9

Me recogió a la mañana siguiente.

—¿Has traído los tapones de cera? Vive cerca del aeropuerto. Casi en la misma pista de despegue. Será por eso.

Me pasó dos hojas de papel. La primera contenía el historial económico de Samantha Pelleter. Dos bancarrotas en los últimos diez años, con un desahucio en San Fernando y un montón de tarjetas de crédito confiscadas. En la segunda estaban las notas que había tomado a mano: Pelleter no tenía historia criminal, ni ninguna propiedad. En los archivos del condado aparecía un divorcio, seis meses antes del desahucio.

—Su cargo es muy descriptivo: consultora de cualificación. Parece que tanto eso como la dirección de fiestas de la empresa alimentaban más su ego que su cuenta bancaria. Estamos ante una dama que iba cuesta abajo y me pregunto si eso tendrá algo que ver con algún problema mental.

—He encontrado una foto suya. Es bajita.

—Lo sé, tengo sus datos. Así que tiene una amiga alta. A lo mejor alguna amiga suya en Well-Start a la que Vita también acusó.

—¿Y la ha matado para vengarse?

—Un motivo bien clásico.

—Tal vez.

—No lo crees.

—No sé lo suficiente para creer nada.

Se echó a reír.

—Como si el motor se parase alguna vez.

* * *

Samantha Pelleter vivía en un edificio de apartamentos de dos pisos que ocupaba una manzana entera a escasa distancia del Boulevard Sepulveda. El estuco, envejecido, tenía el color del pollo mal congelado. Los aviones, al descender en trayectorias que parecían demasiado abruptas, proyectaban unas sombras terribles que volvían irrelevante cualquier conversación. El aire olía a gasolina de aviones. No se veía ni un árbol.

Pelleter vivía en un piso de planta baja, en el lado oeste del edificio. El medio segundo que separó el timbrazo de la apertura de la puerta reveló que nos estaba esperando. Por su mirada y por las uñas mordisqueadas, no había sido una espera muy relajada.

Milo se presentó.

—Claro, claro, entren. Por favor.

El piso era pequeño, oscuro, con muebles impersonales, no muy distinto del de Vita Berlin.

La mujer a la que Vita había acusado de liderar su acoso era una figura encogida, con una voz temblorosa y la resignación de hombros caídos propia de los niños cuando esperan una bofetada. Sus ojos, humedecidos, eran de un azul que se contagiaba a toda su expresión. El rubio había cedido el paso casi por completo a las canas. Llevaba el pelo corto, irregular, como si se lo hubiera cortado ella misma. No dejaba de toquetear el dobladillo de su sudadera, de un rojo desleído. Su único adorno era un colgante de cristal deforme que pendía de un cordón negro. El cristal estaba desportillado en una esquina.

Nos ofreció unas sillas plegables, tras sacudir el polvo de los asientos, y se metió a toda prisa en la cocina abarrotada, de donde salió con una bandeja de plástico en la que llevaba una jarra, dos tazas, un bote de café instantáneo, un par de bolsitas de té, unos cuantos sobres de azúcar y un edulcorante.

—Agua caliente —dijo—. Así pueden tomar café o té, según prefieran. Sólo tengo descafeinado, lo siento.

—Gracias, señora Pelleter —dijo Milo, aunque él no tocó nada de la bandeja, ni yo tampoco.

—Ay, me he olvidado de las galletas —dijo la mujer. Y se dio media vuelta.

—No hace falta, señora Pelleter —dijo Milo, al tiempo que le apoyaba una mano en el antebrazo—, aunque se lo agradezco de nuevo. Y ahora, por favor, siéntese para que podamos hablar un poco.

Ella se toqueteó un índice, como si quisiera quitarse un anillo inexistente. Obedeció.

—¿Hablar sobre Vita? No lo entiendo, después de todo lo que pasó el año pasado yo creía que se había terminado ya.

—La denuncia.

—No me dejan hablar de eso, lo siento.

—Debió de ser un calvario —dije.

—Para ella no, que se hizo rica. Para los demás… No, no, no puedo hablar de eso.

—¿Las acusaciones eran falsas?

—Total, total, totalmente. Nunca le hice nada.

—¿Y los demás compañeros de la Well-Start?

—Yo… Ellos… Vita era la… Lo siento, no me dejan hablar de eso. De verdad que no.

—Por lo que nos han dicho —comenté—, Vita tenía problemas para llevarse bien con todo el mundo.

—Esa es la jodida verdad —dijo Samantha Pelleter. Se sonrojó—. Perdón por la expresión. Pero es que me… Me frustra mucho.

—¿La frustra? ¿Todavía están en contacto?

—¿Eli? No, no, qué va. No la he vuelto a ver. Y de verdad que no puedo hablar de eso. Los abogados dijeron que quien se lo saltara se podía dar por acabado porque a la empresa ya le había costado demasiado dinero… —Se llevó un dedo a los labios—. No sé qué me pasa, que siempre vuelvo a lo mismo.

—Lo pasó mal.

—Sí, sí, pero lo siento, no puedo. Necesito mi trabajo, lo necesito en serio. Bastante hay ya con que nos hayan recortado a veinticinco horas por semana. Por favor se lo pido. Lo siento si les he hecho perder el tiempo, pero no puedo.

—¿Qué le parece si hablamos de Vita aparte de la demanda?

—No sé nada de Vita aparte de la demanda. De todos modos, ¿qué está pasando? ¿Es que reclama algo más? ¿No tiene bastante con lo que sacó? Esa loca es la única que salió ganando.

—¿Despidieron a alguien por su culpa?

Samantha Pelleter meneó la cabeza.

—La empresa no quería más demandas. Pero nadie cobró ningún bonus.

—Y mientras tanto Vita se hacía rica.

—Zorra —dijo—. Sigo sin saber de qué va esto.

Me volví hacia Milo.

—Vita se ha metido en un problema —dijo.

—Oh —contestó Samantha Pelleter—. Oh, uau. —Una sonrisa nueva, de mejor marca. Se metió en la cocina, volvió con una caja de Oreos, sacó una y la mordisqueó—. ¿Me está diciendo que ha intentado chantajear a alguien más con falsas acusaciones y la han pillado? ¿Quieren que diga que se lo inventó? Me encantaría ayudarles, pero no puedo.

—Era una gran mentirosa, ¿eh?

—Ni se lo imagina.

—¿Qué otras mentiras dijo, aparte de lo de la demanda?

—Tenemos guiones y se supone que debemos atenernos a ellos. ¿Le importaba eso a Vita? Ni por asomo.

—Improvisaba.

—Vaya que sí. Como con un caso de gripe en el que se suponía que debíamos empezar pidiendo a los clientes que hicieran una lista de sus síntomas. Teníamos que ir despacio para que, si no era un caso serio, sólo por hablar de ello ya se daban cuenta de que no era gran cosa y cambiaban de idea y renunciaban a pedir hora. Si no era así, les sugeríamos alguna medicación de pago. Y que bebieran líquidos porque la pura verdad es que en muchos casos basta con eso. Si se ponían tozudos o volvían a llamar les preguntábamos si tenían fiebre, y si no la tenían les decíamos que probablemente ya estaban mejor, que el tiempo lo cura todo, aunque si de verdad necesitaban hora se la podíamos dar, pero era en horas de trabajo. Y siempre que la enfermera lo considerase oportuno. Si querían seguir adelante, los poníamos en la lista de la enfermera para que les devolviera la llamada. El sistema es así, ya se sabe.

—Y a Vita no le satisfacía.

—Vita metía material propio. Les daba consejos. Como que no pensaran en sus problemas. Que se concentraran en otras cosas, que el estrés era la causa de la mayor parte de los síntomas, no había más que verlo. Una vez, de hecho, le oí decir a alguien que se dejara de joder, que un catarro no daba para tanto. Cosas por el estilo.

—¿Y cómo reaccionaba la gente? —pregunté.

—No les gustaba —respondió—. A veces Vita les colgaba antes de que pudieran quejarse, a veces se quedaba a la escucha y les dejaba protestar. Sostenía el teléfono así. —Estiró el brazo—. Lo apartaba de la oreja, ya sabe. Se oía el ruido que salía por el auricular, como un «chirp chirp chirp». Vita sonreía y les dejaba seguir.

—Se lo pasaba bien.

—Es una de las personas más malas que he conocido.

—¿Algún cliente puso alguna queja contra ella?

—Claro que lo intentaban, pero era difícil. Nunca damos nuestro nombre y nos cambian de extensión cada dos por tres para que a nadie le toque el mismo cliente dos veces.

—Un muy buen nivel de atención al cliente —le dije.

—Así se rebajan los costes —contestó—. Para que los que están enfermos de verdad puedan recibir tratamiento.

—Usted la veía improvisar. Eso quiere decir que se sentaba cerca de ella.

—Justo a su lado. Si llego a ser más lista hubiera cerrado la maldita boca, pero me preocupaba que fuera a su rollo, así que le dije algo.

—¿Qué le dijo?

—¿Sabes qué, Vita? No deberías salirte del guión.

Hizo una mueca.

—No se lo tomó bien —dije.

—De hecho, no me hizo ni caso, como si no estuviera allí. Pero unos días después parecía muy enfadada, así que debió de enterarse.

—¿Enterarse de qué?

Pelleter desvió la mirada.

—Fui estúpida. Por preocuparme.

—Se lo contó a alguien más.

—No fui a ningún supervisor, sólo a otro de los consultores, y alguien debió de chivarse, porque a Vita la llamó un supervisor y cuando volvió a su cubículo tenía una mirada perdida, de loca de remate. No pasó nada hasta después de la primera pausa, pero entonces se me echó encima de repente diciendo que yo, que unos cuantos de nosotros éramos unos acosadores, que nunca la habíamos tratado como a un ser humano, que teníamos un plan para perseguirla.

—¿Cómo reaccionó usted?

—No hice nada. Estaba tan acojonada… Pero, no puedo hablar de eso. Por favor. No me pregunten más.

Milo se acercó más a ella.

—Samantha, le prometo que nada de lo que diga llegará a oídos de los abogados.

—¿Y cómo puedo estar segura? Yo nunca di un chivatazo sobre Vita, pero ella creyó que lo había hecho y así empezó todo.

Milo se situó a milímetros de sus rodillas.

—Sabemos guardar secretos, Samantha.

—En cualquier caso… Bueno, ¿qué está tramando esta vez?

—Yo sé que usted no la acosó, Samantha, pero ¿tuvo algún problema concreto con otros consultores?

—No cae bien a nadie, se cosecha lo que se siembra.

—¿Tenía un karma especialmente malo con alguien en el trabajo?

—Todo el mundo la esquivaba —dijo—. Pero nadie la acosó. Nadie. ¿Qué ha hecho para tenerlos tan interesados?

—Nada.

—¿Nada? Ha dicho que se había metido en un lío.

—Sí, Samantha. La peor clase de lío posible.

—No entiendo.

—Está muerta, Samantha.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Cómo?

—La han matado.

—¿Qué me está contando? ¡Qué locura!

Milo no contestó.

Ella fue corriendo a buscar un cigarrillo, se quedó mirando la nevera y regresó retorciéndose las manos.

—¿Asesinada? Ay, Dios mío, Dios mío, Dios mío. ¿Asesinada? ¿De verdad? ¿La han asesinado? ¿Quién? ¿Cuándo?

—El quién no lo sabemos. El cuándo, anteanoche, Samantha.

—Y entonces, por qué están… Oh, no, por Dios, eso sí que no, no irán a creer que yo… No, esto no iba así. O sea, a mí no… No me caía bien, pero… ¿algo así? No, no, no, no. No, uh-uh, no.

—Estamos hablando con todas las personas que tuvieran algo que ver con el pasado de Vita.

—¡Yo no tengo nada que ver con su pasado! Por favor. No lo aguanto.

—Lamento molestarla, Samantha.

—Me molesta. Me molesta absolutamente. ¿Que puedan pensar algo así? Que se les…

—Por favor, vuélvase a sentar, Samantha. Así podremos aclarar esto deprisa y la dejaremos tranquila.

Señaló la silla que ella acababa de abandonar. Ella se la quedó mirando y se dejó caer.

—De verdad que no puedo aguantar más estrés. Ya no aguanto… Mi jodido marido me la pegó con la que se suponía que era mi jodida amiga. Luego me dejó con una deuda cuya existencia ni siquiera conocía, pero que me hizo perder la casa y quedarme sin crédito. ¿Saben lo que tenía antes? Una casa de tres dormitorios en Tujunga, y tenía un caballo y salía a montar por Shadow Hills. Tenía un Jeep Wagoneer. Y ahora vienen ustedes pensando cosas terribles de mí y como vayan a contar esas cosas a la empresa ya ni siquiera tendré un trabajo.

—Nadie sospecha de usted, Samantha —dijo Milo—. Es puro protocolo. Y por eso le tengo que preguntar, por muy loco que le parezca… ¿Dónde estaba anteanoche?

—¿Que dónde estaba? Estaba aquí. Yo no salgo nunca, salir cuesta dinero. Estaba viendo la tele. Antes tenía una pantalla de cincuenta pulgadas. Ahora tengo una pantallita de ordenador en el dormitorio, todo es canijo, todo mi jodido mundo es canijo.

Se tapó la boca con las manos y se echó a llorar.

Tal vez fuera esto lo más parecido a un duelo que generaría la muerte de Vita Berlin.

* * *

Milo fue a buscar agua y cuando la mujer dejó de llorar le acercó el vaso a los labios, al tiempo que le apoyaba su gran manaza en el antebrazo.

Ella bebió. Se secó los ojos.

—Gracias.

—Gracias a usted por aguantarnos, Samantha. Y ahora, por favor, denos los nombres de las demás personas a las que Vita acusó de haberla acosado.

Yo esperaba algo de resistencia, pero Samantha Pelleter apretó la boca en un gesto perverso. Era una sonrisa difícil de describir.

De un cajón de la cocina sacó un trozo de papel y un bolígrafo. Escribió deprisa y se lo pasó a Milo, como si fuera un trabajo del colegio.

  1. Cleve Dawkins
  2. Andrew Montoya
  3. Candance Baumgartner
  4. Zane Banion

—Se lo agradezco, Samantha. ¿Alguna de estas personas tiene una fuerza inusual?

—Claro —respondió ella—. Zane es grande y fuerte. Es gordo, pero antes jugaba al fútbol. Y a Andrew le va el gimnasio. Va en bici al trabajo y siempre dice que, para empezar, si la gente se cuidara más, no enfermaría.

—¿Y qué me dice de Cleve y Candance?

—Son normales.

—Se atienen al guión.

—Todos lo hacemos —dijo—. De eso se trata.

* * *

Milo condujo por Sepulveda hacia el norte.

—Señorita Labios Sellados, pero en cuanto la asustas un poco delata a sus compañeros de trabajo. ¿Se te ha disparado alguna alarma?

—Como psicólogo, me preocupa su fragilidad. Como lacayo tuyo, no me parece una sospechosa seria.

—¿Lacayo? Vaya, yo pensaba que eras mi sabio, mi erudito.

—Bueno —dije—, había una vez un gallo especialmente molesto que no paraba de fastidiar a las gallinas del corral. Al final, el granjero se vio obligado a actuar. Castró al gallo y lo convirtió en un erudito.

Milo se echó a reír.

—Vale, pues sabio. Salvo que también tengas una historia para eso.

—Había una vez un gallo molesto…

—Buen truco. De todos modos, estoy de acuerdo. Si alguien carece del genio, la habilidad física y la inteligencia suficientes para hacer lo que le hicieron a Vita, esa es la vieja Samantha. Pero a lo mejor algún otro de los simpáticos de la Well-Start resulta más interesante.

Llamó a Moe Reed, le pasó los cuatro nombres y le pidió que buscara si tenían algún historial.

—Lo haré —dijo Reed—. De momento no he tenido suerte con la caja de pizza, pero Sean sigue buscando. Tiene una llamada de los forenses, los del laboratorio siguen con la Berlin.

—Demasiado rápido para un informe de tóxicos.

—Supongo que le habrán dado prioridad, teniente.

—Lo decía en un sentido científico, Moses.

—Ya, supongo que sí —concedió Reed—. De acuerdo, le doy un repaso a esos nombres y si averiguo algo se lo digo.

Milo colgó y marcó otro número.

—Hola —saludó la doctora Clarice Jernigan.

—¿El laboratorio ya tiene algo? ¿Tan pronto?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Es el mensaje que me han dado.

—Fantástico —respondió Jernigan—. Secretaria nueva, ve demasiada televisión, le gusta correr la voz. No, lo siento si te han alimentado vanas esperanzas, Milo. Tardaremos semanas en tener informes completos del laboratorio. Pero yo te llamaba para hablar del alcohol en sangre de tu víctima, y puede que después de eso ya no necesites el informe del laboratorio. Ha dado un nivel de 2,6, tres veces el nivel legal. Incluso para una alcohólica en serio, como debía de ser ella a juzgar por su hígado, tenía que encontrarse en un estado bastante vulnerable. Tanto como para que no hiciera falta nada más para someterla.

—Borracha —dijo él.

—Como la clásica cuba.

—El hígado —dijo él—. ¿Ya habéis hecho la autopsia?

—Todavía no, pero tuve la ocasión de echar un vistazo a algunos órganos, por cortesía del asesino. Después de deshacernos de toda la sangre coagulada. Que, por cierto, según mis cálculos era más o menos toda la sangre que había en su cuerpo. Lo cual significa que nuestro atacante fue meticuloso y prácticamente no derramó ni una gota.

—¿Alguien con preparación médica?

—No lo puedo descartar, pero no, no hace falta una preparación tan específica.

—¿Qué hace falta, entonces?

—La fuerza y la confianza suficiente para hacer dos incisiones grandes con una cuchilla verdaderamente afilada y un estómago suficientemente entero para liberar los intestinos. Un carnicero lo podría hacer. Un cazador de ciervos lo podría hacer. Igual que cualquiera con la mente suficientemente retorcida y el conocimiento equivocado. Eso, quien tenga ese interés, lo encuentra en internet. En cualquier caso, no me hizo falta diseccionar el hígado para saber que padecía una cirrosis seria. La mayor parte del maldito órgano estaba gris y recubierta de grasa, no era muy bonito de ver. Pero como ya he dicho, por muy borrachina que fuera, un índice del 2,6 podía afectar seriamente su juicio, su tiempo de reacción, la coordinación y la fuerza. Bien fácil de dominar. Pregúntaselo al doctor Delaware la próxima vez que hables con él. Es probable que él pueda darte algunos parámetros de comportamiento.

—Estoy aquí, Clarice —le dije.

—Ah, hola. ¿Estás de acuerdo?

—Completamente.

—Fantástico —dijo—. Está bien que haya paz en el valle. Milo, haré lo posible por tener la autopsia terminada mañana. Como tengo un viaje, uno de los míos se encargará del bisturí, pero le echaré un vistazo personalmente.

—Gracias.

—Dicho eso, tampoco esperes conclusiones demasiado profundas. Murió al partirse el cuello y estaba bien muerta antes de que la cortasen.

—¿Bien muerta cuánto tiempo es?

—El suficiente para que la sangre se aposente. O sea, minutos; no horas. Me imagino a ese loco sentado, esperando, eso fue gran parte de su diversión. ¿Qué opinas tú, Alex?

—Tiene sentido.

—Ay, ojalá lo oyeran mis adolescentes. Mami no siempre se equivoca. Adiós, chicos.