36

Petra y Raul Biro se dividieron las tareas. Él buscaría clínicas privadas en las que Grant Huggler pudiera haber conseguido su receta y ella probaría con Mick Ostrovine. Creían que un poco de tacto funcionaría mejor con el administrador que otra dosis de poli masculino.

Ostrovine suspiró mucho y dijo:

—Ya estamos otra vez. —Se volvió a enrollar con el derecho de confidencialidad de los pacientes. Sin embargo, antes de lo que Petra esperaba, cedió—: Bueno, de acuerdo, dé la vuelta y véalo usted misma.

Ella pasó al otro lado de la mesa mientras él abría algunos archivos.

—¿Lo ve? —dijo Ostrovine, al tiempo que se acercaba un poco más a ella y la premiaba con el olorcillo a whisky quemado de una colonia horrorosa.

Historiales de pacientes por orden alfabético: ningún Huggler.

—¿Y un tal James Harrie, acabado en «e» y tal vez con la inicial «P». como segundo nombre?

Suspiro largo y teatral. Ostrovine tecleó.

—¿Lo ve? Nada. Ya se lo dije a esos agentes. Nosotros no tenemos nada que ver con esto.

—Estoy segura de que tiene razón, Mick —concedió Petra—. Pero no hay ninguna duda de que el señor Huggler vino aquí a hacerse un escáner de tiroides.

—Ya lo expliqué la primera vez: como no llegó a hacérselo, no está archivado.

Petra le dedicó su más íntegra sonrisa.

—Sólo para estar seguros, Mick, me encantaría enseñar la fotografía del señor Harrie y este retrato del señor Huggler a su personal.

—Ay, no. Estamos empantanados.

La horda de gente que Petra había visto en la sala de espera implicaba que el quejica no mentía.

—Me consta, Mick, pero lo agradecería mucho de verdad.

Primero mostró las imágenes a Ostrovine. El dibujo no provocó ninguna reacción, pero sí pestañeó al ver la foto.

Ella se acomodó en su silla y le dio una oportunidad para que rellenara el hueco.

—¿Qué? —preguntó él, irritado.

A lo mejor su toque femenino había perdido la magia.

—¿No lo ha visto nunca?

—Jamás de los jamases.

* * *

Ningún miembro del personal reconoció a ninguno de los dos hombres.

Incluso Margaret Wheeling, a punto de preparar a un vagabundo de cara soñolienta para una resonancia magnética que tenía pinta de ser bien cara, pareció confundida al ver el segundo dibujo de Alex Shimoff.

—Supongo que sí.

—Cuando habló con el teniente Sturgis —le recordó Petra— estaba segura de haberlo visto.

—Bueno… Mi dibujo era distinto.

Como si la dibujante fuera ella.

—¿Este no se parece al hombre que se peleó con la doctora Usfel?

Wheeling entrecerró los ojos.

—Me tengo que poner las gafas.

«¿Y para someter a la gente a las fuerzas magnéticas no necesita ver bien?».

—Pues póngaselas, señora Wheeling.

La mujer soltó una larga exhalación, seguida de un alzamiento de ojos. Otro personaje dramático. Aquella clínica era como uno de esos campamentos de verano para críos histriónicos obsesionados con el teatro musical.

Con las gafas en su sitio, la muy estúpida seguía allí plantada.

—¿Señora Wheeling?

—Creo que es él. Puede. Es lo máximo que puedo decir. Hace mucho tiempo.

—¿Y este otro hombre? Es un amigo de Huggler.

Enfático movimiento de cabeza para decir que no.

—Este sí que estoy segura. Nunca.

* * *

Petra informó a Milo.

—Buen trabajo —dijo él—. Sigue adelante, muchacha.

Ella frunció el ceño por la lisonja inmerecida.

* * *

En la tercera clínica que visitó Biro, el Hollywood Benevolent Health Center, llegó hasta una recepcionista voluntaria. El lugar parecía improvisado, instalado en el sótano de una iglesia de Selma, justo al oeste de Vine, con particiones móviles y equipamiento médico tirando a viejo. Una iglesia católica grande, vieja y hermosa, con detalles recargados de yesería y una puerta de roble que debía pesar una tonelada. No era muy distinta, aunque sí algo más pequeña, de la iglesia de Santa Caterina, en Riverside, donde los padres de Biro lo llevaban a misa cuando era pequeño.

Toda la gracia y el estilo se terminaban al llegar al sótano. El espacio era húmedo, sin ventilación, iluminado de manera irregular con bombillas sujetas por cables grapados al techo. Los cables se soltaban, algunas de las bombillas estaban fundidas. En algunas paredes, el yeso blanco y pelado cedía su lugar a los burdos bloques de cemento. Pegados con cinta a la pared, y sin orden aparente, había algunos pósteres marchitos sobre enfermedades de transmisión sexual, vacunas y nutrición. Todo en el español que solía usar el gobierno federal.

La sala de espera no era una sala, sino un claro rodeado por tres lados por mesas largas de madera, plegadas. La mitad de las sillas estaban ocupadas por mujeres latinas que mantenían la mirada gacha y fingían no haber visto a Biro.

Cuando se acercó al mostrador, su impecable traje beis, con camisa blanca y corbata verde oliva con estampado de cachemira, atrajo algunas miradas de admiración. Entonces mostró la placa y se oyó algún respingo y todo el mundo se puso a mirar el suelo.

Tenía que ser uno de esos santuarios para los indocumentados. Biro tuvo ganas de gritar que no era de La Migra.

Tenía algo a su favor: un varón anglosajón como Huggler habría destacado mucho en ese ambiente, así que a lo mejor aquella pista llevaba a algún lado.

La recepcionista también era hispana, una rubia teñida, bien acicalada, a poco de cumplir los treinta, con un punto de exceso de voluptuosidad en las partes del cuerpo en que eso no implicaba ningún inconveniente.

No llevaba ninguna placa prendida con su nombre, ni lo recibió con una sonrisa.

Raul sonrió de todos modos y explicó lo que necesitaba.

Ella tensó la cara.

—Todos nuestros médicos son voluntarios que entran y salen, así que no sé ni con quién podría hablar.

—Con el que trató a Grant Huggler.

—No sé quién es.

—¿El médico, o Huggler?

—Los dos —dijo la recepcionista—. Ninguno de los dos.

—¿Puede mirarlo en sus archivos, por favor?

—No tenemos archivos.

—¿Qué quiere decir?

—Eso. Que no tenemos archivos.

—¿Cómo se puede llevar una clínica sin archivos?

—Sí los hay —explicó la mujer—. Se los llevan los médicos cuando se van.

—¿Por qué?

—Los pacientes son suyos, no nuestros.

—Bah, venga —dijo Biro.

—Así es como lo hacemos —insistió ella—. Siempre lo hemos hecho así. No somos un centro de salud oficial.

—Entonces, ¿qué son?

—Un espacio.

—¿Un espacio?

—La iglesia se limita meramente a proporcionar acceso a los benefactores.

«Meramente» y «benefactores» sonaba a discurso preparado. Definitivamente, el lugar estaba pensado para los ilegales. Gente asustada que llegaba con sabe Dios qué enfermedades, temerosa de acercarse al sistema sanitario del condado pese a que en él nadie les iba a preguntar nada. Miró a las mujeres que esperaban en las sillas. Seguían fingiendo que él no existía. Nadie parecía especialmente enfermo, pero nunca se sabe. Su madre acababa de contarle que una amiga suya había ido a visitar a sus parientes en Guadalajara y había vuelto con tuberculosis. Y se lo había explicado, como siempre, como si Raul tuviera algún poder para impedir esos desastres.

—¿No hay ningún historial aquí, entonces? —insistió Raul.

—Ni uno solo —dijo la recepcionista.

—Parece un poco desorganizado, señorita…

—De hecho, es superorganizado —respondió ella, sin dar su nombre—. Así podemos practicar la multitarea.

—¿Qué multitarea?

—Cuando la iglesia necesita usar este espacio para otra cosa, lo sacamos todo de aquí sobre ruedas.

—¿Con qué frecuencia vienen los médicos y usan este espacio?

—Casi todos los días.

—Entonces esas ruedas no funcionan demasiado.

Encogimiento de hombros.

Raul se inclinó hacia delante y susurró:

—Tiene gente esperando, pero no veo a ningún médico.

—Está a punto de llegar el doctor Keefer.

—¿Cuándo?

—Pronto. Pero él no le sirve de nada.

—¿Por qué?

—Es nuevo. Ayer fue su primer día, así que no conocerá a su señor Nosecuántos.

—Huggler.

—Qué nombre tan raro.

Biro la miró.

—Yo no lo conozco.

Biro le mostró su tarjeta.

—Ya me ha enseñado la placa —dijo ella—. Creo que es policía.

—¿Ha visto lo que pone aquí?

Un momento de duda.

—Vale.

—Homicidios —dijo Biro—. Es lo único que me importa, resolver asesinatos.

—Vale.

—Tal vez Grant Huggler tenga un nombre raro, pero sospechamos que ha cometido unos cuantos asesinatos verdaderamente desagradables. Es necesario detenerlo antes de que haga más daño.

Echó una mirada hacia las mujeres que esperaban, como insinuando que podían convertirse en víctimas.

La recepcionista pestañeó.

Le enseñó el retrato.

Ella meneó la cabeza.

—No lo conozco. Aquí no queremos a ningún asesino. Si lo conociera, se lo diría.

—¿Es usted la única recepcionista, señorita…? ¿Cómo se llama?

—Leticia. No, no lo soy. Somos unas cuantas voluntarias.

—¿Cuántas son unas cuantas?

—No lo sé.

Biro sacó una ampliación del carné de conducir caducado de James Pittson Harrie.

—¿Y este?

Para su sorpresa, la mujer empalideció.

—¿Qué pasa?

—Es un médico.

—¿De qué tipo?

—Salud mental —dijo ella—. Un terapeuta. Vino una vez a hacer unas preguntas, pero no ha vuelto.

—¿Qué clase de preguntas?

—Si trabajábamos para mutuas. Dijo que tenía mucha experiencia en eso, que podía ayudarnos si alguien necesitaba colaboración por un accidente, o alguna herida. Le dije que aquí no nos dedicamos a eso. Me dejó su tarjeta, pero la tiré. Ni siquiera leí cómo se llamaba.

—Pero lo recuerda.

—No solemos recibir visitas de médicos que vienen a proponer negocios.

—¿Cómo se comportaba?

—Como un médico.

—¿Es decir?

—Formal. No parecía uno de esos, pero supongo que lo era.

—¿Uno de esos?

—Esos que se dedican a fingir resbalones y caídas. Nos vienen a ver de vez en cuando. Son investigadores que trabajan para los abogados.

—Pretenden explotar a sus clientes.

Asintió. No intentó decir que no eran clientes suyos.

—Entonces el señor Harrie le dijo que era psicólogo.

—O psiquiatra, no me acuerdo. ¿No lo es?

—No.

—Oh.

—¿Cómo reaccionó cuando rechazó sus servicios?

—Dio las gracias y me entregó su tarjeta.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Un tiempito —dijo Leticia—. Meses.

—¿Cuántos?

—No sé. ¿Cinco? ¿Seis?

—Tanto tiempo, y sin embargo lo recuerda.

—Ya le he dicho que era inusual —explicó—. Además, era anglosajón. Aquí no vienen muchos tíos blancos y punto, salvo por los mendigos que vienen del bulevar.

Raul descorrió la cremallera del maletín y le mostró un retrato de Lemuel Eccles.

—¿Como este?

—Claro, ese es Lem, viene de vez en cuando.

—¿Para qué?

—Se lo tendrá que preguntar a su médico.

—¿Quién es?

—Mendes.

—¿Nombre de pila?

—Ana Mendes.

Raul le mantuvo la foto cerca de la cara. La mujer miró hacia otro lado.

—Así que Lem viene de vez en cuando, pero este otro… —Volvió a sacar el retrato de Huggler—. ¿No sabe nada de él?

—Correcto. ¿Acaso se conocen entre ellos, o algo así?

—Podríamos decirlo así.

—¿El otro también? ¿El psicólogo?

—¿Qué más puede contarme de Lem?

—Sólo que viene por aquí —dijo—. A veces se pone difícil, pero por lo general se porta bien.

—¿Difícil en qué sentido?

—Nervioso, medio agobiado. Habla solo. Como si estuviera loco.

—¿Como si?

—Nosotros no juzgamos a nadie.

—¿Tiene una lista de las demás recepcionistas?

—No tengo listas de nada y no sé quiénes son porque cuando estoy aquí ellas no están.

—Y todas son voluntarias.

—Sí.

—¿Qué agencia las recluta?

—Ninguna. Yo lo hago como un servicio a la comunidad.

Era demasiado mayor para estar en un instituto y no parecía ser expresidiaria, ni delincuente de ningún tipo.

—¿Qué clase de servicio a la comunidad?

—Es para un curso. Asuntos Urbanos, estoy matriculada en la estatal de California.

—¿Le parece que a lo mejor podrían tener una lista arriba, en la iglesia?

—Puede ser.

—De acuerdo —dijo Biro—. Le voy a dejar mi tarjeta, como hizo el señor Harrie, pero no la tire, por favor.

Ella dudó.

—Quédesela, Leticia. La gente buena ha de ser buena incluso cuando no es voluntaria.

Ella se quedó boquiabierta. Raul empezó a subir las escaleras que llevaban al vestíbulo de la planta baja de la iglesia. Una de las mujeres de las sillas dijo algo en español. Demasiado flojo para que Biro distinguiera las palabras, pero la emoción era obvia.

Alivio.

Cuando se dirigía a las oficinas de la iglesia, un joven con bata blanca y cargado con una caja se cruzó en su camino. El doctor M. Keefer, residente del hospital general del estado.

Semanas de noventa horas y aún tenía tiempo para el voluntariado.

—Hola, doctor —saludó Raúl—. ¿Ha visto alguna vez a este tipo?

—No, lo siento —respondió M. Keefer. Y bajó la escalera a grandes botes.

* * *

Las oficinas de la iglesia estaban cerradas y el magnífico santuario de mármol desocupado. Raul regresó a su coche y averiguó el número de Anna Q. Mendes, en Boyle Heights.

La recepcionista respondió en español y quizá fuera porque Biro también lo hablaba, o quizá no, pero el caso es que le dijo:

—Por supuesto.

Y apenas un instante después una cálida voz femenina dijo:

—Soy la doctora Mendes, ¿en qué puedo ayudarle?

Escuchó la explicación de Biro y dijo:

—El caso de tiroides. Claro. Yo le pedí un escáner. Vino a pedir una receta de Synthroid, pero el historial médico era irregular. Me pareció que tenía una dosis muy baja y que tenía pendiente un buen repaso del cuello desde hacía tiempo. Tuvo sus reticencias, pero su terapeuta me ayudó a convencerlo.

—¿Su terapeuta?

—Un psicólogo que vino con él. Me pareció un nivel de atención muy impresionante. Sobre todo porque el psicólogo tenía su consulta en Beverly Hills y parecía claro que Huggler no era un paciente privado de pago.

La facilidad con que administraba esos datos sorprendió a Biro. Al ver que no ofrecía ni la menor resistencia llegó a pensar si sería ella la delatora anónima.

—¿El psicólogo dijo cómo se llamaba?

—Sí, pero no lo recuerdo.

—¿Doctor Shacker?

—¿Sabe qué? Creo que sí —dijo Anna Mendes—. En seguida estuvo de acuerdo en que para optimizar la dosis necesitábamos mejores datos. Mientras tanto, le subí un poco la dosis al señor Huggler y le di una receta para unos tres meses.

—¿Algo más que me pueda decir de Huggler?

—Ha dicho que era de Homicidios —dijo Mendes—. Así que es evidente que ha matado a alguien.

Biro no había mencionado el departamento. Y lo evidente era que Huggler tenía tantas posibilidades de ser víctima como asesino.

Sin duda, era la delatora.

—Eso parece, doctora.

—Hace seis años mataron a mi hermano —dijo—. Un asesinato por encargo en la dirección equivocada, los muy imbéciles le dispararon con una AK mientras dormía en la cama.

—Cuanto lo siento.

—Nunca pillaron a los cabrones que lo hicieron. Por eso hablo con usted. Si alguien mata a alguien, ha de tener su merecido. Pero no, la verdad es que no tengo nada más que decirle de Huggler.

—¿Cómo se comportaba?

—Tranquilo, pasivo, no hablaba mucho, rehuía el contacto visual. De hecho, estaba tan parado que incluso antes de que entrase el terapeuta, el doctor Shacker, empecé a pensar si padecería alguna enfermedad mental.

—¿Eso podría deberse a la tiroides?

—De ninguna manera. Si estaba un poco hipotiroidico, como yo sospechaba, podía ir un poquitín más despacio, quizá perder algo de energía y ganar un poco de peso, pero nada significativo. También puede ser que tuviera frío, que fue la primera pista. Iba demasiado abrigado para el tiempo que hacía, con un abrigo grande y pesado, de forro de borrego. Nunca pude confirmar mi hipótesis, sin embargo, porque no volvió con los resultados de la analítica.

—¿Cabe contar con un empeoramiento?

—Si se toma su medicación, no. Incluso con la dosis antigua no se convierte en un debilucho, todo lo contrario. Le hice una buena revisión y tenía la musculatura muy tonificada. Excelente, de hecho. Unos músculos gigantes. Vestido no lo dirías, casi parecía regordete.

—Se ponía demasiada ropa porque tenía frío.

—O a lo mejor era un síntoma de alguna enfermedad mental, de vez en cuando se ven casos así.

—Hablando de pacientes mentales, en la clínica me han dicho que Lem Eccles era paciente suyo.

—¿Era? ¿Le ha pasado algo?

—Me temo que sí —dijo Biro—. Está muerto.

Una pausa.

—¿Y eso tiene algo que ver con Huggler?

—Podría ser.

—Uau, vaya —dijo Mendes—. Bueno, si me va a preguntar si alguna vez los vi juntos, ya le digo que no.

—¿Puede mirar en su archivo y ver si alguna vez coincidieron en la clínica el mismo día?

—Podría, si estuviera en mi consulta principal, en Montebello, donde guardo todos los historiales clínicos.

—Es un sistema un poco extraño —opinó Biro—. Eso de que los médicos se lleven el papeleo a casa.

—Es mucho lío —concedió Mendes—, pero nos insisten en ello. Así no llegan a ser una clínica oficialmente, se limitan a donar el espacio.

—Por si acaso La Migra pregunta.

Mendes se echó a reír.

—No es muy sutil, ¿verdad? Yo no me meto en nada de eso. Trato a los pacientes, la política no es lo mío.

—Trabaja allí como voluntaria.

Se rio más todavía.

—¿Le pareció que allí hay alguna posibilidad de ganar dinero? Sí, soy voluntaria. Tuve una beca en el Sagrado Corazón y la archidiócesis me ayudó a pagar la matrícula de la facultad de Medicina. Si me piden un favor les digo que por supuesto. Bueno, ¿y qué ha hecho exactamente el tal Huggler?

—Es desagradable —dijo Biro.

—Pues olvide que se lo he preguntado, agente. Me formé en el hospital del condado y ya he visto bastantes cosas desagradables. Desde luego, espero que lo atrapen y si alguna vez lo vuelvo a ver usted será el primero en saberlo.

—Un par de cosas más —dijo Raúl—. ¿Ha dicho que el doctor Shacker llegó después que Huggler. Entonces?, ¿Huggler vino solo?

—Técnicamente, supongo que sí —contestó Mendes—. Al cabo de unos minutos apareció Shacker y dijo que estaba aparcando. Me dio toda la sensación de que habían llegado juntos. Bueno, si no le importa, tengo pacientes esperando.

Aparcando. Para ella era poca cosa, pero el cerebro de Raul gritaba: «¡Un vehículo! Listo para busca y captura».

—Una pregunta más —dijo—. ¿Cómo es que mandó a Huggler al hospital de día de North Hollywood?

—Porque lo recomendó el doctor Shacker. Tendría que preguntarle los detalles a él, daba la sensación de que se preocupaba mucho por Huggler. Aunque probablemente tendrá algún problema con el secreto profesional. Yo también, pero un asesinato ya es otra cosa.

* * *

Biro informó a Petra.

—Podemos dar por hecho que Shacker descubrió a Eccles en esa clínica —dijo ella—. Volveré a hablar con los uniformados que encerraron a Eccles, a ver si recuerdan algo más de Loyal Steward. Y al ver que Harrie sugirió a la doctora que usaran el North Hollywood, teniendo en cuenta que él se prostituía para las mutuas y que el hospital está pensado para sacarles dinero, es obvio que mi encanto no ha funcionado con Ostrovine tan bien como yo creía y que todavía se guarda algo. ¿Estás dispuesto a hacer de poli malo?

—Más que dispuesto —contestó Raul—. Muerto de ganas.

* * *

De camino hacia el Valle, llamó a Milo para ponerlo al día.

—Bien hecho, Raul —dijo Milo—. Adelante.

Yo acababa de entrar en su oficina. Hizo rodar su silla para recuperar la posición.

—¿Has visto cómo apoyo a los jóvenes?

—Admirable.

—Aunque nada de lo que han descubierto tiene más valor que un escupitajo caliente mientras no encontremos a esos frikis.

Resumió lo que sabía.

Yo me había acostado tarde para intentar responder algunas preguntas por mi cuenta. Repasando mentalmente mi breve charla con James Harrie para ver si se me había escapado algo.

Entendía por qué alguien como Huggler daría la bienvenida a los cuidados de Harrie, pero no conseguía ver cuál era el beneficio para este, pues si aquel hombre se veía capaz de llevar a cabo una venganza a su manera… ¿Qué sentido tenía aumentar el riesgo de que lo descubrieran por colaborar con alguien tan profundamente perturbado?

Habían establecido durante veinte años una relación que en la práctica se parecía mucho a la acogida.

¿Qué obtenían los padres de acogida?

Las preguntas pequeñas se habían resuelto deprisa, pero el panorama general seguía nublado y yo no podía evitar la sensación de haber tomado la dirección equivocada en más de una bifurcación.

—¿Lo de la pensión no ha dado resultado?

—En la administración están absolutamente seguros de que ninguna agencia gubernamental entrega cheques a nombre de James P. Harrie y otro tanto ocurre con la oficina de bienestar a propósito de posibles pagos de ayuda a Grant Huggler. He probado deletreándolo de un montón de maneras distintas porque los papeleos a veces se confunden. Incluso he comprobado con el nombre de Shacker, porque él también fue funcionario y podía ser que Harrie le hubiera robado los beneficios sociales, además de la identidad. No ha habido suerte; esos cheques van a parar a un primo de Bruselas. Así que a lo mejor nos enfrentamos a criminales que creen en la libre empresa y se esfuerzan por triunfar a la vieja usanza.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —pregunté.

—La mejor estimación que he podido hacer es que alguien en la situación de Harrie podría conseguir una pensión de tres o cuatro de los grandes al mes, según reclamara por estrés o por incapacidad. No hay manera de saber exactamente qué podría pedir Huggler, hay toda una sopa de letras llena de premios de beneficencia para cualquiera que sepa trabajarse el sistema. El cálculo máximo daría dos mil al mes, más o menos.

—Si los dos juntan su dinero pueden llegar a amontonar sesenta mil o setenta mil al año, libres de impuestos. No me creo que lo dejen pasar, grandullón, por mucho que gane Harrie ejerciendo como falso psicólogo. Pagó un buen dinero por esa consulta, tiene que haber empezado con un fajo. O sea que esos cheques llegan a algún lado. ¿Y si Harrie robó alguna identidad más, aparte de la de Shacker? ¿Para él y para Huggler?

—Si alguien cruzara sus datos con los números de la seguridad social, los pillaría.

—Es mucho suponer —dije—. Pero bueno, ¿y si lo hicieron por la vía legal y se cambiaron de nombre en el juzgado? En el caso de Huggler cualquier cambio tendría que haberse dado en los últimos cuatro años porque cuando lo arrestaron detrás del despacho del doctor Wainright todavía usaba su nombre verdadero.

Llamó a un oficinista de la Corte Suprema con el que había mantenido amistad años antes y al colgar parecía desinflado.

—¿Sabes qué? Para cambiar de nombre ya no hace falta una orden del juzgado. Lo único que has de hacer es usar tu nuevo alias de manera consistente para tus asuntos oficiales y al final los datos nuevos acaban integrados en el banco de datos del condado.

Abrió un cajón de un tirón, sacó un purito largo, lo hizo rodar entre los dedos sin quitarle el envoltorio todavía.

—Tienes razón, es imposible que dejen pasar una pasta tan fácil.

Sonó Erik Satie en su móvil.

—¡Sturgis! —ladró. Luego, más fuerte todavía—: ¿Qué?

Escuchó un largo rato, garabateando notas con tanta rabia que rasgó el papel en dos ocasiones. Al colgar su respiración era agitada.

—¿Qué? —pregunté.

Meneó la cabeza. Atacó el teléfono con los dos pulgares a la vez.

* * *

La imagen apareció al cabo de un momento, una visión borrosa y granulada, teñida de gris, en la pequeña pantalla del móvil.

En la parte superior se veía un reloj digital en marcha y el número de identificación de la cámara del salpicadero del coche patrulla de un sheriff de Malibu.

Seis y trece de la mañana en Malibu. Autopista del Pacífico. Montañas al este, así que era al norte de Colony, donde la ciudad playera se vuelve rural.

El agente, Aaron Sanchez, justifica la detención del Acura de quince años de antigüedad.

No es por la orden de busca y captura; la matrícula encaja con una denuncia de un robo reciente en el centro comercial de Cross Creek.

Detención por delito. Precaución extrema.

Seis y catorce: el agente Sanchez pide refuerzos. Luego (por el altavoz): «Salga del vehículo ahora mismo, señor, con las manos en la cabeza».

Sin respuesta.

Agente Sanchez: «Salga inmediatamente del coche, señor, con las manos…».

Se abre la puerta del conductor.

Un hombre pequeño, flaco, vestido con sudadera y vaqueros, sale y se lleva las manos a la cabeza.

Se atisba un punto de calvicie. Deficiente peinado de cortinilla.

El agente Sanchez sale de su vehículo con el arma en la mano, apuntando al conductor.

«Camine despacio hacia mí».

El hombre obedece.

«Deténgase».

El hombre obedece.

«Túmbese en el suelo».

El hombre finge obedecer, luego se vuelve de repente y saca algo de la cintura. Se agacha y apunta.

El agente Sanchez dispara cinco veces.

La figura pequeña del hombre absorbe todos los impactos y se infla como una vela.

Cae.

Aumenta el volumen de las sirenas a lo lejos.

Ya no hacen falta refuerzos.

Todo ha durado menos de un minuto.

* * *

—Cabrón —dijo Milo—. Al investigar el coche han visto que estaba en busca y captura y han contactado con Binchy porque es el nombre que salía en la petición.

—¿Lo que llevaba en la mano era de verdad?

—Nueve milímetros —contestó—. Descargada.

—Usó al policía para suicidarse —dije.

—Al principio el sheriff ha dado por hecho que se trataba de un torpe intento de usar a un policía para suicidarse, porque no tenía ningún sentido que Harrie se pusiera de esa manera sólo para evitar una multa por falsificación de matrículas. Y al principio no han visto nada en el coche de Harrie que lo hiciera sospechoso de nada raro; sólo fruta y verduras y cecina y agua embotellada, probablemente de alguna estación de la autopista. Luego han abierto el maletero y se han encontrado con un montón de armas de fuego, munición, cinta americana, cuerdas, esposas, cuchillos.

—Las herramientas del violador asesino —dije.

—Y manchas en la alfombra que parecen de sangre. Lo que no han encontrado es ninguna señal de que Harrie huyera con algún cómplice.

—Porque Huggler está en casa esperando que Harrie vuelva de la compra. En algún sitio, al norte de donde dieron el alto a Harrie.

—Eso es mucho territorio. ¿Qué te dice lo del maletero?

—En ninguna de nuestras víctimas vimos muestras de que hubieran sido atadas y ninguna de las mujeres había sufrido ataques o vejaciones sexuales. Yo diría que eso es para otro grupo de víctimas.

—Juegos de Harrie por su cuenta.

—Muy probablemente con ayuda de Huggler.

—Joder.

—Eso nos da la pieza que faltaba —expliqué—. La idea de que Harrie acogiera a Huggler bajo su ala por puro altruismo nunca tuvo sentido. Le atraía aquel chico perturbado porque compartían la pasión por el dominio y la violencia. Piensa en su relación como una terapia alternativa para Huggler. Mientras el personal de los hospitales de Ventura y Atascadero fracasaba en el intento de encontrar un tratamiento para él, Harrie los saboteaba promoviendo los impulsos de Huggler. Y enseñándole a disimular su mal comportamiento. Cuando transfirieron a Huggler, Harrie se trasladó con él. Cuando Huggler recuperó al fin la libertad, él y Harrie se embarcaron en una nueva vida juntos.

—Fundamento para una relación sana —dijo Milo—. Lástima que Harrie la haya palmado sin dar tiempo a negociar unas cuantas apariciones conjuntas en la tele.