22

La puerta de la casa de los Wheeling se cerró a nuestras espaldas y nos dirigimos al coche particular.

—Tipo grandullón con una pelliza. Usfel lo cabreó a lo grande, y seguro que Vita también. —Frunció el ceño—. Y el amable señor Quigg consiguió de algún modo cruzarse con él en un mal momento.

—Su confrontación con Usfel —opiné— tuvo un episodio único y breve, y sólo en su mente alcanzó proporciones gigantescas. Puede que sus enfrentamientos con los demás tampoco fueran muy dramáticos.

—Un tipo susceptible.

—Lo cual aumenta el factor sorpresa. —Entramos en el coche y seguí hablando—: Una diferencia en el caso de Usfel es que la ató. A lo mejor fue porque la había visto en acción y sabía que era dura y representaba una amenaza.

—No tan dura como para no ceder con facilidad, Alex. No había ninguna señal de pelea en ese dormitorio.

—Tal vez la controlara con un arma de fuego. Es probable que ella diera por hecho que la iba a violar y pensara que podría negociar por su vida, sin imaginar siquiera qué buscaba él.

—Si usó un arma de fuego con la Usfel, también pudo hacerlo con los demás. Pum, pum, traigo una pizza, aquí está mi amiguita de acero. La borrachera de Vita pudo facilitarle las cosas. Y un tipo como Quigg no se defendería peleando. Bueno, pongámosle cara al niño del coro.

Llamó a Alex Shimoff, un agente de Hollenbeck con auténtico talento como dibujante, con quien ya habíamos trabajado en otras ocasiones. Como Shimoff no contestaba ni en su casa ni en el móvil, le dejó un mensaje y probó con Petra Connor, en la comisaría de Hollywood. La misma historia.

Encendió el motor.

—Como no me diste una mantita, te voy a matar. Es un motivo comprensible.

—Esa clínica trabaja con mutuas y Vita tuvo que ver con una demanda. A lo mejor ella y Pelliza se conocieron allí, o en cualquier lugar parecido. Aunque las supuestas lesiones de Vita eran emocionales; no necesitaba ningún escáner y dudo que la Well-Start se los pagara.

—A lo mejor su abogado hizo un trato con Ostrovine, o con alguien parecido. El problema es que no consigo averiguar quién llevó la demanda. La Well-Start no quiere decirlo y, como llegaron a un acuerdo previo, no consta en ningún archivo. Lo volveré a intentar con ellos.

Arrancó hacia la estación. Al cabo de unos cuantos kilómetros se me ocurrió algo:

—Que quisiera una manta, pese a que ir más abrigado de la cuenta puede implicar algún problema psiquiátrico. Pero también podría significar que su cuerpo no regula bien la temperatura. Y eso podría deberse a alguna afección física.

—¿Como cuál?

—Lo primero que se me ocurre es una disfunción de la tiroides. Nada tan grave como para incapacitarlo, pero sí lo suficiente como para sumar unos kilos de más y estar siempre helado. Y el hipotiroidismo también puede aumentar la irritabilidad.

—Perfecto —dijo—. Si alguna vez lo pillamos, su abogado aducirá una capacidad limitada por culpa de sus malas glándulas. Me gusta la otra cosa que has dicho: su camino se cruzó con el de Vita en algún procedimiento clínico. Una discusión de sala de espera. Conociendo el tacto que empleaba Vita, me la imagino burlándose del maldito abrigo y puede que bastara con eso.

—¿En el papel que te enseñaron en la Well-Start había algo que indicara que a ella le habían hecho alguna evaluación médica?

—No, pero… ¿quién sabe? Si tenemos en cuenta que parece obvio que el tipo está desequilibrado, a lo mejor se encontró con Vita en la oficina de Shacker.

—Shacker tiene separada la salida para que los pacientes no se crucen, pero todo puede ser.

—¿Por qué no lo llamas y averiguas si conoce a Pelliza?

—No estaba muy cómodo hablando de Vita y pedirle que identifique a un paciente estaría fuera de lugar, en el apartado ético, salvo que pudiéramos demostrar que una persona concreta corre algún riesgo inminente.

—La persona concreta es su maldita próxima víctima… Sí, tienes razón, pero llámalo igualmente. Necesito hacer algo.

Llamé y dejé un mensaje en el buzón de voz de Shacker.

—Gracias —dijo Milo—. ¿Más ideas?

—Ostrovine ha dado un paso atrás cuando lo hemos amenazado con cerrarle la clínica un día. Si ha mentido acerca de Vita, puede que acabe dándonos información.

—Volvamos —dijo—. Si se resiste, le agarro esa estúpida alfombra que lleva en la cabeza y se la secuestro.

* * *

Esta vez, Ostrovine nos hizo esperar veinte minutos.

Cuando entramos en su despacho había papeles en el escritorio. Columnas de números, tal vez planes financieros. Dejó sobre la mesa su Cross de oro y dijo:

—¿Y ahora qué, teniente?

Milo se lo dijo.

—Está de broma.

—No hay nada de broma en el asesinato de la doctora Usfel, señor.

—Claro que no —respondió Ostrovine—. Pero no puedo ayudarles. En primer lugar, nunca supe nada de ningún enfrentamiento entre Glenda y un paciente. En segundo lugar, sigo sin creer que el asesinato de Glenda tuviera nada que ver con su trabajo aquí. Y en tercero, como ya les dije, no sé nada de nadie llamado Vita Berlin.

—Nos consta que hubo un enfrentamiento —dijo Milo—. ¿Cómo se explica que nadie escribiera un informe?

—Es obvio que la doctora Usfel nunca informó a los de seguridad de la necesidad de hacer un informe, porque lo consideraba un episodio insignificante. —Ostrovine apoyó las palmas en la mesa. Milo acababa de acercar su silla. Tenía el peluquín al alcance de la mano—. Y, francamente, yo también.

—¿Quién les envió ese paciente?

—¿Cómo quiere que se lo diga, si ni siquiera sé cómo se llama?

—Compruebe la lista de pacientes de ese día.

—No saldrá en la lista porque los servicios incompletos no se archivan.

—¿Ni siquiera los antecedentes?

—Nada —insistió Ostrovine—. ¿De qué nos serviría amontonar datos ajenos? Bastantes problemas tenemos ya con el espacio que ocupan los archivos.

—¿Y si al paciente lo enviaron también para alguna otra prueba que sí se completó?

—Me está pidiendo que revise toda la base de datos de mis pacientes.

—Sólo los varones blancos atendidos hace dos meses, con un margen de un par de semanas arriba o abajo.

—Es una brutalidad —protestó Ostrovine—. ¿Y qué he de buscar? ¿Ropa inadecuada? No apuntamos la vestimenta de los pacientes en su historial.

—Usted sepárenos a los varones blancos de un abanico determinado de edades y nosotros trabajaremos a partir de ahí.

—No puede ser, teniente. Incluso si tuviera el personal suficiente para esa clase de rapiña, la ley nos lo prohíbe.

—Por lo que se refiere al personal, le puedo enviar un par de agentes.

—Muy generoso por su parte —dijo Ostrovine—, pero eso no arregla el problema principal: hurgar en los historiales de los pacientes sin una justificación clara es ilegal.

Milo esperó.

Ostrovine toqueteó el bolígrafo y se llevó una mano al tupé, como si esperase un ataque.

—Miren, muchachos, Glenda era de los nuestros, su muerte es una tragedia y si yo les pudiera ayudar no dejaría pasar esa oportunidad. Pero no puedo. Tienen que entenderlo.

—Entonces nos veremos obligados a recurrir a una citación, señor. Y eso provocaría todos los atrasos que ya comentamos en su momento.

Ostrovine chasqueó la lengua.

—No comentamos nada, teniente Sturgis. Usted me amenazó. Ya entiendo que tienen un trabajo importante por cumplir. Pero seguir intimidándome no les va a funcionar. He hablado con mis abogados y me han dicho que nunca llegarían tan lejos.

Milo se levantó.

—Eso ya lo veremos.

—No veremos nada, teniente. Las normas están claras. Lo siento. De verdad. Pero lo que ocurrió en la sala del escáner fue una cosa normal.

—Rutina, como siempre.

—Personas, como siempre —contestó Ostrovine—. Si juntas a unas cuantas, acabarán dándose cabezazos. Pero entre eso y un asesinato hay mucha distancia.

—La naturaleza humana —dijo Milo—. Se aprende mucho de ella con todas esas estratagemas para timar a las mutuas, ¿verdad?

La sonrisa de Ostrovine dio un acelerón hacia la sinceridad, pero derrapó justo antes de llegar.

—Yo lo aprendo con la realidad.

* * *

Cuando volvíamos hacia la comisaría el doctor Bern Shacker me devolvió la llamada.

Faltaban diez minutos para la hora en punto. Un hueco entre dos pacientes.

Le di las gracias.

—¿Ha detenido a alguien la policía? —preguntó.

—Puede que tengan una buena pista.

Le describí al hombre de la pelliza.

Silencio.

—Doctor…

—Pero no han detenido a nadie. O sea que me está contando esto porque…

—Nos preguntábamos si Vita pudo haberse cruzado con él. Quizá durante algún examen médico. No quiero meterle en ningún lío, pero podríamos encontrarnos en un caso Tarasoff.

—¿Peligro inminente? —dijo—. ¿Para quién?

—Ha matado a otras dos personas.

—Es horrible, pero obviamente ya no corren ningún peligro.

—Es una situación muy compleja, Bern.

—Lo sé, lo sé. Horrenda. Bueno, por suerte no es paciente mío. Nadie ha venido vestido así a mi consulta.

—De acuerdo, gracias.

—Uno que se amortaja… —añadió—. Eso suena un poco a esquizofrenia, ¿no?

—O algún problema médico.

—¿De qué tipo?

—Hipotiroidismo.

—Hmm… Interesante. Sí, supongo que sí. Pero yo me inclinaría por lo psicológico. A juzgar por lo que ha hecho. Y suena como si reaccionara a alguna amenaza. En el fondo, los psicópatas están desesperados, ¿no? Muerden por miedo, no porque sean perros feroces.

—Cierto.

—Menudo follón —concluyó Shacker—. Pobre Vita. Y también los demás.

* * *

Justo antes de doblar por Butler, Alex Shimoff devolvió la llamada.

—¿Necesita otra obra maestra, teniente?

—Usted es mi artista, agente.

—La última vez fue fácil —dijo Shimoff—. La novia del doctor Delaware tenía buen ojo para los detalles y me dio mucho material para trabajar.

—Nada como un buen reto —respondió Milo.

—Estoy casado y tengo hijos. Yo sé lo que es un reto. Bueno, ¿cuál es el programa?

—Le volveré a llamar para decirle dónde y cuándo.

—Mañana me iría bien —apuntó Shimoff—. Tengo un día libre y mi mujer quiere que vaya de compras con ella, así que igual usted me libra de eso.

* * *

Al llegar a su oficina Milo llamó a Maria Thomas, la ayudante del jefe, y le contó su intención de hacer llegar a los medios de comunicación lo de los interrogantes, así como un retrato robot del sospechoso, y le pidió que interviniera para conseguir la colaboración de Asuntos Públicos.

—Los caballos van delante del carro, Milo —dijo ella.

—¿Perdón?

—Consigue tu retrato, pero nadie va a colaborar hasta que la decisión básica se cosifique. Es una palabra curiosa, pero define bien la realidad. Significa que el jefe da su permiso.

—¿Es una orden suya?

—¿Hay alguien más que pueda darla?

Maria Thomas colgó. Milo maldijo y llamó a Margaret Wheeling. Había tenido tiempo suficiente para repensarse su oferta de cooperación, adujo que en realidad no había visto al hombre de la pelliza con claridad suficiente como para sernos de utilidad. Milo tuvo que trabajársela un poco para conseguir que accediera a sentarse con Shimoff.

Estaba a punto de coger uno de sus puritos largos cuando sonó el teléfono.

—Homicidios, Sturgis.

—Sólo faltaría —dijo una voz áspera, cargada de acento de Brooklyn—. Es tu puta extensión.

—Buenas tardes, señor.

—¿Cuándo falla todo lo demás recurrimos a los artistas? —preguntó el jefe.

—Cualquier cosa que funcione, señor.

—¿Tienes suficientes datos como para que salga un retrato decente? Porque lo más probable es que sólo tengamos una ocasión para darle un bocado a esa manzana, y no quiero malgastarla con una mierda irreconocible.

—Yo tampoco, señor, pero a estas alturas.

—Todo lo demás no ha funcionado, estás atascado, te acojona que salgan más víctimas. Ya lo pillo, Sturgis. Por eso me he tragado el orgullo y he llamado a un tipo del buró que es un burócrata inútil, pero antes era un mandamás en ciencias del comportamiento en Quantico. No es que me parezca que sus perfiles de mierda valgan más que el rollo de un charlatán de feria, por eso lo he llamado personalmente, le he dicho que se olvide de sus estúpidos cuestionarios y me diga lo primero que se le ocurría sobre un zumbado que se dedica a partir cuellos y luego raja las tripas y se pone a jugar con ellas. Me ha soltado un gran discurso de sabiduría médica, así que ahora te toca a ti escucharlo: varón blanco, entre veinticinco y cincuenta, probablemente solitario, probablemente no tiene una vida doméstica feliz, probablemente vive alguna situación extraña en su casa, probablemente se la pela pensando en lo que ha hecho. ¿Es mucho peor que lo que te ha dado Delaware hasta el momento? A ver, ¿qué pinta tiene ese sospechoso cuya imagen quieres endosar a un público neurótico?

—Blanco, entre treinta y cuarenta.

—Ahí está —dijo el jefe—. Pura ciencia.

—Lleva un abrigo grueso haga el tiempo que haga —añadió Milo.

—Gran dato, esconde un arma.

—Podría ser, señor, pero el doctor Delaware considera que también podría ser síntoma de alguna enfermedad mental.

—Ah, ¿sí? —El jefe se echó a reír—. Un puto genio. Yo diría que su gusto por rajar los intestinos de la gente más bien confirma ese dato.

—Desde luego que sí —dije yo.

Silencio.

—Ya me imaginaba que estaba por ahí, doctor. ¿Cómo le trata la vida?

—Bien.

—No puedo decir lo mismo. Recuerdos de parte de Charlie.

Charlie era su hijo y era mentira que mandara recuerdos. Era un muchacho brillante y alienado, y me había pedido que le escribiera una recomendación para la universidad, pero luego me había enviado un par de correos electrónicos al mes desde la escuela privada que usaba precisamente para librarse de la universidad.

Odiaba, amaba y temía a su padre; nunca lo habría usado como mensajero.

—Espero que le vaya bien —dije.

—Es Charlie. Por cierto, el departamento le debe dinero todavía por su asesoría en el último caso.

—Cierto.

—No ha llamado a mi oficina para reclamarlo.

—¿Hubiera servido de algo?

Línea muerta.

—A la vista de la ineptitud de nuestra burocracia, su lealtad es loable, doctor. Entonces, ¿está de acuerdo en que difundir la jeta de este lunático es buena idea?

—Creo que si damos la información justa tiene buen potencial.

—¿Qué quiere decir «la información justa»?

—Limitarnos al retrato robot y al asunto de los interrogantes y no permitir que se filtre el dato de que cualquiera podría ser su próxima víctima.

—Ya, eso provocaría un pánico de cagarse, ¿verdad? Hablando de los interrogantes, ¿qué diablos significan? El tipo del FBI dice que nunca ha visto algo igual. Miró en sus archivos y no había nada. Los únicos casos parecidos se remontan a Jack el Destripador, y hay tantas diferencias entre él y nuestro hombre que esa sería una vía muerta.

—No lo sé.

—¿Qué es lo que no sabe?

—Lo que significan los interrogantes.

—Viva la formación universitaria. ¿Qué opina de dar a conocer el detalle del abrigo? Podría ayudar a algún ciudadano a recordar algo.

—También podría provocar que nuestro hombre malo se deshiciera del abrigo y nos quedáramos sin esa prueba potencial.

Silencio.

—Sí, esa puta prenda puede estar llena de salpicaduras, jugos gástricos, cualquier cosa. De acuerdo, demos la información justa. Aun así, te las puedes ver jodidas. Me refiero a ti, Sturgis. A lo mejor se ve en el telediario de la tarde y se las pira.

—Siempre puede pasar, señor.

Otro silencio, esta vez más largo.

—Doctor, ¿qué opina de la posibilidad de que aparezca otra víctima, más pronto que tarde?

—Es difícil de saber.

—¿Es lo único que sabe hacer? ¿Esquivar preguntas?

—Esa se contesta sola, jefe.

—Típico humor de loqueros —contestó—. No cuente con protagonizar una comedia en la tele próximamente. ¿Sigues despierto, Sturgis?

—Completamente.

—Sigue así.

—Quiera dios que nunca duerma, señor.

—Mejor digamos —apuntó el jefe— que yo te lo prohíbo.