38

A Camarillo en cincuenta minutos, gracias al pie de plomo de Milo.

La misma salida de la 101, la misma carretera de curvas entre viejos y densos árboles.

La misma sensación de llegar a un lugar extraño sin saber que pasará, inseguro, preparado para recibir una sorpresa.

Donde antaño había un campo abierto de flores silvestres habían plantado ahora limoneros, dispuestos por cientos en hileras y con todos los frutos caídos recogidos del suelo. El logotipo de una cooperativa del cítrico decoraba varias señales en los límites del huerto. El cielo era de un azul de lápiz, perfecto e improbable.

Milo pasó deprisa junto al huerto. Yo miré por todas sus hileras, en busca de alguna presencia humana errabunda.

Sólo un tractor al fondo, sin conductor. El siguiente cartel apareció menos de un kilómetro después, con letras azul claro y bajo el dibujo de tres gaviotas de intensa mirada:

SEABIRD ESTATES

Una comunidad planificada

Unos metros más allá, había unas puertas azules que llegaban a la altura del hombro, sujetadas por las bisagras en unos postes enyesados de color crema. Transmitían una tranquilidad superficial, aunque distaban mucho del nivel de seguridad que ofrecía la barrera del estatal de Ventura, con sus tres metros de color rojo sangre.

No es lo mismo encerrar a los de dentro que impedir el paso a los de fuera.

Dentro de una cabina minúscula había un guardia enviando mensajes por teléfono. Milo tocó la bocina. El guardia alzó la mirada, pero sus dedos siguieron trabajando. Corrió una hoja para abrir la ventanilla. Al ver la placa de Milo puso los labios como un donut.

—No hemos informado de ningún problema.

—No, ya lo sé. ¿Podemos entrar, por favor?

El guardia se lo pensó. Volvió a teclear, al tiempo que apretaba un botón de una consola que tenía delante, aunque tuvo que repetirlo porque falló al primer intento. Las puertas se abrieron de par en par.

* * *

La calle central se llamaba Sea Bird Lane. Serpenteaba por una cuesta que iba escalando la colina. Los bloques de viviendas aparecían a ambos lados del asfalto. El paisaje consistía en palmeras plantadas en los lugares previsibles, ciruelos de hoja roja, lechos de suculentas que exigían poco mantenimiento y se agarraban a las curvas con su verde de cachemira.

Todos los edificios tenían el mismo estilo idéntico: neohispano, del mismo crema que los postes de la entrada, tejados de materiales compuestos que pretendían pasar por tejas rojas genuinas.

El parecido con los edificios del Ventura era superficial. No había rejas en las ventanas. Nadie caminaba por los espacios abiertos. En la época del hospital, el personal y los pacientes de bajo riesgo paseaban libremente, generando una fácil energía. Por extraño que pareciera, los SeaBird Estates daban una mayor sensación de vigilancia.

Milo avanzó cincuenta metros sin pisar a fondo hasta que divisamos una estructura original: la sala de recepción gigantesca donde yo recibí mi orientación. Cerca de la entrada había un cartel que identificaba el edificio como la sede del Club Caballito de Mar. A medida que avanzábamos en la exploración iban apareciendo otras estructuras del hospital: Salón de Juegos Brisa Marina: Punto de Encuentro. Las antiguas alas y centros de tratamiento y otras estructuras convivían con edificios de nueva construcción. Un trasplante tranquilo, una maravilla de la cirugía cosmética.

Al fin apareció gente: parejas de pelo blanco que salían a pasear con ropa informal, bronceados, relajados. Me estaba preguntando si tendrían idea de los orígenes de aquel barrio cuando un pelirrojo con una chaqueta azul de poliéster sobrada de talla, pantalones caquis abolsados y zapatos de suela de crepé se plantó en medio de la carretera y nos bloqueó el camino.

Milo frenó. El de la chaqueta nos examinó y luego se acercó caminando hasta la ventanilla del conductor.

—Rudy Borchard, jefe de seguridad. ¿En qué les puedo ayudar?

—Milo Sturgis, policía de Los Ángeles. Encantado de conocerte, Rudy.

Se mostraron las placas mutuamente. La de Borchard era significativamente mayor que la de Milo, con una estrella dorada que hacía pensar en OK Corral. Probablemente era más grande que la que llevaba Earp, a quien no se le hubiera ocurrido ofrecer una diana tan generosa.

—Entonces —dijo Borchard. Inseguro, como si a partir de ahí ya no se supiera el guión. Apoyó un dedo protector en el nudo de su corbata, de esas que se ciñen al cuello con una goma. Llevaba el pelo demasiado largo por algunas zonas, demasiado corto por otras, teñido del color de una calabaza demasiado asada. Un bigote de una semana le salpicaba de cayena el labio superior, regordete—. Policía de Los Ángeles, ¿eh? Esto no es Los Ángeles.

—Tampoco es Kansas —respondió Milo.

Borchard desvió la mirada, confundido. Sacó pecho para compensar.

—No hemos llamado para denunciar ningún problema.

—Ya lo sabemos, pero…

—Las cosas son así —le interrumpió Borchard—. La intimidad de los residentes nos importa de verdad. Estoy hablando de jubilados acaudalados que quieren sentirse seguros y con su intimidad protegida.

—También a nosotros nos preocupa la seguridad, Rudy. Por eso estamos preguntando por un sospechoso que podría estar por aquí.

—¿Un sospechoso? ¿Aquí? No lo creo, muchachos.

—Ojalá tengas razón.

—¿Dentro del área? ¿O sólo cerca de aquí?

—Cualquiera de las dos cosas.

—No, no lo creo —dijo Borchard—. Aquí no entra nadie sin mi permiso.

La facilidad con que habíamos entrado desmentía su afirmación.

—Excelente, pero nos gustaría echar un vistazo.

—¿Quién es ese sospechoso? —preguntó Borchard.

Milo le enseñó el retrato de Huggler.

—No, no está aquí, nunca ha venido por aquí.

Milo mantuvo el dibujo delante de la cara de Borchard. El agente de seguridad dio un paso atrás.

—Le estoy diciendo que no. Parece el típico tirado. Aquí no duraría ni dos segundos. Hágame un favor, aparte eso, ¿vale? No quiero que ningún residente acabe con los calzoncillos manchados.

—Quédatelo, Rudy. Si lo quieres colgar, no estaría mal.

Borchard cogió el dibujo, lo dobló y se lo metió en un bolsillo.

—¿Y qué ha hecho exactamente esa escoria?

—Matar a un puñado de gente.

Los puntos rojos que lucían por encima del labio de Borchard se inflaron cuando se puso a masticar aire.

—¿Están de broma? De ninguna manera pienso colgar ese dibujo. Si los residentes oyen el verbo «matar» les da un infarto, seguro.

—Rudy —dijo Milo—. Si Grant Huggler consigue entrar, será mucho peor que un infarto.

—Créanme, no entrará.

—¿Tan controlado lo tenéis todo?

—Más controlado que el… de una virgen. Muy controlado, confíe en mí.

—¿Por cuántos sitios se puede entrar?

—Ya lo han visto.

—¿Sólo por la puerta principal?

—Sobre todo.

—¿Sobre todo, pero no es la única?

—Hay una entrada de servicio por la parte de atrás —dijo Borchard, señalando hacia el este con el pulgar—. Pero es sólo para entregas y está cerrada las veinticuatro horas de todos los días y vigilada por circuito cerrado y sabemos exactamente quién entra y quién sale.

—¿Qué entra por ahí?

—Entregas. Al por mayor. Los paquetes pequeños vienen por la puerta principal, todos los paquetes se controlan antes de entregarlos a su destinatario.

—¿Cómo se controlan?

—Los residentes nos dan permiso para firmar la recepción de UPS y FedEx y nosotros confirmamos las direcciones y se los entregamos en mano. Así no molestan a nadie, forma parte del servicio.

Una bocina nos hizo volver la cabeza. Una pareja mayor en un Mercedes blanco tenía prisa. La mujer permanecía inmóvil, pero se veía el movimiento de labios del hombre.

—Será mejor que se eche a un lado —dijo Borchard.

Milo se pegó al bordillo y salimos del coche. El Mercedes adelantó y Borchard dedicó un saludo exagerado a sus ocupantes. No le hicieron ni caso y avanzaron hasta la siguiente calle, donde doblaron a la izquierda. Calle de la Nube Marina.

Rudy Borchard dijo:

—Que tengan un buen día, señores.

—¿Qué son esas entregas al por mayor? —preguntó Milo.

—Lo típico, bultos grandes. Somos como una ciudad, siempre vienen provisiones para el club y los restaurantes. Tenemos dos: uno formal y otro informal. Aquí hay casi ochocientos residentes.

—El club queda ahí atrás —dije—. O sea que hay algún camino que permite a los camiones acercarse desde la puerta trasera y llegar directamente a la zona de carga.

—Sacto —dijo Borchard—. No podemos tener furgonetas dando vueltas por ahí, destrozando el pavimento y montando un alboroto.

—¿Dónde se coge esa pista de servicio?

—Corta por la mitad.

—¿La mitad de qué?

—Del resto de la propiedad.

—¿Hay todavía una sección sin construir?

—Sacto. Fase dos.

—¿Cuándo se va a desarrollar?

Borchard se encogió de hombros.

—¿Cómo se llega a la pista de servicio sin circular por aquí?

—Ustedes han cogido Lewis probablemente al salir de la autopista, ¿verdad? La próxima vez, tomen la salida anterior, luego recorren unas cuantas calles y se meten por las pistas de las granjas. Pero, créanme, nadie va a entrar por ahí. Y aun si entraran, que nadie lo hace, no tendrían dónde esconderse. Además, todos los residentes tienen un timbre de alarma en sus casas y pueden pagar una tarifa extra para llevar consigo uno portátil. Aquí no tenemos problemas. Nunca.

—Entonces —dijo Milo—, esa pista para entregas corta por detrás y termina en una zona de descarga.

—No es una zona abierta, es un almacén y siempre hay gente por ahí. Créanme, su vagabundo no duraría ni un minuto. Además, ¿qué les hace pensar siquiera que esté por aquí?

—Que antes vivía aquí.

—¿En Camarillo? Es muy grande.

—En la ciudad no, Rudy. Aquí.

—¿Eh? Ah, era uno de esos.

—¿Uno de quiénes?

—Un zumbado. De cuando esto era un manicomio.

—¿Eso lo saben los residentes? —pregunté.

Borchard sonrió.

—No lo pone en los folletos, pero, claro, algunos lo deben de saber. Pero a nadie le importa un comino. Porque ha pasado mucho tiempo y ahora todo es normal y seguro. Además, ¿por qué volvería un loco al lugar donde lo encerraron? No es lógico. En plan psicológico.

Milo reprimió una sonrisa.

—Puede ser, Rudy. ¿Cuánto personal hay en tu equipo de seguridad?

—Cinco. Contándome a mí. Suficientes, créanme. Aquí no pasa nada. Todo eso de los locos nos lo tomamos en broma. Como cuando alguien desentierra algo.

—¿Desentierra?

—Cuando arreglan los jardines —dijo Borchard—. Cada vez que alguien remueve la tierra para plantar algo, lo que sea, aparece algo enterrado.

—¿Como qué?

—Bah, no se pongan a pensar en crímenes. Estoy hablando de cucharas, tenedores, tazas. Con el logo del hospital, la «VS» bien grande. Una vez aparecieron unas cintas y unas hebillas, supongo que de alguna camisa de fuerza.

—¿Y qué haces con eso cuando lo encuentras?

—Yo no encuentro nada, son los de jardinería. Me lo dan y yo lo tiro, ¿qué pensaban? Es basura. —Borchard miró el reloj—. Su maniaco no está por aquí, pero si aparece ya me encargaré de él.

Desabrochó la holgada chaqueta y nos dejó ver la Glock que llevaba en una pistolera.

—Buena pipa —dijo Milo.

—Y la sé usar.

—¿Estuviste en el ejército?

Borchard se sonrojó.

—Voy al campo de prácticas. Pásenlo bien, señores.

—¿Y si nos enseñas esa pista de servicio? —preguntó Milo.

—Está de broma.

—Sólo para que podamos decirle al jefe que hemos sido rigurosos.

—Jefes —dijo Borchard—. Sí, ya lo creo. Vale, se la enseño, pero queda justo al otro lado, no vamos a ir andando.

—Pues vayamos en coche.

Borchard miró el coche particular que llevábamos.

—No me pienso meter ahí detrás. Quedaría mal delante de los residentes, no sé si me entienden.

—Prometo no ponerte las esposas, Rudy.

—Me gustan sus bromas. No. —Tocó la zona donde, por debajo de la chaqueta, tenía sujeta el arma—. ¿De verdad tienen que hacerlo?

—Hemos venido desde Los Ángeles.

—Pues tómense un taco de pescado en la ciudad y digan que lo han visto todo.

Milo sonrió.

—Vale, vale, esperen.

Se acercaba un hombre con un bastón en la mano y Borchard se apresuró a interceptar su camino. Le sonrió y se puso a hablar con él. El hombre se alejó, dejándolo a media frase y murmurando. Borchard nos miró con una expresión en la cara que quería decir: «Ya les había avisado», desapareció por una curva arbolada y regresó al cabo de unos minutos con un carro de golf con toldo de lona.

—Suban, daremos una vuelta en carro eléctrico.

Milo se sentó a su lado y yo ocupé el banco trasero. El asiento de plástico era de un azul acuático con garzas verdes estampadas.

—Chicos, hago esto como un favor entre seguratas, créanme que ese loco no ha entrado aquí escondido en un camión de dieciocho ruedas. Todo viene de proveedores reconocidos y anotamos todas las entradas y salidas. O sea, si todavía estuvieran abiertos los túneles, quizá me plantearía darles la razón, pero como no lo están…

—¿Qué túneles?

—Ja, sabía que les iba a pillar con eso —dijo Borchard, con una risilla entre dientes—. Estoy de broma, de verdad, no es nada.

—No hay túneles.

—Ya no, los rellenaron con cemento.

—No hay, pero están rellenos.

—Ya me ha entendido, no se puede entrar.

Milo se volvió hacia atrás para mirarme. Yo meneé la cabeza.

—En aquellos tiempos eran pasadizos subterráneos que conectaban algunos de los edificios del hospital. Para trasladar provisiones, supongo. —Rio con más fuerza—. O a lo mejor hacían correr a los locos por ahí para que hicieran ejercicio, o para castigarlos, o lo que sea. El caso es que cuando los promotores compraron el terreno el condado les obligó a rellenarlos con cemento por los terremotos. ¿Quieren verlos?

—¿Por qué no? —preguntó Milo, como quien no quiere la cosa.

—Si hago el tour completo tendré que cobrar un extra.

Borchard se echó a reír y pisó a fondo el acelerador del carro para cambiar de sentido y avanzar por la calzada a ocho kilómetros por hora. Al cabo de un rato se detuvo en una calle lateral que llevaba a un grupo de residencias. Calle de la Ola Marina. Nos invitó a seguirlo por gestos, se agachó y apartó las ramas de un matorral. Hundido en la tierra del suelo había un disco metálico de casi dos metros de diámetro. Pintado de color marrón, sin ninguna identificación, como una tapa de alcantarilla más grande de lo normal, con dos ojales metálicos.

—Miren qué chulada. —Borchard pasó un dedo por uno de los ojales y trató de abrirlo, pero la tapa no se movió. Hizo más fuerza—. Se habrá atascado, o algo así.

—¿Necesitas ayuda?

—No, no, no.

Borchard usó las dos manos y se volvió morado. La tapa se alzó unos centímetros y se puso en marcha algún mecanismo neumático. La tapa se levantó sola hasta quedar perpendicular al suelo.

Debajo había un círculo de cemento. Borchard se plantó encima y saltó como un crío en un trampolín.

—Sólido de arriba abajo. Malla metálica y cemento del más fuerte para rellenarlo todo.

—¿Cuántas aberturas como esta hay, Rudy?

—¿Quién sabe? La mayoría están enterradas, o quedaron debajo de los edificios. Sólo las encontramos cuando están en zonas de jardín. Yo he visto cuatro y, créanme, son sólidas como esta. —Volvió a saltar dos veces—. Un zumbado merodeando por un túnel estaría bien para una peli. Por desgracia, señores, esto es la realidad. No querrán ver la valla trasera, ¿no?

Milo se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que te diga, Rudy?

—Sabía que diría eso.

* * *

Avanzamos a paso de hormiga por la calle del Pájaro Marino, tomamos el camino de la Estrella Marina y llegamos a la parte trasera de la urbanización. La pista de servicio era un único carril de asfalto al que se accedía por una cancela alta de rejilla. Había una cámara de circuito cerrado atornillada al poste derecho de la cancela. A través de la rejilla se veía el azul del cielo, el marrón del campo y el malva de las montañas, pero a ambos lados apenas se alcanzaba a ver el cielo abierto por encima de más de seis metros de seto de ficus. Los árboles eran tan densos a ambos lados de la verja que creaban una pared verde impenetrable.

Estiré el cuello para captar una visión lateral, pero Borchard giró el carro y avanzó por el borde sur de la urbanización, en paralelo al seto. Seguimos avanzando unos minutos hasta llegar a un cruce de tres direcciones.

—¿Vale? ¿Satisfechos?

—¿Adónde llevan esas carreteras? —preguntó Milo.

—No son carreteras, son pistas de acceso. Esa va a la sede del club, esa al centro recreativo, más que nada para llevar las toallas de la lavandería, y la otra lleva a La Mer, que es el restaurante formal, sólo para cenar, y también al Café Seabird, que queda justo al lado y sirve tres comidas al día y tiene salón de té para picar algo… Qué diablos, se lo voy a enseñar.

* * *

Tres almacenes de carga, todos cerrados a cal y canto. No se veía ningún camión. Por mucho que Borchard afirmara que siempre había alguien vigilando, no vimos a ningún trabajador.

—Un día tranquilo —dijo Milo.

—Todos lo son —contestó Borchard, como si lo lamentara.

Hizo marcha atrás para encarar el carro de nuevo hacia la entrada. Cuando volvimos a pasar por delante de la verja, Milo dijo:

—Para un momento.

Se bajó de un salto y se puso a mirar.

Volvió con cara seria.

—¿Qué ha visto? —preguntó Borchard—. Tierra despejada, ¿no? Ningún zumbado a la vista. ¿Puedo seguir?

—¿Conservas los discos de esa cámara?

—Sabía que me lo preguntaría. El disco se borra solo cada veinticuatro horas y lo reciclamos. Porque nunca hay nada que ver. Y ahora los voy a llevar de vuelta. Ya tengo demasiados residentes con ganas de saber qué está pasando.

—¿Qué les vas a decir? —pregunté.

—Que son del condado. Que han venido a asegurarse de que estamos preparados en caso de terremoto. Y lo estamos. Totalmente.

* * *

Al llegar a nuestro coche, Milo pidió a Borchard que nos dirigiera hacia la parte de la urbanización pendiente de construcción.

—Ya se lo he dicho.

—¿Y si no queremos volver por la autopista?

Borchard se rascó la cabeza.

—Supongo que al salir de aquí pueden doblar a la izquierda y luego otra vez a la izquierda. Pero es mucho más largo porque trazarán un cuadrado grande. Después tienen que seguir hasta que vean un campo de alcachofas. Al menos las alcachofas se reconocen, a veces plantan otras cosas, aunque cuando son cebollas, créanme, se sabe por el olor. Al llegar a las alcachofas siguen adelante y luego se ve campo abierto, como el que se veía por la cancela de atrás. —Se hurgó un diente con una uña—. Así sabrán que ya han llegado. Hay más campo abierto que otra cosa por estas tierras.