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Milo tocaba el piano de alguna base de datos en mi teclado con la lúgubre concentración de los chicos solitarios en los salones de juegos.

No aparecía ninguna residencia, ningún carné de conducir, ningún historial criminal a nombre de Loyal Steward.

—Menuda sorpresa —dijo mientras llamaba a Maria Thomas, la ayudante del jefe.

Estaba cabreada porque la interrumpieran en su casa y se opuso a que molestáramos al jefe. Milo empezó con tacto, pasó a una suave persistencia y terminó con amenazas apenas veladas. Como suele ocurrir con los burócratas, la voluntad de la mujer resultó demasiado débil para enfrentarse a tanta dedicación.

Al cabo de unos minutos el jefe llamó a Milo y este pasó largos ratos escuchando con cara inexpresiva. Poco después telefoneó un oficial de Beverly Hills llamado Eaton.

Milo se lo empezó a explicar.

—¿Le parece que voy a decir que no, si me lo ha mandado directamente el jefe? —dijo Eaton.

Cuando Milo colgó, Petra dijo:

—A lo mejor un día yo también puedo ser teniente.

—Eso es como desear que te salgan arrugas, querida.

* * *

A las seis de la mañana siguiente había seis personas vigilando el edificio de oficinas de Bedford Drive en el que un hombre todavía sin identificar fingía ser el doctor Bernhard Shacker. La parte baja de Beverly Hills empezaba a desperezarse, algunos jirones de luz de día, de color vainilla, se abrían paso entre un cielo satinado de gris. Unos cuantos camiones de reparto circulaban por delante del edificio. Sólo algunos corredores sueltos y unos cuantos ciudadanos explotados por los ritmos intestinales de sus perros regordetes pasaban por las aceras.

La policía de Beverly Hills conocía el edificio y no recordaba que se hubiera producido ningún problema en él desde la detención, tres años antes, de un cirujano plástico y su esposa por mutua violencia doméstica.

—Se ponen a pegarse en la sala de espera —explicó Roland Munoz, un agente de Beverly Hills—. Estaba llena de anoréxicas con las caras recosidas, muertas de miedo.

Cuando llevábamos ya una hora de vigilancia, un custodio abrió las puertas principales del edificio, metálicas. Los habitantes tenían llaves y conocían el código de la alarma y podían entrar y salir las veinticuatro horas del día, pero no había aparecido nadie desde que a las nueve de la noche anterior el propio Munoz y el agente Richard Eaton se ganaran unas horas extras contemplando cómo abandonaba el edificio el último goteo de personal sanitario, entre el que no figuraba Shacker. Entre las nueve y la mañana siguiente, las rondas horarias de los patrulleros de la policía de Beverly Hills no habían encontrado ninguna actividad en toda la estructura, ni en sus alrededores. No teníamos una certeza absoluta, pero sí bastante confianza en que el suplantador aún tenía que aparecer.

La puerta del callejón trasero también funcionaba con llave y Sean Binchy la estaba vigilando desde el asiento delantero de una furgoneta prestada de la compañía eléctrica Con Edison, acompañado por Munoz, un hombre jovial con el ánimo mejorado incluso porque prefería hacer aquello que responder a llamadas de ricos histéricos para denunciar falsos allanamientos. También gatos perdidos: la semana anterior, una mujer de North Linden Drive había llamado al teléfono de urgencias para pedir ayuda para Melissa. Había sonado como si quien corría un grave peligro en un árbol fuera un ser humano, no una gata de angora.

El edificio no tenía aparcamiento, pero los médicos y su personal tenían descuento en uno de pago que quedaba dos puertas más al sur y abría a las seis y media. A esa hora quedaban todavía muchas plazas libres en la calle, con parquímetro, pero sólo siete vehículos habían aprovechado esa oportunidad. Milo comprobó las matrículas. Nada interesante.

Él y yo estábamos aparcados en el lado este de Bedford Drive, unos veinte metros al norte de las puertas principales, en un Mercedes 500 plateado con ventanillas tintadas que él había tomado prestado entre los automóviles confiscados por la policía de Los Ángeles. El antiguo dueño era un traficante de éxtasis de Torrance. El interior era de piel de ternera negra impoluta, todos los embellecedores de acero pulido, y en todo el tapizado de puertas, suelo y techo, blanco como un conejo, no había ni una pelusa. Flotaba en el aire un fuerte olor a champú, mezclado con el aroma de cacahuetes fritos con miel.

Milo me había avisado:

—Vístete para Beverly Hills.

—¿O sea?

—Que te espabiles para quedar bien entre el pijerío.

Lo mejor que pude hacer fue ponerme unos vaqueros y un pulóver gris de lana decorado con el apellido de un diseñador italiano. El pulóver me lo había regalado diez años antes una hermana a la que no veía nunca. Llevar el nombre de otra gente en mi ropa me hace sentir como un impostor; era la primera vez que me lo ponía.

La vestimenta de Milo consistía en un chándal azul eléctrico de falso terciopelo con gruesas rayas de lamé plateado que parecían volutas de mercurio. El logo del diseñador lucía con un tamaño exagerado en las mangas y en un muslo, una especie de artista del hip hop cuyo nombre no me sonaba de nada. El conjunto le iba enorme y le quedaba con una cantidad de pliegues y arrugas que hubiera envidiado un perro shar-pei.

Hasta entonces me había controlado, pero al fin dije:

—Felicidades.

—¿Por qué?

—Por ganar la subasta de la cesta de la ropa de Suge Knight.

—Hmmff. Lo he sacado de las rebajas de Barneys. La noche de los clientes VIP, nada menos. Por si te parece relevante.

—En mi trabajo todo es relevante. ¿Cómo te hicieron cliente VIP?

—El gerente de la tienda tuvo un accidente de circulación. Rick le salvó la nariz.

Una figura delgada y oscura pasó por delante de nosotros a toda prisa, en dirección norte.

Vestida con pantalones negros de ciclista y un pulóver, Petra estaba a punto de culminar la segunda vuelta a la manzana corriendo. El papel que le había adjudicado Milo era tan sólo una variante de su rutina matinal normal y se había puesto a correr como si fuera en serio.

Cerca de Wilshire, un mendigo mugriento con harapos deformes y un color entre el marrón y el gris alzó la cabeza tapada con un gorro, levantó la mirada al sol de la mañana y cruzó la calle hacia el este sin mirar si venían coches.

Moe Reed se había presentado voluntario para ese papel.

—¿Un tipo aseado como tú? —le había preguntado Milo.

—Ya lo hice al año pasado, teniente. Para vigilar a un malo de Hollywood.

Petra había intervenido:

—Fue convincente, créame.

—Vale —había concedido Milo—. Te conseguiremos ropa de vagabundo.

—No hace falta —había contestado Reed—. Todavía conservo los trapos del año pasado.

—¿Los has lavado?

—Claro.

—Entonces no será auténtico, pero bueno, dale.

Las vigilantes Siete y Ocho eran dos agentes de Beverly Hills que patrullaban en un coche oficial, en un circuito que las llevaba a pasar por allí cada diez minutos. Llevaban el segundo retrato de Grant Pelliza Huggler hecho por Shimoff enganchado con cinta al salpicadero, junto con una descripción del falso doctor Shacker proporcionada por mí. No había nada extraño en la presencia visible de la policía en Beverly Hills. Allí la autoridad respondía en tres minutos y a los ciudadanos les gustaba ver a sus protectores.

Hacia las seis y media el aparcamiento de pago había abierto y empezaban a entrar los coches. Había otras trece plazas ocupadas en la calle. Todas las identificaciones de matrículas habían sido negativas, salvo por una mujer con dirección en South Doheny Drive que debía más de seiscientos pavos en multas de aparcamiento. Esa mañana, su Lexus lo conducía una mujer asiática con uniforme blanco de criada que recogía comida en la charcutería de la esquina.

No habíamos visto todavía a ninguno de los dos sospechosos, situación que tampoco había cambiado a las ocho de la mañana, cuando empezaron a llegar a las puertas de bronce algunos pacientes.

Lo mismo a las nueve, a las diez, a las diez y media.

Milo bostezó y se volvió hacia mí.

—Cuando ejercías, ¿a qué hora empezabas a trabajar?

—Según.

—¿Según qué?

—La cantidad de pacientes, las urgencias, los juicios. A lo mejor sólo trabaja para mutuas. Eso implicaría un horario relajado.

—Las mutuas han contratado a un farsante asesino —dijo, con una sonrisa—. A lo mejor ese fue el cargo que puso en su solicitud de trabajo.

Salió del coche, se acercó a la charcutería a grandes pasos, pidió algo y repasó a los tres clientes del mostrador. Unos minutos después volvía con unos bagels y un café recocido. Comimos y bebimos y luego nos invadió el silencio.

A las once estiró las piernas, volvió a bostezar y dijo:

—Ya basta.

Contactó por radio con Reed y dio instrucciones al joven detective para que traspasara el espectáculo del vagabundo a Bedford, donde podría mantener vigilada la puerta de entrada. Luego informó a todos los demás de que iba a entrar a echar un vistazo.

—Yo también voy —le dije—. Así te lo puedo identificar.

Se lo pensó un poco.

—Como quieras, aunque dudo que esté ahí dentro.

* * *

Cuando entramos por el vestíbulo de moqueta azul, forrado de paneles de roble, su chándal varias tallas mayor de lo necesario iba aleteando, lo cual provocó unas cuantas miradas divertidas.

Mi pulóver de diseño no parecía exageradamente divertido, pero dos mujeres jóvenes con uniformes de enfermera me sonrieron y luego soltaron unas risillas sofocadas cuando pasé a su lado.

Un par de aspirantes a payasos que proporcionan un alivio cómico.

Subimos por la escalera al segundo piso, donde Milo abrió apenas un poco la puerta para observar el pasillo.

La Suite 207 quedaba a escasos metros.

La placa con el nombre de Shacker había desaparecido de la puerta.

Fue a mirarla de cerca y me indicó por señas que me acercara. Las líneas de pegamento que antes aguantaban la placa se veían todavía. Hacía poco que la habían quitado.

—Shimoff es demasiado buen retratista —dijo Milo—. Ese cabrón ha visto su cara prodigiosa en la tele y se ha metido bajo tierra.

Se dirigió a los miembros del equipo por radio y les dijo que era improbable que aparecieran los sospechosos, pero que se mantuvieran en sus puestos igualmente. Volvimos a bajar por la escalera, buscamos el directorio para saber dónde estaba el gerente del edificio, pero no encontramos ninguna señal. Una dependienta de la farmacia de la planta baja tenía una tarjeta con sus datos.

La inmobiliaria Nourzadeh Realty tenía sus oficinas en Camden Drive, a la vuelta de la esquina. En la tarjeta ponía el nombre del socio director, Ali Nourzadeh. El hombre no estaba en la oficina y Milo habló con una secretaria.

Al cabo de diez minutos, una joven vestida con un suéter de cachemira de cuello holgado, atiborrada de brillantes de imitación en el cuello y en las mangas, con leotardos negros y tacones de ocho centímetros, llegó con un juego de llaves tan grande que podía servir para desvalijar un barrio entero.

—Soy Donna Nourzadeh. ¿Se puede saber qué problema hay?

Milo le enseñó su placa y señaló los restos de pegamento.

—O sus carteles tienden a caerse o se le ha largado un inquilino.

—Maldita sea —dijo—. ¿Está seguro?

—No, pero echemos un vistazo al interior.

—No sé si puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

—El inquilino tiene sus derechos.

—Salvo que abandone la oficina.

—Eso no lo sabemos.

—Lo sabremos en cuanto podamos entrar.

—Hmm.

—Donna, ¿cuánto tiempo llevaba como inquilino el doctor Shacker?

—Siete meses.

Desde muy poco antes de analizar a Vita Berlin gracias a sus falsos credenciales. A lo mejor había ofrecido una tarifa tan barata a la Well-Start que se pusieron a babear.

—¿Era un buen inquilino? —preguntó Milo.

Donna Nourzadeh se lo pensó un poco.

—Nunca hemos tenido ninguna queja y pagó seis meses por adelantado.

—¿Cuánto era eso?

—Veinticuatro mil.

Milo miró las llaves.

—¿Ha hecho algo? —preguntó Donna Nourzadeh.

—Es bastante probable.

—¿No necesita una orden judicial?

—Tal como le he dicho, si el doctor Shacker ha abandonado el despacho de manera prematura, quien controla el local es usted y por lo tanto sólo necesito su permiso.

—Hmm.

—Llame a su jefe —dijo Milo—. Por favor.

Ella obedeció, habló en farsi, escogió una llave y se acercó a la cerradura. Milo la detuvo apoyando su gran índice en la muñeca escuálida de la mujer.

—Mejor que lo haga yo.

—¿Y qué hago yo mientras tanto?

—Otras cosas.

Él cogió la llave. Ella se alejó deprisa.

* * *

La minúscula sala de espera blanca seguía igual que en mi primera visita. El mismo trío de sillas, las mismas revistas.

La misma música new age, una especie de solo de arpa digitalizado que sonaba a bajo volumen.

La luz roja del panel de dos bombillas estaba encendida. Había sesión.

Milo sacó la 9mm, se acercó a la puerta del despacho interior y llamó con los nudillos.

Sin respuesta. Volvió a llamar, probó el pomo. Giró con un chirrido.

Se apartó a la izquierda de la puerta y llamó:

—¿Doctor?

Sin respuesta.

—¿Doctor Shacker? —Más fuerte.

La música dio paso a una flauta, un arpegio nasal que vibraba con la sutileza de la voz humana.

Un ser humano desgraciado que gemía, lloriqueaba.

Milo empujó la puerta unos centímetros más con la punta del zapato. Esperó. Se permitió otros centímetros de más y se asomó a mirar.

Unos nódulos del tamaño de una cereza brotaron en su mentón. Los dientes rechinaban cuando guardó el arma.

Me indicó por señas que lo siguiera al interior.