17

Milo había sacado el teléfono antes incluso de arrancar hacia la comisaría. Empezó con Moe Reed, para volver a comprobar si había algo en el campamento.

—Nada —dijo Reed—, pero Sean tiene algo para ti.

Se puso Sean Binchy.

—Una vecina dice que vio a alguien al acecho hace tres días. Blanco, edad indeterminada, llevaba abrigo, cosa que le pareció extraña porque era una noche cálida.

—¿Qué clase de abrigo?

—No he preguntado. ¿Es importante?

—A lo mejor.

Le contó los avistamientos de los Feldman y la teoría, apuntada por Sondra, de que el abrigo escondía algún arma.

—Volveré y la interrogaré de nuevo —concluyó Binchy.

—No hace falta —respondió Milo—. Dame sus datos.

* * *

Aceleramos hacia Temescal Canyon.

Era una casa Craftsman prefabricada de dos pisos con los laterales de madera, ubicada en una parcela generosa que quedaba al oeste y ligeramente al norte de la entrada del campamento, separado de la carretera por un terraplén de densa vegetación. Muchos escondites entre los árboles y los arbustos.

No era ideal para una mujer que vivía sola, como resultó ser el caso de nuestra informante. Deslumbrante, cuarentona, de construcción atlética, respondió a la presentación de placa de Milo con un:

—Hola, Milo B. Sturgis, yo soy Erica A. Vail.

Al salir al patio se agachó para arrancar un capullo marchito de una azalea. Llevaba un top negro escueto, leggings de una curiosa variedad de verde que emitía destellos de color rosa cuando el sol iluminaba la tela con cierto ángulo y unas Vans rosas. Tenía una melena gigantesca, oscura, desordenada con arte. Una lasca de diamante le agujereaba la fosa izquierda de la nariz.

—No sé qué puedo añadir a lo que ya conté a ese poli joven. No sabía que ustedes podían ser tan modernos. Cabello de punta, todo ese rollo surfero, Doc Martens. Si me enseñaran algo así en un guión les diría que fueran más auténticos. Pero parece que he de abrir un poco más mi mente.

—¿Es directora?

—Productora.

Soltó el nombre de una serie que llevaba cinco años sin emitirse, añadió el dato de que tenía tres pilotos en marcha para tres cadenas distintas.

—Me alegro de que el agente Binchy haya sido útil —dijo Milo—. Soy su jefe.

Erica Vail mostró un destello de sus dientes, de una blancura cegadora.

—¿Me merezco el jefe? Eso me halaga. A lo mejor usted será más directo. ¿A quién han matado exactamente?

—A un hombre que vivía cerca de aquí.

—¿Muy cerca?

—Unos tres kilómetros.

—¿Cuando dice que vivía quiere decir exactamente eso? ¿Qué vivía en una casa de por aquí? ¿O era uno de esos tipos sin techo que se concentran en la carretera del mar?

—Tenía una casa. Se llamaba Marlon Quigg.

—Es la primera vez que oigo ese nombre —dijo—. Había dado por hecho que sería un mendigo, de vez en cuando pasan por aquí. Pero si alguno de nosotros les pide que se vayan no hay ningún problema. ¿Son ellos los que han matado al señor Quigg?

—Es demasiado pronto para saberlo, señorita Vail.

—No me dio la impresión de que el tipo que vi fuera un mendigo. Demasiado saludable. Incluso un poco regordete.

—Cuéntenoslo.

—Claro —dijo Erica Vail, con sus ojos brillantes, animosos—. Hace tres noches, debían de ser cerca de las diez, salí y me lo encontré ahí. —Señaló hacia el terraplén—. Yo estaba más o menos donde estoy ahora y lo vi porque había mucha luna, el tipo tenía como un halo. —Sonrió—. Casi como un efecto especial, perdón, es que tiendo a pensar como si lo que veo fuera una escena.

—No parece muy preocupada —dijo Milo.

—¿Por el asesinato? ¿O por haberlo visto?

—Por las dos cosas.

—El asesinato no me preocupa porque es demasiado abstracto y en mi vida anterior fui enfermera de quirófano, con un servicio de guerra incluido en Afganistán. Así que para que yo me asuste ha de ser algo muy gordo. Y verlo no me preocupó por Bella.

—¿Quién es Bella?

Entró al trote en la casa y regresó al poco, seguida por una bestia.

Al menos setenta kilos de músculo gris azulado y bien definido, tocado con una cabeza enorme, de hocico romo. Algunas manchas doradas acentuaban la frente, encima de unos ojos pequeños y atentos; las manchas se repetían en la parte baja de las patas. Un rottweiler de color mutado. Pero más grande y con las patas más largas que cualquier rottweiler, con la cola recortada como un muñón y las orejas tan cortas que parecían apenas dos restos afilados. En torno al cuello, del grosor de un tronco de árbol, llevaba un collar de acero con pinchos, unido a una robusta correa de cuero.

—Saluda a estos policías tan amables, Bella.

La perra abrió los labios para mostrar unos colmillos dignos de un león. Un ruido bajo, pero atronador —abdominal, amenazante— emergió entre sus fauces.

Erica Vail dijo:

—A Bella le desagrada la gente, aparte de mí.

Como si le hubiera dado el pie, la perra se lanzó hacia nosotros. Incluso con el collar de pinchos, a Erica le costó mantenerla a raya.

Erica Vail se rio.

—Sobre todo, los hombres. Es un regalo que me hice cuando me divorcié.

—¿De qué raza es?

—Cane Corso. Una combinación de perro romano de pelea y una especie de perro de caza siciliano. En aquel país vigilan los terrenos de la mafia y cazan jabalíes.

Bella gruñó.

—Soy hembra, mira como gruño —dijo Milo.

Erica Vail se echó a reír.

—Ya ven por qué el señor Merodeador no me inquietó. Bella lo olió desde dentro de casa. Por eso salí, porque se estaba inquietando y gemía cerca de la puerta. Cuando salimos se fue directamente por él y si no la llego a retener lo habría pillado en un segundo.

—¿Cómo reaccionó él?

—Eso es lo más curioso —respondió—. Casi todo el mundo, al ver llegar a Bella, cruza la calle. Ese idiota se quedó parado. A lo mejor intentaba demostrar que era muy macho. Pero fue una estupidez. Si Bella llega a tirar con toda su fuerza, yo no sacrifico el hombro.

Se mesó el cabello y dejó ir un poco de correa a la perra. Bella se acercó más. Intenté sonreír sin abrir la boca; muchos perros interpretan la exhibición de dientes como una amenaza. El animal alzó la cabeza, en el mismo gesto de Blanche cuando piensa algo. Me premió con una larga mirada y decidió mostrar su condescendencia alejándose.

—Cuando estaba a punto de avisar a ese idiota —explicó Erica Vail—, por fin se espabiló y se largó.

—¿Hacia dónde? —preguntó Milo.

—Calle abajo, por ese lado… sur. Si se hubiera metido en el terraplén los habría llamado.

—¿Algo más que recuerde de él?

—Pensé que sería un pervertido porque llevaba un abrigo. Ya saben, un guarro, el típico de la gabardina.

—Exhibicionista —dijo Milo.

—Estoy acostumbrada a los exhibicionistas —contestó Vail—. Los veo cada día en los rodajes. Entonces, ¿creen que él mató al señor Quigley?

—Apenas estamos empezando a investigar. ¿Qué estatura tenía ese hombre?

—Mediana. —Me tocó un hombro—. Más cerca de aquí que de usted.

—¿Y el abrigo?

—Hasta la rodilla. Lo llevaba abierto, eso también.

—Se dio cuenta de que lo llevaba abierto porque…

—Por la forma. Era demasiado amplio para cerrarlo. Me pareció muy abultado, así que no sería de microfibra, ni nada parecido. Ojalá pillen a quien haya matado a ese pobre hombre. Bella y yo nos volvemos a casa, a leer guiones.

La perra se había acercado furtivamente. Me atreví a acariciarle la cabeza. Ronroneó.

Erica Vail me miró fijamente.

—Increíble. Nunca le gustan los hombres. —Sonrió—. ¿Está casado?

—¿Qué tipo de guión le gusta a Bella? —preguntó Milo.

—Es ecléctica —respondió Vail—. Pero tiene buen gusto. Si no protesta ante una página de diálogo, le doy una segunda lectura. Con el calibre de las cosas que recibo últimamente, no hace más que protestar.