16

El doctor David Feldman estaba sentado al borde de la cama del hotel. La doctora Sondra Feldman estaba sentada tan cerca de él que parecían enganchados con pegamento. La habitación era pequeña, estaba recogida y hacía mucho frío por el aire acondicionado.

Él tendría unos treinta años, era flaco y tenía las piernas largas como una gacela, con el cabello negro ondulado y la nobleza ansiosa de un príncipe de Velázquez. Era fácil tomar erróneamente a su esposa, bella y grave, con manos nerviosas y el cabello negro y liso, por su hermana.

Habían insistido en que Milo mostrara su identificación por debajo de la puerta antes de abrir. Habían dejado la cadena de seguridad puesta mientras dos pares de ojos nos repasaban de arriba abajo por la rendija abierta.

Después de dejarnos pasar, Sondra Feldman volvió a cerrar la puerta con llave y pasó de nuevo la cadena. Después, David comprobó la resistencia del material. Los dos llevaban vaqueros, zapatillas deportivas y polos: ella uno rosa de Ralph Lauren y él un Lacoste azul celeste. Las batas blancas estaban tendidas, por separado, cada una en el respaldo de una silla distinta. En una mesita de noche había un cuenco de fruta intacto. La botella de Merlot estaba por la mitad.

Sondra Feldman vio que me estaba fijando en el vino.

—Nos ha parecido que serviría, pero apenas hemos conseguido no vomitarlo.

—Gracias por devolver mi llamada —dijo Milo.

—Tenemos la esperanza de que nos proteja —dijo David Feldman—. ¿O le parece poco realista?

—¿Creen que corren peligro?

—¿Después de que hayan asesinado a la persona que vivía encima? ¿Usted no lo consideraría un peligro?

—No tenemos sistema de alarma en el piso —explicó Sondra—. Siempre me ha preocupado.

—¿Han tenido algún problema con la seguridad?

—No, pero creemos más en la prevención que en el tratamiento. Hemos hablado con Stanleigh… El señor Belleveaux. Se negaba a instalar algo para un alquiler de sólo un año.

—Mientras los datos no demuestren lo contrario, consideramos que corremos peligro —dijo David—. Nos vamos a mudar en cuanto encontremos otro sitio, pero en algún momento nos hará falta pasar por ahí a recoger nuestras cosas. ¿Hay alguna posibilidad de que tengamos algún tipo de escolta policial? Ya sé que no somos famosos y que el ayuntamiento tiene problemas financieros, pero no pedimos nada excesivo, quizá baste con un policía.

—¿Se van a quedar aquí hasta que encuentren un piso?

Sondra frunció el ceño.

—El alquiler es una locura y todo por… ¿Qué, sesenta metros cuadrados?

—Los dos tenemos montones de hipotecas. El piso de Stanleigh parecía un buen asunto porque él era amable y honesto y estaba razonablemente cerca de nuestros trabajos. Pero ahora, ¿después de esto? Es imposible.

—¿Usted trabaja de residente en Cedars?

—Y Sonny está en la Universidad.

La mención del trabajo parecía tener un efecto relajante.

—¿Cuál es su especialidad? —pregunté.

—Yo estoy en medicina general, pero quiero hacer un internado en gastro. Sonny está en pediatría.

—¿Hemos de interpretar su falta de respuesta a nuestra petición de escolta como una negativa? —preguntó Sondra.

—En absoluto —respondió Milo—. Cuando estén listos, pónganse en contacto conmigo. Si no puedo acompañarles yo en persona, buscaré a otro.

—¿Haría eso?

—Claro. Tengo que volver a la escena del crimen varias veces igualmente.

Los Feldman intercambiaron rápidas miradas conejiles.

—Bueno, gracias.

Milo dijo:

—Bueno, que asesinen a una vecina es algo gordo, no les culpo por estar nerviosos. Pero… ¿hay alguna razón especial por la que les parece que podrían convertirse en sus objetivos?

Otro intercambio de nervioso lenguaje ocular.

—Puede que sólo estemos paranoicos —dijo David—, pero creemos que a lo mejor vimos algo.

—A alguien —corrigió Sondra—. La primera vez fue hace tres semanas. Lo vio Davey… Cuéntaselo tú, cariño.

David asintió.

—No estoy seguro de qué era exactamente porque, por culpa de nuestros horarios para dormir, los tiempos se difuminan. Llegamos a casa, nos tomamos un Ambien y nos desplomamos. Sólo me fijé en él al principio porque este barrio por lo general es silencioso, nunca se ve a nadie a partir de las cinco. No es como en Philly, donde vivíamos en el centro de la ciudad y en la calle había vida a todas horas.

—La segunda vez fue quizás hace dos semanas y entonces fui yo quien lo vio. Como Davey no me había contado que lo había visto, yo nunca lo mencioné. Sólo después de la muerte de Vita empezamos a comparar nuestras notas.

—¿Quién es? —preguntó Milo.

—Antes de entrar en eso, teniente, necesitamos estar seguros de que estamos actuando bien.

—Créame, doctora; así es.

—No lo decimos en un sentido moral, sino desde el punto de vista de nuestra seguridad. ¿Y si le llega la voz de que hemos jugado algún papel en su captura y se viene por nosotros?

—Doctora Feldman, estamos muy lejos de eso.

—Sólo estamos diciendo —insistió Sondra— que si pasamos la información nos convertimos en parte del proceso. Ya no habrá ninguna posibilidad de no estar implicados.

—Comprendo su preocupación, pero hace mucho tiempo que me dedico a esto y nunca he visto que nadie en su situación saliera perjudicado —respondió Milo.

—Perdone que eso no nos parezca nada reconfortante. Siempre hay una primera vez —intervino David.

—Ustedes han llamado al teniente Sturgis. No habrá sido sólo para pedir escolta policial para recoger sus cosas —apunté.

—Eso es cierto —concedió David—. Queríamos actuar bien. Pero luego lo hemos empezado a hablar.

—Una investigación criminal es un proceso completo. Antes de atrapar a nadie, y mucho menos de acusar y llevar a juicio a alguien, se añadirán a la pila miles de bits de información. Su contribución no destacará.

—Suena como mi padre —dijo Sondra—. Es profesor de psicología y siempre lo está diseccionando todo en un sentido lógico.

—¿Y qué cree su padre que deben hacer?

—¡No se lo he contado! Ninguno de los dos se lo ha dicho a nadie.

—Si se enterase, se plantaría aquí en el primer avión —dijo David—. Intentaría dirigir el asunto, nos diría: «¿Veis? Tenía razón, os tendríais que haber quedado en Philly» —opinó David.

—Y tu madre también —dijo ella con una sonrisa.

—A punta pala. La capital de la intromisión.

Se cogieron de la mano.

—¿A quién vieron?

—Si nuestra contribución es tan insignificante, lo más probable para empezar es que no les hagamos ninguna falta —dijo Sondra.

—No es insignificante —corregí—. Pero tampoco será llamativa. ¿Acaso no es así la medicina? ¿Verdad que no siempre saben lo que va a funcionar?

—A nosotros nos gusta creer que la medicina es bastante científica —dijo David.

—A nosotros nos gusta pensar que las investigaciones criminales pueden ser científicas, pero la realidad no siempre colabora. La información que ustedes tienen puede resultar irrelevante. Pero si nos ayuda a descartar cosas, podría sernos útil.

—Vale, de acuerdo —accedió Sondra.

—¿Sonny?

—Es lo que hay que hacer, Davey. Pasemos a otra cosa.

Él inspiró y masajeó el pequeño cocodrilo que gruñía en su pecho izquierdo.

—Hace cosa de un mes, llegaba a casa del trabajo y vi a un tipo en la otra acera. Era de noche, pero lo vi bien, supongo que había estrellas, la verdad es que no lo sé. Mi impresión inicial fue que estaba mirando fijamente nuestro edificio. Hacia arriba, al segundo piso.

—El piso de Vita.

—No lo puedo jurar, pero por la inclinación de su cuello hubiera dicho que sí. Me pareció curioso porque en todo el tiempo que llevamos aquí nunca hemos visto que Vita tuviera visitas. Supongo que a lo mejor recibía gente de día, cuando no estábamos. Pero cuando hemos estado aquí durante el día, no hemos visto a nadie.

—Solitaria total —dijo Sondra—. Ninguna sorpresa.

—¿Por qué?

—Su personalidad.

—Corrosiva, combativa, ofensiva, escoja usted el adjetivo —dijo David—. Ella está encima y nosotros debajo, así que si alguien tiene que oír pasos somos nosotros. Pero nunca nos hemos quejado y créame una cosa, ella pisa bien fuerte, no era precisamente una modelo en una pasarela. A veces, cuando volvíamos de una guardia, sus zapateados de un lado a otro eran infernales.

—Eso ocurría muchas veces, cuando volvíamos de una guardia —insistió Sondra.

—¿Creen que lo hacía para molestarlos? —preguntó Milo.

—Nos lo habíamos planteado.

—Nunca nos peleamos con ella, ¿para qué? Y luego ella se va a ver a Stanleigh y se queja de nosotros.

—¿Cómo vas a oír los pasos del piso de abajo? Además, siempre vamos descalzos. Y encima tenemos cuidado. Stanleigh se enrolló, dijo que lo lamentaba. Obviamente, hablaba por hablar. A partir de entonces, cada vez que veíamos a Vita nos miraba mal —explicó Sondra.

—En cualquier caso —intervino David—, volvamos al asunto importante. Nunca habíamos visto que tuviera un visitante y ahora había un tipo mirando fijamente su ventana.

—Desde la otra acera —dije yo.

—Desapareció en cuanto se dio cuenta de que yo lo estaba mirando.

—¿Qué aspecto tenía?

—Blanco, por debajo de un metro ochenta. Lo que encontré inusual fue su manera de vestirse. Era un día caluroso, pero él llevaba abrigo. Nadie lleva abrigos así en L. A., yo me traje uno de Philly y sigue en una bolsa de ropa.

—¿Qué clase de abrigo?

—Más bien ancho. O a lo mejor es que él era ancho y lo llenaba.

—Si aprovechamos lo que ahora ya sabemos, a lo mejor escogió una prenda suelta para esconder un arma. ¿Fue un disparo?

—Murió apuñalada —aclaró Milo.

La mujer se agarró al brazo de su marido.

—Por Dios, incluso si llegamos a estar aquí podía haber pasado directamente junto a nuestras narices y no lo hubiéramos oído. Qué repulsivo.

—¿Qué más puede recordar de esa persona, David?

—Nada más.

—¿Qué edad tenía?

—La verdad es que no puedo decirlo.

—¿Cómo se desplazaba cuando se fue?

Se puso a pensar.

—No cojeaba, si es que está pensando en algo por el estilo… No se movía como un viejito, así que probablemente no era demasiado mayor. No estaba tan cerca como para fijarme en los detalles. Me preocupaba más saber qué hacía allí. De hecho, en realidad no estaba del todo preocupado, más bien curioso. Si me dio por ponerme a pensar fue precisamente cuando se fue.

—¿Cree que tendrá más de cincuenta?

—Hmm…, es probable.

—¿Menos de cuarenta?

—Eso ya no lo puedo decir.

—Si tuviera que adivinarlo… Veintipico o treinta y pico —dijo—. Y no sé ni por qué digo eso.

—Me parece bien.

Milo se volvió hacia Sondra.

—Hace tres semanas —dijo ella—, y lo sé porque tenía turno rotatorio en una clínica de Palmdale que, como queda demasiado lejos para ir y volver, normalmente me quedaba a dormir ahí, pero esa noche salí antes y David estaba de guardia y yo quería limpiar el piso. O sea que sería una o dos semanas después de cuando lo vio David. También era de noche, hacia las nueve, yo había llegado a casa a las ocho, había comido, me había duchado y estaba haciendo algunas tareas de la casa, porque eso me relaja. Una parte de esas tareas consistía en vaciar todas las papeleras en una bolsa grande de basura y bajarla al callejón. —Se mordió un labio—. Mirando hacia atrás resulta aterrador.

—Había alguien en el callejón —apunté.

Ella asintió.

—No estaba cerca de nuestra basura, sino de la del siguiente portal. Supongo que lo asusté, porque en cuanto me acerqué a nuestro contenedor oí unos pasos. Y entonces lo vi correr. Eso me aterró. No sólo porque hubiera estado allí sin que yo me hubiera dado cuenta, sino por el hecho de que arrancara a correr. ¿Por qué habría de correr alguien que no tramara nada malo? Corrió muy rápido y subió el callejón hacia el oeste. Algunas casas tienen luces de seguridad y a medida que iba pasando bajo esas luces pude ver cómo iba disminuyendo su tamaño. Vi cómo flotaba su abrigo. Por eso sé, o creo saber, que era la misma persona que había visto Davey. Era una noche calurosa, ¿por qué llevaba un abrigo? No puedo decirle la edad, sólo lo vi de lejos y por detrás. Pero por su manera de moverse, más parecida a un oso que a un ciervo, me dio la sensación de que era más bien corpulento, que el bulto no era sólo por el abrigo. ¿Usted cree que el asesinato de Vita tenía algo que ver con ella de manera específica?

—¿En vez de…?

—Un psicópata que atacara al azar.

—Como es obvio —terció David—, nosotros preferiríamos que fuera algo específico, y no un depredador sexual dispuesto a atacar a cualquier mujer.

—Esa noche —dijo Sondra—, cuando salí a tirar la basura, hacía calor de verdad. Yo llevaba una camiseta sin mangas y pantalón corto. Y no estoy segura de si había corrido todas las cortinas de nuestras ventanas.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No hay ninguna prueba de que buscara a nadie más que a Vita en el edificio —dijo Milo.

—De acuerdo —dijo ella.

Su tono traicionaba cualquier sensación de confianza.

—Da lo mismo, nos largamos de ahí —cortó David.

—Sondra —pregunté—, cuando vio salir corriendo a esa persona, ¿qué hizo?

—Me apresuré a entrar en casa.

—La única respuesta racional —dijo David.

Sus ojos se abalanzaron hacia la izquierda.

—¿Echó un vistazo alrededor antes de volver a entrar en casa a toda prisa?

—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó David.

—De hecho… —empezó Sondra.

David la miró fijamente.

—Sólo fue un segundo, Davey. Estaba asustada, pero también curiosa. ¿Qué podía hacer alguien escondido allí? Quería ver si se había dejado algo atrás. Alguna prueba. Para tener algo que denunciar a la policía si regresaba.

—Uy —dijo David—. Uy, uy.

—No pasa nada, cariño, ya se había ido, no había ningún peligro. Sólo miré un poquito por ahí y luego entré corriendo en casa.

—¿Y qué vio? —pregunté.

—No mucho. Como había una caja en el suelo, di por hecho que había estado removiendo la basura. Me pregunté si sería tan sólo un mendigo que buscaba algo de comer. Eso hubiera explicado lo del abrigo. Cuando hice psicología en el rotatorio nos dijeron que los esquizofrénicos a veces se visten con demasiada ropa.

—¿Qué clase de caja?

—Una caja de pizza vacía. Lo sé porque la recogí y la metí en el contenedor, y por el peso se notaba que estaba vacía.

—Buen momento para desinfectarse las manos —dijo David.

Ella lo fulminó con la mirada.

—¿Crees que no lo hice?

—Era broma.

—¿Alguna marca en la caja de pizza?

—No me fijé. ¿Por qué? ¿La pizza tiene algo que ver con Vita?

—No —dijo Milo.

—Entonces —concluyó Sondra—, sólo era un mendigo con alguna perturbación mental que rebuscaba restos en un contenedor, nada del otro mundo.

—¿Algo más?

Dos meneos de cabezas gemelas.

—De acuerdo, gracias, aquí tienen mi tarjeta, llámenme cuando necesiten esa escolta.

Los dos Feldman se pusieron en pie. Él medía fácilmente más de un metro noventa; ella, diez centímetros menos. Algún día tendrían descendencia y crearían un defensa central espabilado.

Cuando ya íbamos hacia la puerta, dije:

—¿Philly, Pensilvania?

—Yo hice allí la licenciatura y el doctorado, Davey sólo el doctorado. Se había licenciado en Princeton.

David se permitió sonreír:

—¿Hemos dado el pego como tontorrones de universidad de lujo?

—Dan el pego como gente que piensa en serio.

—Gracias —dijo él—. Pienso.

—Pensar —dijo su mujer— puede ser una tortura.