30
Emil Cahane se sirvió un centímetro más de bourbon. Estudió el líquido como si contuviera a la vez una promesa y una amenaza, dio un sorbo tentativo y luego se lo tragó de una vez como un borrachín.
Alzó la cabeza hacia el techo. Los ojos cerrados. La respiración se aceleró.
—De acuerdo —dijo. Pero se pasó medio minuto más ahí sentado. Luego—: Ese niño… Ese niño tan… tan raro, nos lo mandaron de otro estado. No hace falta especificar, qué más da. No tenían ni idea de qué hacer con él y a nosotros se nos consideraba de los mejores. Llegó en un sedán verde claro… Un Ford. Lo acompañaban dos agentes del estado. Eran hombres grandes y eso ponía en evidencia su pequeñez. Intenté entrevistarlo, pero se negó a hablar. Lo puse en el edificio G. Tal vez lo recuerde.
Yo había pasado allí la mayor parte de mi tiempo.
—Mejor en un ala abierta que en Cuidados Especializados.
—No había menores en Cuidados Especializados —dijo Cahane—. Me pareció que era bárbaro someter a alguien de esa edad a los delincuentes encerrados allí. Estamos hablando de asesinos, violadores, necrófilos, caníbales. Psicópatas demasiado perturbados para el sistema carcelario y apartados del mundo exterior por su propio bien, y por el nuestro. —Masajeó el vaso vacío—. Él era un niño.
—¿Cuántos años tenía?
Se removió en el sillón.
—Pocos.
—Un preadolescente.
—Once —dijo—. Ya ve que nos enfrentábamos a un conjunto de circunstancias únicas. Tenía una habitación propia en la G, en una atmósfera que ponía el énfasis en el tratamiento, no en el encierro. Recordará el abanico de servicios que ofrecíamos. Él hizo un buen uso de nuestros programas y no causaba ningún problema en absoluto.
—Su delito justificaba Cuidados Especializados, pero su edad complicaba el asunto.
Me dedicó una mirada afilada.
—Está intentando sonsacarme detalles que no estoy seguro de querer ofrecerle.
—Le agradezco que hable conmigo, doctor Cahane, pero sin detalles…
—Si mi comportamiento no le parece satisfactorio, siéntase libre para salir por esa puerta.
Seguí sentado.
—Discúlpeme —dijo—. Estoy pasando un mal momento con este asunto.
—Lo entiendo.
—Con todos mis respetos, doctor Delaware, la verdad es que no lo puede entender. Usted da por hecho que doy rodeos por las restricciones legales, pero no es por eso.
Se sirvió más bourbon todavía y lo vació. Se quiso recolocar el pelo blanco y sólo consiguió mesarse los mechones largos y quebradizos. Se le habían enrojecido los ojos. Le temblaban los labios. Parecía un viejo enloquecido.
—Soy demasiado viejo ya para preocuparme por el sistema legal de la medicina. Mis reservas son egoístas: estoy cubriendo mi culo geriátrico.
—Cree que la cagó.
—No lo creo. Lo sé, doctor Delaware.
—Con pacientes así, a menudo es imposible saber…
Agitó una mano para hacerme callar.
—Gracias por intentar ponerse en mi lugar, pero usted no puede saberlo. Aquel lugar era una ciudad. El director era un mamón inútil y eso me convertía en alcalde. La responsabilidad era mía.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Aun así… —dije.
—Por favor. Déjelo. —La voz suave, la mirada simpática—. Aunque lo haga con sinceridad y no pretenda acercarse para hacerme hablar, la compasión sin contexto me retuerce las tripas.
—Hablemos de él —dije—. ¿Qué había hecho a los once años para que el estado no se sintiera capaz de ocuparse de él?
—Once años —dijo— y era todo un crío. Un chico pequeño, blando, prepubescente, con la voz suave y las manitas suaves y unos ojos suaves, inocentes, curiosos. Le di la mano mientras lo llevaba a la habitación que iba a ser su nuevo hogar. Se agarró a mí con miedo. Sudaba. «¿Cuándo puedo volver?». No podía darle una respuesta tranquilizadora y como nunca miento hice lo que hacemos los hombres de mente científica cuando estamos desconcertados. Me perdí en certezas vagas: que estaría cómodo, que lo íbamos a cuidar bien. Luego usé otra táctica: lo saturé de preguntas para no tener que darle respuestas. ¿Qué le gustaba comer? ¿Cómo se divertía? Guardó silencio y bajó los hombros, como si renunciara. Pero siguió caminando como un buen soldado, se sentó en su cama, cogió uno de los libros que le habíamos dejado allí y empezó a leer. Me quedé por ahí, pero no me hizo ni caso. Al final le pregunté si necesitaba algo y él alzó la mirada, sonrió y dijo: «No, gracias, señor, estoy bien». —Cahane hizo una mueca—. Después de eso, recurrí a la cobardía. Preguntaba periódicamente por sus progresos, pero no tenía contacto directo con él. La razón oficial era que no formaba parte de mi trabajo, porque en esa época yo era esencialmente un administrador y no veía a pacientes de ninguna clase. La verdadera razón, por supuesto, era que no tenía nada que ofrecerle y no quería recordarlo.
—Le confundía.
En vez de responderme, siguió hablando:
—Pero sí que reunía información sobre él. Había un consenso en que iba mejor de lo esperado. Ningún problema, en realidad.
Apoyó las dos manos en los brazos del sillón, intentó levantarse, cayó de nuevo y me dedicó una sonrisa débil. Cuando me moví para ayudarle, dijo:
—Estoy bien. —Y se esforzó para levantarse—. Baño.
Tambaleándose, se abrió camino hacia la puerta que seccionaba sus estanterías.
Pasaron diez minutos antes de que corriera el agua de la cadena y se oyeran las burbujas del desagüe. Cuando regresó había perdido color y le temblaban las manos.
Volvió a instalarse en el asiento y dijo:
—Total, que no le iba mal. Y luego sí. O eso me dijeron.
—Marlon Quigg.
—Un miembro del personal directivo que había recibido la información de un interno que la había recibido de un profesor. —Suspiró—. Sí, su señor Quigg, uno de esos jóvenes insoportablemente idealistas, que creía haber descubierto su vocación.
—¿De qué informó?
—Regresión —dijo Cahane—. Severa regresión conductual.
—Volvemos a la razón de que les enviaran al muchacho.
—Por Dios —dijo Cahane. Soltó una risa extraña.
—¿Curiosidad anatómica? —pregunté.
Apretó las manos. Murmuró.
—¿Cuál fue su delito original?
Cahane agitó un dedo en el aire hacia mí. Me esperé un reproche. El dedo se curvó, se arqueó de vuelta hacia él, se colgó de una oreja. Echó la espalda hacia atrás.
—Mató a su madre. Le pegó un tiro en la nuca cuando estaba mirando la televisión. Nadie la echó de menos en la granja donde trabajaba porque fue en fin de semana. Ella no tenía muchos amigos, siempre estaba a solas con él, en su casa de Kan… Vivían en una caravana junto a la granja.
—Se quedó con el cadáver.
Un movimiento de cabeza para asentir.
Seguí:
—Cuando estuvo seguro de que había muerto, usó un cuchillo.
—Varios —dijo Cahane—. De la cocina. También algunas herramientas de tallar madera, un regalo que le había hecho ella en Navidad. Para que pudiera hacer tallas. Usó una piedra de afilar que solía usar ella para matar los pollos que llevaba a casa para la cena. Ella los degollaba delante de él y no desperdiciaba nada, guardaba la sangre para hacer salchichas. Cuando al fin la encontró la policía, la peste era abrumadora. Pero a él no parecía importarle, no demostraba ninguna emoción. La policía estaba aturdida, no sabían adónde llevarlo y terminaron encerrándolo en una habitación en una clínica local. Porque la cárcel estaba llena de criminales adultos y nadie sabía qué le podía pasar en ese ambiente. Él no protestó. Era un chico educado. Más adelante, cuando una de las enfermeras le preguntó por qué se había quedado con el cuerpo contestó que había intentado conocer mejor a su madre.
Describí las heridas que Pelliza le había hecho a Quigg.
—Los agentes que lo trajeron —dijo Cahane— venían con fotos de la caravana. Cuando me entran remordimientos por algo, recupero esas imágenes y me siento desgraciado del todo. La casa era una pocilga, en desorden total. Pero su habitación no, su habitación estaba ordenada. Había decorado las paredes. Dibujos anatómicos. Colgados por todas partes. Me desconcertó mucho que un crío de esa edad hubiera podido conseguir aquellas imágenes. La policía no había tenido suficiente interés para preguntárselo, pero yo los presioné y tuvieron que averiguar. Un doctor, un médico de cabecera al que habían llevado al muchacho con mucha menos frecuencia de la necesaria, se había hecho amigo suyo. Porque le había parecido que era un chiquillo tan bueno, con aquel interés en la biología. Algún día podría convertirse en un espléndido médico.
—¿Qué sabe de su madre?
—Solitaria, trabajadora. Procedente de algún lugar desconocido, había llegado a la ciudad con su hijo de dos años, había conseguido aquel trabajo limpiando establos y lo había conservado. La caravana en la que vivía estaba instalada al fondo de un campo de trigo. El dueño era el granjero, que le permitía vivir gratis allí.
—¿Había alguna señal de premeditación?
—Le pegó el tiro cuando estaba viendo su programa favorito de televisión. Aparte de eso, no sé.
—¿Algún arrepentimiento?
—No.
—¿Cómo la descubrieron?
—El lunes no apareció en el trabajo. Era la primera vez que fallaba y siempre había sido muy fiable, podías poner el reloj en hora al verla llegar. Como no tenía teléfono, un trabajador de la granja se acercó a ver cómo estaba, olió la peste, abrió una rendija de la puerta y la vio. El chico estaba sentado a su lado. Explorando. Se había preparado un sándwich. Manteca de cacahuete, sin jalea. —Sonrió—. Esos detalles que los policías ponen en sus informes. Encontraron unas cuantas manchas en los carteles de su habitación, no sabían cómo interpretarlas. Yo apostaría a que estaba buscando confirmación. Entre lo que ponía en aquellos gráficos y lo que había… palpado. Sus intestinos, en particular, parecían… Interesantes.
—Se había convertido en un autodidacta en materia de biología. Kansas no sabía qué hacer con él, por eso se lo enviaron.
—Se lo propusieron a varias instituciones que lo rechazaron. Nosotros lo aceptamos porque yo era un arrogante. Estoy seguro de que conoce la historia del Ventura, todas las cosas terribles que se hacían en el nombre de la medicina. Para cuando llegué yo, y esa fue la razón de mi llegada, todo eso se había eliminado ya y teníamos una merecida reputación por nuestro trato humano. —Me estudió—. Cuando estuvo allí…, ¿encontró algo que indicara lo contrario?
—En absoluto. Tuve una formación fantástica.
—Me gusta oírle decir eso. Me gusta y me llena de orgullo… Daba la sensación de que en Kansas no estaría seguro. Demasiada fama.
—¿Qué causó la preocupación de Marlon Quigg?
—Estoy seguro de que recuerda la belleza de nuestros terrenos.
Un non sequitur aparente. Asentí.
—A menudo se utilizaba el adjetivo «bucólico». Abundaba la flora y la fauna.
—Animales —dije—. Los atrapaba. Había empezado a explorar de nuevo.
—Animales pequeños —confirmó Cahane—. El análisis de los huesos identificó ardillas, ratones, lagartijas. Una serpiente de jarretera. Un gato callejero. Pájaros, también, aunque nunca pudimos adivinar cómo los cazaba. Cómo cazaba cualquiera de esos animales. Era tan listo que consiguió esconder su obra durante meses. Encontró un lugar tranquilo detrás de un remoto cobertizo que servía de almacén, donde practicaba sus experimentos, enterraba los restos y dejaba el suelo limpio. Se le había concedido permiso para abandonar el ala dos horas al día, una por la mañana y otra antes de cenar. Por el recuento de cuerpos, calculamos que había trabajado con una criatura cada día.
Limpieza. Pensé en la tierra recogida en el escenario del crimen de Marlon Quigg.
—¿Cómo lo descubrieron?
—El joven Quigg se puso suspicaz y decidió seguirlo una tarde. La criatura escogida era un cachorro de topo.
—¿Qué había despertado la suspicacia de Quigg?
—El muchacho se había vuelto incomunicativo, hosco incluso. ¿Tendría que haberse dado cuenta alguien más? Tal vez. Qué quiere que le diga.
—Los profesores y las enfermeras pasan mucho más tiempo que nosotros con los pacientes.
—Así es… En cualquier caso, al enfrentarnos a una serie de hechos nuevos nos vimos obligados a cambiar el paradigma, pero tampoco estábamos seguros de cómo hacerlo. La verdad es que yo no fui capaz de tomar una decisión. No sólo porque se planteaban problemas para los que no estaba bien preparado. Mi propia vida era un follón. Mi padre acababa de morir, yo me había presentado como candidato para plazas en Harvard y en el hospital clínico de la Universidad de San Francisco y me habían rechazado en las dos. Mi matrimonio se estaba desmoronando. Siempre habíamos tenido asuntos pendientes, pero yo lo había llevado al límite por mi lío con otra mujer, una mujer brillante y hermosa, aunque, por supuesto, eso no es excusa. En un intento patético de reconciliarme con mi esposa, reservé plazas en un crucero por el canal de Panamá. Incluso bajo el disfraz de la sensibilidad me comportaba como un egoísta, porque yo siempre había querido navegar por el canal. —Cogió el vaso, cambió de idea, lo dejó en la mesita con un golpe seco—. Veinticuatro días en un barco, precedidos por varias semanas en los Outer Banks de Carolina del Norte, porque Eleanor procedía de allí. Estuve cuarenta y tres días fuera del hospital y en mi ausencia alguien se tomó al crío como una cuestión personal. El psicólogo que me había transmitido la queja original de Quigg. Estuvo de acuerdo con él y empezó a considerar que el chico era incurable y estaba contaminado. Así lo llamaba él. Era un hombre estúpido y autoritario, demasiado confiado en sus escasas habilidades. Yo siempre había tenido algunas reservas con él, pero sus credenciales, pese a ser extranjero, eran excelentes. Como funcionario del estado tenía toda clase de protecciones contractuales y nunca había cometido un error que le hiciera perderlas. —Los dedos de Cahane se enredaron en el cabello—. Entonces sí lo cometió. Y ahora ha pasado esto. —Su mirada se perdió en el vacío—. Ahí estaba yo, en un barco precioso, cenando, bailando. Maravillándome con el canal. —Sirvió bourbon, derramó un poco, estudió las gotas de la manga—. Por Dios.
—Mandaron al crío a Cuidados Especializados.
—Ojalá sólo hubiera sido eso —dijo Cahane—. Ese hombre, ese imbécil tan seguro de sí mismo, decidió por sí solo, sin pruebas ni previa discusión con nadie, que los problemas del chico eran fundamentalmente hormonales. «Irregularidad glandular» lo llamó. Como sacado de un libro de medicina victoriana. Preparó papeles, hizo transportar al chico a una clínica de Camarillo, donde lo operó un cirujano que no tuvo el juicio suficiente para poner en cuestión esa propuesta.
—Tiroidectomía —dije.
Cahane echó la cabeza hacia atrás bruscamente.
—¿Ya lo sabía?
—Un testigo describió una cicatriz que cruza todo el cuello por delante.
Agarró el vaso con las dos manos y lo lanzó torpemente al otro lado de la sala. Aterrizó en la moqueta y rodó.
—Una tiroidectomía completa sin absolutamente ninguna razón. Al cabo de una semana de recuperación, el crío fue transferido a Cuidados Especializados. El curandero adujo que lo hacía por el bien del muchacho, que pretendía «regular» su comportamiento, ya que estaba claro que los demás métodos no habían funcionado. Pero yo siempre sospeché que había un elemento de venganza sucia y perversa.
—¿Te gusta operar, hijo? ¿Quieres saber lo que se siente?
—Uno de los animales que él había escogido para operar era la mascota favorita del idiota. Un gato callejero al que daba de comer de vez en cuando. Por supuesto, él negó que eso tuviera algo que ver con su decisión de «ayudar» al muchacho. Al volver de mi crucero me enteré de lo que había ocurrido y me horroricé, me quedé lívido al ver que mi personal no había intervenido. Todos dijeron que no se habían enterado. Hice sentar a ese cabrón y tuve una larga charla con él, le dije que se jubilara y que si jamás se presentaba para una plaza en cualquier otro hospital estatal yo escribiría una carta. Protestó, se puso a lloriquear, intentó negociar y terminó con una amenaza patética: todo lo había hecho bajo mi supervisión, así que yo tampoco me libraría de la supervisión. No seguí su farol y se desinfló. Ya iba de caída, de todos modos. Se acercaba a los ochenta. —Sonrió—. Más joven que yo ahora. Algunos nos pudrimos más deprisa que los demás.
—Ha dicho que sus credenciales eran de fuera —dije—. ¿De dónde?
—Bélgica.
Se me tensó el pecho.
—¿Universidad de Lovaina?
Cahane asintió.
—Un pajarito quisquilloso, con un acento teutónico absurdo que llevaba unas pajaritas ridículas y se engrasaba el pelo y se paseaba por ahí como si le hubiera besado el anillo a Freud.
—¿Cómo se llamaba?
Pregunta innecesaria.
—Qué diablos, ¿por qué no? —dijo Cahane—. Se llamaba Shacker. Buhrrrnhard Shacker. No pierda el tiempo buscándolo, está más que muerto. Sufrió un infarto al día siguiente de despedirlo y se desplomó en el mismo aparcamiento. Sin duda, el estrés tuvo algo que ver, pero aquellos sándwiches que se traía a las reuniones tampoco debieron de ayudarle demasiado. Cerdo grasiento y cosas parecidas, bien untadas con mantequilla.
—¿Qué pasó con el chico?
—¿Si lo saqué de Cuidados Especializados? —dijo Cahane—. No parecía aconsejable, dadas las señas de su inminente pubertad y la enormidad que se había cometido contra él. En vez de eso, le creé un entorno específico para él dentro de las salas de Cuidados. Lo saqué de las celdas con rejas y lo instalé en un cuarto cerrado con llave que antaño había servido de almacén, pero que tenía una ventana con una bella vista de las montañas. Se la pintamos de un azul alegre, le instalamos una buena cama en vez del catre, pusimos moqueta en todo el suelo, una televisión, radio, equipo de música, cintas. Era una habitación agradable.
—Lo mantuvo en Cuidados Especializados porque daba por hecho que sería cada vez más violento.
—Y él contradijo mis expectativas, doctor Delaware. Se convirtió en un adolescente agradable y obediente que se pasaba el día leyendo. Y en esa etapa yo estaba mucho más encima de las cosas, lo visitaba, me aseguraba de que todo fuera bien. Conté con un endocrinólogo que supervisaba sus dosis de Synthroid. Respondió bien al mantenimiento de la tiroxina T4.
—¿Recibió algún tratamiento psiquiátrico?
—No lo quería, y tampoco mostraba ningún síntoma. Después de todo lo que le había pasado, lo último que quería era obligarlo. Lo cual no implica que no tuviera una supervisión constante. Se hicieron todos los esfuerzos para asegurar que no experimentara una regresión.
—Sin acceso a ningún animal.
—Tenía que pasar su tiempo libre en el patio de Cuidados, y siempre bajo supervisión. Tiraba aros, hacía gimnasia, paseaba. Comía bien, se acicalaba lo necesario, afirmaba no padecer alucinaciones ni delirios.
—¿Quién lo supervisaba?
—Los guardias.
—¿Alguno en particular?
—No.
—¿Recuerda un guardia llamado Pitty? ¿O Petty?
—No sabía cómo se llamaban. ¿Por qué?
—Es un nombre que se ha mencionado.
—¿Con respecto a…?
—Un asesinato.
—¿El de Quigg?
—Sí —mentí.
Cahane me miró fijamente:
—¿Un asesinato en equipo?
—Es posible.
—Pitty Petty —dijo—. No, ese nombre no me resulta familiar.
—¿Qué se hizo del chico cuando cerraron el hospital?
—Yo ya no estaba.
—¿No tiene ni idea?
—Vivía en otra ciudad.
—Miami.
Quiso coger el vaso y se dio cuenta de que lo había tirado. Cerró los ojos con fuerza, como si sufriera algún dolor, los abrió y los clavó en los míos.
—¿Por qué lo sugiere?
—Gertrude se mudó a Miami, y se ha sabido de algunos hombres capaces de seguir a las mujeres hermosas y brillantes.
—Gertrude —dijo—. ¿Alguna vez le habló de mí?
—No mencionó su nombre. Sí dio a entender que se había vuelto a enamorar.
Otra mentira, patente y manipulativa. Cada uno usa los recursos que tiene a mano.
—No, me vine aquí, a Los Ángeles —dijo Cahane con un suspiro—. Pasaron muchos años antes de que me presentara ante su puerta en Miami. Sin avisar, con la esperanza de que siguiera soltera. Vacié mi corazón. No le costó desengañarme. Dijo que lo nuestro había sido maravilloso, pero ya era historia antigua, que no podíamos mirar atrás. Yo me quedé absolutamente destrozado, pero me hice el valiente y tomé el primer avión de vuelta. Incapaz de rehacerme, me mudé a Colorado, acepté un trabajo que resultó lucrativo pero insatisfactorio, lo dejé y volví a hacer exactamente lo mismo. Me costó cuatro cambios de trabajo darme cuenta de que era poco más que un robot capacitado para rellenar recetas. Decidí vivir de mi pensión y renunciar a casi todo lo que tenía. Mi caridad se ha extendido hasta tal punto que he de vivir con un presupuesto escaso. De ahí, esta mansión. —Se echó a reír—. Siempre tan narciso, no puedo evitar ufanarme.
—¿Adónde supone que fue el chico cuando cerraron el Ventura?
—La mayor parte de los pacientes de Cuidados Especializados fueron transferidos a otras instituciones.
—¿A cuáles?
—Atascadero, Starkweather. Sin duda algunos terminaron en la cárcel. Así es nuestro sistema, no hacemos más que castigar.
—Ayúdeme a entender las fechas —dije—. ¿En qué año llegó el chico al hospital de Ventura?
—Justo acaba de hacer veinticinco años.
—Él tenía once.
—Le faltaban pocos meses para los doce.
—¿Cuánto tiempo estuvo en el ala abierta?
—Un año y algunos meses.
—O sea que tenía trece cuando lo operaron y lo transfirieron.
Justo la misma época en que Marlon Quigg había dejado el hospital y abandonado su carrera como profesor.
¿El cambio se debía al horror de lo que había presenciado detrás de aquel cobertizo? ¿O tal vez al remordimiento por las consecuencias que había tenido su suspicacia?
En cualquiera de los dos casos, le habían cobrado la deuda.
—¿Cómo se llamaba el chico?
Cahane desvió la mirada.
—Doctor, necesito un nombre antes de que muera más gente.
—¿Gente como yo?
—Puede ser.
Siempre tan narciso.
—No se preocupe por mí, doctor Delaware. Si tiene razón al creer que fue él quien mató a Quigg, imagino que yo no corro peligro. Porque Quigg fue el que echó el balón a rodar, sin él ninguno de los demás habría actuado. Yo, en cambio, hice cuanto pude para protegerlo y él era consciente.
—Porque le dio una habitación agradable.
—Un entorno protector que le aportaba seguridad con respecto a los demás pacientes.
—Y sabe que él era consciente porque…
—Me lo agradeció.
—¿Cuándo?
—Cuando le dije que me iba.
—¿Cuántos años tenía él entonces?
—Quince.
—Llevaba dos en Cuidados.
—Técnicamente, sí —contestó—. Pero a todos los efectos había tenido un ala privada. Me dio las gracias, doctor Delaware. No tendría ninguna razón para hacerme daño.
—Eso implicaría un comportamiento racional por su parte.
—¿Tiene alguna prueba concreta de que corro algún peligro, doctor Delaware?
—Estamos hablando de una persona con una perturbación…
Sonrió con aires de superioridad.
—Está intentando pescar información.
—Esto no tiene nada que ver con usted —le dije—. Hay que detenerlo. Deme un nombre.
Acababa de alzar la voz, con un punto de dureza. Sin ninguna razón aparente, el doctor Cahane se animó.
—Alex, ¿verdad que me hará el favor de mirar en el cuarto de baño? Creo que me he dejado las gafas allí y me gustaría pasar una tarde agradable con Spinoza y Leibniz. Por lo de la racionalidad, y tal.
—Primero dígame…
—Joven —me cortó—. No me gusta ver desenfocado. Ayúdeme a recuperar un poco de coherencia óptica y tal vez sigamos hablando.
Pasé por la puerta que llevaba al baño. El espacio estaba atiborrado, las baldosas saturadas de masilla de juntas mugrienta. Había una toalla gris harapienta colgada de la mampara de la ducha, de cristal esmerilado. Olía a colonia infantil, jabón barato, cañerías defectuosas.
No vi gafas por ningún lado.
Había algo blanco y con cresta encima de la cisterna.
Un trozo de papel plegado, como de origami, con los pliegues irregulares, dobleces practicadas por manos inestables. Una especie de animal achaparrado.
Los bordes serrados indicaban que la hoja procedía de un cuaderno de espiral. Distinguí el cuaderno en una cesta de mimbre destartalada que quedaba a la izquierda de la cómoda, junto con un tratado breve de filosofía y unos cuantos ejemplares antiguos de «Smithsonian».
Todas las páginas del cuaderno estaban en blanco.
Desplegué el papel. Letras mayúsculas con bolígrafo de tinta negra en el centro de la página, irregulares por las pausas generadas por la duda al escribir.
GRANT HUGGLER
(El chico curioso)
Regresé deprisa a la sala de estar de Cahane, con la nota en la mano. El sillón grande de cuero estaba vacío. Ni rastro de Cahane.
Había una puerta cerrada a la izquierda del baño.
Llamé.
Sin respuesta.
—¿Doctor Cahane?
—Necesito dormir.
Giré el pomo de la puerta. Cerrada.
—¿Puede decirme algo más?
—Necesito dormir.
—Gracias.
—Necesito dormir.