego lo he sacado.
Nos agachamos para leer. Alguien había escrito con letra clara: «Dr. B. Shacker».
Debajo, el número 310. Una raya en diagonal tachaba el nombre. En la parte baja de la página, una sola palabra, con letras mayúsculas y de mayor tamaño:
¡¡¡FARSANTE!!!
—Debajo hay polvo y puede que algunas migas, pero nada raro —dijo Flores.
Milo copió la información.
—Gracias, Kenny. Mételo en una bolsa.
* * *
De vuelta en el rellano, me dijo:
—Podríamos hablar con ese doctor. —Media sonrisa—. Tal vez sea cirujano.
Pidió su teléfono al 411 y le pasaron una lista.
—Bernhard Shacker, doctor en medicina, North Bedford Drive, Beverly Hills. Un colega, Alex: eso lo hace más interesante, ¿no? Es obvio que Vita tenía eso que vosotros llamáis asuntos pendientes, a lo mejor había decidido pedir ayuda, probar alguna terapia, y cambió de idea. ¿Cómo es eso que usáis para describir a los zumbados que más se resisten?
—Mortadela con pánico al cortafiambres.
—Pues la cortó de todos modos. A lo mejor Shacker nos puede informar sobre su personalidad. ¿Lo conoces?
Meneé la cabeza.
—Bedford Drive —dijo él—. Eso está en la zona de los divanes caros, me parece un poco pijo para alguien que vivía como Vita.
Marcó el número de Shacker, escuchó, frunció el ceño y colgó.
—Palabrería grabada —dijo—. Me gusta más como lo haces tú.
Yo todavía uso un servicio de respuesta personal, porque en el corazón de mi trabajo está la idea de hablar con las personas.
—No le has dejado ningún mensaje.
—No quería asustarlo para que no se ponga maniático con el rollo de la confidencialidad. También he pensado que podrías encargarte tú de hablar con él. De un controlador de mentes a otro.
—Y de paso podemos averiguar cómo funciona la transmigración de las almas.
—No esperaría menos de ti, amigo. ¿Lo harás?
Sonreí.
—Perfecto, vamos a echarle un vistazo a ese restaurante —dijo.
* * *
Dejó el coche en el escenario del crimen y nos fuimos hacia Robertson, dirección oeste, en mi Seville. Bijou: A Dining Place, con su fachada de ladrillo visto, estaba lo suficientemente cerca de la Autopista 10 para que su letrero se captara pronto. El ladrillo parecía mugriento, pero el ventanal brillaba.
El desayuno especial del día era de panqueques con arándanos. El horario que anunciaban, decía «Desayunos y comidas. Cerramos a las tres de la tarde».
El interior del restaurante hacía pensar que probablemente se trataba de un bar venerable remodelado para que pareciera aún más viejo. Desde la frescura de los asientos verdes de plástico hasta las mesas de laminado que fingían ser de fórmica, como si las hubieran ascendido. En las paredes se veían los clásicos retratos de estrellas del cine que suelen verse en las lavanderías, junto con paisajes en blanco y negro de Los Ángeles antes de las autopistas.
Había un hombre sentado a la barra, leyendo The Wall Street Journal mientras se tomaba un café con una pasta. Tres de las siete mesas estaban ocupadas: en la parte delantera, dos madres jóvenes intentaban charlar mientras atendían a unos bebés de babero que se retorcían en sendas tronas. Detrás de ellas, un musculoso hombre con cara de manzana, de unos treinta, se zampaba un bistec con huevos mientras rellenaba un libro de crucigramas. Al fondo, un mensajero vestido con uniforme marrón, tan canijo que podría haber sido un jockey, se concentraba en una montaña de panqueques mientras se movía al ritmo de su iPod. Los dos hombres nos miraron cuando entramos y luego regresaron a sus respectivos entretenimientos. Las mujeres estaban tan ocupadas con sus criaturas que ni se dieron cuenta.
Una camarera joven, rubia, bien formada, con los antebrazos tatuados, se ocupaba sola del turno. Había un cocinero en la plancha, con cara de inca, sudando al otro lado del pasaplatos.
Milo esperó a que la camarera rellenase la taza de café del hombre del Wall Street antes de acercarse.
—Sentaos donde queráis, chicos —dijo ella.
Su nombre parecía un gorjeo en la etiqueta que llevaba prendida en el pecho: Hedy. La placa de Milo le arruinó la sonrisa. El viejo dejó el periódico a un lado e hizo ver que no estaba escuchando.
—Déjenme localizar al dueño —dijo Hedy.
—¿Conoces a Vita Berlin? —preguntó Milo.
—Viene a comer.
—¿A menudo?
—Más o menos —contestó ella—. ¿Como unas dos veces por semana?
—Y ahora —intervino el viejo—, ¿qué ha hecho esa?
Milo se encaró a él:
—Morirse.
—Ay, Dios —exclamó Hedy.
Impasible, el viejo preguntó:
—¿Cómo?
—No de muerte natural.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Suicidio? ¿Accidente? —Una ceja blanca y tupida se comprimió hasta adoptar la forma de un aro de croquet—. ¿Aún peor? Ya, probablemente fue peor, si el comisario se digna venir por aquí.
—Oh, Sam —dijo Hedy.
El viejo le dirigió una mirada apenada.
Milo se volvió hacia él.
—Usted conocía a Vita.
—Lo suficiente para que me cayera mal. ¿Qué le ha pasado? Seguro que le ha soltado alguna burrada al tipo equivocado y él la ha pillado y le ha dado una buena paliza.
Hedy dijo:
—Ay, Dios, Sam, esto es terrible. ¿Puedo ir a buscar a Ralph, agentes? Está ahí detrás.
—¿Ralph es el dueño? —preguntó Milo.
El viejo añadió:
—De este exquisito establecimiento.
—Claro.
Hedy salió corriendo hacia la señal de «Salida».
El viejo dijo:
—Tienen un rollo. Ella y Ralph.
—¿Sam? —preguntó Milo.
—Samuel Lipschitz, actuario diplomado —se presentó el viejo—. Benditamente jubilado.
Llevaba una chaqueta de punto, de un color naranja chamuscado, encima de una camisa blanca abrochada hasta el cuello, pantalones grises de arpillera, calcetines de rombos, zapatos marrones de cordones.
—¿Qué es lo que no le gustaba de Vita, señor Lipschitz?
—O sea que me confirma que la han matado.
Alzó la voz en la última palabra, provocando que las dos madres se volvieran para mirar. El mensajero y el de los crucigramas no reaccionaron.
—No le sorprendería —aventuró Milo.
—Sí y no —respondió Lipschitz—. Sí, porque el asesinato no es algo que ocurra tan a menudo. No, porque, como ya le he dicho, tenía una personalidad provocadora.
—¿A quién provocaba?
—Como bruja, creía en la igualdad de oportunidades.
—¿Aquí solía crear problemas?
—Entraba pavoneándose como un hombre, se desplomaba en un cubículo y se ponía a mirar con mala cara, como si estuviera esperando que alguien le brindara la ocasión para montar una bronca. Como todo el mundo sabía de qué iba, la ignorábamos. Se enfurruñaba, pedía su comida, se enfurruñaba más todavía, pagaba y se iba. —Lipschitz chasqueó la lengua—. Así que acabó provocando demasiado a alguien, ¿eh? ¿Cómo lo han hecho? ¿Dónde la han matado?
—No puedo entrar en detalles, señor.
—Dígame sólo una cosa. ¿Ha sido por aquí? Yo ya no vivo en el barrio, me mudé a Alhambra cuando me jubilé. Pero vuelvo porque me gustan las pastas, se las compran a un pastelero danés de Covina, en la otra punta. Así que si hay algo de lo que deba preocuparme, en lo que se refiere a mi seguridad, le agradecería que me lo dijera. Tengo setenta y cuatro años y me gustaría pellizcar unos cuantos más.
—Por lo que hemos podido ver, señor, no tiene de qué preocuparse.
—Eso es tan ambiguo que no significa nada —dijo Lipschitz.
—No ha sido un crimen callejero. No parece relacionado con ninguna banda, ni con un robo.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—En algún momento de esta noche pasada.
—¿Si vengo de día puedo estar tranquilo?
—Señor Lipschitz, ¿hay algo de Vita que quiera decirnos?
—¿Aparte de que era corrosiva y antisocial? Oí una cosa, pero no la supe de primera mano. Una pelea, aquí mismo. Hace cuatro o cinco días. Yo estaba en Palm Springs, visitando a mi hijo. Me perdí mis pastas y toda la juerga.
—¿Quién se lo contó?
—Ralph… Ahí está, que se lo cuente él mismo.
* * *
Ralph Veronese no tendría más de treinta años, era alto y tirando a esquelético, con el pelo largo, oscuro y denso, pómulos de estrella del rock y postura encorvada. Llevaba una camisa blanca de las que usan los que juegan a bolos, vaqueros finos muy caídos, botas de trabajo, un diamante en el lóbulo izquierdo.
Tenía las manos ásperas, la voz suave. Preguntó si podíamos hablar fuera y cuando Milo asintió, dio las gracias con gran profusión y nos guio a través del café para salir a un callejón trasero. Había una única plaza de aparcamiento, ocupada por una furgoneta roja.
—Hedy me acaba de contar lo de Vita. No me lo puedo creer.
—¿No le parece que pudiera haber nadie con ganas de lastimarla?
—No, no quiero decir eso. No me refiero a que la hayan lastimado. Sólo que… alguien conocido. Estuvo aquí hace un par de días.
—¿Era clienta habitual?
—Dos, tres veces por semana.
—Le encantaba la comida.
Veronese no contestó.
—¿Algo debía de atraerla hasta aquí? —dijo Milo.
—Que podía venir andando desde su casa. Eso me dijo una vez. «No es que seas un gran cocinero. Así no gasto gasolina». Yo le dije: «Y con un poco de suerte, nosotros tampoco te damos gasolina». No se rio. Nunca se reía.
—Una cascarrabias.
—Ah, sí.
—El señor Lipschitz dice que tuvo alguna pelea aquí hace unos cuantos días.
Veronese se toqueteó el pendiente.
—Estoy seguro de que eso no tuvo nada que ver con lo que le haya pasado.
—¿Y eso por qué, señor Veronese?
—El señor Veronese era mi abuelo, para mí basta con Ralph… Sí, Vita tenía una personalidad muy dura, pero no veo que nada de lo que ocurrió aquí sea relevante.
—Cuéntenos esa pelea, Ralph.
El hombre suspiró.
—Su comportamiento fue inexcusable, pero ni siquiera sé cómo se llamaba esa gente. ¡Era la primera vez que venían!
—¿Qué pasó?
—Llegó esa gente con su criatura. Vita ya estaba aquí, leyendo el Times, que siempre lo pedía prestado, y comiendo algo.
—¿Cuántos eran?
—Madre, padre, la criatura… De cuatro o cinco años, no soy bueno para adivinar edades. —Veronese se toqueteó un mechón del flequillo y lo dejó bien colocado sobre la ceja izquierda—. Sin pelo. La criatura. Esquelética, con esos ojos enormes. Como los que se ven en los anuncios para salvar a los niños que pasan hambre. —Se dio una palmada en la cara interna del codo—. Llevaba una venda grande aquí. Como si la hubieran pinchado mal con una inyección. Era una niña, una niña pequeña.
—Parece una niña pequeña y enferma —dije.
—Exacto. Supuse que sería cáncer, o algo por el estilo —dijo Veronese. Suspiró—. Cuando ves algo así, te dan ganas de llorar.
—Vita no lloró —dije.
—Ay, joder. —Se le tensó la voz—. Yo ya sabía que era un coñazo, pero no se me hubiera ocurrido que pudiera pasar algo así. Si no, los hubiera sentado lejos de ella. Los senté justo a su lado para que Hedy lo tuviera más fácil, ¿me entiende?
—¿Y a Vita no le gustó?
—Al principio dio la impresión de que no se fijaba en ellos, se quedó leyendo y comiendo, todo fantástico. Luego la cría empezó a hacer ruidos. No era nada molesto, como un quejido, ¿eh? Como si tuviera un dolor, como si le doliera algo. Los padres se inclinaban hacia ella y le susurraban cosas. Intentaban consolarla, supongo. Siguió un rato así. El quejido. Luego la cría se calmó. Después empezó a gemir otra vez y Vita soltó el periódico y le lanzó una mirada, ya sabe cómo.
—¿Enfadada?
—Enfadada, con rabia en los ojos —dijo Veronese—. ¿Cómo lo llaman? Ojos como puñales. Como si pudiera acuchillar a alguien con ellos. Mi abuela solía decir eso: «No me mires con esos puñales, que me vas a desangrar». Eso es lo que hacía Vita, mirar con ojos como puñales. Directamente a la niña. Los padres no se daban cuenta, estaban concentrados en su hija. Al fin se volvió a calmar, Hedy les tomó nota y ofreció un donut a la niña, pero los padres dijeron que su estómago no lo aguantaría. Vita murmuró algo, el padre la miró, Vita lo fulminó con la mirada y se volvió a esconder en el periódico. Entonces la cría empezó a gemir otra vez, un poco más fuerte. El padre se acercó a la barra y me pidió un helado. Como si le pareciera que con eso podía calmar a la cría. Le dije que por supuesto y preparé uno de dos bolas. Él volvió a la mesa y trató de dárselo a la niña, pero ella lo probó y dijo que no lo quería. Se puso a llorar de nuevo. De repente, Vita salió de su cubículo y se plantó así. —Veronese puso los brazos en jarras—. Los miraba así, desde arriba, como si fueran diablos. Entonces dijo algo y el padre se levantó también y se pusieron a pelear.
—¿Cómo?
—Discutían. No pude oír lo que decían porque había vuelto a la cocina, y Hedy también, así que sólo oímos una especie de conmoción. Pensé que le había pasado algo a la niña, alguna urgencia médica. Así que volví corriendo y me encontré al padre y a Vita gritándose a la cara y él parecía a punto de… Estaba enfadado de verdad, pero su mujer le agarró el brazo y lo contuvo. Vita dijo algo que le hizo librar el brazo y levantar un puño. Lo sostuvo así, en lo alto. Temblando. Todo él temblaba. Luego se calmó, agarró a la niña en brazos y echó a andar hacia la puerta. Lo curioso es que en ese momento la niña estaba calmada. Como si no hubiera pasado nada. —Volvió a toquetearse el pendiente—. Salí corriendo, les pregunté si podía hacer algo por ellos. Me sentía como una mierda, o sea, la cría estaba enferma, ¿no? Si se encontraba mal, no era por su culpa. El padre me miró, me dijo que no con un meneo de cabeza y se fueron en coche. Cuando volví a entrar, Vita estaba en su mesa, sonriendo. Me dijo: «Hay gente que no tiene clase. Les he preguntado por qué esa gente se cree que los demás queremos ver a su niñata enferma, ¿para que nos fastidien el apetito? La gente enferma tiene que ir a un hospital, no a un restaurante».
—Descríbame a esa gente —dijo Milo.
—Treinta y cinco o cuarenta —contestó Veronese—. Bien vestidos.
Desvió la mirada.
—¿Algo más? —le dije.
—Negros.
—Lo de «esa gente» no estuvo muy bien.
—Sí —admitió Veronese—. Fue una maldad.
—¿Alguna vez había dado otras muestras de racismo?
—No, odiaba a todo el mundo. —Frunció el ceño—. Con gusto la habría echado, pero ella siempre estaba poniendo denuncias. Bastante me cuesta mantener esto a flote, sólo me faltaba una denuncia.
—¿A quién había denunciado?
—A la empresa para la que trabajaba, por algún tipo de discriminación. Le pagaron para llegar a un acuerdo, de eso vivía.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Ella. Fanfarroneaba.
—La gente con la que tuvo ese lío. Entre treinta y cinco y cuarenta, bien vestidos y negros. ¿Qué más?
—Llevaban un Mercedes. No uno de los grandes, un familiar pequeño. —Veronese se rascó la sien—. Color plata, creo. Estoy seguro de que no han tenido nada que ver.
—¿Y eso?
—¿Cómo iban a saber quién era y dónde encontrarla?
—A lo mejor la conocían de antes.
—No lo parecía —dijo Veronese—. O sea, no se llamaron por su nombre, ni nada por el estilo.
—¿Con quién más solía hablar Vita?
—Todo el mundo la dejaba en paz.
—Grandes propinas, ¿verdad?
—¿Está de broma? Sí, claro que lo está. Como máximo un diez por ciento y por cada cosa que la molestaba restaba un punto. Y te lo decía. Hedy siempre se ríe, ella sólo está aquí para echarme una mano, lo suyo es cantar, canta en un grupo. Yo toco el bajo, detrás de ella. —Una sonrisa—. Me gusta mirarla desde atrás.