3
La casa de Stanleigh Belleveaux era tan meticulosa por dentro como por fuera.
Acogedora, con una moqueta bien afelpada, con muebles demasiado pequeños y protegidos con tapetes. La sensación de estar en una casa de muñecas aumentaba ante el anaquel de latón lleno de figuritas de cerámica. En otro estante había fotos de dos jóvenes guapos vestidos de uniforme y un pisapapeles con la bandera estadounidense.
—Es de mi mujer —dijo Belleveaux, frotándose las manos—. Las muñequitas son de Alemania. Ella está en Memphis, visitando a mi suegra.
Era negro, de unos cincuenta años, rechoncho, vestido con un polo azul marino, caquis bien planchados y mocasines marrones. Un penacho blanco le cubría el cuero cabelludo y la mitad inferior de la cara. Se había roto la nariz unas cuantas veces. Tenía cicatrices en los nudillos.
—A su madre —dijo Milo.
—¿Perdón?
—En vez de decir que ha ido a ver a su madre, ha dicho a la suegra de usted.
—Porque pienso en ella en esos términos. Suegra. La peor persona que conozco. Como en la canción de Ernie K-Doe, aunque es probable que usted no la recuerde.
Milo tarareó un par de compases.
Belleveaux le dedicó una débil sonrisa. Luego lo dejó en una mueca y siguió retorciéndose las manos.
—Todavía no me puedo creer lo que le ha pasado a la señorita Berlin. No me puedo creer que yo haya tenido que verlo.
Cerró los ojos y los volvió a abrir. En la mesa, delante de él, no había nada de alcohol, sólo una lata de Coca Cola Diet.
—Ha cambiado de idea acerca del Dewar’s, ¿eh? —preguntó Milo.
—Es una tentación —respondió Belleveaux—. Pero es un poquito pronto. ¿Qué pasa si me llaman y tengo que conducir?
—¿Si le llama quién?
—Algún inquilino. Así es mi vida, señor.
—¿Cuántos inquilinos tiene?
—Los Feldman, debajo de la señorita Berlin, los Soo y los Kim y los Park y otros Park en un tríplex que tengo cerca de Korea Town. Luego tengo un alquiler que es un verdadero problema en Willowbrook, heredado de mi padre, ahora tengo allí una buena familia, los Rodriguez, pero ha sido muy duro por la cosa de los gánsteres. —Se frotó los ojos—. Este es mi mejor barrio, yo escogí vivir aquí, es el último lugar en el que hubiera pensado que tendría…, un problema. Todavía no me puedo creer lo que he visto, es como una película, una mala, una verdadera película de terror. Quiero pasar a otro canal, pero lo que he visto no se mueve de ahí.
Se presionó la frente con la yema de un pulgar.
—Ya desaparecerá —dijo Milo—. Lleva su tiempo.
—Ya suponía que usted sabría algo de eso —dijo Belleveaux—. ¿Cuánto tiempo?
—Es difícil de decir.
—Puede que para ustedes sea más fácil porque es su trabajo. En el mío lo peor que suelo ver es un murciélago en un garaje, una fuga de un desagüe, ratones que se comen los cables. —Ceño fruncido—. Están los gánsteres de Willowbrook, pero me mantengo a distancia. Y esto ha sido de muy cerca, demasiado.
—¿Cuánto hace que es dueño de ese piso de la otra acera?
—Siete años y ocho meses.
—Muy exacto, señor Belleveaux.
—Soy un hombre de detalles, teniente. Aprendí a ser preciso en el ejército, donde me enseñaron mecánica, algo de ingeniería mecánica. No me hizo falta un diploma universitario para acumular el conocimiento adecuado. Luego, cuando me licencié y me dediqué a reparar lavadoras y secadoras para Sears, lo que me había inculcado el ejército me resultó útil. Un trabajo sólo se puede hacer de una manera: bien. Si una máquina necesita tres tornillos, no pones dos.
—Lo mismo pasa en el boxeo —dije.
—¿Perdón?
—Sus manos. Yo antes hacía karate y se aprende a reconocer las señales de que alguien se dedica a las artes marciales.
—¿Artes marciales? —dijo Belleveaux—. No, eso no es para mí. Sólo hice un poquito de sparring en el ejército y luego un poco al salir, peso pluma, porque era muy flaco. Me partí el tabique tres veces y mi esposa, que entonces era mi novia, dijo: «Stan, como te vuelvas feo de tanto estropearte la cara, me voy a buscar un chico guapo». Era broma. Quizás. En cualquier caso, yo lo quería dejar, ¿qué clase de vida es esa, siempre recibiendo golpes, pasando días enteros mareado? Y se ganaba poquísimo dinero.
Bebió un poco de Coca. Se relamió los labios.
—Bueno, ¿qué puede decirnos de Vita Berlin? —preguntó Milo.
—Qué puedo decirles —repitió Belleveaux—. Es una pregunta complicada.
—¿Por qué, señor?
—No era la más fácil… Vale, mire, no quiero hablar mal de los muertos. Sobre todo de alguien que… De lo que le ha pasado. Nadie se merece algo así. Nadie, en ningún caso.
—Tenía una personalidad complicada —propuse.
—Entonces, ya sabe de qué estoy hablando.
No lo negué.
—Ser su casero podía resultar complicado —ofrecí.
Belleveaux levantó la lata de refresco.
—Lo que les diga… ¿Queda registrado de algún modo?
—Si así fuera, ¿representaría algún problema? —preguntó Milo.
—No quiero que me denuncien.
—¿Quién?
—Algún familiar suyo.
—¿También son complicados?
—No lo sé —dijo Belleveaux—. No los conozco. Sólo que creo que es mejor irse con cuidado. Ya saben, lo del hombre precavido y todo eso.
—No hay ninguna razón particular por la que le preocupe que lo puedan denunciar.
—No, pero ese tipo de cosas… —dijo Belleveaux—. Los rasgos, el mal genio… Eso va por familias, ¿verdad? Como Emmaline. Mi suegra. Todas sus hermanas son como ella, peleonas, siempre listas para un forcejeo. Son como meterse en una jaula de tejones.
—¿Vita Berlin lo amenazaba con denunciarlo?
—Más o menos un millón de veces.
—¿Por qué?
—Por cualquier cosa que la molestara —explicó Belleveaux—. Hay goteras, si no recibo una llamada en una hora te denuncio. Hay una arruga en la moqueta y me arriesgo a tropezar y partirme el cuello, si no me lo arreglas te denuncio. Por eso me he enfadado, porque me exigió que me presentara a arreglarle el baño y luego ha resultado que no estaba a la hora que me había dicho. Por eso he decidido usar mi llave, entrar y arreglarlo. Aunque sabía que me llamaría y me echaría la bronca por haber entrado sin su permiso. Aunque la asociación de arrendadores dice que puedo hacerlo a discreción si hay una causa justa. Y eso incluye las reparaciones razonables que haya solicitado el inquilino. Luego ha resultado que el baño estaba bien.
—¿Ha entrado en el baño? —preguntó Milo.
—He escuchado mientras la estaba mirando a ella. Ya sé que suena a locura, pero durante unos segundos no me podía mover, me he quedado allí, intentando no vomitar el desayuno. Y todo estaba en silencio, si la cisterna perdiera lo hubiese oído. Así que lo he pensado: ni siquiera estaba estropeada.
—Vita se lo pasaba bien creándole problemas —dije.
—No sé si se lo pasaba bien, pero desde luego que me los creaba.
—¿Alguna vez intentó echarla?
Belleveaux se echó a reír.
—No tenía motivos, así funciona la ley. Para que lo puedas echar, un inquilino ha de… —Se interrumpió de repente—. Iba a decir que ha de matar a alguien. Vaya, hombre, esto es terrible.
—Siete años y ocho meses —dije.
—Yo compré el edificio hace cuatro años y cinco meses, ella venía en el paquete. Pensé que sería bueno tener inquilinos de larga estancia, estables. Luego entendí que no era así. En resumen, ella creía que era la dueña y que yo era el conserje.
—Creía tener derechos.
—Es una buena forma de llamarlo —contestó.
—Una mujer picajosa.
—De acuerdo —concedió—. Lo diré claro: era un espécimen desgraciado, no tenía una buena palabra para nadie. Era como si tuviera bilis en las venas en vez de sangre. Me atrevo a apostar que no vendrá mucha gente a llorarla. Gente disgustada, sí, y asustada también. Pero llorando, no.
—Disgustada por…
—Por lo que le ha pasado. —Belleveaux cerró los ojos de golpe otra vez. Le temblaban los párpados—. Joder, nadie se merece algo así.
—Pero nadie la va a llorar.
—A lo mejor la llora alguien de su familia —dijo—. Pero nadie que la haya tratado dirá que la va a echar de menos. No lo digo como un hecho consumado, es una suposición, pero estaría dispuesto a apostar dinero. Si quieren saber a qué me refiero, acérquense a Bijou, una cafetería de Robertson. De vez en cuando comía allí y les arruinaba la vida. Lo mismo con los Feldman, los inquilinos del piso inferior. Una simpática pareja de jóvenes, llevan aquí un año, pero ya están a punto de mudarse por culpa de ella.
—Discusión de vecinos.
—Nada de discusión, ella los acosaba. Ellos viven debajo y ella encima, pero la que se queja del ruido de pasos es ella. De hecho, me obligó a ir varias veces a su casa a escuchar y lo único que se oía eran sus quejas porque iba diciendo: «¿Ve? ¿Lo ha oído, Stan? Van pisoteando como los bárbaros». Luego se tumba y pega la oreja a la moqueta y me obliga a hacerlo yo. En esa postura igual si se oía algo, pero nada serio. Pero miento, le digo que ya hablaré con ellos. O sea, sólo para quitármela de encima. No hice nada y se le pasó. La vez siguiente era para otra cosa: llenan demasiado los contenedores de basura, aparcan mal sus coches, le parece que han colado un gato en casa pese a que están prohibidas las mascotas en el edificio. Lo que había pasado era que se había plantado un gato en la puerta trasera y como parecía muerto de hambre le habían dado un poco de leche. Que es lo que haría cualquier ser humano, ¿no? Pues ahora seguro que los Feldman se largan y me quedarán las dos casas vacías. Tenía que haber invertido el dinero de la pensión en lingotes de oro, o algo por el estilo.
—Parece que Vita era un poco paranoide —opina Milo.
—Es una manera de llamarlo —concede Belleveaux—. Pero más bien daba la sensación de que quería llamar la atención y sabía que ser mala era la mejor manera de conseguirlo.
—¿Tenía amigos?
—Nunca vi ninguno.
—Y usted vive en la otra acera.
—Era parte del problema. Sabía dónde encontrarme. Y yo convencido de que ese edificio era perfecto, bien cómodo, porque no me haría falta conducir. La próxima vez que compre algo será en otro estado. Aunque no habrá una próxima vez. Si el mercado estuviera al alza lo vendería todo.
—¿Qué nos puede decir acerca de su rutina diaria?
—Hasta donde yo podía ver, estaba más bien sola y no salía mucho.
—Salvo para comer.
—De vez en cuando iba andando hasta Bijou. Lo sé porque yo también iba y la vi allí un par de veces. Bueno y barato, yo iría más a menudo, pero a mi esposa le ha dado por cocinar, va a clases y le gusta probar cosas nuevas. Ahora toca cocina francesa, por esto estoy más flaco que antes.
—¿Vita iba a comer a algún otro sitio, aparte de Bijou? —preguntó Milo.
—Casi siempre pedía para llevar —respondió Belleveaux—. Lo sé por las cajas que tiraba a la basura. Lo sé porque le fallaba la puntería y yo tenía que recogerlas. Con esos camiones automáticos que usan hoy en día, lo que cae fuera se queda en el suelo. Y no quiero ratas por aquí.
—¿Qué clase de comida para llevar?
—Yo veía cajas de pizza. Así que supongo que le gustaba la pizza.
—¿De dónde?
—¿De dónde? No lo sé… Supongo que de Domino’s. Son esas con el sombrerito azul, ¿no? A lo mejor de otros sitios, no sé. No es que me dedicara a vigilar sus hábitos alimenticios desde detrás de las cortinas. Cuanto menos tuviera que ver con ella, mejor.
—¿Sabe si anoche le trajeron alguna pizza?
—No lo puedo saber —respondió Belleveaux—. Yo estaba en el Staples, viendo la paliza que Utah le dio a los Lakers. Fui con mis hijos, los dos son sargentos del ejército y les tocó la misma semana de permiso, así que fuimos al baloncesto y luego nos largamos a comer algo a Philippe’s. —Se tocó la hebilla del cinturón—. Me pasé con la salsa francesa, pero no siempre se puede salir con los hijos a hacer cosas de chicos, todos ya mayores. Volví tarde a casa, he dormido hasta las siete, he visto su mensaje en el contestador, protestando porque no fui ayer, después de la primera llamada, que el baño está estropeado y que tiene derecho a que el baño funcione, que todos los sanitarios son viejos, baratos y malos, que si no los voy a cambiar lo mínimo que puedo hacer es repararlos a tiempo, que será mejor que lo haga antes de las ocho porque si no presentará una queja…
—¿A qué hora lo llamó? —preguntó Milo.
—No lo he comprobado.
—¿Conserva el mensaje en el contestador?
—No, lo he borrado.
—¿Puede delimitar un poco la hora?
—Hmm… —musitó Belleveaux—. Bueno, salí hacia las cuatro y pasé por el apartamento de los Soo para revisar un enchufe antes de ir al partido, así que tuvo que ser después de esa hora.
—¿A qué hora volvió a casa?
—Cerca de la medianoche. Llevé a Anthony y a Dmitri a donde habían aparcado su coche de alquiler, en el aparcamiento de Union Station. Anthony dejó a Dmitri en el aeropuerto y luego se llevó el coche a Fort Irwin.
—Cuando volvió a casa… ¿las luces de Vita Berlin estaban encendidas?
—A ver… No estoy seguro. Como se pagaba ella la electricidad, lo que hiciera con la luz era problema suyo.
—¿Dónde podemos encontrar a los Feldman?
—Son buena gente, todavía no saben nada de esto.
—¿Y eso por qué?
—Es probable que estén trabajando. Son médicos residentes. Él trabaja en el Cedars y ella en otro sitio, quizá en la universidad. No estoy seguro.
—¿Sus nombres de pila?
—David y Sondra, con «o». Créanme, no tienen nada que ver con esto.
—Médicos —dijo Milo.
Pensando: «corte quirúrgico».
Stanleigh Belleveaux contestó:
—Exacto. Respetables.