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Esta vez era distinto.

La primera pista fue la voz tensa del mensaje de Milo a las ocho de la mañana, sin ningún detalle:

«Necesito que veas una cosa, Alex. En esta dirección».

Una hora después me identifiqué ante el agente de uniforme que custodiaba la entrada, precintada con cinta policial. Hizo una mueca apenada:

—Ahí arriba, doctor.

Señaló el segundo piso de un dúplex azul cielo, rodeado de marrón chocolate, y luego dejó caer la mano hasta su cinturón de oficial, como si se dispusiera a defenderse.

Era un edificio antiguo y bonito, la clásica arquitectura de la California española, aunque pintado de un color equivocado. Tampoco parecía normal el silencio de la calle, cortada por ambos extremos. Había tres patrulleros y un Ford LTD de color hígado aparcados de cualquier manera sobre el asfalto. Todavía no había llegado ninguna camioneta de la policía científica ni ningún vehículo del forense.

—¿Feo? —pregunté.

El uniformado dijo:

—Probablemente habrá alguna palabra que lo describa mejor, pero esa misma podría valer.

* * *

Milo estaba en el rellano, junto a la puerta, sin hacer nada.

Sin fumar, ni tomar notas en su cuaderno, ni gruñir órdenes. Los pies plantados, los brazos en los costados, miraba alguna galaxia lejana.

En su cortavientos de nilón azul, la luz del sol rebotaba en ángulos extraños. Tenía el pelo negro y lacio, el rostro picado del mismo color y la misma textura que el requesón caducado. Una camisa blanca tan arrugada que parecía de crepé. Los pantalones de pana, del color del trigo, habían resbalado por debajo de la panza. La corbata era un triste harapo de poliéster.

Era como si se hubiera vestido con un antifaz puesto.

No reaccionó cuando me vio subir las escaleras. Cuando sólo estaba a seis pasos, dijo:

—Has venido rápido.

—Tráfico fluido.

—Perdón.

—¿Por qué?

—Por involucrarte.

Me pasó unos guantes y unos escarpines de papel.

Le sostuve la puerta abierta. Se quedó fuera.

* * *

La mujer estaba al fondo de la habitación principal del apartamento, tumbada boca arriba. Tras ella se veía la cocina vacía, con las encimeras despejadas, una nevera vieja de color aguacate sin fotos, magnetos o recordatorios.

A la izquierda, dos puertas cerradas y precintadas con cinta amarilla. Entendí que significaba que no se podía pasar. Cortinas corridas en todas las ventanas. La luz fluorescente de la cocina aportaba un desagradable falso amanecer.

La cabeza de la mujer estaba retorcida bruscamente hacia la derecha. Entre los labios, flácidos y abotargados, asomaba la lengua hinchada.

El cuello lacio. Una posición grotesca que algún forense etiquetaría como «incompatible con la vida».

Mujer grande, de espalda y caderas amplias. Cerca de los sesenta, o tal vez algo más, con un mentón agresivo y el pelo corto, gris y áspero. El pantalón de chándal marrón cubría su cuerpo por debajo de la cintura. Los pies estaban descalzos. Las uñas de los pies cortas, aunque descuidadas. La mugre de las plantas de los pies indicaba que solía caminar descalza por la casa.

De cintura para arriba, la única tela que cubría el torso desnudo era la pretina de la parte superior del chándal. Le habían rajado el abdomen con un tajo horizontal por debajo del ombligo, en un burdo remedo de cesárea. Un corte vertical cruzaba la incisión por el centro, creando una herida con forma de estrella.

Me hizo pensar en uno de aquellos monederos de caucho duro que se mantenían cerrados gracias a la tensión superficial. Si apretabas por el borde, se forzaba una apertura en forma de estrella por la que se podía acceder al contenido.

En este caso, el contenido del receptáculo era un collar de intestinos colocado junto al cuello y dispuestos como si fueran la bufanda ahuecada de alguien muy coqueto. Algún hilillo de bilis bajaba por el seno derecho hacia el costillar. Las demás vísceras estaban amontonadas junto a la cadera izquierda.

El montón descansaba sobre una toalla que en algún momento había sido blanca, doblada por la mitad. Debajo de la misma había otra más grande, granate, limpiamente extendida. Había otras cuatro piezas de tela de rizo extendidas para formar una especie de lona improvisada que había evitado el ataque bioquímico a la moqueta que cubría todo el suelo. Las toallas estaban dispuestas con precisión, de tal modo que sus bordes se superpusieran a lo largo de más de dos centímetros. Cerca de la cadera derecha de la mujer había una camiseta de color azul claro, también plegada con esmero. Impecable.

La doblez de la toalla blanca había servido para empapar buena parte de los fluidos corporales, pero una porción de los mismos se había filtrado hacia la capa granate inferior. Debía de haber olido bastante mal, antes incluso de las primeras fases de descomposición.

Una de las toallas que había debajo del cuerpo tenía letras bordadas. Era grande, gris, y tenía la palabra Vita bordada en blanco.

«Vida» en latín, o en italiano. ¿Una ironía de un ser monstruoso?

Los intestinos eran de un verde marronoso, con salpicaduras rosadas en algunos puntos y negras en otros. La tripa tenía ya un tono mate y algunos pliegues, lo cual indicaba que ya llevaba un rato secándose. El apartamento estaba fresco, unos diez grados por debajo del agradable tiempo primaveral de la calle. Cuando percibías el temblor jadeante del motor del aire acondicionado encastrado en una ventana de la sala ya no podías olvidarte de él. Un aparato ruidoso, con los tornillos llenos de óxido, pero suficientemente eficaz para la tarea de extraer humedad del aire y frenar así la podredumbre.

Pero la podredumbre es inevitable y aquella mujer tenía ya un color que no es posible ver fuera de una morgue.

«Incompatible con la vida».

Me agaché para inspeccionar las heridas. Los dos cortes se habían hecho con un tajo seguro, sin ninguna muestra evidente de duda en la mano que los había trazado, cortando suavemente las capas de piel, la grasa subcutánea, el músculo diafragmático.

Ninguna abrasión en torno al área genital y una cantidad de sangre sorprendentemente reducida para tanta brutalidad. Nada de chorros, ni salpicaduras, ni desechos, ninguna señal de lucha. Todas aquellas toallas; horriblemente compulsivo.

Una serie de suposiciones llenaron mi mente de pésimas imágenes.

Un filo extremadamente agudo, probablemente sin dientes. El retorcimiento del cuello la había matado deprisa y durante la cirugía ya estaba en brazos de la muerte, que es la anestesia definitiva. El asesino la había acechado con el rigor suficiente para saber que dispondría de un buen rato a solas con ella. Una vez apoderado del control absoluto, se había concentrado en la coreografía: colocar las toallas, estirarlas, alinearlas, lograr una simetría agradable. Luego la había tumbado y le había quitado la camiseta con cuidado para mantenerla limpia.

Se había echado hacia atrás para contemplar sus preparativos. Hora de empezar con la cuchilla.

Y entonces, la verdadera diversión: exploración anatómica.

Pese a la carnicería y la horrible posición del cuello, la mujer parecía en paz. Por alguna razón, eso hacía que causara peor impresión lo que le habían hecho.

Escudriñé el resto de la sala. Ninguna marca en la puerta, ni señal alguna de que se hubiera forzado la entrada. Las paredes peladas, de color beis, servían de apoyo a muebles baratos, con tapicerías que pretendían imitar buenos brocados, pero no llegaban a la altura. Las lámparas blancas, con forma de colmenas, parecían a punto de quebrarse con un mero chasquido de dedos.

La zona de comedor estaba dispuesta con una mesita de juego y dos sillas plegables. Encima de la mesa había una caja marrón de cartón, de las que se usan para entregar pizzas a domicilio. Alguien —probablemente Milo— había dejado junto a ella un marcador amarillo de plástico para señalarla como prueba. Eso me hizo acercarme a mirarla mejor.

La caja no llevaba ninguna marca, sólo la palabra ¡PIZZA!, en una cursiva exuberante por encima de una caricatura de un rollizo cocinero con bigote. Unas letras rizadas, más pequeñas, rodeaban la carnosa sonrisa del cocinero:

¡Pizza fresca!

¡Muy sabrosa!

¡Ooh là là!

¡Ñam Ñam!

¡Bon appétit!

La caja estaba impoluta, sin ni una sola mancha de grasa, ninguna huella dactilar. Me agaché para olisquearla, pero no capté ningún aroma de pizza. Aunque la descomposición había invadido mi nariz; habría de pasar un buen rato para que pudiese reconocer cualquier olor distinto al de la muerte.

En otro tipo de escenario de un crimen, algún agente se habría acercado con una broma macabra sobre la comida gratis.

El agente encargado de aquel escenario era un teniente que había visto cientos de asesinatos, tal vez miles, y sin embargo había preferido quedarse un rato fuera.

Di rienda suelta a otra serie de imágenes mentales. Algún diablo con su gorrito alocado de repartidor había llamado al timbre y había tenido la labia suficiente para conseguir entrar.

¿Se había quedado mirando mientras su víctima iba a buscar el bolso? Esperando el momento idóneo para acercarse por detrás y agarrarle la cabeza con una mano por cada lado.

Una rotación brusca y rápida. La médula espinal se quebraba y todo estaba listo.

Hacerlo bien exigía fuerza y confianza.

Eso, más una obvia ausencia de pruebas —ni siquiera una pisada que permitiera reconocer el calzado—, hablaba a gritos de un asesino experto. Si se había producido algún asesinato similar en Los Ángeles, yo no me había enterado.

Pese a tanta meticulosidad, el pelo de la mujer, en la zona cercana a las sienes, sería un buen lugar donde buscar restos de ADN. Los psicópatas no sudan demasiado, pero nunca se sabe.

Volví a revisar la sala.

Hablando de bolsos, el de aquella mujer no se veía por ninguna parte.

¿Un robo improvisado a última hora? Era más probable que el plan incluyera la obtención de algún souvenir.

Mientras me alejaba del cuerpo me pregunté si los últimos pensamientos de aquella mujer habrían tenido que ver con la masa crujiente, la mozzarella, una acogedora cena de pies descalzos.

La última música que había oído era el timbre de la puerta.

Me quedé un rato más en el apartamento esforzándome por entender.

La terrible eficacia de la torcedura de cuello me hizo pensar en la posibilidad de un entrenamiento en artes marciales.

Me preocupaba la toalla bordada.

Vita. Vida.

¿Podía ser que el asesino hubiera llevado consigo aquella toalla, pero hubiera sacado las demás del armario?

«Ñam. Bon appétit. Brindemos por la vida».

El hedor de la descomposición se intensificó y se me aguaron los ojos; se me nubló la vista y el collar de tripas adquirió la forma de una serpiente.

Una boa verdosa, gorda y lánguida tras una comilona.

Podía quedarme por ahí y fingir que aquello era comprensible, o largarme corriendo para intentar contener la marea de la náusea que se movía en mis propias tripas.

No era una elección difícil.