10
Durante tres días no supe nada de Milo. Al cuarto, por la mañana, vino a casa con su maleta de plástico en la mano, vestido con un traje negro de fibra y solapas grandes, como de hace dos décadas, y una corbata de color calabaza y murmurando:
—Sí, sí, feliz Halloween. —Levantó la tapa de un bolsillo, que se cerraba con un botón—. Si vives lo suficiente, todo vuelve.
Era difícil interpretar su estado de ánimo. Desfiló por delante de mí hacia la cocina, donde llevó a cabo su supervisión habitual. Robin y yo llevábamos un tiempo cenando fuera, así que en la nevera no había muchas sobras. Se arregló con una cerveza, pan, mayonesa, salsa de carne, salsa barbacoa, mostaza, salsa de rábano picante y tres salchichas de cordero olvidadas en el fondo de la nevera y sometidas al microondas.
Tras unos cuantos bocados de su sándwich improvisado, se bebió un buen trago de cerveza Grolsch.
—Buenos días, niños y niñas, ¿quién sabe cómo se escribe la palabra futilidad? —Otro buen trago de cerveza—. En el barrio nadie usa ese tipo de caja para las pizzas y todos los supuestos acosadores de la Well-Start tienen coartada. Ninguno de ellos tenía buena pinta, de todos modos. La mujer se acerca a los sesenta y estaba cuidando a su nieto; el del gimnasio participó en una salida nocturna de bicis de montaña en Griffith Park, según puede testificar su club de ciclismo; el tipo supuestamente fuerte es un tipo, pero no es fuerte, pesa casi doscientos kilos y necesita bastón e inhalador y la noche del crimen estaba en el cumpleaños de su abuela, según testimonio del camarero que atendió su mesa. El último lleva unas gafas de culo de botella, no pesa ni sesenta kilos y estaba en urgencias con uno de sus hijos. Una reacción alérgica por unas gambas; la enfermera y el médico residente dicen que ni él ni su esposa se alejaron de la cama del crío durante toda la noche, mientras estuvo hospitalizado.
Dio un buen trago y soltó la botella.
—Me resistí a la tentación de preguntar si el papaíto había seguido el guión para ver si el crío merecía tratamiento. Todos dicen que estaban alucinados por la demanda y se niegan a comentar ningún detalle. He intentado hablar con alguien del equipo directivo de la Well-Start, pero, qué sorpresa, me han dado la callada por respuesta. Se lo he encargado a Sean porque tiene más tolerancia que yo para el fracaso, el aburrimiento y el trato con descerebrados robóticos.
Se preparó otro sándwich desequilibrado y se lo zampó.
—Esta mañana, a primera hora, me han llegado los resultados de la autopsia. Como dijo Clarice, ninguna sorpresa.
Partió en dos una rebanada de pan, la apretó hasta formar una bola y la consumió.
—¿Dónde está Robin?
—Atrás, trabajando.
—Eso de producir cosas ha de estar bien. He dado con la hermana de Vita gracias a los teléfonos grabados. He tenido que ir rastreando llamadas hasta casi un mes para dar con un número de Illinois, así que no mantenían un contacto demasiado regular. La hermana se llama Patricia, vive en Evanston y ese día llamó porque era el cumpleaños de Vita. Se ha asegurado de hacerme saber que Vita nunca hubiera hecho eso por ella.
—¿Eso ha sido después de saber que Vita estaba muerta, o antes?
—Después.
—No se puede decir que sea muy sentimental —comenté—. ¿Cómo ha reaccionado al enterarse?
—Se ha quedado impresionada, pero se le ha pasado pronto y se ha puesto bastante distante. Analítica, en plan: «Hmmm, ¿y por qué habrán hecho algo tan terrible?». Y en seguida ha encontrado la respuesta: «Si me gustara apostar, diría que ha sido Jay. Odiaba a Vita».
—¿El exmarido?
—Bingo, por eso todo el mundo te llama Doctor y te hace reverencias y agacha la cabeza cuando entras en una sala. Jay es un tal Jackson J. Sloat. Él y Vita se divorciaron hace quince años, pero Patricia dice que la pelea económica siguió hasta mucho después. Resulta que tiene un buen historial que incluye cierta violencia, y vive aquí, en Los Ángeles. En Los Feliz, que queda como mucho a cuarenta y cinco minutos en coche de la casa de Vita.
—¿Se odiaban y se divorciaron, pero los dos se mudaron a la misma ciudad? —pregunté.
—Qué curioso, ¿verdad? Así que a lo mejor es una de esas historias obsesivas, de amor y de odio. Está claro que nuestro siguiente paso debería ser una visita al bueno de Jay, pero si de verdad es el malo podría ser alguien listo y manipulativo y, como es el exmarido, puede que nos esté esperando. Así que se me ha ocurrido consultar alguna estrategia con tu mente privilegiada.
—¿Cuándo planeas hablar con él?
—En cuanto termines de opinar. Trabaja en Brentwood, con un poco de suerte estará allí o en su casa.
—¿Cómo se gana la vida?
—Vendedor en una tienda pija. —Sacó su libreta del maletín—. Domenico Valli.
—Por eso te has puesto de punta en blanco.
—Al contrario. —Se frotó una solapa y acabó con los dedos llenos de hilillos—. Si entro con esta pinta se sentirá superior y a lo mejor baja la guardia.
Me dio la risa.
—¿Qué clase de historial tiene Sloat?
—Alguna cosilla ligera de tráfico: conducir sin carné, la clásica multa por alcoholemia que todo personaje marginal que se precie ha de tener para merecer aprobación. Lo serio son dos asaltos con agravante, uno de ellos con una pata de cabra.
—¿Quién era la víctima?
—Un tipo en un bar. Sloat y él intercambiaron algunas palabras, Sloat lo siguió al salir. Sloat le reventó la cabeza, pero también sufrió algunas heridas de cierta gravedad. Eso le permitió aducir defensa propia, y puede que algo de eso hubiera, porque el otro retiró la acusación. El otro caso fue parecido, pero ocurrió dentro de un bar. Esa vez Sloat usó los puños. Lo condenaron, le cayeron noventa días en la prisión del condado y cumplió veintisiete.
—Suficiente violencia como para preocupamos —opiné—. Dos incidentes en un bar podrían implicar que tiene algún problema con la bebida. A lo mejor es eso lo que tenía en común con Vita. Lo más importante es que estaría familiarizado con los hábitos de bebida de Vita, sabría que solía beber por la noche y que a esas horas estaría indefensa. Y si había una relación de amor-odio, debió de adularla para que le dejase entrar.
—Llega con algo que parece una pizza —dijo Milo—. Hola, cariño, te echo de menos. ¿Recuerdas cómo nos gustaba partirnos una extra grande de pepperoni con salchicha? —Hizo rodar la botella de cerveza entre las manos—. Todo lo que sabemos de Vita invita a pensar que era desconfiada, quizá hasta el límite de la paranoia. ¿Tú crees que se tragaría algo así?
—¿Con la ayuda de Jack Daniel’s y por los viejos tiempos? —contesté—. Tal vez.
—Viejos tiempos en serio. Mi listado de llamadas registra dieciocho meses y su número no aparece.
—¿Y si tenían un tipo de contacto distinto? —dije—. Vita puso a prueba en una ocasión el sistema judicial y se llevó un premio.
—¿Quizá seguía arrastrándolo a juicio? Sí, eso podría aumentar su nivel de ira.
Llamó al ayudante del fiscal del distrito, John Nguyen, y le pidió un repaso rápido de cualquier procedimiento abierto entre Vita Gertrude Berlin y Jackson Junius Sloat.
—Si lo quieres rápido, te puedo mirar los últimos cinco años —dijo Nguyen.
—Me basta con eso, John.
—Espera… No, aquí no hay nada. La Berlin es ese caso tan feo, ¿no? ¿Cómo va?
—Nada importante.
—Se habla mucho en la oficina, esas rarezas podrían ser la primera entrega de algún zumbado en serie.
—Te tenía por amigo mío, John.
—No es que te desee algo así, sólo repito lo que he oído. Y los comentarios no han empezado entre nosotros. ¿Hay alguien que se vaya tanto de la boca como los polis?
—Ojalá te lo pudiera discutir —dijo Milo—. ¿Algo más que deba saber?
—Entre los tuyos hay gente que espera que resulte ser un asesino en serie para poder hacer carrera resolviendo el caso.
—Pero si lo quieres tú, será para ti.
Nguyen se echó a reír.
—Ahora que Bob Ivey se retira, me he convertido en el Junior más Senior. Total, que me va a tocar a mí el trabajo de verdad, incluso si el jefe se lo adjudica oficialmente. O sea, mantenme informado.
—Siempre y cuando reces por mí. Basta con una pequeña ofrenda al Buda.
—Soy ateo.
—Me conformo con bien poco.